Que el cineasta neoyorquino Larry Cohen (nacido en 1941) no cuente siquiera con una foto de su semblante en la entrada que le dedica la web IMDB (Internet Movie Data Base), habiendo sido el guionista de ochenta títulos si tenemos en cuenta largometrajes, series de televisión y telefilmes que llevan su firma, además de habiendo dirigido dieciocho películas, casi todas ellas también producidas por él mismo, siendo de entrada injusto, es mucho más significativo de lo que pudiera parecer. No se trata ni mucho menos de un absoluto desconocido, pero sí hay que tener un cierto grado de erudición para que a uno le suene su nombre; aunque por otro lado sea fácil conocer al menos una de sus cintas más reivindicadas, merecedora incluso de la etiqueta “de culto”, como sucede con “Estoy vivo” (It´s Alive, 1974). Dentro de esa misma categoría, quizás con menos unanimidad, están “Demon” (God Told Me To, 1976) y “La serpiente voladora” (Q, 1982). Aunque hace tiempo que no dirige, aun continúa aportando como guionista ideas que se transforman en películas muy modestas pero enormemente estimulantes, con ejemplos recientes como “Última llamada” (Phone Booth, 2002), de Joel Schumacher, o Cellular (Cellular, 2004), de David R. Ellis, que son paradigmas absolutos de su talento como escritor popular.
1.- Acostumbrado a lidiar como guionista con los estándares narrativos de las series de televisión americanas de los años sesenta y setenta, donde trabajó para cabeceras tan reconocidas como “Los defensores” (The Defenders, 1961-1965), “El fugitivo” (The Fugitive, 1963-1967) o “Colombo” (Columbo, 1971-2003) –entre otras–, pero sobre todo para “Los invasores” (The Invaders, 1967-1968), de la que fue creador, esa experiencia y forma de hacer las cosas dejó una perceptible secuela en todo su cine como director. Sus armas más visibles son siempre la muy perceptible originalidad del argumento, la introducción de eso que se llama una o varias “ideas brillantes” en el interior de una trama y un cierto sentido crítico respecto a la sociedad y a la cultura norteamericana, donde el individuo común tiene la posibilidad de adquirir más relevancia de la que nunca pudo esperar, siempre forzado por circunstancias que más que derivadas del azar parecen proceder de los tejemanejes de un demiurgo que se empeña en jugar con el desdichado. Así, el héroe (o antihéroe si uno quiere ser más exacto) podría ser cualquiera de nosotros, de ahí la cercanía de sus personajes protagonistas respecto al espectador.
Por muy modesto económicamente y aparentemente intrascendente que pudiera parecer su cine (tanto el que únicamente ha escrito como el que también ha dirigido), no es ese suficiente motivo para que no se le deba reconocer a Larry Cohen una cierta autoría. Pero, en su caso, también el concepto de artesano –que siempre se cita como calificativo contrapuesto al de autor– es plenamente atribuible. Esto es así por la forma en que Cohen aborda cada nuevo proyecto, apresurando los plazos y los planos –casi de forma atropellada– para ajustarse a la escasez de medios y, por qué no decirlo, a su personal idiosincrasia. Pero no lo hace con pesadumbre, sino que casi lo convierte en un estilo. Las imágenes de apariencia telefílmica, los planos “robados” en plena calle, sin figuración –poniendo directamente en el tiro de la cámara a población real que no tiene pudor en no disimular frente a la misma su curiosidad ante el rodaje–, el montaje relativamente chapucero que caracteriza sus películas, el nulo sentido de la elegancia con la cámara,…, todo ello revela los principales estigmas técnicos de Cohen, a los que suple con la contundencia de ideas interesantes, su naturalidad y la vigorosa sencillez que también forman parte de su particular estilística. Desde un punto de vista técnico su modo de rodar (y luego de montar) se asemeja a lo que para la música sería una jam session. Los planos y los cortes son a menudo tan agrestes que parecen responder a impulsos sobre la marcha, nunca a una milimétrica premeditación. De esa misma forma de proceder, ya hablando de la fase previa de escritura, procede la frescura de sus argumentos.
Como le sucedía a Roger Corman, sus películas están pensadas para convertirse en un producto vendible, con un coste aceptable y siempre en un entretenimiento digno, con el que dar al público una satisfacción respetable y directa; algo que le circunscribe obligatoriamente a los terrenos de la Serie B mejor entendida y más añorada. La libertad creativa que proporciona al cineasta esa independencia –fuera del sistema controlado y favorecido por los grandes estudios– tiene la contrapartida negativa de su problemática y limitada distribución, que hace que la exhibición de sus películas no sea todo lo extensa y todo lo duradera que merece.
