miércoles, 30 de marzo de 2011

STARSHIP TROOPERS (LAS BRIGADAS DEL ESPACIO) - 1997


El escritor estadounidense Robert A. Heinlein (1907-1988) publicaba en 1959 una de sus novelas de mayor éxito, “Starship Troopers” –edición española: “Starship Troopers (Las brigadas del espacio)”, Ediciones B S.A., Barcelona, 1998–, que ganó el Premio Hugo a la mejor novela en 1960. Si ya desde su publicación, y pese a su éxito comercial, la novela recibía todo tipo de críticas negativas, imputándosele una supuesta apología del militarismo –en el mejor de los casos– o siendo acusada directamente de fascista, es mucho más discutible si la adaptación cinematográfica llevada a cabo por el holandés Paul Verhoeven sigue ese mismo camino o uno bien distinto. La historia nos cuenta el proceso de alistamiento, entrenamiento y entrada en combate de unos jóvenes en un ejército que luchará contra la invasión “arácnida”, llevada a cabo por unos fieros y terroríficos alienígenas con aspecto de insecto gigante y que parecen haberse confabulado para terminar con la raza humana.

Tras sus tres más grandes éxitos hasta esa fecha, “RoboCop” (RoboCop, 1987), “Desafío Total” (Total Recall, 1990), e “Instinto básico” (Basic Instinct, 1992), Paul Verhoeven conoce el fracaso comercial con “Showgirls” (Showgirls, 1995). El descalabro le llevó sin duda a intentar recuperar el aliento con el género que parecía darle mejores resultados, la ciencia-ficción; así surgía “Starship Troopers”.

Si, como dicen algunos, la novela de Heinlein puede parecer una especie de folleto de reclutamiento, pero muy largo, y el sustrato ideológico que emana de ella es todo eso por lo que tanto se la criticó en su día, no es menos cierto que la película de Verhoeven recoge todo ese supuesto ideario –más explícito que subliminal– para convertirlo, en cierto sentido, en una sátira. Esto sin llegar a la ridiculización, pero, en mi opinión, sin dejar lugar para la ambigüedad que otros cronistas le han achacado. Tal es el caso de mi siempre estimado Carlos Aguilar cuando –en su imprescindible “Guía del cine” (Ediciones Cátedra, Madrid, 2004)– dice que “el film reivindica el agresivo militarismo imperialista del texto original, pero recubriéndolo de una falsa ironía, para que resulte más eficaz de forma insidiosa y subliminal. Un rosario de tópicos justo tan idiota y reaccionario como parece”. Según esto, ni siquiera Verhoeven habría conseguido esquivar los embates de algunos que, según creo, no terminaron de entender correctamente el objetivo buscado. Esta opinión de Aguilar no fue un caso aislado entre los vertidos en la fecha de su estreno; muchos vieron avalados sus comentarios negativos hacia la película basándose en la literalidad del argumento y de los diálogos de los personajes, sin calibrar adecuadamente el verdadero sentido que le daban las imágenes, con una fuerza que trasciende y subraya esa literalidad, pero aportando un contrapunto que subvierte su aparente significado, poniéndolo en entredicho o transformándolo en otro que defiende justamente lo contrario. El recurso al tópico no es aquí síntoma de una incapacidad para la creación sino la necesidad de recrear una estructura conocida que, gracias a su continua repetición en el cine, ha terminado por tener su propio y muy concreto significado, punto a partir del cual Verhoeven será capaz de ponerlo en evidencia gracias a la ironía.

El fracaso de la democracia y el justificado y eficaz empleo de la violencia son ideas que explícitamente se vierten en los diálogos que oímos en boca del profesor (luego teniente) Rasczak, que interpreta Michael Ironside. Y es precisamente esa explicitud lo que demuestra su carácter cáustico; sólo en los mejores tiempos de la Guerra Fría podíamos encontrar evidencias tan solemnes en el cine americano, éste sí –en aquellos tiempos y en obras muy concretas– verdaderamente reaccionario y panfletario. Verhoeven utiliza símbolos e ideas que aclaran su intención. Así, entre los edificios de Buenos Aires, donde viven sus estilizadas vidas los pulcros y guapos protagonistas, se entrevé una construcción directamente sacada del “Metrópolis” (Metropolis, 1927) de Fritz Lang; el vestuario civil de toda la población está deliberadamente formado por prendas de colores planos y apagados que hacen aparentar el mundo civil tan gris y homogéneo como lo será luego el entorno militar mostrado, donde los símbolos de las banderas se asimilan a la esvástica y los uniformes de cualquier rango son escandalosas (por intencionadamente evidentes) copias de los utilizados en la Alemania nazi. Se recrea así un paisaje arquitectónico y humano que no deja lugar para otra interpretación que no sea la de evocar impunemente aquello sobre lo que precisamente se quiere ironizar e indirectamente cuestionar. Todas las imágenes atesoran una textura artificial, como de plástico y cartón piedra (algo que es marca de la casa en el cine fantástico de Verhoeven), que envuelve a los objetos y a las personas en una atmósfera irreal, forzosamente proclive a mantener alejada la seriedad a la que una interpretación literal pudiera querer aproximarse. Hay, por tanto, un inteligente diseño de producción, consecuente con la misma esencia subliminal del libreto y encaminado a destapar el tarro que la contiene. Ver un anuncio propagandístico de la “Federación” donde se muestra a unos niños aportando su granito de arena en la lucha contra los “bichos”, pisoteando cucarachas con deleite y entusiasmo ante la expresión entre histérica y alegremente enloquecida de una madre, y como los soldados armados hasta los dientes muestran sin decoro sus mega-fusiles a unos emocionados tiernos infantes, son cosas que, desde luego, no ayudan a tomarse muy en serio ese supuesto tufo fascista que algunos han querido ver en “Starship Troopers”.

