Entrevista a Paul Naschy mientras le maquillan de hombre lobo (un maquillaje menos elaborado que el habitual, es verdad, pero tremendamente curioso). Cortesía de David Garcia en su web Monster World (http://mundomonstruo.blogspot.com/). Todo dentro del ya mítico programa de Televisión Española "Alucine".
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
sábado, 26 de febrero de 2011
lunes, 21 de febrero de 2011
"EL CAMINANTE" (1979)
Aparte de cierto personaje de crónica y pilosa problemática y de Alaric de Marnac, el diablo es otra de las celebridades terroríficas que Paul Naschy/Jacinto Molina frecuentó con cierta asiduidad; aunque sólo “El caminante” ha tenido el honor de contar con tan infernal presencia como protagonista absoluto e hilo conductor de toda una trama. Junto a “El huerto del francés”, “El caminante” fue otro de los fértiles intentos del director madrileño de hacer un cine menos circunscrito al terror más puro. En este caso se trata de un cine más abierto a todo tipo de público, con el elemento fantástico introducido sólo como un añadido enriquecedor del relato, el cual también funciona a otros niveles si se obvia la aportación fantástica. Pese a esto, esa apertura a otros públicos seguramente no fuera el objetivo buscado, sino más bien el de aventurarse en un cine con unos condicionantes más “serios”; algo totalmente lícito y lógico anhelo de cualquier creador que desee desarrollarse y experimentar hasta donde le deja llegar su propio talento. Los resultados obtenidos no pudieron alcanzarse de manera más satisfactoria. “El caminante” es la película de Naschy que más entronca con la cultura tradicional española, tomando la estructura y las formas de la novela picaresca, utilizando su envoltorio como pretexto para dar un enfoque fantástico a lo que podría haber sido tan solo una ilustración de aquellas satíricas y negras aventuras que se convirtieron en un género literario propio de nuestro país durante los siglos XVI y XVII.
Muchas veces ha declarado Jacinto Molina (y así lo ha dejado ver en sus películas) su especial querencia por los marginados, del que Waldemar Daninsky fue su máximo exponente. Los personajes de los guiones de Molina siempre sufren. Aunque capaces de los más altos logros o valentías, no existe un alegre disfrute aventurero, sino que es un sentido trágico de la vida el que sirve a los personajes, muy a su pesar, de imperativo vital. No son héroes, ni mucho menos virtuosos, sino seres apesadumbrados, estigmatizados, que cargan a sus espaldas con algo que les oprime, que les obliga a decantarse por la insatisfacción y el desengaño ante la vida, ya sea por motivos sobrenaturales (Daninsky otra vez) o trágicamente realistas, como el padre que trata de vengar la muerte de su hija en “El francotirador” (1977). Esta obsesión temática en el cine de Naschy no tenía más remedio que converger algún día con una tradición cultural que ya estaba ahí desde hacía siglos, la novela picaresca, que siempre se interpretó como crisol de todos los lastres o peculiaridades del carácter más genuinamente español, fruto del devenir de su propia historia, siempre acechada por la religión y la injusticia. ¿Y no es el diablo parte de esa religión?
Es la picaresca una literatura que trata de las andanzas de personajes que, sin que a priori anide la maldad en su interior, se ven abocados al engaño, al abuso y al aprovechamiento ilícito ante las penurias y las encerronas que la vida les proporciona y las malas enseñanzas que reciben de sus semejantes. Ahí tenemos novelas como “Vida de Lázaro de Tormes, de sus fortunas y adversidades” (el famoso Lazarillo de Tormes) de autor anónimo –al que existe referencia explícita en la película–, “Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños” de Francisco de Quevedo y Villegas o “El diablo cojuelo” de Luis Vélez de Guevara, siendo esta última con la que más emparenta “El caminante”. Mediante una estructura en forma de cadena, con pequeñas historias que son cada una de ellas el eslabón de una gran narración –no obstante separables e independientes entre sí–, “El caminante” trae al diablo a la tierra. Disfrazado de pícaro (hoy le calificaríamos simplemente como de “delincuente”) emprende una cruzada muy particular, la de recorrer el mundo intentando disfrutar de él sin importarle qué deba hacer para conseguirlo. Así, asesinatos, humillaciones, asaltos, violaciones, engaños, traiciones e infidelidades se sucederán con el único fin de dar satisfacción a la imagen del mal que representa Leonardo (Paul Naschy), trasunto del diablo sino el mismo en persona. Trastienda que a lo largo del metraje éste se encargará de reconocer varias veces, para explicitarse del todo en la última escena.
