1986 fue un año que, en términos generales, no representó
nada especial para el cine de terror moderno. Ya quedaban lejos los aportes
revolucionarios que significaron “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby,
1968), de Roman Polanski, y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the
Livig Dead, 1968), de George A. Romero; Wes Craven ya había iniciado algo antes
su saga dedicada a Freddy Krueger con “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on
Elm Street, 1984), e incluso hacía mucho más tiempo que se habían sentado las
bases de la época dorada del slasher
con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S.
Cunningham; esta última estrenando por aquel 1986 la que iba a ser, nada menos,
que su sexta parte.
1.- La referencia
anterior a la cinta que completaba la media docena de entregas de la saga
dedicada al psychokiller Jason
Voorhees –“Viernes 13 VI: Jason vive” (Jason Lives: Friday the 13th Part VI,
1986), de Tom McLoughlin– es más que suficiente como indicación precisa del
camino –en exceso redundante– que llevaba en aquel momento el subgénero
consagrado al asesino en serie. A esas alturas todos los incondicionales del
género jaleábamos cada uno de los asesinatos del tarado serial killer de turno, convirtiendo los patios de butacas en toda
una fiesta de desparrame y complicidad. Se trataba de presenciar hechos
violentos (muy violentos) que ya eran tomados a broma por el respetable, pues
el abuso y la invasión de similares propuestas que habían sufrido las salas de
cine en esa década no podía inspirar cosa diferente en el público más asiduo a
tales carnicerías; al menos desde un punto de vista saludable.
Visto así el contexto, “Henry, retrato de un asesino” es una
película extemporánea –mucho más si sabemos que los problemas con la censura la
relegaron a un estreno tardío en 1990–, pues lejos de encontrar acomodo entre
sus coetáneas, está más cerca de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Shaw
Massacre, 1974), de Tobe Hooper, de “La última casa a la izquierda” (The Last
House on the Left, 1972), de Wes Craven, de “La violencia del sexo” (Day of the Woman,
1978), de Meir Zarchi, o de muchas otras representantes de ese subgénero más
específico denominado rape and revenge,
donde la violencia es cruda, desagradable y de ninguna manera inspira
precisamente jolgorio entre el público; al menos cuando es la víctima de turno
quien la recibe, no tanto en sentido inverso, cuando son los delincuentes
quienes la sufren después.
El concepto que representa “Henry, retrato de un asesino” e
incluso su factura formal la hacen estar muy unida a todo ese cine trasgresor
de los años setenta, debiendo reconocerse como inusual dentro del paisaje del
cine de terror en el que surge –el cine más ochentero–, donde había existido
una línea de evolución precisamente a partir de esa particular revolución de
los setenta, ya en franca decadencia al haber dejado paso a propuestas menos agresivas
y más amables, si se quiere expresar así.
2.- Atmosféricamente
hablando, no se le puede negar a “Henry, retrato de un asesino” una vinculación
con “Taxi Driver” (Taxi Driver, 1976), de Martin Scorsese; otro exponente
preciso de la revolución que sufrió el cine americano en esa década, en este
caso desde fuera del género de terror y con claras influencias del cine europeo
–habitualmente más independiente y contemplativo que el cine de Hollywood–,
aunque no por ello menos innovador. Tanto la película de McNaughton como la de
Scorsese comparten cierta poética decadente de la nocturnidad, donde lo que es
vida durante el día adquiere tintes de pesadilla en esas horas en que la
vigilia se convierte en un atributo de seres desplazados y siniestros; cazadores
y presas que vagabundean por las calles de los núcleos urbanos, esos ejes del
mal, residencias de los desechos que una sociedad disfuncional vierte en sus
propias calles, cual residuos en la cloaca. Como las cucarachas, la escoria
sale cuando cae el sol para rebozarse entre la mierda, sintiéndose ajena a
cualquier mirada de reproche, impune ante la deserción momentánea de la vida de
la que disfrutan quienes utilizan la noche para dar un descanso supuestamente reparador
a sus cuerpos y a sus almas.
Henry (Michael Rooker) y Travis Bickle (Robert de Niro)
tienen las mismas motivaciones –aunque de raíz distinta–. Sólo el segundo tiene
todavía un pie puesto en el orden social; aun es consciente de la estructura a
la que pertenece y, aunque en el límite, trata todavía de buscar su sitio, sintiéndose
una especie de justiciero. En cambio, el primero ha perdido todo vínculo con la
civilización, responde únicamente a su instinto de matar de forma
indiscriminada y gratuita, es un verdugo, una bestia salvaje, un depredador
carente de cualquiera de las cualidades que hacen del hombre algo distinto a un
animal, carente de todo aquello que lo diferencia de las alimañas más feroces.
Henry vivió el horror ya durante la infancia, huérfano del cariño de unos
padres que habían andado previamente el camino de corrupción moral en el que se
encuentra él ahora. Ni siquiera Henry está en un período de evolución negativo,
de regresión o degradación, sino que está plenamente instalado en una especie
de mundo paralelo, donde él impone las reglas a quienes terminarán siendo sus
víctimas; la primera de ellas su propia madre. Travis, por el contrario, perdió
la fe en la humanidad asistiendo a la barbarie que fue la guerra de Vietnam.