La calificación de “fascista” que se adjudicó a la novela y como hemos dicho, en ciertos casos, también a la película, tampoco resiste un análisis más allá de su consideración como palabrota ofensiva, sin un significado real implícito. Dice Jesús Palacios en el libro “El thriller USA de los 70” (pág. 218 del volumen nº 5 de la colección “Nosferatu”, E.P.E. Donostia Kultura, San Sebastián, 2009), cuando pone en duda el verdadero carácter “fascista” de personajes como son “Harry el sucio” o el padre y marido vengador que interpretó Charles Bronson en “El justiciero de la ciudad” (Death Wish, 1974) de Michael Winner, que “el rasgo más representativo del vigilante es su individualismo a ultranza, su carácter personalista, casi autista, que le aparta del resto de esa misma sociedad (…). Nada más contrario al estado totalitario, a la organización monolítica, rigurosa y rigurosamente ordenada y ordenancista del fascismo, que el justiciero vengador”. De alguna manera, es así como actúa Johnny Rico (Casper Van Dien) cuando se rebela contra la opinión de sus padres a la hora de alistarse en la Infantería Móvil; o cuando en un ejercicio con fuego real, durante las prácticas en la academia militar, un hombre bajo su mando pierde la vida por ese mismo afán de individualismo; la misma actitud demuestra Rico en el momento en que hace más caso a su instinto que a las órdenes recibidas y decide ir a través del pasadizo que intuye le llevará a encontrar y salvar a Carmen (su antigua novia) en la guarida de los “bichos”, yendo así en contra del verdadero objeto de su misión y arriesgándose a un riguroso castigo, sino a la horca.

Por otro lado, “Starship Troopers” puede considerarse una auténtica película bélica –de acción espectacular y adictiva–, donde se recorren los tópicos del entrenamiento del soldado antes de ser enviado al combate o de ser digno de su consideración como hombre hecho y derecho; valga recordar “Oficial y caballero” (An Officer and a Gentleman, 1982) de Taylord Hackford, “El sargento de hierro” (Heartbreak Ridge, 1986) de Clint Eastwood o “La chaqueta metálica” (Full Metal Jacket, 1987) de Stanley Kubrick. Un tópico que debe interpretarse como un viaje iniciático hacia el compromiso con la patria, hacia el reconocimiento de unos supuestos verdaderos valores (el honor, la lealtad, el sacrificio) que convergen en la realización total del individuo como parte de una masa uniforme, de pensamiento único y con una misión muy concreta y patriótica. Si en los dos primeros casos citados existe una ambigüedad en cuanto a lo que el cineasta quiere realmente invocar, en el caso de la película de Kubrick el sentido crítico se muestra diáfano. Es ese mismo sentido el que pretende Verhoeven, pero de una forma menos antipática y angulosa, de una manera que se acerca más a la ironía amable (no exenta de humor) que a la aspereza por la que se opta en “La chaqueta metálica”. “Starship Troopers” también es cine de terror, pues no es otra la sensación que se tiene ante la horrenda visión de las llanuras infectadas de “bichos” que pretenden tomar la posición protegida por la Infantería Móvil, las terribles amputaciones que esos seres practican a los humanos en el combate o la desconcertante idea de que un insecto enorme, gordo, babeante y con cara de vagina purulenta inserte un aguijón en tu cabeza para succionarte el cerebro.

El enemigo –los “bichos”– es tratado como una plaga a exterminar, deshumanizado –como no podía ser de otra manera cuando hablamos de seres con más de cuatro patas– y donde los que defienden la supuesta catadura reaccionaria de la película verán una alegoría del peligro amarillo, rojo o con turbante de turno; y no se equivocarán, pero volverán a confundir el sentido real de lo que están viendo. El combate será retransmitido en directo, como tristemente sucedió con la Guerra de Vietnam, y los noticiarios tipo NO-DO –en tono épico– acercarán a la voz pública las últimas novedades del conflicto. Cuando los soldados capturan al repugnante y gigantesco “bicho” pensante, la mayor de las alegrías se extiende entre las tropas al saber que éste tiene miedo. A partir de ahí comenzarán las torturas destinadas a conocerlo mejor, siempre utilizando el cartel de “censurado” para cínicamente tapar los detalles más desagradables y morbosos. Paul Verhoeven destierra la corrección política y hace lo que le viene en gana, consiguiendo así arrancarnos una sonrisa cómplice y cargada de mala leche.

Contrasta con la crudeza de algunas imágenes e ideas el aspecto de la inmensa mayoría de los personajes, todos limpios, bien peinados e impecablemente vestidos –así como sus superficiales conflictos sentimentales– que parecen haberse sacado directamente de un capítulo de la serie “Sensación de vivir” (Beverly Hills, 90210). No en vano la actriz Dina Meyer, que interpreta a Dizzy Flores, participó en varios episodios de dicha serie de televisión, y Casper Van Dien da el perfil prototípico de lo que pudiera haber sido una estrella de la misma. Todos dignos representantes de una burguesía acomodada que no se plantea la lucha por su patria si eso le supone alguna molestia o perjuicio. Sin embargo, el alistamiento, que parece un acto de desobediencia generacional, comprometido con el mundo y su futuro, se revelará en boca de los reclutas –en las duchas unisex del cuartel– como una coartada hipócrita para que cada cual alcance su meta particular gracias a los privilegios que con posterioridad al conflicto bélico les reportará su opción: una recluta tendrá más facilidades para recibir la autorización de ser madre, otros podrán entrar directamente en la carrera política o verán compensado su esfuerzo militar con la financiación de los estudios, y otros –simplemente– intentarán ganarse el favor de su objeto de pasión amorosa gracias al voluntarioso acto de carácter y valentía que se le presupone al alistarse.

