viernes, 9 de marzo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 48, abril 2012


Nuevo diseño para la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 48 (ya queda poco para la media centena). El mismo tamaño pero una maquetación y estilo más moderno. En este número mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" es un artículo dedicado a la película de Joe Dante "AULLIDOS" (THE HOWLING, 1980).

sábado, 3 de marzo de 2012

"EL HOMBRE ELEFANTE" (1980, David Lynch)


Tod Browning ya convirtió en protagonistas a un grupo de fenómenos de feria, en su caso reales, en “La parada de los monstruos” (Freaks, 1932). Su mirada se regodeaba en las deformidades y en la anormalidad de sus casuales actores con la manipuladora intención de despertar estupor –acaso directamente repugnancia– entre los espectadores. Su objetivo, por otro lado, creo que era loable; se trataba de que quienes asistieran al espectáculo en que se convertía la película se descubrieran a sí mismos inmersos y arrebatados por unos sentimientos contradictorios, de índole moral, que removieran sus conciencias y les hicieran reflexionar acerca de tan turbadora experiencia vivida: ¿quién es realmente el monstruo?. En esa línea continúa David Lynch su filmografía tras la extraña, rompedora y abiertamente experimental “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977).

Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester (Inglaterra) en 1862. Desde su nacimiento comenzó a padecer una serie de deformidades en todo su cuerpo, especialmente concentradas en su cabeza y en uno de sus brazos, que con el paso de los años no hicieron más que acrecentarse; lo que le valió el apelativo de “El hombre elefante” cuando era exhibido en barracas de feria; en Londres primero y, al menos, en Bélgica después. Dado que tras su muerte en 1890 –con tan solo veintisiete años– se conservó parte de su cuerpo con el fin de servir para investigar las causas de su extraña enfermedad, parece que hoy se sabe que su tremendo aspecto procedía de una variación de lo que se ha dado en llamar el Síndrome de Proteus; una dolencia extremadamente rara, habiéndose diagnosticado no más de 200 casos en el mundo desde que se tuviera conocimiento de ella en 1979, según parece. El Síndrome de Proteus es una enfermedad congénita que causa un crecimiento excesivo de la piel y un desarrollo anormal de los huesos, músculos, tejido adiposo, vasos sanguíneos y linfáticos; normalmente acompañados de tumores en el cuerpo y cierto retraso mental. La corta vida de Merrick estuvo siempre expuesta al rechazo y al maltrato que muchos ejercían sobre él; su propio padre incluido, quien volvía a casarse una vez hubo muerto la madre de Merrick cuando éste aún era niño. Su madrastra y los varios hijos que ésta aportó al nuevo matrimonio –procedentes de un enlace anterior– no se dedicaron precisamente a hacerle más fácil la existencia al desdichado Merrick. Las peripecias que cuenta la película parece que se ajustan mucho a la historia real en los detalles más generales, cosa que la cinta confirma en sus créditos finales. El guión de la película se basa en el libro escrito por el doctor Frederick Treves (al que en la cinta da vida Anthony Hopkins) titulado “The Elephant Man and Other Reminiscences”, donde el propio autor llama John a Joseph sin que se conozca el motivo, cuando se sabe a ciencia cierta que el doctor Treves era perfectamente conocedor del verdadero nombre de pila del hombre elefante: Joseph, no John; por lo tanto, como John aparece en la película.

