La
conocida novela de Arthur Conan Doyle “The Hound of the Baskervilles” –la
tercera de su producción literaria dedicada al de Baker Street, obviando los
relatos, publicada originalmente por entregas entre 1901 y 1902–, traducido su
título al castellano como “El perro de los Baskerville” o “El sabueso de los
Baskerville” –nótese la sutil diferencia con el título en castellano de la
adaptación de Terence Fisher, que parece referirse al aristocrático apellido
como si de una localidad se tratara–, ha contado a lo largo de los años con
numerosas versiones cinematográficas y televisivas ya desde los tiempos del
cine mudo, procedentes además de las más variopintas nacionalidades (Unión
Soviética, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Italia, Alemania, Australia,
Francia,...). De todas ellas, indubitadamente, la más conocida, por méritos
propios, es esta que Fisher dirigió en 1959 para Hammer Films, cuando aun
estaban recientes los éxitos de sus aportaciones a personajes como Drácula y el
monstruo de Frankenstein, y que llega a extremos donde ni siquiera se asomó otra
de las adaptaciones anteriores con mayor pedigrí, “El perro de los Baskerville”
(The Hound of the Baskervilles, 1939, Sidney Lanfield), donde Basil Rathbone
daba vida por primera vez al intrépido detective en lo que luego iba a
convertirse en un largo ciclo dedicado al personaje. Aun siendo, stricto sensu, una historia de cariz detectivesco –el protagonismo
de Sherlock Holmes obliga–, “El perro de Baskerville” versión Fisher puede y
debe ser integrada con todas las de la ley en el ciclo terrorífico que Hammer
Films ofreció desde finales de los años cincuenta, inaugurado con “La maldición
de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein, 1957); ciclo con el que comparte momento
de producción, atmósfera, constantes formales e incluso actores principales,
por no decir, claro, que también equipo técnico.
Uno
de los dúos protagonistas más eficaces de la historia del cine, como es el
formado por Peter Cushing y Christopher Lee, quienes iban a quedar frente al
público universalmente ligados a sus colaboraciones en el seno de la Hammer a
partir de dar vida a iconos como Van Helsing y el doctor Frankenstein, el
primero, y a Drácula, la momia y el monstruo de Frankenstein, el segundo,
continuaban su emparejamiento en esta aventura holmesiana tan rica y sugerente por la gracia de Dios, o sea de
Fisher. La estructura del guión de “El perro de Baskerville” mantiene la fórmula
que las más afamadas muestras del ciclo de terror hammeriano habían compartido con éxito. Esto es, un prólogo
contextualizador y climático, alejado en el tiempo del momento en que luego se
desarrollará la trama principal, seguido de un impasse relajante tanto dramáticamente hablando como desde el punto
de vista de que sirve para retratar el equilibrado contexto social, cultural y
económico de unos personajes que no tardarán mucho en ver rota su confortable
existencia. Se inicia después una sucesión de peripecias que, tras dar
contenido a la mayor parte del metraje, dará paso a un clímax final,
normalmente trepidante y liberador. Así sucede tanto en “La maldición de
Frankenstein” como en “Drácula”, “La momia” o “La maldición del hombre lobo”,
si mi memoria no me falla, aunque en el caso de “La maldición de Frankenstein”
la historia comience por el final, siendo el prólogo una suerte de introducción
a un gran flashback. Los ejemplos
citados certifican con rotundidad la eficacia de esa estructura tan cercana a
la clásica disposición de “presentación, desarrollo y desenlace” que tan
ampliamente ha testado su conveniencia a lo largo de las décadas.
Pero
no es ese el único formulismo que encontramos tanto en “El perro de Baskerville”
como en el resto de sus compañeras de ciclo. Si podemos decir que Hammer Films
funcionó durante aquella su época dorada como una verdadera factoría de hacer
películas, en el sentido más industrial del término, es por que efectivamente,
en muchos de los casos, se seguía un modelo, que adaptado convenientemente a la
idiosincrasia de cada historia y a los personajes que la recorrían no dejaba
nunca de mantener unas constantes recurrentes, a cuya relativa repetición casi nunca
le dio la espalda el favor del público.
El
éxito, sin embargo, no iba a repetirse en esta incursión que Hammer hacía en el
personaje creado por Conan Doyle, por lo que la continuidad que se pretendía
–los diversos relatos y novelas con Holmes y Watson como protagonistas daban
pie para ello– quedaba frustrada. Fisher, con independencia en este caso de la
productora británica, sí aportaba posteriormente a su filmografía una nueva
adaptación de la obra de Conan Doyle, “El collar de la muerte” (Sherlock Holmes
und das Halsband des Todes, 1962), una coproducción entre Alemania, Francia e
Italia donde precisamente iba a ser Christopher Lee quien diera vida al
deductivo detective. Valga decir que Hammer, sobre todo por el apoyo de Fisher
a dicha idea, también había valorado el que fuera Lee quien se hiciera con ese
papel en “El perro de Baskerville”, pues pareciera que su físico y personalidad
se adaptaba mejor al personaje que los de Cushing. El que la productora aun por
aquel entonces no valorara lo suficiente la capacidad interpretativa de Lee y
que Cushing luchara por llevarse el papel, como fiel seguidor de Holmes que era
desde su infancia, fueron las circunstancias que se conjugaron para que finalmente
nos regalara la magistral interpretación que conseguía. Un Sherlock Holmes el
de Peter Cushing heredero de su previo Van Helsing, a quien el actor interpretó
en “Drácula”, en la impetuosidad física, la determinación intelectual en la
consecución de sus objetivos y cierta soberbia (tanto Van Helsing como Holmes
pretenden que se sigan sus precisas e imperativas instrucciones al pie de la
letra), no tanto en la gravedad del carácter del cazavampiros, que aquí se
torna en aguda ironía.