Como cabía esperar dado el éxito de la película, fueron inevitables dos cochambrosas y tardías secuelas. La primera, “Starship Troopers 2; Hero of the Federation” [tv/dvd: Starship Troopers 2: El héroe de la Federación, 2004], dirigida (es un decir) por Phil Tippett, un técnico de efectos especiales al que recomiendo no vuelva nunca más a ponerse detrás de una cámara dado lo lamentable y patético de los resultados (y no exagero nada). No obstante, introduce un nuevo espécimen de “bicho” bastante interesante, una especie de asqueroso parásito que pasa de un huésped a otro por vía bucal; una cosa muy cronenbergiana. Más recientemente llegó “Starship Troopers 3: Marauder” (2008), con Edward Neumeier –el guionista de la primera y segunda parte– metido a director. Se trata de una tercera parte muy curiosa desde el momento en que tiene un mayor empaque técnico y artístico que la segunda parte oficial, que como ya he dejado entrever es un engendro abominable desde la mayoría de los puntos de vista posibles. En cambio, la película de Neumeier, aunque sigue estando a años luz de la obra de Verhoeven ya sea desde un punto de vista artístico, ideológico o presupuestario, sigue más el camino iniciado por éste. Sí son muy evidentes los menores acabados de los efectos digitales y una incapacidad manifiesta tanto para no tomarse en serio a sí misma como para hacer de la ironía su bandera, perdiéndose así lo que más interesante había tenido el producto de Verhoeven. Por el camino, Japón produjo una serie de animación titulada “Uchû no senshi”, dirigida en 1989 por Tetsuro Amino.

Juan Andrés Pedrero Santos (publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en el nº24, correspondiente al mes de marzo de 2010)

jueves, 24 de marzo de 2011

"EL CINE NEGRO", de Víctor Arribas (Entrevista)


Al menos los que vivimos en la Comunidad de Madrid conocemos de sobra a Víctor Arribas. Gran comunicador, de esos que consiguen dar una pátina de credibilidad a la información que sale de su boca, no en vano lleva tiempo presentando los informativos del mediodía en el canal autonómico Telemadrid. Desde hace poco modera el interesantísimo coloquio “Madrid opina” de la misma cadena; sin olvidar sus habituales colaboraciones en “el programa de Garci”, ese que sólo cambia de nombre (y ni falta que hace que cambie de otra cosa) y que ahora se llama “Cine en blanco y negro”. La publicación de “EL CINE NEGRO”, editado por Notorious, supone su primera aventura en solitario como escritor cinematográfico.

JAPS.- Víctor, ¿cuándo nació tu interés por el cine, más allá de ser un simple espectador del montón, valga la expresión?

V.A.- Siempre tuve una afición especial por las películas desde muy pequeño, por tradición familiar y por aquellas sesiones de cine de tarde que se organizaban los sábados en casa. Pero sólo pasé a ser un “espectador cualificado” o interesado en el Cine como algo más que entretenimiento a los 19 años, durante una larga convalecencia por enfermedad que me postró en casa durante muchos días. Allí nació “algo” que no sólo dura todavía, sino que se ha ido incrementando durante los años. Una forma de ver el cine como una expresión de sentimientos, ideas, comunicación, formas artísticas…

JAPS.- ¿Tu profesión como periodista tiene alguna vinculación con el interés en escribir sobre cine?,¿una cosa llevó a la otra?, ¿o son cosas totalmente independientes?

V.A.- En absoluto son independientes. Mi forma de escribir sobre cine es la de un periodista, está asociada completamente a mi perfil como periodista. Si analizas el libro “El cine negro”, que acaba de publicarse, es un gran reportaje sobre el tema, escrito como resultado de la pequeña investigación que he realizado sobre cada película. Y cuando he hecho radio o televisión hablando de Cine, siempre lo he hecho buscando información para transmitirla a los oyentes o espectadores. Eso es el periodismo, enterarte de cosas y contarlas. Nada más y nada menos. La crítica es diferente, prefiero ser periodista cinematográfico que crítico, aunque como periodista, en todo lo que hago sobre Cine, haya una parte de opinión personal.

JAPS.- ¿Crees que es necesario ser periodista para escribir sobre cine? Yo tengo mi propia respuesta, pero quiero la tuya.

V.A.- No necesariamente, muchas veces es conveniente que quien escribe sobre Cine no tenga nada que ver con los medios (risas). La crítica cinematográfica pura es distinta del periodismo cinematográfico, nace de otros postulados y quienes la ejercen tienen otra formación intelectual incluso. No digo que sea mejor ni peor, es simplemente distinto.

JAPS.- Hablando ya de terceros, ¿qué opinión tienes sobre la crítica de cine en general, y sobre la española en particular?

V.A.- En general los críticos son gente muy bien preparada, con grandes conocimientos sobre Cine, Literatura y Arte en general, pero han cometido el error de ser aburridos y un poco… para que no se me entienda mal, “elevados”. Conozco mucha gente que ha dejado de leer las críticas de las revistas porque no entendían nada, al final no sabían si les gustaría ir a ver la película o no. A mí me interesa mucho más el análisis visual y narrativo, los antecedentes de la producción (sobre todo en el Cine clásico), y los avatares que se vivieron para hacer las películas. Luego, ya hacer filosofía sobre lo que hemos visto, me interesa menos. Pero no le niego el valor que tiene, incluso desde el punto de vista literario. Ahora, que nadie venga como hicieron algunos en Francia hace algunas décadas a decir “¡abajo Ford, viva Wyler!” ni nada de eso, porque no necesitamos que nadie piense por nosotros.

JAPS.- Como lector muy aficionado al cine, sin ir más allá, ¿qué crees que aporta la bibliografía cinematográfica en general? Si tuvieras que elegir un solo libro de cine, como tu libro de cabecera, ¿cuál sería?