Existe en la película un afán por recrear la belleza del campo, de la luz de los espacios abiertos, bucólica por momentos, atributos dignos de ser disfrutados con entusiasmo, como el propio diablo reconoce al principio de la película, mientras camina tranquilo con un palo sobre sus hombros justo después de su primera fechoría (aquí existe un visible fallo de raccord, pues Leonardo aun no lleva puesta la ropa de su víctima, cuando en la escena siguiente si le vemos ya con ella). Hay una especie de canto a la vida, a pesar de todo, un alegato a favor del disfrute de lo que incluso aquel que viene del infierno sabe valorar en su justa medida. La belleza de las mujeres, de la naturaleza, de ese cielo crepuscular que tan bien supo fotografiar Alejandro Ulloa –un recurrente colaborador de Naschy–, marca el tono esperanzador de una historia llena de dureza y desengaño (la muerte de la niña pese a que su madre dio la posesión carnal de su cuerpo a cambio de la curación de la pequeña; la traición que sufre Tomás, el joven criado de Leonardo, emboscado para ser violentado a cambio de unas monedas que recibe su amo; la seducción de una campesina por parte de Leonardo, que como pago por la infidelidad a su marido recibe el robo de los ahorros fruto de años de trabajo, lo que les llevará sin remedio a la ruina la temporada siguiente). El diablo ha subido al mundo desde el infierno para dar al hombre su merecido, para servirle de espejo donde mirarse, para hacerle sentir como único responsable de toda la infamia y el dolor que él mismo causa a sus iguales.
La pesadilla que sufre Tomás, incitada por Leonardo, en la que ve escenas de las guerras mundiales, de la bomba atómica, de los campos de concentración de la Alemania nazi (escenas de noticiario o documental en blanco y negro), descontextualizan la narración de época para actualizarla al día de hoy, haciéndola universal y siempre contemporánea, dándole así un más ancho, profundo y explícito sentido que el que tuviera un sencillo discurso picaresco, cargado de humor por otro lado de forma permanente (algo tosco pero eficaz), además de sombrío y moralizante a la vez. Tomás, un joven ingenuo y confiado al principio, aprenderá para su desgracia y la del mundo –pues él no es más que una alegoría de la humanidad al completo– que todo tiene un precio (hasta su culo), que cualquiera está en riesgo de ser traicionado por quien creía su amigo y que poco vale la dignidad y la honra en un mundo dominado por el dinero; un mundo donde el hombre nace solo y muere solo. Triste y desencantada visión ésta de Naschy, opinión personalmente mantenida durante su vida, espero que dicha con la boca pequeña a pesar de todo. Si las filias y fobias de Paul siempre estuvieron presentes en sus guiones, nunca encararon de manera tan frontal al espectador. Con riesgo a ser impugnado por algunas mentes obtusas, diré que existe algo del cine de Bergman e incluso de Buñuel –salvando las distancias– en esta incursión de Naschy en un cine más animoso por la trascendencia (sin llegar a ser pretencioso) que el que habitualmente sirvió de emblema de gran parte de su filmografía. Una línea de trabajo que sin duda debió ser más desarrollada en vida. Hoy, ya no estamos a tiempo.
Clasificada “S” en los días de su estreno dada la abundancia de escenas eróticas –nada gratuitas y que cumplen su función en más de un sentido–, el ritmo de “El caminante” es tan redondo como el círculo que cierra la narración en sí misma; en cuyo final, Leonardo termina en un lugar semejante al de su primera víctima. Ya se encargó Leonardo de hacérselo ver a Tomás, su criado, en una de sus conversaciones: los tiempos y las costumbres cambian, pero el hombre siempre será el mismo, con todas sus miserias y virtudes. “El caminante” es campo abonado para aquellos que siempre tildaron su cine de “misógino”, algo que sólo puedo interpretar como un rizar el rizo en cuestiones imputables a la tan sobada y estúpida corrección política que impera desde hace años; opinión que demuestra en los que la defienden una incapacidad de asumir la fantasía (erótica en este caso) que cualquier hijo de vecino tiene a bien incorporar a sus experiencias vitales, o una hipocresía superlativa, lo que prefieran.