3.- Llegamos aquí
al punto de hablar de concretas formas de representación de la violencia –las
más extremas–, de su verdadero significado y de la justificación que podemos
encontrar, como espectadores o como ciudadanos en general, a aquellos límites hasta
donde los cineastas han sido hasta el momento capaz de llegar. Relativo a este
particular, “Henry, retrato de un asesino” no es más que una semillita que
tardaría en extender su ámbito de influencia, y cuyo alcance se verá en el
futuro superado hasta límites insospechados. Ese límite hoy por hoy está marcado
por “A Serbian Film” (Srpski film, 2010), de Srdjan Spasojevic, -esta vez sí
difícilmente superable- película que precisamente llevó a la opinión pública el
debate sobre la conveniencia o no de tolerar ese tipo de productos, llegándose incluso
a cuestionar la legalidad o ilegalidad de su existencia y de su exhibición
desde un punto de vista jurídico. Polémica que atrajo hasta límites estúpidos y
grotescos la opinión que de ella tenían (y tienen) ciertas instituciones y
personas –claramente sin haberla visto–, desembocando todo en la apertura de un
proceso legal contra el director del Festival de Sitges –Ángel Sala– con la
única excusa de hacerle responsable de su exhibición. Todo lo cual pone en
entredicho la libertad de expresión de la que se supone que disfrutamos en el
mundo occidental, además de hacernos cuestionar –lo que es peor aun– la
inteligencia de muchas de las personas a las que, por su posición social o estatus
dentro de determinadas instituciones, se les supone un nivel cultural y una capacidad
de raciocinio de una cierta excelencia, habiendo demostrado no estar a la
altura de las circunstancias con sus opiniones y comportamientos, incapaces
según parece de diferenciar la ficción de la realidad, así como de interpretar
las verdaderas intenciones implícitas en el discurso de una película.
4.- Lo que
consigue “Henry, retrato de un asesino”, obviando los ejemplos precedentes o
posteriores ya citados, es lo que Michael Haneke repetía de forma más cruda con
su “Funny Games (juegos divertidos)” (Funny Games, 1997), luego rehecha dentro
del cine americano diez años más tarde, cuando ya era una realidad la institucionalización
del torture porn como subgénero
cinematográfico. La ficción se desnuda del recurso de la dramatización hasta el
límite de lo imprescindible, adoptando un punto de vista supuestamente neutro,
de puro voyeurismo; lo que no deja de
ser igualmente un recurso dramático, aunque invisible y mucho más sofisticado, y
por ello tremendamente tramposo en el buen sentido del término, pero tan eficaz
como perturbador. Desde el distanciamiento que ofrece esa forma de
representarlas, las escenas más cruentas se ven aligeradas de su carga de
ficción para acercar su visualización a una experiencia más real y
desagradable. El espectador se siente incapaz de esconderse tras la apariencia
de asistir a una historia contada, sintiéndola en cambio como una historia
vivida en primera persona. En el caso de “Henry, retrato de un asesino”, esto
es mucho más intenso en la escena grabada en video por los personajes
protagonistas, que recuerda al modus
operandi de la pareja de criminales rusos del thriller “15 minutos” (15
Minutes, 2001), de John Herzfeld; un recurso que se adelanta a esa forma de
narrar que tras “El proyecto de la bruja de Blair” (The Blair Witch Project,
1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se pondría tardíamente de moda con
ejemplos tan impactantes como “[Rec]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, “Paranormal
Activity” (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli o “Monstruoso” (Cloverfield,
2008), de Matt Reeves, por citar algunos, y de la que ya se viene abusando un
tanto, pues en los peores casos –entre los que no se encuentra ninguno de los
anteriores– ya ha pasado a convertirse en una pose gratuita e incluso molesta
más que en un recurso estilístico.
La factura formal tosca y cromáticamente tan opresiva como
sórdida que McNaughton proporciona a esta su primera película –antes había
dirigido el documental “Dealers in Death” (1984), un repaso a la lista de delincuentes
célebres de América en la década de los treinta– tiene su origen más en las
limitaciones presupuestarias que en una intención consciente. Por el mismo
motivo no hay grandes escenas con efectos especiales, ni siquiera modestos;
toda la narración es muy sobria, y muchos de los asesinatos se muestran ya no en off sino directamente mediante una
suerte de flashbacks a modo de
insertos inertes, casi subliminales por la brevedad de su exposición, que van
formando veladamente el siniestro currículo de Henry. Personaje al que interpreta
un Michael Rooker en su también primer trabajo para el cine; con seguridad una
de las mejores actuaciones de su carrera, donde saca todo el partido posible a
su apostura ruda y a su rostro primario.
5.- Aunque en un
entorno urbano, “Henry, retrato de un asesino” también se aprovecha de todos
esos elementos que habitualmente se atribuyen a la América rural más profunda –como se
suele decir–, donde siempre esperamos encontrar la brutalidad entre los
miembros de una familia, el incesto, la violencia sexual, una falta de
instrucción que raya la animalidad y la inexistencia de respeto por la vida
ajena. Es una especie de retrato subliminal del hombre de las cavernas, ajeno a
costumbres, hábitos sociales o normas de vida en comunidad; donde lo que
prima es la satisfacción del instinto propio –de cualquier instinto–, por
encima de toda otra consideración; además sin ningún tipo de excusa
explicita o posibilidad de
remordimiento. Desde un punto de vista sociológico, tendría cabida interpretar
al personaje como la regresión que es capaz de sufrir un ser humano para llevar
a cabo todas esas barbaridades en las que es posible participar dentro de un
contexto bélico, donde parece que se experimenta una especie de suspensión de
la civilización que deja campo libre para cualquier comportamiento anómalo,
amoral y censurable; un espacio donde –como si se tratara de un ambiente
experimental, de laboratorio–, se sumergiera al individuo en una dimensión
ajena a la sociedad, entendida ésta en su más amplio significado. Situación a
causa de la cual, experimentada realmente por el interesado o asimilada como
propia, tantos perturbados ha dado a la historia, sobre todo, de los Estados
Unidos.
En 1996 Chuck Parello dirigía una secuela –direct to video en España– titulada
“Henry, retrato de un asesino 2" (Henry: Portrait of a Serial Killer, Part
2).
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)