V.A.- Hombre, “Terror Cinema” ¡por supuesto! (risas). Fuera de bromas, creo que este tipo de libros son los más completos, los que diseccionan un tema y lo analizan con todas sus ópticas y con todos sus títulos y directores. Tengo en casa unos dos mil libros de cine, escritos en castellano y en inglés, y elegir uno como el mejor sería una tarea imposible. Pero tal vez por lo que significan y por la impagable información que ofrecen, me quedo con los dos volúmenes de entrevistas con directores de Peter Bogdanovich, “Who the Devil Made It?” [Nota del entrevistador: ambos volúmenes han sido editados en España por T&B Editores, bajo el título “El director es la estrella (Volumen I)” y “El director es la estrella (Volumen II)”]. De los escritores españoles los que más me gustan son Javier Coma y Quim Casas, dos genios absolutos. De los extranjeros, McBride, Simsolo, Spoto.

JAPS.- Una pregunta muy recurrente cuando se habla de este asunto, ¿qué piensas sobre la generalización de la crítica de cine (en este caso, por llamarlo de alguna manera) en Internet?, ¿crees que es ahí está el futuro de la crítica?

V.A.- Pues que puede descubrir nombres de nuevos escritores y analistas que no estén sujetos a las dictaduras del mercado, algo muy importante. Personalmente, aún consulto poco los escritos sobre Cine que se difunden por Internet, prefiero ir al libro de toda la vida.

JAPS.- Hablemos ahora sobre tu programa de Onda Madrid dedicado al cine, “FlashBack”, ¿volverá algún día con ese u otro nombre?, ¿por qué desapareció de antena?

V.A.- Tengo la esperanza de que ese programa que se emitió en 2008 durante casi un año en Onda Madrid vuelva a emitirse en esta o en otra cadena, porque ha sido una de las grandes satisfacciones personales que he tenido en más de veinte años de actividad profesional. Yo he propuesto que se recupere, e incluso lo he ofrecido a otras radios muy importantes, que se han interesado por la idea, pero sin un patrocinador es difícil que se incluya en una parrilla. Me gustaría poder poner en Internet los programas que conservo, para que los aficionados puedan escucharlos. Sobre el motivo de su desaparición, pues creo que fue por una decisión precipitada tomada sin pensar bien que una radio pública como Onda Madrid debe ofrecer programas de divulgación cultural como aquél. Era un programa sobre géneros, sobre directores, sobre grandes películas de siempre, sobre la música de las películas, en él intervinieron Guillermo Balmori, Eduardo Torres Dulce, Ángel Comas, Juan Carlos Vizcaíno, Juan Tejero, Juan Luis Álvarez, Sergi Sánchez, Carlos Aguilar, y mucha gente que me ayudó a ponerlo en antena y a disfrutar. Tengo la sospecha de que aquel formato volverá.

JAPS.- ¿Por qué elegiste el cine negro para iniciar esta andadura en solitario, que esperemos prospere y continúe en el futuro?

V.A.- Porque mis intenciones de escribir sobre el tema coincidieron con la necesidad de la editorial Notorious, que quería un libro amplio y documentado sobre el tema como ya tenía los del melodrama y el cine de aventuras. Y porque junto al western, es mi género favorito.

JAPS.- Por lo poco que te conozco intuyo que sientes como todo un privilegio y un motivo de especial orgullo la publicación de este libro. ¿Es así?

V.A.- Antes te decía que “Flashback” había supuesto una gran satisfacción. Pues es incomparable a lo que se experimenta cuando publicas tu primer libro. Una emoción indescriptible, saber que en muchas librerías de gente interesada en esto puede estar tu nombre y tu trabajo, que pueda (humildemente) ser utilizado por gente que prepare algún trabajo o simplemente quiera documentarse sobre esas sesenta películas negras… Es un verdadero placer.

JAPS.- ¿De qué forma te planteaste la escritura de “EL CINE NEGRO”, su contenido, la elección de las películas sobre las que te extiendes especialmente, su estructura?

V.A.- Como un gran reportaje, ¡tipo Ben Hetch (risas)! Primero elegí los 60 títulos, tarea de indescriptible dificultad porque tuve que dejar fuera títulos importantes, pero quería al menos una de todos los grandes directores que se han asomado al Film Noir. Por ejemplo, ¡me ví obligado a eliminar Cara de ángel (Angel Face, 1952), de Preminger! Pero debía elegir una sola obra de este autor, y me quedé con Laura (Laura, 1944). La forma de plantear cada capítulo fue muy meditada, porque quería dar primero información y luego opinión. En la primera parte de cada capítulo dedico varios párrafos a explicar cómo se llevó a cabo el proyecto, en qué apoyo literario está basado, por qué es importante en el contexto histórico y social en que se hizo… Y luego paso a un análisis de lo que se ve en la pantalla, con los ojos de un aficionado que ha visto algunas películas y ha leído algo sobre el tema. Nada más.

JAPS.- ¿Has querido, de alguna manera, hacer algo novedoso con tu aportación a este libro, o simplemente en tu propia y personalísima opinión descansa la originalidad?

V.A.- Creo que originalidad tiene poca este libro. La información gráfica es primordial, se incluyen fotografías y carteles impresionantes, la calidad del papel es espectacular y el conjunto creo que es bueno, pero originalidad, no creo que tenga mucha…

JAPS.- Por propia experiencia conozco lo importante que es para un autor contar con un buen prologuista; no obstante desde un punto de vista absolutamente personal y que posiblemente a nadie más que al autor interesa. ¿Por qué José Luís Garci?

V.A.- Por la influencia que ha ejercido sobre mí. Y por sus conocimientos de todo aquello sobre lo que yo escribo: las obras de Cain, de Chandler, de Hammet, la ciudad de Los Angeles, los ambientes sórdidos en los que se mueven los personajes... Garci tuvo la genialidad de escribir el prólogo como si fuera un pequeño relato negro escrito por uno de sus personajes, el detective Germán Areta, y el resultado es fascinante. Lo mejor del libro, sin ninguna duda. Cada vez que lo leo me emociono.

JAPS.- Estoy seguro de que ya andas pensando en cual va a ser tu siguiente incursión en la bibliografía cinematográfica. No te pediré que me digas su temática concreta (yo no lo diría tampoco, al menos “en público”). Pero, ¿puedes decir por donde irán los tiros?