La interpretación de Naschy es una de las más solventes y dignas de su filmografía, aunque se sigue echando de menos su verdadera voz, tan pocas veces escuchada debido a los usos típicos del cine que se hacía en España en la época más productiva de su carrera. Rodada de forma templada y elegante, sin ningún afán de protagonismo detrás de la cámara y demostrando estar por encima de muchos de los que en otras ocasiones le dirigieron, sorprende la sugestión conseguida por el plano –espectacularmente fotografiado– en el que Leonardo es crucificado ante una imagen de Jesucristo; acierto no obstante que no estaba en el guión original y que fue una ocurrencia de última hora al descubrir esa localización en los montes de Toledo. Otro plano que sorprende, en sentido contrario al anterior, es el plano fijo que muestra la lucha de Leonardo, espada en mano, contra unos asaltantes emboscados en el camino. En dicho plano aparece en primer término el ramaje de un arbusto que estorba la correcta visibilidad de la acción que ocurre en segundo término, al fondo del plano. Quiero pensar que el origen de tan poca afortunada composición está en un intento de enmascarar la intervención de un hipotético especialista y que no se trate de una simple torpeza de su director.
Siendo la cuarta película dirigida por Naschy –tras “Inquisición” (1976), “El huerto del francés” (1977) y “Madrid al desnudo” (1978)–, “El caminante” obtuvo un premio especial por el intento de renovación del cine fantástico en el Festival Internacional de Cine Imaginario y Ciencia Ficción de Madrid (IMAGFIC 79) y el premio al mejor actor en el IX Festival Internacional de Cine Fantástico de París.
Juan Andrés Pedrero Santos
Originalmente publicado en la sección "La máquina del tiempo" del nº 23 de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, correspondiente al mes de febrero de 2010.
lunes, 14 de febrero de 2011
"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 35
Este mes de febrero, concretamente el día 15, saldrá el número de marzo de 2011 (no, no es un error, a partir de ahora se hará lo que hacen muchas revistas del corazón; cosas del marketing). Mi contribución a este número -de portada bellísima-, como siempre en la sección "La máquina del tiempo", es un artículo sobre la película de Peter Weir "PICNIC EN HANGING ROCK" (1975). Espero que os guste. Este mes viene un regalito: retractilado con la revista, un avance de Metro 2033 la novela de ciencia ficción escrita por Dmitry Glukhovsky editada por Timun Mas.
viernes, 11 de febrero de 2011
El INCREIBLE HOMBRE MENGUANTE (1957)
La década de los cincuenta en los Estados Unidos, siempre hablando de ciencia-ficción cinematográfica, será recordada por traer al mundo toda una generación de películas caracterizadas por sus bajos presupuestos y los altos niveles de talento e imaginación en ellas invertido. Teniendo como coartadas argumentales –conscientes o inconscientes, reconocidas o no, supuestas o evidentes, casuales o premeditadas– temas tales como el peligro nuclear o radiactivo y el recurso a la alegoría, en su caso sustentada en ese otro gran (supuesto) peligro que era la amenaza roja, dicha generación fílmica mezcló con soltura elementos terroríficos con planteamientos cuyas raíces estaban tradicionalmente más relacionadas con la ciencia-ficción, haciendo de la sugerencia y de las segundas lecturas las más poderosas de sus virtudes. Entre las más destacadas piezas, todas ellas fundamentales en la historia del cine de género, tenemos obras como “El enigma…¡de otro mundo¡” (The Thing…from Another World, 1951) de Christian Nyby, “La guerra de los mundos” (The War of the Worlds, 1953) de Byron Haskin), “La humanidad en peligro” (Them!, 1954) de Gordon Douglas, “Tarántula” [tv: Tarántula, 1955] de Jack Arnold, “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, 1956) de Don Siegel y “El increíble hombre menguante” (The Incredible Shrinking Man, 1957), también de Jack Arnold. De este último ejemplo es del que vamos a ocuparnos aquí.
Richard Matheson, creador de éxitos imperecederos en el mundo de la literatura, como lo son sus más (re)conocidas novelas, “Soy leyenda” (1954), “El increíble hombre menguante” (1956) o “La casa infernal” (1971) –todas ellas llevadas al cine–, así como prolífico guionista de cine y, sobre todo, de televisión, demostró que también sabía convertir su propio trabajo literario en un buen guión de cine sin perder nada por el camino. Así sucedió en el caso de “El increíble hombre menguante”, novela de título original “The Shrinking Man”, que tan solo tardó un año en ser adaptada al cine para convertirse en todo un clásico de la ciencia-ficción más humanista, alejada de la tecnología visionaria, de los viajes espaciales o de los habitantes de otros mundos.
