domingo, 10 de junio de 2012

"LA ISLA DEL DOCTOR MOREAU" (1996, John Frankenheimer)


Junto a la británica Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), al estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), al francés Jules Verne (1828-1905) y a Bram Stoker (1847-1912) –con su “Drácula”, que ha generado no pocas inspiraciones–, el también británico Herbert George Wells (1866-1946) es seguramente uno de los escritores del siglo XIX dedicados al género fantástico cuyas obras más recurrentemente han sido adaptadas al cine. “La isla del doctor Moreau” ya comenzó su andadura cinematográfica en 1932 con “La isla de las almas perdidas” (Island of Lost Souls), dirigida por Erle C. Kenton y convertida ésta en una de las películas indispensables para conocer la trascendencia del género en la década de los treinta; película Paramount, por lo tanto fuera del ciclo terrorífico con que Universal inauguró el género de terror como tal, si se disculpa el entenderla a medio camino entre los géneros del terror y de la ciencia ficción. A diferencia de Verne, que siempre fundamentó su obra en la aventura y en una curiosa intuición para la anticipación científica, Wells optó por argumentos con cierta capacidad crítica respecto a la sociedad y a la ciencia que en ella tiene su seno, revelando las distintas opciones morales y las contradicciones que de la relación entre ambas instituciones podían surgir, hecho que sus historias siempre trataron de sacar a relucir. Sus novelas utilizan el símbolo y la metáfora como formas de cuestionar el mundo en el que vive, casi siempre dentro de un contexto tonal de ligero misterio, lo que para mi gusto hace su literatura mucho más sugerente que la del más lúdico Verne.


Siendo sus novelas más célebres todas repetidamente adaptadas al cine  –“La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898)–, es “La isla del doctor Moreau” una de las que más veces ha sido llevada a la pantalla, concretamente cinco, a través de la ya referida “La isla de las almas perdidas” (1932), las americano-filipinas “Terror is a Man” (1959) de Gerardo de Leon y “The Twilight People” (1973) de Eddie Romero, para terminar con las más modernas y conocidas “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau, 1977) de Don Taylor y la que nos ocupa, dirigida por John Frankenheimer en 1996.

“La isla del Dr. Moreau” nos cuenta la historia de Douglas, un naufrago que arriba a una inquietante isla tropical poblada por extrañas criaturas –mitad humanas mitad animales–, fruto todas ellas de los experimentos del doctor Moreau, un científico que juega a ser Dios ayudado por su asistente Montgomery. Moreau ha convertido la isla en un feudo donde es amo y señor de todos sus hijos. El argumento refleja una serie de asuntos que ya estaban presentes en el original literario. Así, se cuestionan temas tales como el valor de la moral generalmente impuesta; la legitimación (o no) de un individuo (un líder) para situarse por encima de sus súbditos; el individualismo; así como los borrosos límites de la ciencia y hasta qué punto los fines justifican los medios, por otro lado, ya de entrada, cuestionables en sí mismos. Esta última adaptación a cargo de Frankenheimer, director no ajeno al género –ya había aportado su granito de arena a la moda de criaturas desnaturalizadas que vino tras la estela del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg con “Profecía maldita” (Prophecy, 1979)–, aprovecha la coyuntura para ahondar en la crítica social, latente ya en el original literario, acrecentando su impacto mediante simbolismos muy evidentes e incluso irónicos y hasta cómicos; véase a ese doctor Moreau paseándose en una especie de papamóvil, vestido y comportándose de una manera harto evocadora de la figura del papa Juan Pablo II, lo que incrementa la alusión virulenta a la religión que cualquiera puede interpretar, sin mucho esfuerzo intelectivo, gracias a la particular puesta en escena.

Moreau no es más que un trasunto del doctor Frankenstein que creó Mary Wollstonecraft Shelley; sólo que en este caso el objetivo científico no es crear la vida humana a partir de la muerte, sino el de aportar un hálito humano a las bestias, forzando de forma antinatural la evolución de las especies. Para cumplir su objetivo, Moreau –en tiempos, eminente y reconocido científico, luego rechazado por sus colegas debido a sus atrevidas metas– no se priva de someter a sus víctimas/hijos/pacientes al sufrimiento que estime necesario; “si la naturaleza es despiadada, porque no voy a serlo yo”, decía Moreau en boca de Burt Lancaster en la versión de 1977. El personaje del doctor Moreau siempre fue carne de cañón para dar pie a la presencia de grandes figuras, y así es como casi siempre ha sido aprovechado por el cine. Sin ir más lejos ya ha sido interpretado nada menos que por Charles Laughton, Burt Lancaster y, en la presente, por Marlon Brando; siempre hablando de las tres adaptaciones más conocidas por el gran público. En nuestro caso, Brando interpreta al científico con una pose muy propia del actor –mostrando ese pasotismo que venía manifestando en sus últimos trabajos para la pantalla– y un tanto estrafalaria, tanto como el desasosegante sirviente enano que siempre le acompaña, interpretado por Nelson de la Rosa, individuo que en 1990 obtuvo el certificado del “Libro Guiness de los records” que le acreditaba como el hombre más pequeño del mundo gracias a sus setenta y dos centímetros de estatura.

