El histórico
conflicto entre árabes e israelíes por el control de los llamados Territorios
Palestinos derivaba, en 1973, en una contundente respuesta de Siria y Egipto a esa
constante hostilidad mutua entre ambos contendientes. El ataque conjunto de las
dos naciones islámicas era lanzado el 6 de octubre de ese año, iniciándose la
que fue llamada Guerra del Yom Kippur (en alusión a la festividad hebrea que se
celebraba ese día). Tras varios intentos diplomáticos se resolvía la contienda.
Pero el fin de los enfrentamientos armados iba a dejar paso a la utilización de
la economía como arma de guerra. Algunos de los países árabes integrados en la
OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) –Arabia Saudita, Irán,
Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Catar– decidieron intervenir más de lo
que hasta entonces lo hacían en la industria petrolífera, revelándose contra el
control de la compañías norteamericanas y británicas que explotaban sus
yacimientos. En ese contexto los citados miembros de la OPEP redujeron la
producción, incrementaron los precios y limitaron la exportación hacia aquellos
países que apoyaron a Israel en su guerra contra los árabes durante aquel
octubre de 1973.
Con la generosa
ayuda de la nueva coyuntura creada por el abandono del patrón dólar-oro en 1971
y la devaluación de la moneda americana, el descalabro para los principales
países desarrollados fue descomunal, dándose por terminado un período de
relativa prosperidad que venía desde el final de la Segunda Guerra Mundial,
para volver a caer de nuevo en una depresión económica (inflación, desempleo,
reducción de la actividad general) que se extenderá más allá del final de la
década con motivo de esa recaída que supuso la llamada segunda crisis del
petróleo, iniciada en 1979 tras el advenimiento del ayatolá Jomeini y la
posterior Guerra Irán-Irak.
El cine se ha
ocupado con denodado interés de las consecuencias sociales más vistosas
derivadas de la depresión económica ocasionada por la primera crisis del
petróleo, especialmente de la degradación urbana –arquitectónica, social y de
servicios– sufrida en las grandes ciudades de los Estados Unidos (Nueva York,
Los Ángeles,...); y ahí están para demostrarlo cintas como El justiciero de la ciudad
(Death Wish, 1974, Michael Winner), Taxi
Driver (Taxi Driver, 1976,
Martin Scorsese) o las maravillosas Asalto en la comisaría del distrito 13
(Assault on Precinct 13, 1976, John
Carpenter) y Los amos de la noche (The
Warriors, 1978, Walter Hill).
Ese es el
contexto elegido por John Carpenter para dar sustento a éste su segundo
largometraje tras Dark Star [tv: Estrella
oscura; vd: Dark Star (Aluniza como puedas); dvd: Dark Star, 1974]; en este caso un thriller muy especial en virtud de la
inyección de fantasmagoría y el tributo a glorias pasadas (Howard Hawks para
más señas...) al que su director se entrega con entusiasmo y reverencia;
precisamente aquellos elementos de los que carecerá el insípido remake Asalto al distrito 13 (Assault on Precinct 13, 2005,
Jean-François Richet), cuyos responsables parece no entendieron nada, siendo
incapaces de aprehender la particular atmósfera que consigue Mr. Carpenter y la
carga mítica de sus personajes –tanto en su composición como en sus chispeantes
diálogos–, ambas cosas esenciales en su película y que trascienden la mera
anécdota argumental; único lugar común al que accede la cinta de Richet,
demostrando una absoluta miopía y una total falta de sensibilidad y mínima
perspicacia en relación con el verdadero motivo del éxito crítico de la extraordinaria
película que trataban de emular.
