El vampirismo ha sido una temática capital para el cine ya desde los tiempos silentes. Ahí está “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, que daba comienzo a toda una historia de adaptaciones, revisiones, reinterpretaciones y ciclos que tienen su origen en la famosa novela de Bram Stoker “Drácula”, publicada por primera vez en 1897, y en otras obras literarias menos conocidas por el gran público, como “El vampiro” (1819), de John William Polidori, o “Carmilla”, de Joseph Sheridan LeFanu (1872), que incluso pudieron servir de inspiración directa para el autor irlandés. Desde entonces, el cine de vampiros creó dos grandes iconos, cuyos nacimientos corresponden a los dos momentos más trascendentales de la vida del personaje en el cine. Hablamos de la versión del conde a la que insufló vida Bela Lugosi en el “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, producida por Universal, y de su posterior reinterpretación y renacimiento a cargo de Christopher Lee en la adaptación de la novela que produjo Hammer Films y dirigió Terence Fisher, “Drácula” (Dracula, 1958), que, a raíz de sus más que evidentes connotaciones sexuales, ha quedado como la más canónica versión del mito, a la que siguió todo un ciclo dedicado al personaje dentro de la productora británica.
Esos dos hitos, con sus variaciones, marcaron lo que sería la caracterización general del vampiro como personaje cinematográfico durante toda la historia del cine. No obstante, algunos autores se han esforzado en modernizar o actualizar la esencia del personaje, ya no desde un punto de vista icónico, por lo tanto eminentemente visual, sino atacando el concepto en sí mismo y aligerándolo de elementos fantásticos, de manera que, aun manteniéndolos en cierta forma, lo hicieron desde una perspectiva más realista, más asumible en un contexto urbano, moderno y cosmopolita. Y no estoy hablando del triste revival vampírico de los últimos años, iniciado con la deleznable “Crepúsculo” (Twilight, 2008), de Catherine Hardwicke, que se ha empeñado en mostrar al personaje de un modo muy distinto a lo que es en realidad, pervirtiendo su significado y, quizás, obligando a perder (echando a perder, también se podría decir) el verdadero conocimiento del mito a varias generaciones de jóvenes espectadores que se enfrentaban a él por primera vez. Tres son los intentos más notables a la hora de traspasar la barrera de lo gótico, de los tópicos más conocidos y de esa caracterización del vampiro como un fatal y oscuro aristócrata de colmillos lujuriosos. Hablo de la esteticista “El ansia” (The Hunger, 1983), de Tony Scott, de este “Cronos” (Cronos, 1992) de Guillermo Del Toro y de la preciosa y ya célebre “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, que ya tuvo su posterior remake con “Déjame entrar” (Let Me In, 2010) de Matt Reeves. En su caso son tres modos muy distintos de traer al vampiro al mundo contemporáneo, alejándolo de su carácter mitológico y adaptándolo a territorios más pragmáticos, como lo es el actual universo en que vivimos, donde difícil es dar cabida a leyendas ancestrales y supersticiones populares.
1. “Cronos” es la primera película del mexicano Guillermo Del Toro, que tras varios cortos y trabajos para la televisión inició una andadura en el cine que, hasta el momento, siempre le ha llevado dentro de los márgenes de lo fantástico. Alternando el más puro cine de Hollywood, con la comercialidad bien entendida como premisa, aun sin que eso le haga perder su idiosincrasia como autor –“Mimic” (Mimic, 1997), “Blade II” (Blade II, 2002), “Hellboy” (Hellboy, 2004) o “Hellboy II. El ejército dorado” (Hellboy II. The Golden Army, 2008)–, con cintas más localistas, sugerentes, arriesgadas y personales –“Cronos” (1992), “El espinazo del diablo” (2001) o “El laberinto del Fauno” (2006)– se ha convertido en uno de los referentes incuestionables del cine fantástico actual, en uno de esos cineastas que siempre generan las mayores expectativas para el aficionado al género, dando el relevo a los ya caducos Carpenter, Romero o Craven; al menos hasta que estos demuestren lo contrario, si es que no debemos dar ya por terminada su vida útil.