2.- Tres historias paralelas –dos ellas aparentemente relacionadas entre sí– transcurren en las calles de Nueva York. Por un lado tenemos a Jimmy Quinn (Michael Moriarty), un pianista ex presidiario que ya desde el principio nos demuestra la mala suerte que le acompaña en su vida cuando, tras un atraco, un tropezón le hace perder un maletín atiborrado de billetes sobre el que luego tendrá que responder ante sus compinches. Casualmente descubre el escondrijo de un extraño animal volador que anda comiéndose a la gente que frecuenta las azoteas por uno u otro motivo (limpiacristales, señoritas que toman el sol con despreocupación, obreros de la construcción o bañistas). En tercer y último lugar, tenemos una serie de misteriosos asesinatos (cadáveres despellejados o vaciados de su corazón) que traen por la calle de la amargura a la policía de la ciudad, haciéndonos ver de manera oblicua que tiene algún tipo de conexión con el extraño ser alado.
El título original de la película, “Q”, a la que también se la conoce como “The Winged Serpent” o “Q: the Winged Serpent”, hace alusión al dios prehispánico Quetzalcoatl, que se representa como una serpiente emplumada en las culturas mesoamericanas (olmecas, mayas y aztecas). Es curioso que el monstruo al que hace aparecer Cohen en su película es, sin embargo, una especie de dragón, un reptil con alas, pero carente totalmente de plumas. En la trama, de manera algo confusa, se quiere relacionar los sacrificios rituales (pues no debería llamársele asesinatos cuando las víctimas son las que se ofrecen voluntariamente) con un interés secreto por resucitar tal divinidad.
3.- La obligada comercialidad a la que se entrega la filmografía de Larry Cohen, en el caso de “La serpiente voladora”, pasa por convertirla –aunque de manera algo tardía– en una de aquellas seguidoras del cine de monstruos que vinieron al mundo tras el estreno de la obra maestra de Steven Spielberg que es “Tiburón” (Jaws, 1975), que se encargó de reflotar el subgénero de nuevo. Pero ser una más no quiere decir que sea una de tantas, muy al contrario, se trata de una monster movie bastante atípica. El monstruo deja de ser protagonista absoluto para pasar a ser un mero complemento de la función, una especie de aura que anuncia segundas lecturas con esos planos aéreos subjetivos que se utilizan como insertos; es un elemento necesario pero no suficiente, pues la clave está en quien es el verdadero hilo conductor de la historia: Jimmy Quinn, un desgraciado sobre cuyo relato sobrevuela –nunca mejor dicho– el de la serpiente voladora, que se encarga de matizarlo.
Jimmy Quinn es un canónico antihéroe; hasta cuando parece haber encontrado la oportunidad de su vida el destino termina por jugarle una mala pasada. Quinn utiliza su conocimiento fortuito del lugar en que se esconde el monstruo (y su nido, que contiene un enorme huevo que será ametrallado por los agentes de la ley) para intentar sacarle un millón de dólares al ayuntamiento de la ciudad, además de para convertirse en un héroe. Quinn justifica su falta de escrúpulos sobre el asunto como una forma de hacer que la sociedad le compense de su encarcelación en el pasado, que convirtió en un delincuente a quien en realidad en aquel momento era inocente de lo que se le acusaba.
El llamado “cine de catástrofes” siempre tuvo a gala tomar como excusa el desastre de turno (un accidente aéreo, un edificio en llamas, un terremoto,...) para servir de fondo a toda una demostración del comportamiento de diversos tipos humanos sometidos a una situación límite. En cambio, el “cine de monstruos” recurrió a menudo a convertirse directamente en una metáfora social o cultural, siendo el caso más evidente y famoso el que afecta al personaje de King Kong (al que “La serpiente voladora” evoca de forma obvia), analizado de mil y una maneras desde muy diferentes puntos de vista. Otro buen ejemplo, mucho más reciente, lo tenemos en la interesantísima “Monstruoso” (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves, que renueva ese sentido alegórico de los monstruos titánicos. En ambos casos se hacía corresponder subrepticiamente la figura del monstruo con una representación abstracta de un hecho cultural, político, económico o social –o varias de esas cosas a la vez– de enorme trascendencia (el crack del 29 en “King Kong”, el atentado del 11 de septiembre del 2001 y todo lo que el fatal acontecimiento representó para el ánimo de un país en el caso de “Monstruoso”).