Es habitual que
los cineastas comiencen su carrera quemando todas las naves, poniendo el alma en
ese primer logro y definiendo en el mismo aquello que les gustaría les
caracterizará en el futuro; no es el caso de Carpenter con su Dark
Star, pues pese a su convergencia genérica –el fantástico– con lo que
sería la práctica totalidad de su filmografía, quizás fue la en cierto modo
autoría compartida con Dan O´Bannon la causante de diluir en demasía su
responsabilidad sobre la cinta. Infinitamente más representativa del cine de su
autor que su ópera prima, en cambio, Asalto
en la comisaría del distrito 13 tiene absolutamente todo aquello que define
a Carpenter como cineasta, significando por otro lado un salto evolutivo que le
lleva desde los márgenes del underground
hasta una compostura mucho más ortodoxa respecto a los cánones del cine
americano plenamente integrado en la industria –afán que siempre dirigió los
pasos de Carpenter durante su carrera y sincera directriz que no le ahorró, por
otro lado, algunos sobresaltos–. Con todo no sin que se respire cierta falta de
asentamiento en esos estándares anhelados, derivada de la lógica frescura
propia de la inexperiencia, de la falta de presupuesto y, por qué no, de cierta
torpeza –en el mejor y más cariñoso sentido de la expresión–, ésta arraigada en
el interés por la imitación de unas influencias a las que Carpenter nunca iba a
renunciar. Es más, influencias de las que se siente muy orgulloso –cosa que
todos sus incondicionales siempre le agradeceremos– y que se concretan de forma
muy particular en su pasión por el cine de Howard Hawks. «Así, los elementos que
se hicieron recurrentes en la filmografía hawksiana
(la existencia de un grupo humano heterogéneo, a menudo con una mujer fuerte y
decidida incluida, pero siempre con el liderazgo asumido por un individuo de
sólido carácter, hombre de acción, fuerte e inteligente, de alguna manera
superior al resto de sus compañeros por rango, experiencia o carisma; la
cohesión del colectivo frente a una aventura o amenaza externa; la
profesionalidad: el hacer lo que se debe, no lo que se quiere; la sustitución
del romanticismo por una especie de atracción ineludible y franca entre hombre
y mujer; la particular forma de jovial e irónico flirteo entre ambos sexos; la
existencia de un personaje más simpático que humorístico, desdramatizador; la
importancia de la amistad y la lealtad; la camaradería masculina; los diálogos
pretendidamente brillantes, frenéticos y cargados de ironía) son asimilados
como marca de la casa por parte de la obra de Carpenter»[1]; y todo ello, sin excepción alguna, está
incluido en Asalto en la comisaría del distrito 13, a lo que habría que
añadir una partitura de su propia autoría potente y atmosférica como pocas, al
igual que la recurrente fusión de géneros (en este caso el thriller y el habitual en su filmografía western encubierto, condimentada esa mixtura con un liviano pero
decidido toque fantástico que define la película y finalmente termina
identificándola en su singularidad) y el clasicismo formal tras el que
Carpenter, como siempre, esconde su nulo interés por el protagonismo
exhibicionista. El futuro que vendrá después de esta cinta sólo constatará que
en su seno están concentradas todas las constantes temáticas, la querencia por
un tono muy particular y las preocupaciones estilísticas y filosóficas que
componen su autoría. Definitivamente dos cintas icónicas como Río
Bravo (Rio Bravo, 1959,
Howard Hawks) y La noche de los muertos vivientes (Night of the Livind Dead, 1968, George A. Romero) son las
influencias temáticas y conceptuales más reconocibles en Asalto en la comisaría del
distrito 13, constituyendo su presencia, a estos efectos, toda una
declaración de intenciones respecto a lo que Carpenter significa como puente
entre los últimos estertores del clasicismo americano y la revolucionaria
reforma a partir de la cual debiera asumirse el inicio del cine fantástico moderno.
Una cabina de
teléfonos –aislada e iluminada en el centro de un oscuro campo abierto– atrae
el interés de todos los peligros que se encaminan hacia ella surgiendo de entre
las sombras; las calles desiertas y desangeladas, arquitecturas ariscas que no
se integran en un entorno sino que parecen sentirse oprimidas por el mismo; los
fríos colores de una comisaría exenta de ornamento alguno en sus sucias paredes,
cuya vejez parece esconder cientos de historias; la atmosférica y desvaída definición
de la imagen, premonitoria de la pronta llegada de un mal sueño; ese
aparcamiento casi mágico donde los vehículos utilizados como parapeto vuelven
misteriosamente a su lugar, donde los cuerpos de los caídos desaparecen como
por arte de magia; las sombras frenéticas e impersonales de los asaltantes
moviéndose entre los arbustos; traicioneras balas que llegan sin avisar,
disparadas desde armas con silenciador; la desesperación de unos patrulleros
que avisados de tiroteos en la zona no encuentran rastro del mismo durante su
ronda; la quietud de un pasillo en el sótano que, como El Álamo, servirá de
último refugio donde zafarse de un acoso implacable, el sosiego que se
transformará en un infierno; ventanas, puertas y trampillas de las que surgen incombustibles
los acechantes maleantes, dotados de una insistencia y ubicuidad propia de las
cucarachas o de las ratas: todos, paisajes desnudos y decorados minimalistas
que el director registra con su cámara para obligar al espectador a poner toda su
atención sobre los personajes, cuyo carisma diluye el fondo en que se mueven en
una suerte de abstracción fantasmagórica, fruto de una decisión estilística
meditada que determina el conjunto y lo eleva para siempre a los altares.