V.A.- Absolutamente. Será una segunda parte de “El cine negro”, donde me ocuparé de saldar cuentas pendientes como esa que te decía de Cara de ángel, incluiré películas poco conocidas del género y traspasaré la barrera del año 1958, en el que me quedé como límite para acotar el cine negro norteamericano clásico. Me adentraré en lo que llaman neo-noir, que está suscitando una magnífica bibliografía en España últimamente. Pero he quedado exhausto después de esta primera experiencia, sospecho que va a pasar algún tiempo hasta que eso se concrete…

JAPS.- Muchas gracias Víctor, te deseo toda la suerte del mundo con la publicación de “El cine negro”, un éxito personal que sin duda mereces.

                                                                                   Juan Andrés Pedrero Santos

lunes, 14 de marzo de 2011

"JEEPERS CREEPERS" (2001)


Pudiera juzgarse como una incoherencia incluir en la presente sección (ver nota 1 al final) –cuyo título revela de manera cristalina su objetivo– una película que poco menos que inaugura el género terrorífico del siglo XXI. La incongruencia no es tal si se entiende la función de estas páginas como la de dedicar un merecido recuerdo a películas que, hoy por hoy, tienen bien adquirido un cierto reconocimiento, ya sea como clásicos ya sea simplemente como curiosidades; atributos estos independientes de su edad. “Jeepers Creepers”, pese a su aparente juventud, se encuadra bien en este contexto. Los clásicos –fuera de su interpretación más académica y dentro de la más absoluta subjetividad (la mía)– no se definen únicamente por su antigüedad o por sus formas, sino también por la esencial virtud de su trascendencia respecto al panorama general en el que se ven inmersos; es por ello que, en muchos casos, nacen ya como tales el mismo día de su estreno.

Producida por la compañía American Zoetrope, la productora de Francis Ford Coppola, al igual que su inferior y más obvia secuela, “Jeepers Creepers 2” (Jeepers Creepers 2, 2003) que también dirigió Victor Salva, parece que pronto tendrá una tardía tercera parte, aunque todo quede aun en el terreno de la rumorología.

Pese a que el argumento de “Jeepers Creepers” –tal cual– corra el riesgo de ser visto como un “más de lo mismo” de aquello que durante años nos ha venido mostrando el género (esto es, la historia de unos muchachitos perseguidos por un monstruo y/o asesino en serie que les da caza), su originalidad reside en no seguir esquemas (sobre todo formales) trazados de antemano, y en no caer en el fácil recurso de resortes demasiado manoseados o, al menos, de disimularlo muy bien. El constante sentimiento de inquietud que invade al espectador durante todo su metraje –que termina convirtiéndose en una experiencia muy íntima y extraña para éste– se consigue a través de una puesta en escena que nos mantiene sumidos permanentemente en el punto de vista de los sufridos hermanos; único lugar desde donde vivir el relato, sin más información que la que ellos mismos van recibiendo; que nunca es mucha. Esto, junto a los continuos giros inesperados por los que transcurren los acontecimientos, que a costa de parecer delirantes aportan un aura indescifrable e insólito a la historia, la asunción de una planificación estática como gramática predominante, que no abusa del montaje ni deja hueco para las brusquedades de los movimientos de cámara y que se apoya en la fuerza de una fotografía de intenciones muy concretas –tenebrosa o lumínica, según la ocasión, pero siempre desasosegante– son los elementos conceptuales y formales que dan un empaque muy característico a la película.

Esta originalidad mentada no menoscaba la condición que defiende “Jeepers Creepers” sobre sí misma de conformarse como una sucesión de alusiones constantes a otras ilustres compañeras de género; aunque aquí no esté de más darles la calificación más específica de “evocaciones”. Sorprende que esta particularidad venza la –sobre el papel– alta probabilidad de que esas “evocaciones” fueran percibidas como todo un muestrario de déjà-vu(s); muy al contrario, sólo consiguen resonar como sibilinas incursiones en el subconsciente del espectador, como la mezcolanza de las más variopintas referencias dispuestas en un segundo término.

En el mismo inicio se nos presenta a los dos hermanos protagonistas (chico y chica) gracias a una extensa aunque trivial conversación en el interior del vehículo en el que viajan. Este pasaje inicial nos sirve para tomar conocimiento de los personajes principales, de la relación (fraternal) tan íntima entre ambos y como único momento de relajación previo a la tensión sin freno que está por venir. Así, el inicial (que no iniciático, más bien todo lo contrario) viaje en automóvil de los dos hermanos, acosados por un tenebroso y achatarrado camión, en un contexto paisajístico minimalista de verdes e infinitas praderas, atravesadas por una única carretera que parece llevar a todos los sitios –esquematismo geográfico que añade un aire onírico (más bien de pesadilla)–, bien puede tener su correspondencia en las recurrentes e incansables persecuciones entre El Coyote y Correcaminos de los dibujos de la Warner o de “El diablo sobre ruedas” (Duel, 1971) de Steven Spielberg. Precisamente existe un corto animado de Warner, producido en 1939, con el mismo título y con el cerdito Porky como protagonista de una historia de fantasmas. La imagen de los cuervos que pueblan por decenas la vieja iglesia bajo la que se encuentra la “casa del dolor” trae a la cabeza “Los pájaros” (The Birds, 1963) de Hitchcock, presencia que reclama a voces la existencia de algún significado oculto sin desvelar; ni falta que le hace. Por otro lado, la entrada angustiada de la pareja de hermanos en el bar de carretera repleto de parroquianos asombrados y recelosos podría ser un alter ego de la recurrente escena propia de las películas de vampiros de la Hammer, aquella en la que los protagonistas acuden ansiosos a la taberna del villorrio de turno para solicitar algo de ayuda, que nunca reciben. La escena de la comisaria, con su angulosa iluminación, evoca “Asalto a la comisaría del distrito 13” (Assault on Precinct 13, 1976) de John Carpenter, donde se incorporaban al thriller elementos fantasmagóricos que aquí terminan siendo más que justificados. Dentro de este mismo pasaje encontramos el momento en que varios presos devienen en aterrorizados testigos del ataque que está sufriendo su compañero de la celda contigua, tal cual le sucedía a los perros esquimales que presenciaban –arrinconados en su jaula– cómo uno de sus congéneres caninos era “poseído” por la criatura protagonista de “La Cosa” (The Thing, 1982), otra vez del maestro Carpenter. El plano tan naif (por sobado) en que “The Creeper” vuela asido a su víctima, con la luna llena como fondo, está todo él apropiado de la más tópica iconografía vampírica. Y como referencia más moderna tenemos la escena final, donde vemos a esa misma criatura, de espaldas y con las alas recogidas, trajinando quien sabe con qué materiales de origen humano dentro de un entorno herrumbroso, húmedo y oscuro, como si del “Buffalo Bill” de “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991) de Jonathan Demme se tratara.