En su momento “Cronos” fue una de las películas más caras del cine mejicano; Del Toro incluso tuvo que hipotecar su casa para hacer frente al presupuesto necesario para realizar la película tal y como la quería, no llegando nunca a ganar ni un peso con ella y solo saldando su deuda con el banco cuando cuatro años después cobró su sueldo como director de “Mimic”. El presupuesto previsto de un millón de dólares –una vez hubo fallado el productor americano que debía hacerse cargo de una cantidad en torno a la mitad de ese presupuesto– creció hasta que el montante final (gastos financieros incluidos) llegó aproximadamente al millón y medio de dólares. La película no despertó muchas pasiones entre los críticos y la administración mejicana, que podía haberla apoyado. Pero todo cambió cuando durante su periplo por los festivales de medio mundo –especialmente en su paso por Europa– comenzó a reconocérsele la estima que sin duda merecía. Tal éxito crítico no produjo, no obstante, un positivo reflejo en la taquilla, pero significó para Del Toro una magnífica carta de presentación y la llave de la puerta de entrada a un Hollywood al que desde entonces se encuentra ligado de forma exitosa.
En “Cronos” ya son visibles algunas de las constantes del cine del director mejicano, como la inclusión de niños entre los actores principales, el tratamiento romántico de alguno de los personajes protagonistas, no sin la presencia de una cierta ambigüedad –nada maniquea– en la composición de los mismos, y la irremediable presencia de un villano, en su caso sí más de una pieza. Dice Guillermo Del Toro que si existe un pasaje que define perfectamente lo que significa para él el cine fantástico éste se materializa en la secuencia de “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) –de James Whale– en la que el monstruo arroja a la pequeña María al lago, una vez ambos han terminado con la reserva de margaritas que lanzaban al agua para verlas flotar. Un lago, por cierto –como anécdota, viene bien saberlo– que se encuentra a tan solo cinco minutos de donde Del Toro tiene su hogar californiano: el lago Malibu. La inocencia del monstruo de Frankenstein –entendida como una pureza sin adulterar, de cuya ambigüedad emana cierta perversidad inconsciente y no reprimida, lugar donde se enfrenta la ternura a una villanía involuntaria– está muy presente en este primer largo, cargado de referencias obvias, pero tan sutilmente equilibradas que trascienden la mera literalidad.
2. “Cronos” nos cuenta la historia del anticuario Jesús Gris (Federico Luppi) –que vive con su mujer Mercedes y su nieta Aurora–, a cuyas manos, por azares del destino (o no), llega un extraño artilugio, obra de un alquimista del siglo XVI (presentado sinópticamente en el prólogo), que dota de inmortalidad a quien se somete gustoso a su dependencia. Escondido en la base de la escultura de un ángel, la salida de varias cucarachas por el ojo roto de la figura da buena cuenta de la putrefacción del alma que el artilugio representa; una imagen que recuerda otra similar –en su caso la efigie de un niño sonriente de cuya boca brotan igualmente cucarachas– en la estupenda “¡Suspense!” (The Innocents, 1961), de Jack Clayton; símbolos ambos de la ambigüedad entre el bien y el mal, entre la inocencia y la perversión, de la delgada línea que separa una cosa de la otra. Como sucede en los niños, la inocencia y el sadismo corren de la mano como algo natural, instintivo, desnudos como están de filtros sociales que hayan incidido en ellos. En el interior del artilugio su mecanismo incluye una especie de insecto vivo –con forma de larva– que al absorber la sangre de su poseedor realiza una especie de diálisis de la misma, provocando en él, además de una adicción, una suerte de vampirismo. Tan extraño objeto también está siendo buscado por el millonario y enfermo De la Guardia (Claudio Brook), a quien su sobrino Ángel (Ron Perlman) da labores de apoyo en la tarea de arrebatar a Jesús el anhelado artefacto.
El título “Cronos” no es casual y sí muy sugerente. En la película existe una constante y repetitiva atmósfera evocadora de elementos que mucho tienen que ver con el paso del tiempo; tanto desde un punto de vista pesimista o melancólico como desde su percepción de tranquilizadora placidez. Esa relación está presente en el mismo mecanismo del aparato, un ingenio vampirizador, de ínfulas casi divinas, que procede de siglos atrás y que se pone en funcionamiento como un juguete de cuerda. Su efecto en las personas que lo han utilizado, como es el caso del alquimista creador, es el de alargar artificialmente la vida, casi haciendo mutar el cuerpo en otra cosa, como si finalmente se tratara del envoltorio de una crisálida. El mismo oficio de Jesús Gris –es anticuario– lo configura como una especie de conservador, de protector de aquellos objetos a los que el paso de los años no han conseguido malograr en sus atributos; por lo tanto, digno guardián de un legado de dudosa bondad.