El personaje de Moreau adquiere en esta última adaptación un cariz más cercano al mad doctor clásico que a la representación que, por ejemplo, hizo de él Burt Lancaster en la versión dirigida por Don Taylor en 1977, donde el doctor era plasmado como un científico comprometido con su ilusión, reconociendo –como ya lo hizo el doctor Frankenstein– que la moral imperante no es más que un obstáculo, una barrera a superar por el progreso científico. El guión original de Richard Stanley –que comenzó a rodar la película también como director, hasta ser despedido cuatro días después de iniciada la producción y sustituido por John Frankenheimer– fue reescrito por Ron Hutchinson a instancias del propio Frankenheimer. Es a partir de esta reescritura donde el Moreau encarnado por Brando ofrece un registro de pocos matices conceptuales, sustentándose casi exclusivamente en una aptitud un tanto lunática que tampoco termina de justificarse bien y que se entiende únicamente como un intento del guionista de aportar novedad a lo ya visto hasta el momento. Aun así, Marlon Brando llena la pantalla como pocos actores han sido capaces de hacerlo con la única ayuda de su presencia ante la cámara (y no lo digo por la estimable anchura de su fisonomía).

Menos empaque demuestran sus otros dos compañeros de reparto masculino, especialmente David Thewlis, que da vida al naufrago Douglas; personaje que debía ser el enlace directo entre el espectador y la historia, con quien deberíamos identificarnos, pero cuya escasa consistencia y profundidad no ayuda precisamente a ello; cosa que sí consiguió Michael York en la versión de 1977, más equilibrada y con las ideas más claras que la película de Frankenheimer. El personaje de Montgomery, el indolente asistente de Moreau, lo interpreta un Val Kilmer que en el clímax final sufre un ataque de locura, cuyo origen no sabemos muy bien de donde procede; aunque el conocimiento previo de la historia nos haga intuir que es consecuencia de la insensibilidad a la que le ha llevado ser testigo de todas las horribles cosas vividas durante sus años junto al doctor. Un Montgomery que termina emulando el papel de Martin Sheen en “Apocalipsis Now” (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola, donde éste tomaba el relevo del coronel Kurtz que –como a Moreau– interpretaba Brando. La ardiente sensualidad que desbordaba Barbara Carrera en la versión dirigida en 1977 por Don Taylor se abandona por la menos sugerente actriz Fairuza Balk, ésta con una transformación final mucho más explícita y progresiva, por lo tanto carente de la virtud de generar inquietud; recordemos que la transformación de Barbara Carrera se intuía tan sólo en un único y fugaz plano.

El recurrente escamoteo a nuestra vista de la imagen de las criaturas creadas por Moreau –que tan buen elemento de intriga aportó en anteriores versiones–, aquí es despreciado junto con parte de su potencial dramático. No pasan muchos minutos hasta que se pone ante nuestros ojos a los siniestros y torturados seres creados por Moreau. Es más, se aprovechan los adelantos técnicos digitales para crear algunos planos que, por obvios, desmantelan totalmente el efecto sense of wonder que los maquillajes tradicionales (en los que aquí participó Stan Winston) siempre consiguen mantener, pese a sus limitaciones.

Siempre me resultó muy atractiva y sugerente dentro de la historia que cuenta “La isla del doctor Moreau” –tanto en su original literario como en sus diversas adaptaciones al cine– esa situación argumental que provoca que las instalaciones cercadas donde Moreau tiene sus dominios se perciban como una isla de “relativa” seguridad en comparación con los amenazadores terrenos exteriores. Y eso pese a la férrea disciplina aplicada por el científico sobre sus súbditos, que les obliga a rechazar cualquier mínimo comportamiento que suponga para las humanizadas criaturas una regresión hasta su antiguo estado animal. Un estado animal que implica la libertad del sujeto, el rechazo del aborregamiento normalizado por perversas leyes. Ese espacio fuera de la empalizada supone un amenazador marco donde desarrollar la rebeldía, la autoafirmación del individuo ajeno a determinismos culturales, la lucha contra la frustración provocada por la castración de los instintos más naturales (y primarios). Esa demarcación de fronteras físicas con componente simbólico –que, con otro sentido, tan apropiadamente quedó reflejado en el “King Kong” (King Kong, 1932) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper– tiene un papel que, de nuevo en esta versión de Frankenheimer, se ve minusvalorado, perdiendo parte de su carácter amenazador.         

En definitiva, Frankenheimer, a través del guión final de Hutchinson, quiso dar un tono crítico más acentuado e irreverente a la película, patente en ciertos detalles, algunos ya comentados; novedad que da atractivo a esta quinta adaptación por su originalidad, pero que rebaja la eficacia de la película como estandarte del cuestionamiento de algunos temas de interés universal que la novela de Wells pone en el punto de mira. En el inicio de la cinta, la lucha brutal que los tres supervivientes del naufragio mantienen en la balsa para hacerse con las últimas gotas de agua –que la voz en off de Douglas se encarga de subrayar– da buenas vibraciones respecto a la novedad de la propuesta. Sin embargo, esta se desinfla a través de unos actores que no dibujan bien sus personajes, que por conocidos (sus roles) todos sabemos lo que debemos esperar de ellos. Val Kilmer –que al igual que Ron Perlman, éste en el papel de recitador de la ley, aceptó participar en la película por el placer de trabajar al lado de un mito viviente como Brando– moderniza el Montgomery visto hasta la fecha, introduciendo un look hippie al que sólo le falta exhibir algún porro de dimensiones astronómicas. Dicho esto, se intuye en el conjunto una interesante promesa de renovar la base de la novela; desgraciadamente, todo queda en un intento fallido que nos hará esperar la próxima adaptación cinematográfica que, sin lugar a dudas, algún día llegará. 

(Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE") 

Juan Andrés Pedrero Santos