“El increíble hombre menguante” nos cuenta la historia de Scott Carey, que es interpretado en la película por el actor Grant Williams. Scott se encuentra tomando el sol en la cubierta de un yate, cuando se ve expuesto –sin saberlo hasta poco después– a los nocivos efectos de una nube radioactiva que viaja por el aire, a escasa distancia de la superficie del mar. Scott tardará un tiempo en darse cuenta que su tamaño comienza a reducirse paulatina e inexorablemente, sin que los médicos alcancen a encontrar una explicación al fenómeno y una posterior cura. Llega un momento en que ser tan pequeño le obliga a vivir en una casa de muñecas y le lleva a sufrir el ataque de su gato doméstico, como si del mayor monstruo de pesadilla se tratara. El origen radiactivo de su extraña enfermedad no es más que una excusa para enfrentar al hombre a problemas impensables en otra situación y que funciona muy bien como metáfora de otros asuntos tan reales como universales. No existe, por tanto, en ese origen ningún ánimo crítico al problema de las armas nucleares o sus posibles consecuencias, que tan populares se habían hecho en el cine fantástico de aquel momento, ni se define ningún motivo a la existencia de esa nube radiactiva que lo origina todo; eso no es lo importante, tan solo es un subterfugio para justificar el verdadero y velado contenido de la trama.
Matheson estructuró la novela de una forma bien diferente a como lo hizo en el guión de la película; muy entendible si se tienen en cuenta las diferentes idiosincrasias de medios tan distintos como son el cine y la literatura. Mientras que la película sigue una estructura absolutamente lineal, sin un solo flash-back –algo muy adecuado a su escaso metraje–, en cambio la novela se configura como una muy inteligente e interminable sucesión de pasajes que intercalan los diversos momentos del proceso que ha llevado al protagonista a la situación en que finalmente se encuentra con otros vividos ya en los últimos días de su existencia, dónde todo se ha reducido, nunca mejor dicho, a una constante lucha por la supervivencia, atrapado como está en el sótano de su casa; ahora convertido en un gigantesco mundo en el que su vida ha quedado simplificada a dos cosas muy básicas: procurarse sustento y defenderse de los continuos ataques de una araña (en la novela se trata de una viuda negra, aunque en la película se muestra un tipo de araña mucho más espectacular en su aspecto pero con toda seguridad menos dañina que aquella). La eficacia de la estructura del original literario es patente desde el momento en que permite mantener presentes en todo momento los pasajes de máxima emoción, sin dejar de lado el avance intermitente de la trama desde el inicio de la historia. En principio un avance necesario, pero de un perfil dramático distinto –no peor, simplemente diferente– y que actúa a niveles más sutiles que lo que es la simple lucha por la supervivencia. No se sacrifica así (repetimos, en la novela) la tensión de esos acontecimientos ocurridos durante los últimos días de Scott a que éstos tengan que llegar como el clímax final, como la guinda de toda una trama de larga duración. Últimos días de una vida que en la realidad de la novela coinciden con los primeros de una nueva existencia en el mundo de lo infinitesimal. La narración previa a esas últimas horas de la vida de Scott, tal y como la ha conocido hasta ese momento, se dedica a tocar todas las circunstancias emocionales y sentimentales que el día a día le ofrece a Scott, a su esposa Lou y a su pequeña hija Beth; personaje este último muy desdibujado en la novela, que no aporta el más mínimo elemento dramático y que desaparece totalmente en el guión fílmico; seguramente para ayudar al conseguido minimalismo de éste. Así, lo que bien funciona en la novela, es transformado en una narración convencional en la película por las razones de eficacia ya expuestas.