El conjunto de todas estas referencias, lejos de convertirse en homenajes (mucho menos en plagios), se mantiene invisible y escondido, no haciéndose evidente hasta el momento de un análisis más profundo; no estamos ni mucho menos ante un caso flagrante y desvergonzado (pero entretenido) como el de “Doomsday: el día del juicio” (Doomsday, 2008) de Neil Marshall. Fue Pauline Kael (la ilustre crítica de cine de “The New Yorker” durante más de dos décadas) quien dijo que no sabía exactamente qué pensaba de una película hasta que no terminaba de escribir sobre ella. Es en ese nivel de análisis en el que se revelan estas referencias, nunca mostrándose como evidentes en una mirada superficial; logro de incuestionable mérito.

El resultado obtenido por Victor Salva hace que nos encontremos ante una de las películas más desasosegantes de los últimos años; al menos hasta la llegada de otras más recientes como “The Descent” (The Descent, 2005) de Neil Marshall, o la extraordinaria e inteligente “La niebla, de Stephen King” (The Mist, 2007) de Frank Darabont.

El origen y las motivaciones del monstruo nunca son aclarados más allá de lo que parece parte de una leyenda de atávicos orígenes. Cada veintitrés primaveras el monstruo reaparece para alimentarse –durante veintitrés días– con ciertas partes del cuerpo de sus víctimas. Estas son seleccionadas tras pasar una prueba. La criatura siembra el terror allí por donde pasa, y a partir de ahí “huele el miedo” que irradian los candidatos que le servirán de menú. Es esa percepción la que le lleva a decidir quién será su próximo objetivo. Esa escueta e irracional motivación se une al siempre sugerente contexto rural (la tan manida pero incansable América Profunda), a la caracterización del terrible y cochambroso camión en el que viaja la criatura como un personaje en sí mismo (dotado de una potencia mecánica como venida de otro mundo, además), y a una banda sonora (eficacísima) que tiene la particularidad de “sobreactuar” sin molestar, de sentirse como algo que queda por encima de las imágenes que trata de (y consigue) ilustrar; y no me refiero a las diversas canciones que suenan en la película sino al score compuesto para la ocasión. Esas viejas canciones de los años treinta (como “Jeepers Creepers”, que también es banda sonora del corto animado citado, y "Hush Hush Here Comes the Bogey Man", entre otras) parecen relacionar la existencia de la criatura con primigenios antecedentes dentro de un contexto genuinamente americano, acariciando el mismo hálito siniestro que la literatura lovecraftiana supo inspirar respecto al Nuevo Continente, poseedor de sus propias leyendas ancestrales.

El miedo que “Jeepers Creepers” consigue meternos en el cuerpo procede más de aquello que no se ve que de lo poco que muestra. Existe una obcecada determinación por mantener en off los pasajes más cruentos. Véase la escaramuza en el interior de la comisaría (donde fugazmente aparece el actor que da vida al monstruo, Jonathan Breck, haciendo el papel de uno de los policías), cuyos detalles tan sólo imaginamos; o los diversos ataques o consecuencias de los mismos que nunca son mostrados de una manera frontal, eludiéndose los pormenores escabrosos sin que ello nos ahorre intuirlos como horripilantes. Victor Salva también juega al despiste –para el caso como si se tratara de un Mac Guffin– introduciendo personajes secundarios cuya sola visión despierta la sospecha sin más motivación que la de su físico inquietante; ahí están la anciana de los gatos y el policía que termina perdiendo la cabeza (literalmente). Más que estimulante es el diseño de la criatura que, a medida que avanza la trama y vamos descubriendo su verdadera morfología, hace que las sensaciones del espectador ante su visión transcurran por diferentes registros, reconociendo en su aspecto diversas categorías de monstruos, desde el “vulgar” asesino en serie, pasando por un ser alado que pudiera haber salido de la pluma de Lovecraft y terminando en la posibilidad de entenderlo como un ser venido de otro planeta; variedad muy en la línea con el estupor generalizado y desarmante que provoca la visión de la película.

Nota 1: se alude a la sección de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE donde se publícó originalmente este artículo, "La máquina del tiempo", cuya misión es hablar sobre películas ya con algo de solera y especialmente valorables.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la sección "La máquina del tiempo" de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE





miércoles, 9 de marzo de 2011

"SCIFIWORLD MAGAZINE Nº 36"

Con el número 36, correspondiente al mes de abril de este infausto 2011 (ánimo Ángel), la revista SCIFIWORLD MAGAZINE cumple 3 años de vida. Un record en lo que respecta a la historia de las revistas dedicadas al género en nuestro país, donde intermitentemente han ido surgido publicaciones dedicadas al fantástico desde hace ya un tercio de siglo. Para dar por saco un poquito, y reivindicar lo políticamente incorrecto, no podría haberse elegido mejor portada, que hace alusión a cierta película francesa de la última hornada -"À l'intèrieur" (2007)- y alusiva al ataque que ha sufrido el Festival de Sitges, personificado en su director: Ángel Sala, por las fuerzas más reaccionarias y retrogradas de este país.