Clasificar “El hombre elefante” como una película adscrita al fantastique no deja de ser una convención de lo más arbitraria que aquí nos permitimos; pues en ningún caso incluye en su propuesta algo que se aproxime a lo que podamos calificar propiamente como un elemento fantástico en sentido estricto, con excepción del sugerente tono onírico del prólogo con el que Lynch inicia la película. Limitando aún más el género en el que podríamos situarla –puestos a jugar a las categorizaciones genéricas–, ni siquiera pudiera ser entendida como parte de ese cine de terror que por inercia todos entendemos como fantástico pero que no es tal, pues la ausencia de ese necesario elemento perturbador de la realidad (o de la estética) no existe desde un punto de vista ortodoxo, y que más debiera entenderse dentro de lo que podemos llamar un cine de suspense radical; por ejemplo, aunque no es el caso, me refiero a todas esas películas de asesinos realistas –más o menos en serie– como pudieran ser “Funny Games” (Funny Games U.S., 2007), de Michael Haneke, o la estimable “Secuestrados” (2010), de Miguel Ángel Vivas, por poner dos ejemplos bien recientes, donde el miedo es ciertamente un elemento distorsionador, pero no de la realidad (ni de su apariencia) sino de la cotidianidad. En cambio no es el terror aquí lo que prima, al menos desde la perspectiva del espectador, sino la lástima, la injusticia y la consternación que pudiera sentirse ante el conocimiento de la desgraciada vida del protagonista y del cruel trato que recibe de sus semejantes. En esencia se trata de lo que finalmente tenemos que calificar como un melodrama; extremo, sí, pero melodrama al fin y al cabo, cuyos elementos definitorios tienen un peso en el conjunto que sobresale por encima de los mecanismos del suspense o de cualquier otro departamento más o menos estanco. Es cierto que el personaje que protagoniza “El hombre elefante” es un monstruo desde el momento en que personifica una ausencia de normalidad, una irregularidad de lo natural, siempre hablando de lo que al aspecto físico concierne y desde una perspectiva negativa; en cambio, como el correr de los minutos demostrará una vez avanza la cinta, el personaje también pudiera ser considerado irregular en función de su capacidad intelectual, más en este caso por su superioridad patente respecto a otros individuos que en lo físico son tomados por normales, pero que dejan mucho que desear en cuanto a su capacidad intelectual, emocional y, sobre todo, moral, de los que está plagada la película. Su monstruosidad no tiene pues un origen fantástico, como lo pueda tener la criatura de Frankenstein, sino totalmente natural, por mucho que Lynch intente en los primeros instantes, muy de pasada, aplicarse en sugerir otra cosa.

Se dice que John/Joseph Merrick atribuía el origen de su aspecto a un percance que sufrió su madre cuando ya estaba embarazada de él. Alguien la empujó mientras formaba parte de una multitud que veía pasar un desfile de animales en Londres, cayendo la mujer al suelo entre las patas de un elefante. El susto de quien estaba en estado de buena esperanza, según Merrick, provocó las consecuencias que se reflejaron después en todo el cuerpo de su hijo. Tan infantil explicación es utilizada por David Lynch como coartada para el prólogo de “El hombre elefante”. Sin embargo, la forma en que Lynch lo representa mediante un tono onírico lleva esa supuesta explicación un poco más allá, entrañando una intención clara de querer sugerir algo mucho más morboso e increíble de lo que el propio Merrick contaba –aunque sin insistir demasiado en ese punto–, difuminando tanto las imágenes de las que se vale para ello como la idea que en realidad quiere transmitir, y, por otra parte, incorporando así un hálito fantástico, liviano pero decidido. Este pasaje introductorio deja todo ese origen tan solo como una etérea pincelada, capaz de hacer volar nuestra imaginación y dirigirla hacia una escabrosa y rocambolesca intuición, que bien pudiera llevarnos a pensar que la mujer hubiera sido violada por un paquidermo.   
           
Con “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977), su primer largometraje, Lynch ya anunciaba por qué senderos iba a desarrollarse toda su filmografía posterior, definiendo su especial fijación por lo morboso y lo diferente, por lo insondablemente extraño; más desde un punto de vista decididamente surrealista, inquietante o agitador que como una loa al derecho a la marginalidad; característica que estará presente tanto en sus proyectos más radicales –es el caso de la citada “Cabeza borradora”– como en sus apuestas más abiertamente comerciales –la exitosa serie de televisión “Twin Peaks” (1990-1991), por ejemplo–, lo que determinará su obra en términos de autor.