Si bien el guión es tremendamente fiel a su fuente original, convenientemente adaptada, resumida y simplificada para el nuevo medio, es cierto que podemos percibir una diferencia fundamental entre uno y otra. Las tribulaciones de Scott en la novela pasan –siempre de la forma más elegante que la escabrosidad de los asuntos lo permiten– por los problemas que le traen la reducción de su tamaño en el ámbito de su vida marital (sexual y emocional), o el intento de abuso sexual que sufre cuando es recogido por un conductor que le confunde con un inocente y desvalido infante; del mismo modo podemos citar la noche de amor que pasa con la actriz enana que conoce en una feria ambulante, previo consentimiento de su propia mujer además, o el ardiente (ilegal y pederástico) deseo que nuestro protagonista siente ante la visión de la niñera adolescente de su hija. Sin embargo, ni la más remota o sutil referencia a estos pasajes se traspasa a la película. Como vemos, son precisamente las más terrenales y comprensibles consecuencias de la terrible enfermedad de Scott las que no se ven reflejadas en su paso a la gran pantalla, como era lógico esperar en la producción de un gran estudio como Universal –por muy adscrito a la serie B que estuviera el proyecto, cosa por lo que se le podría suponer algo más de permisivilidad en el tratamiento de esos temas–; un estudio cuya producción siempre debía encaminarse en la búsqueda de un público objetivo lo más amplio posible, como producto industrial antes que artístico que eran sus películas, sin obviar que dichos pasajes trataban asuntos extremadamente delicados para quien los quisiera considerar como tales –censura oficial aparte–, y que las directrices autoimpuestas por la industria de Hollywood no podían permitir mostrar dentro del contexto de un cine que aun se podía denominar clásico; entendido aquí el adjetivo en su más limitadora y reaccionaria acepción.
Jack Arnold, que aportara al género clásicos como “It Came from Outer Space” (1953), “La mujer y el monstruo” (Creature from the Black Lagoon, 1954), su secuela “Revenge of the Creature” (1955) y “Tarántula” (1955), pero cuya filmografía menos conocida es puramente televisiva, afronta con “El increíble hombre menguante” la que puede ser su película más sugestiva y equilibrada. La visión de lo que luego sabremos era una nube radiactiva ya se nos presenta de una forma que transmite cierto sentido onírico e irreal, armónico con el esquematismo formal del resto del argumento –que en ningún caso se presenta tan simple en la novela– y de su minimalista puesta en escena, apoyada en la eficaz desnudez de los decorados y la sencillez de su fotografía. Todo ello sustenta la condición alegórica del relato, que quizás no es menos obvia en el original literario pero que sí queda allí más en un segundo plano, dispersa dicha cualidad tras un más denso argumento. La metáfora alude a la insignificancia del ser humano como parte ínfima de la naturaleza, a la fugacidad de la dependencia emocional de los seres queridos como consecuencia necesaria de la fragilidad de la vida y sus atributos, a la inconsistencia de las comodidades adquiridas o conseguidas a lo largo de la existencia. Se expone de la misma manera el concepto del tamaño como ejemplo de la relatividad de las ideas, de los sentimientos y de las cosas. Nada es imperecedero ni inmutable, todo puede cambiar, normalmente casi siempre a peor. En una época en que el género era tan proclive a la utilización del símbolo en un sentido social o político, sorprende aquí su utilización humanista, centrada en el individuo como sujeto ajeno a su entorno social, simplemente enfrentado a la naturaleza y a sus propias limitaciones.
La adaptación de la novela al medio cinematográfico se vale de la elipsis para hacer avanzar la trama sin dar demasiadas explicaciones ni devenir en estériles pérdidas de tiempo; por ello aquí nada es redundante. Algo que de algún modo sí se plantea el lector de la novela, que a menudo percibe algún estancamiento en su lectura precisamente por la reiteración de ciertas situaciones. En el caso de la novela, Matheson se despacha a gusto en definir las distintas situaciones y los problemas que asaltan la cambiada vida de Scott. Por esto el recurso a la sugerencia no queda tan definido como en la película; aptitud en este caso forzada dado el esquematismo obligado por un reducido metraje. Sin duda la elipsis más conseguida es esa en la que vemos como el hermano de Scott le habla de sus dificultades financieras, estando Scott sentado en un sillón de espaldas a la cámara, invisible desde ese enfoque. Es cuando el necesario contraplano da la réplica, el momento en que nos damos cuenta, por primera vez, del diminuto tamaño alcanzado por nuestro rubio protagonista. A partir de ahí vemos el portentoso efecto visual que consigue un decorado construido a escala (con sus mesas, sillas, libretas, lápices, dedales, alfileres, trampas para ratones,…) que se adecúa en cada momento al tamaño que se le supone a Scott. Un problema de relatividad que tiene su correspondencia más brutal en el final de la novela, donde Scott es consciente de su paso a vivir en un nuevo mundo microscópico, cuya existencia no intuía, una vez la infinitesimal disminución de