Mi aportación a este número se incluye, como siempre en la sección "La máquina del tiempo", y se dedica a la primera película dirigida por Guillermo Del Toro, "CRONOS" (1992); un homenaje personal que le hago al director mejicano a raíz de cierto favor, de incalculable valor para mí, que le debo, el cual dentro de poco tiempo todos conoceréis y que tiene que ver con mi próximo libro. Gracias Guillermo, gracias Luis.

lunes, 7 de marzo de 2011

"LA NOCHE DEL DEMONIO" (Night of the Demon, 1957, Jacques Tourneur)

Con motivo de la aparición en dvd de una de las grandes joyas del cine fantástico, a cargo de la hasta hace poco debutante "39 escalones" (a quien debemos dar las gracias por esta estupenda edición en particular, y por la apuesta por editar grandes películas aun inéditas en el mercado español, en general), aprovecho para publicar en este blog la entrada que le dediqué a tan insigne película en mi libro TERROR CINEMA (Calamar, 2008).
  
Dejando a un lado las joyas que Jacques Tourneur dirigió para Val Lewton en la RKO -las poéticas La mujer pantera (Cat People, 1942) y I Walked with a Zombie [tv/vd/dvd: Yo anduve con un zombie, 1943]-, su filmografía tiene en su haber otra obra maestra del género; esta vez de nacionalidad inglesa y con una carencia total de lirismo. Carencia muy oportuna dado el tono que requiere la historia narrada en esta ocasión; no olvidemos que estamos hablando del diablo, el mal en estado puro; nada más oscuro puede concebir la imaginación, nada más lejano a lo onírico, nada más cercano a la pesadilla. Aquí lo que prima es el desasosiego, la inquietud de lo desconocido o de lo que no queremos conocer, aquello que escapa a nuestro entendimiento y que, a veces, es “mejor no saberlo”, como finalmente reconoce el a priori incrédulo personaje interpretado por Dana Andrews.

Inspirados muchos de sus pasajes en el relato "El maleficio de las runas" (Casting the Runes), publicado en 1911 por el escritor inglés Montague Rhodes James (más conocido por M.R. James, gran amante de los cuentos de fantasmas), aunque con una estructura muy diferente, incorpora al espectador a una intriga ya comenzada, como si éste subiera a un tren en marcha; lo que no evita que en pocos minutos tome conciencia de las premisas del relato gracias a ese artificio del guión. A partir de ahí, la aventura sobreviene casi en tiempo real (unos tres días en la película, en cambio tres meses en el relato), con letal cuenta atrás incluida, acercándonos sin arritmias a una lucha entra la razón y el oscurantismo.

Siguiendo con la tónica mostrada por Tourneur en sus anteriores películas fantásticas, se asume un enfoque adulto y realista de la historia, clásico pero sin el lirismo visual de aquellas, e incluso pudiendo haberse dejado influenciar por otro gran maestro como Hitchcock: la escena del avión podría insertarse perfectamente en cualquier película del inglés sin desentonar un ápice, de la misma manera que los coqueteos desinhibidos de Dana Andrews con su partenaire femenina evocan al Cary Grant más juguetón y hitchcockiano, como si de un trasunto del mismo en la posterior Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, Alfred Hitchcock) se tratara .

Lejos de evitar mostrar al monstruo hasta el final o en pequeñas dosis , éste nos planta cara en los primeros quince minutos de metraje mediante un inserto impuesto por los productores a espaldas de Tourneur. Su imagen física deja inicialmente en el espectador una inevitable sensación de desconcierto; percibiéndose una acusada falta de adecuación o correspondencia con la estética realista que nos ofrece el resto de la película; y lo que es más preocupante, destroza literalmente la unidad formal del conjunto y choca frontalmente con el tradicional rechazo de Tourneur hacia lo explícito. El acabado estético del demonio mostrado mediante dicho inserto recuerda al de los titánicos monstruos japoneses que iniciaron su andadura con Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, 1954, Ishirô Honda); si bien es cierto que tras éste desconcierto inicial las sucesivas apariciones nos encajan más, el regustillo a parche queda ahí. Esto nos da pie, en su descargo y aprovechando furtivamente la oportunidad, a hacer nuestras las palabras de Ray Harryhausen refiriéndose a la primitiva Stop Motion en comparación con las modernas técnicas de animación, técnica que aunque no se utiliza aquí no implica que no asumamos dicha referencia con todas sus consecuencias y la extrapolemos a este caso:”… confiere a la fantasía la apariencia de un sueño. Si la fantasía parece real, estás matando su esencia”; amén. Esta circunstancia, creemos que accidental, consigue incrementar el componente fantástico que tanto contrasta con el resto de la textura realista de la película, de manera que lo fantástico, por ese mismo contraste, retroalimente la impresión de lo real y viceversa; oposición que mantiene un paralelismo en el grupo de personajes, al situar la actitud de obstinada incredulidad del doctor John Holden (Dana Andrews) frente a la aceptación de la realidad satánica del resto de los personajes, unos por miedo, otros por adoración.

Citaremos tres pasajes inolvidables sin entrar en más detalles: la fiesta infantil en la mansión y todo lo que ella acontece; la atmósfera que Tourneur consigue ahí es, sin duda, lo mejor de la película, absolutamente mágica y plena de desasosiego; por otro lado, la sesión de espiritismo y toda la escena en el tren en los momentos finales. En los tres existe una dura pugna entre lo real, lo terrenal, en contraposición con los fenómenos sobrenaturales que finalmente son aceptados por el incrédulo. El clima turbador que todo ello consigue por la pura y densa riqueza de su contenido conceptual ya lo quisiera cualquier muestra del cine de terror moderno, por desgracia alejado cerrilmente de lo sutil para caer rendido ante el recurso fácil, cómodo y vulgar de la ostentación de lo explícito, sin deleitarse en la sugerencia como aquí sucede.