3. El clima familiar en el que se enmarca la relación entre la niña y sus abuelos parece ser sobrevolado por el alma del padre de Aurora, hijo a su vez de Jesús y Mercedes, cuya previa existencia casi podemos decir que solo se intuye, sin que el guión se digne siquiera insinuar sobre las causas y circunstancias de su desaparición, que se presume triste e inesperada, y que entronca con un insistente clima de ausencia, latente durante todo el metraje. Hasta la llegada del dispositivo en forma de huevo dorado, sus vidas parecían transcurrir con sosiego, acurrucadas en una confortable y monótona serenidad (quizás solo aparente). Un sosiego que es quebrado por la llegada del artilugio y de sus perseguidores: el industrial De la Guardia y su sobrino Ángel. Las referencias religiosas en los nombres de los protagonistas –obvio es– no son accidentales; no olvidemos que según las sagradas escrituras Jesucristo resucitó, alcanzando así la vida eterna. A esa constante presencia del tiempo, entendido como un concepto amplio, se une la idea de la decadencia física y moral a la que suele abocar el transcurrir de los años. Tal y como el general Sternwood recibía a Philip Marlowe (Humphrey Bogart) en “El sueño eterno” (The Big Sleep, 1946), de Howard Hawks, postrado en una silla de ruedas y rodeado del agobiante calor de un invernadero rebosante de orquídeas (“son repugnantes, sus pétalos se parecen demasiado a la carne humana, y su perfume tiene la fétida dulzura de la corrupción”), De la Guardia –un anciano enfermo y obsesionado con la idea de encontrar el ingenio que le proporcionará la vida eterna– recibe a Jesús Gris en una estancia protegida de la posible entrada de bacterias y decorada con las esculturas de los arcángeles que ha ido adquiriendo –con la esperanza siempre frustrada de encontrar dentro de alguno de ellos el ansiado instrumento–, colgadas de cadenas que penden del techo y envueltas en plásticos, como si de un ceremonial matadero de ganado se tratara. En el interior de unas vitrinas reposan los frascos que contienen todos los órganos que ya no forman parte del cuerpo de De la Guardia, momificados en formol en un intento de fantasear que aun siguen al pie del cañón; unos restos que funcionan como un recordatorio –un aviso, una advertencia– de la inevitable muerte que sufrirán el resto de las partes de su cuerpo que aun permanecen con vida; algo que con todos sus esfuerzos quiere evitar, aferrándose a una vida moralmente miserable. Ese entorno vital de De la Guardia se encuentra sumergido en un contexto físico de apariencia abandonada, ruinosa, una industria tomada por la herrumbre que pudiera simular la tópica guarida de cualquier psichokiller ochentero.
Ya he citado que la recurrente existencia de niños entre los personajes habituales del cine de Guillermo Del Toro se inaugura en ésta su primera película (si la memoria no me falla, sólo en “Blade II” está ausente tan recurrente elemento). Aparte de ser otro estigma que arrastra el director debido a su pasión por la famosa escena del lago de “El doctor Frankenstein” –enorgullecedora pasión que comparto con Del Toro–, la presencia infantil siempre aporta un punto de ternura, de humanización. Cualquier trama, por dura que sea, por violenta que sea, por fantasiosa o tediosa que sea, se humaniza y se hace más cercana con la presencia infantil. En el caso de “Cronos” esta presencia se materializa en el personaje de Aurora, la nieta de Jesús Gris. A diferencia de otros films de Del Toro y a semejanza de “El espinazo del diablo” o de “El laberinto del fauno”, la inclusión del infante en “Cronos” es fundamental en su concepción, y determinista para todo el planteamiento y el sentido de la película; en este caso nada anecdótica por tanto. Aurora mantiene una relación muy estrecha con Jesús Gris, tanto que más parece una relación padre-hija que abuelo-nieta. Su interpretación, con excepción del final, es completamente muda y por ello extraña. Casi parece un fantasma, y mucho sugiere un sustituto de su padre ausente, sino un nexo entre Jesús y su hijo, el padre de la niña. Aurora, a su vez, parece actuar de ángel de la guardia de Jesús, protegiéndole de la aparentemente nociva dependencia que éste ha desarrollado respecto al artilugio vampirizador. Aunque la relación de Jesús con su mujer, Mercedes, parece satisfactoria, en cambio a ésta no se le asigna en el guión un papel tan fundamental en la trama como sí lo tiene Aurora, a quien le pertenece un mayor protagonismo. Sólo en el momento final –del que hablaremos más adelante–, cuando la vampirización progresiva de Jesús parece estar a punto de convertirse en algo peligroso para Aurora, ésta habla. Tan solo dice una palabra: “abuelo”; y eso basta para que Jesús recapacite en décimas de segundo y decida no continuar por el camino al que parecía condenado. Como sucede en la mitología generalmente aceptada a la hora de hablar de otro clásico personaje –el hombre lobo–, solo el amor sirve para hacer frente a la maldición, para purgar los pecados y apaciguar el alma.