Producida por “Brooksfilms”, la productora de Mel Brooks, eso ya supone la primera sorpresa, pues descoloca que alguien tan interesado por la comedia –muchas de las veces de la peor calaña– demuestre interés comercial por una historia de índole tan diferente al de sus habituales payasadas, y a un infinito espacio de distancia en cuanto a calidad se refirere. Desde la perspectiva de lo expuesto en el párrafo anterior, “El hombre elefante” tiene ciertos elementos que hacen que la película se pueda entender como una novedad, una variación aislada respecto a lo que las motivaciones del cineasta nacido en Montana han dejado ver a lo largo de su obra. Lynch se aleja aquí de la abstracción y de la perturbadora singularidad de algunos de los habituales personajes que pueblan su mundo fílmico. Se trata de una película, digamos, más convencional. En este caso apuesta por el realismo que exige el material que trata, apelando al sentimiento de pena, consternación y solidaridad al que se ve abocado el espectador, que de forma imperativa pasa por identificarse con el pobre y desdichado deforme. Se aleja también Lynch de su habitual representación de lo grotesco en tanto que elemento plástico díscolo respecto al contexto general, definiéndolo aquí, por el contrario, como un atributo impuesto por el infortunio, por el sino desgraciado de una persona a la que su imagen le condena a la separación de sus semejantes, al maltrato, a lidiar con los límites de lo desesperadamente insoportable. Como le sucedía a la criatura de Frankenstein, el hombre elefante no pidió nacer así; su vida es una amarga pesadilla de la que no puede escapar, y a la que, pese a todo, hace frente con la poca dignidad y exigencia de respeto de la que es capaz su maltrecha individualidad, de una manera incluso que raya lo heroico.

A diferencia de lo que sucede en “La parada de los monstruos” de Browning, esa exposición de lo antinatural no se siente como una maniobra manipuladora, sino honesta y directa. El sentimiento contradictorio, y en cierto modo hipócrita, que Merrick suscita entre los miembros de las clases acomodadas que acuden a visitarlo, los cuales sienten ese acto como algo a medio camino entre el exclusivismo social –el seguimiento de una moda– y la auténtica solidaridad, se personifica, cristaliza, en la figura del doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins). En determinado momento del relato Treves se debate angustiado, en presencia de su mujer, entre la aceptación de sus propios sentimientos y el arrepentimiento que le provoca reconocer que en realidad él no es más que otro eslabón de la cadena que supone la hipocresía de una sociedad de la que forma parte. Como representante privilegiado de esa sociedad en virtud del importante cargo que ocupa (es un insigne médico) se siente responsable de la desgraciada vida que hasta ese momento ha llevado John Merrick, el hombre elefante. Su pesar le empuja a dudar si no es un afán de prestigio y notoriedad lo que le lleva a ayudar a Merrick, en lugar de una auténtica bondad, noble y pura, y así lo refleja su rostro en la conversación que mantiene con su esposa. La interpretación de Hopkins delata a un individuo atenazado por las formas, siempre envarado, poco natural e incluso distante, al que sólo el conflicto interno que su relación con Merrick le genera es capaz de hacer que se hunda y saque a relucir sus emociones, sintiéndose sobrepasado por tan potentes sentimientos: los mismos que Lynch consigue hacer aflorar en el respetable.

Se trata de una sociedad con dos caras: una la que muestra frente al exterior, supuesta defensora de la virtud y de las buenas obras; y otra, más mezquina, que no obstante se personifica de dos maneras diferentes. Por un lado están esas clases altas que acuden a tomar el té con Merrick, y que de forma dificultosa tratan de disimular la repugnancia que sienten ante su presencia, escondiendo su desazón tras los finos modales, sin revelar explícitamente que no es más que la curiosidad y el morbo lo que mueve sus visitas. De otra parte está la destructiva sinceridad de las clases más populares –por no decir del lumpen más rastrero– igual de mezquina y censurable, que de forma clandestina y a cambio de un precio –pagado previamente al vigilante nocturno del hospital donde se hospeda Merrick– acuden a burlarse de él, humillándole de mil maneras mediante las que consiguen sentirse seres superiores y privilegiados a su costa.