Finalmente, la farsa que le hubiera gustado desentrañar al incrédulo doctor (Dana Andrews) no es tal, no dejando más opción que la penosa e inquietante aceptación de lo que una mente lógica se niega a considerar como inaceptable.

Juan Andrés Pedrero Santos


miércoles, 2 de marzo de 2011

"LA SOMBRA PROHIBIDA" (2010)


El estreno de “La herencia Valdemar” dio píe a un curioso fenómeno de ensañamiento –a todas luces inmerecido y exagerado– desde cierto sector del público, que aprovechó el altavoz que le proporcionaba la blogosfera y demás submundos virtuales para dejar pequeño ese dicho tan español que dice aquello de nadie es profeta en su tierra; fiesta a la que se unió dichoso algún supuestamente respetable medio en papel de tirada diaria; un deporte nacional como otro cualquiera, tan distinto del proverbial chauvinismo francés, ejemplo éste de defensa y ensalzamiento cómplice y sustentador de lo propio, ya sea en detrimento o no de lo ajeno. Cuestiones de carácter genético al margen, ¡cuánto tenemos que aprender del otro lado de los Pirineos!

Rodada simultáneamente con “La herencia Valdemar”, como es bien sabido, llega ahora su segunda parte, titulada “La sombra prohibida”. Si a muchos, entre los que no me incluyo, sorprendió negativamente (más que defraudó) el abrupto final inconcluso de la primera parte, más les mortificará el comienzo de esta segunda si los pilla in albis –un comienzo atropellado por frenético, aunque no pudiera ser de otra manera–, que sirve para poner en situación al respetable con un somero retazo de la historia de la que trae camino. “La sombra prohibida” en ningún caso es más de lo mismo, sino que viene a ser una película radicalmente distinta a “La herencia Valdemar”, ésta más homogénea y centrada en el relato de época, con una historia tonal y argumentalmente más equilibrada que la que atesora esta nueva entrega de José Luís Alemán. Tan distinta la una de la otra que cualquier comentario no puede hacer sino pasar necesariamente por la vía de la comparación. Segunda parte que lo es en realidad y con todas las consecuencias; no la derivación de una franquicia, sino una película totalmente dependiente argumentalmente de su predecesora, sin cuya visión previa es difícil –por no decir imposible– comprender la trama. Nos adentramos así en un relato directamente deudor de ese pastiche tan característico que era gran parte de aquel cine fantástico español de los años setenta, naif muchas veces, del que las dos partes que ofrece Alemán (cada una por motivos diferentes) son herederas directas de forma gustosa y premeditada; no en vano la presencia de Paul Naschy es una declaración de intenciones sotto voce, con la que su guionista, director y productor sienta las bases de una invitación a recordar viejos tiempos. Una herencia que de rebote lo es también de lo que representó el cine de terror de la Universal, especialmente en los últimos coletazos dados durante los años cuarenta. En ningún caso está presente el espíritu de la Hammer –ahí disiento de la opinión de Alemán, por otro lado respetable y acreditada como ninguna–, productora que jamás pecó de ingenua ni de tradicional.

La presencia en la historia de una gitana echadora de cartas, de esa gruta en la que el grupo protagonista es perseguido por el monstruo, de la inclusión de esos maniquíes a los que uno de los personajes cree amigos reales, de la ceremonia de tintes satánicos (en este caso llevada a cabo por adoradores de otra deidad: Cthulhu), del sacrificio ritual, de esas paredes abarrotadas con fotos de antiguos atormentados y de la alusión al canibalismo, entre otros, son puntos que evocan muchos de los elementos que ese cine fantástico español dio en tocar antaño. De alguna manera, tal concentración de alusiones adquiere importancia por acumulación, se entienda más o menos gratuita y más o menos oportuna. Todo se encastra en la intención de crear un divertimento mimético a un tipo de cine que ya no existe, del que únicamente le diferencia un presupuesto más abultado de los que se estilaban entonces, aquellos más por imperiosa necesidad que por otra cosa, pero que por lo demás, en su forma y en el concepto que representa, es continuador de aquella tradición.

La ausencia del enorme y bien visible esfuerzo de producción del que hacía gala la primera parte, dado su carácter eminentemente de época, resta a esta continuación del delicioso empaque que exhibía aquella; algo impuesto por la propia trama. En ese mismo orden de cosas, es curioso ver como las interpretaciones –estando aquí los personajes a los que se da vida más dispersos, con un carácter más coral, carente por tanto el conjunto de protagonismos principales– están más correctas que en “La herencia Valdemar”. Algo sin sentido cuando se conoce que ambas películas se rodaron simultáneamente, no de forma sucesiva, y cuya única explicación es su mejor adecuación al contexto contemporáneo dominante, ausente como está en este caso el más sugerente y plásticamente atractivo marco del siglo XIX. Siguiendo con las ausencias, la falta del componente emotivo que aportaba a “La herencia Valdemar” la historia de amor y fidelidad entre Lázaro (Daniele Liotti) y Leonor (Laia Marull) allana la profundidad de la trama, entregada aquí a una más sencilla y heterogénea aventura.

Hasta ahí José Luís Alemán ha conseguido su objetivo, sincero, sin concesiones y, sobre todo, valiente; o loco, como él mismo se define (admirable locura la suya); todo lo cual son muchos puntos a su favor, merecedores todos de un apoyo incondicional, como rara avis que es dentro del contexto cinematográfico de nuestro país (industria y público), tan ingrato con ciertas propuestas. Quizás se echa en falta un mayor toque subversivo o siniestralizador (valga el palabro), posiblemente necesario para actualizar la propuesta mínimamente a los tiempos que vivimos, relajando así la ingenuidad presente en todo momento; caso en el que sí nos hubiéramos acordado de la Hammer. Del mismo modo, hubiera venido de perlas una mejor medida del tempo de algunos pasajes (los más triviales y realistas) que en ocasiones se dilatan en exceso.

Juan Andrés Pedrero Santos