4. El vampiro, desde que adquiriera nuevos bríos gracias al cine de la Hammer, asimiló como propio el atributo de lo sexual, para ya desde entonces convertirse en un elemento indisociable del mito. Esta variación que propone Del Toro también mantiene esa connotación, pero desde un punto de vista bien diferente. Aquí el vampiro no trata de seducir y poseer al prójimo, sino que opta por el onanismo. Se trata más de la delectación propia que de una perversión ajena. Sugerente es ver como Jesús (F. Luppi) se encierra en el baño para disfrutar del placer que le proporciona el artilugio, poniendo excusas a las apremiantes llamadas a la puerta de su mujer, que le presiona para salir y acudir con ella a una cita; como si de un adolescente que se masturba a escondidas de su madre se tratara. Como cualquier yonqui, Jesús, al igual que De la Guardia –conocedor teórico de la experiencia aun sin haberla practicado– ansía entregarse a esa relación con un objeto tan peculiar y que tanto le subyuga. Únicamente, hacia el final de la trama, cuando Jesús se siente ceder ante la llamada de la sangre y se descubre a punto de atacar, de alguna manera, a su nieta Aurora, toma conciencia de su verdadera nueva condición. Así, de forma similar a como le sucedía al padre Karras de “El Exorcista” (The Exorcist, 1973), de William Friedkin –cuando al sentirse como un nuevo hogar para Satanás decide saltar por la ventana y librarse de la posesión–, Jesús se arranca del pecho el artefacto y lo destruye a golpes de piedra; siendo ese el principio de su verdadero y purificador final.
5. Pese a su incursión literal en el cine de vampiros, el espíritu de “Cronos” está mucho más cercano a ese otro personaje que es el monstruo de Frankenstein, versión Universal. No solo la cinta está plagada de una ternura muy especial, como la que concierne a la relación entre Jesús (vampirizado o no) y su nieta Aurora –que como ya he apuntado evoca la particular relación de la criatura con María, la ya citada niña del lago en “El doctor Frankenstein”, a la que daba continuidad el encuentro del personaje interpretado por Boris Karloff con la pastorcilla que éste trata de salvar en la poza de un río, esta vez en la prodigiosa obra maestra de James Whale que es “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935)–, sino que el aspecto del mismo Jesús Gris, una vez ha muerto por primera vez al ser arrojado dentro de un coche por un desfiladero, con quemaduras en la cara y grapas que le cierran las heridas de la frente, recuerda formalmente a ese icono que se instituyó como rostro oficial de la criatura gracias al maquillaje obra de Jack Pierce.
Pero la ternura no está reñida con lo bizarro –como diría el vocabulario charro de Guillermo–. Hay dos escenas que no tienen desperdicio, como la de Jesús, vestido de esmoquin, tumbado boca abajo en el frio suelo de un urinario público y lamiendo con fruición un charquito de espesa y roja sangre –producto de la hemorragia nasal de un tercero–; o los simpáticos tejemanejes que se trae con el supuesto cadáver el descamisado empleado de la funeraria (interpretado por el actor Daniel Giménez Cacho), cual carnicero sobre el mostrador de su establecimiento.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 36 correspondiente al mes de abril de 2011.