su tamaño le ha hecho perder toda referencia de lo que era su mundo (el mundo) hasta ese momento y no tiene más remedio que enfrentarse a otro nuevo, desconocido para él; no obstante, cargado de esperanza. Final que en su adaptación al cine pierde ese optimismo esperanzador y realista que atesora la novela en favor de una visión del asunto más espiritual y trascendente, casi mística. En contraposición a esa eficacia de los sencillos decorados, los efectos especiales de fotografía denotan cierta torpeza en algunos momentos, no consiguiéndose las mezclas y las transparencias de una forma todo lo correcta que podría esperarse en la producción de un gran estudio. Unas trasparencias que sí consiguen su máxima eficacia en la lucha final con la araña, donde el sentido de amenaza mortal no se pierde en ningún momento; toda ella una escena mítica e inolvidable.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la sección "La máquina del tiempo" de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE
viernes, 4 de febrero de 2011
"FLASH GORDON" (1980)
El mundo del cómic siempre estuvo muy relacionado con el cine, especialmente en lo que atañe a géneros tan populares como son el de aventuras y la ciencia-ficción. Tenemos que remontarnos al año 1929, de aciago recuerdo para los Estados Unidos, y hoy, por desgracia, tenido muy presente en todo el mundo, para buscar los orígenes de esa relación. El día 7 de enero de 1929 surgía en el formato de tira diaria uno de los primeros héroes de la historieta de ciencia-ficción, “Buck Rogers in the 25th Century A. D.”, basado en un relato de Phillip Francis Nowlan publicado en 1928 en el pulp “Amazing Stories”, donde el personaje tenía un nombre ligeramente diferente (Anthony Rogers, concretamente). El propio Nowlan era el guionista de esta historieta dibujada por Dick Calkins, cuya publicación se vio ampliada mediante la introducción del personaje en el más vistoso formato de las planchas dominicales desde el día 30 de marzo de 1930. Dichas planchas dominicales fueron las verdaderas causantes de que hoy esa historieta sea digna de mención, no las tiras diarias, y de cuyo éxito –dicen las malas lenguas– parece más responsable un dibujante en el anonimato, de nombre Russel Keaton, que el propio Dick Calkins, aunque fuera éste quien firmara el trabajo. Llegaban más tarde otros aventureros del espacio, como “Jack Swift”, escrita y dibujada desde 1930 por Cliff Farrell y Hal Colson respectivamente, y “Brick Bradford”, con William Ritt en los guiones y Clarence Gray a cargo de los dibujos, ésta desde 1933; historietas de ciencia-ficción que abrirían el camino al género en el mundo del cómic. Pero fue la llegada de la plancha dominical de “Flash Gordon” en 1934 la que dejó una mayor impronta en la memoria de los aficionados a la historieta. Ilustrando textos de Don Moore, el maestro Alex Raymond fue desde ese momento considerado –junto con Harold Foster (autor de las planchas dominicales de “Tarzán” desde septiembre de 1931 y de “Príncipe Valiente” desde 1937)– el paradigma, la referencia a superar y el nivel de excelencia hacia el que tender por todos los dibujantes realistas posteriores. El nivel que Raymond alcanzó en el dibujo de “Flash Gordon” tendría continuación con los no menos magistrales Dan Barry y el recientemente fallecido Al Williamson, entre otros, que, no obstante, no serían tan relacionados con el personaje como el primero de sus dibujantes.
La relación entre “Flash Gordon” y el cine comienza en 1936 con un serial de trece episodios protagonizado por el nadador olímpico Buster Crabbe (el único actor que tiene a los personajes de Buck Rogers, Flash Gordon y Tarzán dentro de su filmografía). A esta primera incursión seguirían otros seriales y series de televisión, ya fueran de animación o de imagen real, e incluso una parodia erótica titulada “Flesh Gordon” (1974), dirigida por Michael Benveniste y Howard Ziehm, que en ningún caso han dejado tanto recuerdo como este primer largometraje producido por Dino De Laurentiis en 1980 del que nos ocupamos ahora. Y no será el único, pues el eficaz Breck Eisner –director de la reciente “The Crazies” (2010)– ya prepara una nueva versión cuyo estreno se espera en 2012. Como no podía ser de otra manera, existe una lógica correspondencia entre las aventuras de Flash Gordon que dibujó Alex Raymond y la que introduce esta versión cinematográfica. El inicio de su argumento es prácticamente el mismo y la aventura que viven los personajes luchando contra el malvado Ming bien pudiera ser cualquiera de las aventuras escritas por Don Moore –autor que siempre se mantuvo en el anonimato– para las planchas dominicales. Los personajes y entornos principales igualmente están todos: Flash, su novia Dale Arden, el malvado Ming, el mad doctor Zarkov, la princesa Aura, el príncipe Barin, los hombres halcón, los paisajes de Mongo y Arboria. También está presente el erotismo que plasmaba Raymond en sus sensuales personajes femeninos, cuyas curvas aun no sufrían en los Estados Unidos la censura que poco tardaría en soportar el cine con el inminente código Hays. Pese a estos paralelismos, el tono general de este “Flash Gordon” –la película– discurre activa e intencionadamente por terrenos cercanos a la parodia.