El fondo urbano
que vemos tras el teniente Bishop (Austin Stoker), mientras éste recorre en
coche el espacio que separa su casa de la comisaría en que prestará un servicio
muy especial –un establecimiento a punto de ser abandonado por traslado–, es el
de un suburbio típico de Los Ángeles –una ciudad con
enclaves estéticamente espantosos, por mucho glamour que inspire su mención–,
con sus sencillas casas blancas de una planta donde (sobre)vive gente humilde, con
porche y jardín trasero –en su caso, un lugar donde amontonar la chatarra más
que un foro de recreo–, separadas unas de otras por polvorientos descampados
invadidos por las malas hierbas, insertas en una hostil (falta de) planificación
urbanística donde basta cruzar la puerta del hogar en dirección a la calle para
encontrarse perdido en medio de la jungla más salvaje, a merced de las fieras.
¡Y qué
personajes! Darwin Joston es el presidiario Napoleon Wilson, precursor de los
Snake Plissken, R. J. MacReady, Jack Burton (los tres Kurt Russell), Jack Crow
(James Woods) o James “Desolation” Williams (Ice Cube) que llenarían poco a
poco de iconos toda la filmografía del director; cada uno de ellos con un matiz
que les personaliza, pero al fin y al cabo variaciones de una misma tipología/mitología.
Un Napoleon Wilson cuya historia pasada terminaremos por no conocer, pese a que
todos los personajes con los que se cruza le manifiestan su curiosidad por el
motivo de su apelativo, a quienes él siempre pide un cigarrillo como justa
contraprestación; un globo sonda que lanza para testear la respuesta de aquel
que tiene delante. Para Wilson, quien, como él mismo dice, ya había perdido
todo su tiempo en el momento de nacer, la aventura en la que participa esa
noche en el interior de la comisaría servirá como un viaje iniciático
espiritual, que no físico, donde su desengaño con el género humano se tornará
en sorpresa y esperanza, donde se sentirá admirado y valorado, incluso deseado;
como muy bien delata su expresión cuando descubre en Bishop la posibilidad de haber
encontrado un futuro y sincero amigo, así
como encuentra en Leigh (Laurie Zimmer) lo más cercano a una posible media
naranja de lo que nunca intuyó en nadie. Por el lado de “los malos”, como no,
destaca ese Frank Doubleday (luego el estremecedor Romero de 1997:
rescate en Nueva York (Escape
from New York, 1981), el glacial asesino de niñas protagonista de una
escena muda que tiene (sólo un) poco que envidiar al sensacional inicio,
también silente, de Río Bravo; personaje extremo y sobreactuado hasta lo grotesco al
que un padre desesperado acabará quitando de en medio, pasando luego el
destrozado progenitor a convertirse, como consecuencia de su justa venganza, en
el Macguffin que encenderá la mecha
de toda la trama. Una motivación –la reparación de la muerte de su hija– que el
espectador conoce bien, pero que nunca el resto de personajes llegará a descubrir.
Pensando que el
motivo del asedio pudiera parecer desproporcionado o ininteligible para el
espectador, Carpenter rodó el prólogo de la película sólo para explicar de
forma más razonable el extremo comportamiento de las bandas callejeras que
asedian la comisaría del distrito nueve[2]
–que no del trece, como sorprendentemente reza el título–. En dicho prólogo los
miembros armados de un gang son
emboscados sin contemplaciones por la policía en lo que no parece sino una
ejecución donde se sustituye con el rostro de los agentes fuera de plano –la
cámara solo registra las manos de los policías efectuando los disparos– a la
clásica capucha del verdugo más canónico. Ese será el verdadero motivo que
despierte el Cholo decretado por los
delincuentes. Pero no todo es desesperación, también hay un espacio para la
aventura antes del episodio final; y ese porte aventurero lo define
perfectamente la secuencia que, una vez iniciado el ataque y ya con todos los
defensores bien armados, Carpenter edita de forma frenética –acreditado como John T. Chance, el mismo
nombre del personaje al que da vida John Wayne en Río Bravo–, uniendo los
planos de cada uno de los integrantes del grupo asediado, sonrientes y
excitados, cargando sus armas y disparando sin tregua. Hasta que la munición se
acaba, llegan las bajas –la selección natural hace aquí su presencia– y sólo
queda acudir a la única y última posible jugada con la que tratar de hacer
surgir el milagro. Y el milagro y la caballería llegan. El trance terminará
bien para los supervivientes: dos héroes y una heroína que, como espectros,
emergen desde la niebla tras una refriega final y definitiva, renovados,
reforzados y orgullosos del trabajo bien hecho; ¿o será el despertar desde el
fondo de una pesadilla?
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
[1] PEDRERO SANTOS, Juan
Andrés: John Carpenter. Un clásico
americano. T&B Editores (Madrid, 2013); págs. 32-33.
[2] Al comienzo de la película, mientras el teniente
Bishop conduce hasta la comisaría y habla con su capitán por radio, identifica
el lugar como la comisaría del “precinct nine, division thirteen”; o sea
distrito nueve, división trece.