En “La serpiente voladora” la abstracción no es tanta, o al menos es más pedestre –la escasa sutilidad de Cohen no lo permite–, pero aun así no deja de tener dos posibles interpretaciones. Por un lado está la figura de la serpiente voladora como un ente que representa la otra cara de Quinn, la materialización en esa divinidad de su afán de revancha, que encuentra en el monstruo un patrocinador adecuado y un vehículo inesperado pero oportuno para conseguir sus fines. Que la serpiente ataque a cualquiera que se atreve a asomar (literalmente) la cabeza por su nido, excepto a Quinn, delata una conexión entre hombre y animal que los emparenta de manera casi sobrenatural, por no decir divina. Pero, por otra parte, y ahí enlazan los sacrificios rituales con la presencia del ser alado, el advenimiento del monstruo se muestra también como una rebelión de lo espiritual frente al materialismo y la ausencia de fe del mundo moderno. Es en ese punto donde entra en juego el habitual sentido crítico de Larry Cohen en su faceta más filosófica.
Si King Kong fue amo y señor del Empire State Building, nuestra serpiente voladora –en un arranque bien poco original, eso sí– toma el no menos representativo edificio Chrysler como hogar de adopción. Un edificio que es otro homenaje al progreso y al poder de los Estados Unidos, un símbolo más que adecuado para acoger en su interior ese monstruo de tiempos remotos que es la serpiente voladora; cuya presencia en su interior le hace adquirir, de nuevo, el empaque de una alegoría.
4.- Graduado Cohen en el City College of New York durante el curso 1962-63, la reputación de dicha institución en cuanto a la formación de buenos documentalistas queda bien patente en “La serpiente voladora”. Sólo hay que ver esas imágenes de Quinn intentando escabullirse por las calles de un populoso barrio chino (con absoluta seguridad planos no preparados y sin figuración, sino con transeúntes reales) o esos planos de los viandantes sorprendidos cuando la sangre de una de las víctimas del reptil alado cae sobre sus cabezas desde el cielo, donde cambia la calidad del celuloide debido seguramente a una iluminación no preparada y la cámara en mano. La fuerza de secuencias tan neorrealistas, en parte forzadas por la necesidad en parte una decisión consciente, son una de las causas del dinamismo formal de “La serpiente voladora”. Ese realismo de algunas imágenes tiene su contrapunto en la falsedad que transmite la apariencia de la serpiente; animada con el viejo pero encantador método del stop-motion. Una falsedad nada reprochable, pues como más o menos decía Ray Harryhausen –maestro absoluto en esas lides– si algo parece demasiado real ya no parece fantástico, lo que le hace perder su magia y el infinito encanto de ese tipo de efectos frente a la perfección digital de nuestros días.
5.- Muy importante es el humor en “La serpiente voladora”. Quinn, pese a toda su mezquindad, es un personaje simpático. La fragilidad física que le aporta su personificación en Michael Moriarty y la condición de desgraciado del personaje en sí mismo nos acercan a él irremediablemente. No es un ser manipulador y prepotente, sino un paria que solo trata de utilizar las armas que el destino pone a su alcance para salir adelante lo mejor posible. Cuando su novia Joan (Candy Clark) –una buena chica– parece romper con él al conocer sus aviesas intenciones respecto a revelar el emplazamiento de la serpiente a cambio de un millón de dólares, Quinn dice que sólo volverá con ella cuando tenga dinero, cuando sea un hombre de provecho. El anhelado (luego también sabremos que fugaz) éxito económico no le aleja de ella, sino que la convierten en una motivación adicional para conseguir esos fines, que pese a todo ella reprueba. Esa simpatía permanente que transmite Quinn no está sola. El detective Shepard, al que interpreta un siempre irónico David Carradine, juega un papel bien importante en esa faceta. Cohen incluso se permite utilizarle para poner en su boca una broma que tiene como tentetieso a los serial killers de turno y a los nuevos códigos genéricos por ellos institucionalizados y puestos de moda pocos años antes de la producción de su película, con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, como ejemplos primigenios del cine moderno; me refiero al momento en que el individuo que realiza los cruentos sacrificios atrapa a Quinn en su habitación y tiene que ser eliminado de varios disparos por Shepard, que acude en ayuda del raterillo: “¿a que creías que se iba a levantar otra vez?”, dice con sorna el policía tras el último de los disparos. Sin solución de continuidad, Cohen se explaya con un final abierto y en cierto modo retador –muy típico de su filmografía– que tiene más de significado concreto con algo de ironía que de anuncio de una posible secuela que nunca iba a llegar.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)