Bytes, el personaje que interpreta Freddie Jones, es la persona que explotaba a Merrick antes de que el doctor Treves lo encontrara y protegiera, tratándola como un perro o un caballo de tiro, y que volverá a hacerlo en el continente tras poco menos que secuestrarlo del hospital londinense donde se le daba cobijo. Se trata de un individuo que representa el crisol de todo ese lumpen anteriormente citado y con quien subrepticiamente se trata de retratar lo peor de todo ese entorno. Bytes es consciente de su marginalidad, de pertenecer a esa chusma desarraigada, podrida y siniestra de los desposeídos, y utiliza a Merrick para descargar sobre él –a base de palos– el odio contra esa sociedad que le margina, hacia la que sólo le inspira un afán de venganza constantemente renovado. Huérfano de humanidad, Bytes utiliza a Merrick como atracción de feria, como aquello que acude a ver el populacho para sentirse un poco mejor dentro de la miseria económica y moral en la que se ve instalado, dando gracias a Dios al relativizar su propia situación y condición, que siempre pudiera  haber sido un poco peor, como refleja el monstruo que tienen delante. Pese a todo, parece que la historia real difiere aquí del guión cinematográfico, pues en todo momento el John Merrick real destacó lo bien que había sido tratado por las personas que le sirvieron como empresario en los lugares en los que se dedicó a exhibir su deformidad como forma de ganarse la vida.       

El argumento y el tono empleado por Lynch en ningún modo necesita del blanco y negro como formato imprescindible de su expresión; no obstante, el relato de época que trata, la tristeza que emana de su visión y la especial expresividad de que es capaz el contrastado blanco y negro, obra de Freddie Francis, hacen que sea una opción perfectamente razonable y, es más, hasta conveniente.

David Lynch juega de forma honesta –sin manipulaciones– con la baza de la sensibilidad. Al menos en dos momentos puntuales el espectador debe luchar para no dejarse vencer por el nudo en la garganta que le atenaza y la debilidad del lacrimal que le provocan las imágenes. Esa falta de artificiosidad en lo emotivo no lo es tanto en cuanto a lo narrativo, donde sí aprovecha Lynch para sacar de quicio al respetable y hacer que se retuerza en su asiento, desasosegado al asistir como testigo al injusto trato que recibe John Merrick. A través de la puesta en escena de determinados pasajes, cuyo futuro desarrollo el espectador conoce por los antecedentes que le constan –su falta del efecto sorpresa no elude su eficacia–, el director consigue alargar la tensión dramática incidiendo en su visibilidad y descartando el uso de la elipsis hasta extremos incómodos. Me estoy refiriendo, especialmente, a esas visitas nocturnas guiadas que recibe el pobre Merrick –a las que ya he hecho referencia–, auténticas violaciones de su dignidad; o a la presión insoportable de los viandantes con los que se cruza por la  calle a su vuelta a Londres –tras dejar atrás el triste episodio vivido en el continente–, donde su aspecto es causa suficiente para casi conseguir como premio un linchamiento callejero.

La mentada sensibilidad de la historia debe mucho al extraordinario trabajo del gran John Hurt, que, pese a mantener su rostro cubierto por el maquillaje en todo momento, consigue emocionarnos con su sutil actuación –un maquillaje cuyo proceso creativo, parece ser, duraba unas siete horas cada uno de los días de rodaje–. Esa interpretación le valió ser nominado como mejor actor en los Oscar de Hollywood de 1981, acompañando a las otras siete nominaciones que recibió la película ese año; aunque finalmente no venciera en ninguna de esas ocho categorías a las que optaba.   

Juan Andrés Pedrero Santos 

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.