No es en la figura de su director, Mike Hodges, el punto desde donde debemos partir para un análisis de “Flash Gordon”. En este caso estamos ante una película que hay que considerar desde una perspectiva necesariamente centrada en la figura de su productor, Dino De Laurentiis, pues se trata de una película que emparenta claramente con las características habituales de gran parte de su cine. Fue Jesús Palacios quien categorizó con honores de trilogía –trilogía kitsch la llamó– a tres de las producciones que componen la larga filmografía de De Laurentiis. Éstas tienen su origen en cómics de gran éxito en su momento y en su país de procedencia. Nos referimos a la estimulante “Diabolik” (Diabolik, 1968), de Mario Bava, a la aburridísima y sobrevalorada “Barbarella, la Venus del espacio” (Barbarella, 1968), del siempre execrable e incapaz Roger Vadim, y a la cinta que nos ocupa. La película de Bava –aunque con rasgos comunes a las de Vadim y Hodges– es más convencional, más adulta y a la vez más conseguida que el resto; no en vano el gran Mario Bava estaba al frente de la misma. En cambio, las dos últimas son portadoras de una estética delirante y de una desbordante sensualidad; elementos ambos que conforman sus virtudes más sobresalientes dentro de un contexto argumental –en el caso de la película de Vadim por llamarlo de alguna manera– cargado de superficialidad y de falsa ingenuidad en su tratamiento; lo que para nada quiere decir que pueda achacársele cierto infantilismo (la constante alusión al terreno de lo sexual hace eso obvio), sino que posee un alcance tan primario en su enfoque como sugerente en su erotismo. Orientación ésta que quizá sea la más acertada para la expresión y la percepción de un sentimiento o sensación puramente instintivo e irracional como es la sensualidad, que representa una de las pocas parcelas del hombre en las que aún se le permite y se le acepta como lícito e irreprochable un comportamiento natural, asilvestrado, desde el que reclama, sin excusas hipócritas ni coartadas sociales, la condición de sencillo animal que todavía le pertenece como ser humano. De esa naturaleza primordial procede el hecho de que argumentos de exiguo o nulo atractivo –según el caso– se vean desplazados en su (precario) interés por el placer que proporciona la visión de bellas y seductoras mujeres, la contemplación de colores y formas atrayentes, de escenografías extravagantes y de paisajes y vestuarios que exageran su función estética para transformarla en un fin en sí mismo; complementos estos que, entendidos desde la mayor de las ortodoxias técnicas, deberían ser meros apoyos a elementos más importantes, de mayor enjundia, y no lo que aquí terminan siendo.
La subversión ante eso que hoy entendemos como lo “políticamente correcto”, hablando respecto al punto de vista desde el que se debe enfocar el papel de la mujer en la sociedad, está bien presente en estas tres películas, que no dudan en resaltar el erotismo o la sexualidad exacerbada como una de las supuestas virtudes del “sexo débil”. Cualidad que aquí las féminas utilizan –en el mejor de los casos– para solaz y descanso del guerrero en favor de sus partenaires, si no lo hacen como una forma más con la que conseguir los aviesos objetivos que le dicta su otra más amplia cualidad de arpía. Ya hablando específicamente de “Flash Gordon”, el diseño artístico general, de escasa o nula sofisticación, reside en un –aparente– nivel de simplicidad también primario en su naturaleza, ajeno a cualquier intento de practicar el atributo de la elegancia o el buen sentido del gusto, artificioso, agresivo por reincidente y ampuloso en esa misma línea; lo que por sí sólo, dada su evidente intencionalidad, se convierte en un detalle de singularidad y de carácter personalísimo, que transforma en virtud lo que fuera de contexto bien pudiera parecer abominable.
Ese mismo ultraje de la corrección política actual –que en aquellos años ochenta aun no existía como tal y que es otro más de los pocos platos a saborear con delectación en este mediocre “Flash Gordon”– lo tenemos en la exposición de un sadismo propio de aquellos villanos folletinescos de los seriales cinematográficos y de las novelas populares previas al cine más clásico, donde todavía censura e industria, industria y censura –tanto monta monta tanto–, no se habían ocupado de estandarizar, regular y coartar muchas de aquellas cosas que aun se podían ver, por ejemplo, en “La máscara de Fu-Manchú” (The Mask of Fu Manchu, 1932), de Charles Brabin, donde un malvado y sádico Fu-Manchú, interpretado por Boris Karloff, se hermanaba con este emperador Ming al que da vida Max von Sydow, y que junto con la princesa Aura, a la que pone carne, curvas y no poca lascivia Ornella Muti, tenemos lo mejor de la función. Ambos personajes subrayan todo eso que da valor a una película que agrada con sus cochambrosos e inocentes efectos especiales, que superan en poco o nada los que podían verse en los seriales de Flash que protagonizó Buster Crabbe en la década de los treinta. Junto al sadismo y la explícita voluptuosidad de Ornella Muti, y en menor medida de Melody Anderson, la sugerencia a la sexualidad está subliminalmente presente en varios pasajes. Ahí está ese tronco de árbol donde los jóvenes de Arboria practican un rito iniciático de virilidad, y bajo cuyos vaginales agujeros, por los cuales los aspirantes deben introducir su brazo, les espera una bestia con aspecto de inhiesto falo que decidirá si pasan o no la prueba. O ese cohete construido por Zarkov, igualmente fálico en su morfología, en el que Flash y Dale Arden escapan de la tierra para adentrarse en una especie de cromática vagina cósmica que les llevará a Mongo, mientras –entre sudores– ambos parecen encontrarse en una suerte de clímax estratosférico. O la lubricidad que demuestra haber heredado la princesa Aura de su padre –Ming– y que pone en práctica con sus múltiples e incautos amantes. Por desgracia, nos quedamos sin saber los detalles de esa refinada tortura que Klytus (un lugarteniente de Ming que recuerda en su aspecto al Doctor Muerte de Marvel) aplica a Aura. Un martirio conocido con el sugestivo nombre de “los gusanos taladradores”, que puestos en ese contexto uno quiere imaginarse por dónde van los tiros (o los gusanos). Incluso esa terrorífica especie de araña en la que Flash cae en los pantanos de Arboria, y que es uno de los mejores pasajes del conjunto, trae a la mente claras reminiscencias al aparato reproductor femenino, siempre visto desde un punto de vista decididamente agresivo.
Hoy –desde esa misma perspectiva asentada en las supuestas bondades de lo correcto– se recuerda el Flash Gordon del cómic como una historieta cargada de racismo; hecho que procede básicamente de la utilización de un oriental como malvado megalómano, al igual que sucedía previamente con el Fu-Manchú literario de Sax Rohmer. La película de De Laurentiis utiliza ese elemento como uno más a los que parodiar, y que sobre todo queda patente en la escena en que Klytus vacía la memoria de Zarkov, en la que vemos pasar rápidamente ante nuestros ojos las imágenes más significativas de la historia personal del alocado científico. Entre esas imágenes están las de Hitler y otras que aluden a la persecución de los judíos; momento en que Klytus exclama con sorna: “prometedor”.
Es evidente en todo el metraje que no está muy lejos de aquel 1980 el tremendo éxito que supuso “La guerra de las Galaxias” (Star Wars, 1977), de George Lucas, a la que no pocos pasajes de “Flash Gordon” evocan sin pudor. Tantos como sucede justo a la inversa si relacionamos ese inicio de la saga galáctica con el primer Flash Gordon del serial que protagonizó Buster Crabbe, repetidamente citado, donde ya aparecían esos títulos de crédito e intertítulos que se sumergían en la lejanía del espacio y que tan característicos se hicieron desde el inicio de la primera trilogía producida por Lucas.
Un espécimen muy tardío en comparación con sus sesenteros compañeros (“Diabolik”, “Barbarella, la Venus del espacio” y tantos otros en los años sesenta y setenta), que queda desplazado con motivo de su inoportunidad, pero que desde otro punto de vista hace de ello su mayor interés. En definitiva, se trata de un producto que requiere de la constante e impasible condescendencia y complicidad del espectador para que su visionado pueda transformarse en una experiencia moderadamente satisfactoria. Sólo así podrán ser pasadas por alto las múltiples carencias y el estrecho alcance de una película cuyo recuerdo perdura, posiblemente, por la intervención del grupo Queen en su banda sonora, hecho que ha prolongado la vida en nuestra memoria de una película que por sí sola seguro no merecía tanto.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 28, correspondiente a julio de 2010.