“El
perro de Baskerville” comienza con un extrañamente tosco plano de acercamiento
a una de las ventanas de la mansión de Sir Hugo Baskerville –la cámara, que no
parece reposar de forma equilibrada sobre ningún trípode o estructura similar,
ni disponer del buen pulso del operador, titubea en su enfoque–. A partir de
ese punto conocemos la brutalidad y el sadismo con los que el aristócrata se
entretiene; (des)gracias que aplauden sus amigotes y para las que se vale de sus
súbditos, ya sean hombres o mujeres, como víctimas. La iluminación de esas
escenas subraya el talante del noble británico –asimilando su figura
directamente a la de un monstruo– sin necesidad de entrar en más detalles, e
incluso dejando los efectos de sus abusos fuera de plano, con lo que acrecienta
así la eficacia de lo narrado; tal cual luego seguirá haciendo Fisher, más
avanzado el metraje, en alguna otra ocasión. La persecución a caballo por los
páramos que hace Sir Hugo tras la joven huida, de la que pretendía abusar,
termina, primero, con el asesinato de esta a manos de su perseguidor,
acuchillada por una daga que tanto en su forma curvada como en el modo en que
Hugo clava el arma en el cuerpo de la desdichada alcanza a constituirse en la cristalina
metáfora de una violación en toda regla –la sexualidad en el cine de Fisher
adquiere protagonismo casi siempre desde la evocación más que desde su
exposición explícita–. Pero lo que parece ser un perro furioso –que intuimos
desde un plano subjetivo– termina después con la vida del cruel asesino,
iniciándose en ese instante la maldición que tendrán que sufrir los sucesores
en el título de Sir Hugo. Este prólogo magistral, trepidante en su ritmo y
expresivo en la caracterización de los hechos y sus protagonistas, ya fija los
parámetros sobre los que se moverá el relato, más en términos de horror que de
simple suspense, a lo que la fotografía en Technicolor de Jack Asher (operador
de buena parte de los grandes títulos de la Hammer) –similar a la de las
mejores películas del ciclo de terror de la productora–, la música de James
Bernard que tanto evoca a la compuesta para su previo “Drácula” (Dracula, 1958)
y la genuina atmósfera de pesadilla que envuelve las secuencias nocturnas dejarán
paso a la presentación de Sherlock Holmes (Cushing) y el doctor Watson (André
Morell) como aquellos que serán los principales protagonistas de la función.
Será
el gusto por las emociones y la aventura lo que hará abandonar a los famosos
detectives londinenses su confortable y aburguesada vida, para mezclarse en una
serie de excitantes y peligrosas –aunque voluntarias– tribulaciones. Aunque no
son nobles, Holmes y Watson representan a una burguesía británica –fruto de la
industrialización del siglo XIX y del potencial económico adquirido por ese
nuevo mundo económico– que sustituirá en parte o complementará en su
representatividad dentro del statu quo
a la auténtica aristocracia inglesa. Desde ese punto de vista, tanto unos como
otros, apresados en la aparente seguridad de su bienestar y en la protección en
la que se amparaba su posición social, demostrarían cierto gusto por el
hedonismo y el lujo –recordemos el famoso “Hellfire Club”, que institucionalizó
esa tendencia–; en definitiva, suspirarán por algo que traslade a sus vidas, de
forma ficticia incluso, la inquietud y la problemática que sí sufrían o
disfrutaban las clases menos pudientes. Ese poso que bien demostraba Sir Hugo
con su brutal comportamiento, aunque dulcificado, sería una herencia que contaminará
a la clasista sociedad británica según la retrata Fisher en la película.
Incluso el mismísimo Holmes trata con displicencia e irrespetuosa exigencia al
personal de servicio de Sir Henry Baskerville (Christopher Lee), sin siquiera
haber tenido un contacto previo con el mayordomo y la ama de llaves que diera
pie a tomarse esas confianzas. Sir Henry, por su parte, aunque aparentando
respeto por sus vecinos pobres (Cecile y su padre, los Stapleton), esconde un
interés sexual por la joven que delata en como se vale para conseguir su
objetivo más en la superioridad que le aporta su elevado linaje que en lo que
sería el sentimiento puesto en una futura posible relación entre iguales.
Así,
las estancias victorianas en las que pasan sus momentos de asueto la pareja de
detectives, bien protegidas del clima exterior, primorosamente decoradas e
iluminadas, así como ambientadas con el olor del tabaco de pipa, dejan paso a
los fríos y brumosos páramos, a las abadías en ruinas, reflejo decadente de
tiempos más luminosos, donde peligrosos presos fugados, arenas movedizas y
maldiciones ancestrales perturban el amparo y la comodidad de la posición de
ambos en la urbe. Un cambio que para ellos es tan solo una aventura, a la que
acceden con el fin de sacar de paseo, de tanto en cuanto, su adormecida adrenalina.
Sin embargo, los habitantes autóctonos son mostrados como portadores de
secretos (el ama de llaves esconde que el preso fugado es su hermano, Stapleton
que es un descendiente bastardo de Sir Hugo), siniestros ellos (la mano
palmeada de Stapleton le aporta cierto cariz diabólico), nada virtuosas ellas
(Cecile se muestra entre insolente y provocadora con Sir Henry); eso sin hablar
de las aviesas intenciones que padre e hija esconden y que serán finalmente reveladas.
La diferencia de clases, tan británica como la propia Hammer, permanece como
paisaje social en el fondo de todo el relato. Es más, la causa misma del drama
que se expone en el mismo no es otra cosa que una especie de venganza de clase,
ya sin un motivo real cuando es a los sucesores del tirano, inocentes por
tanto, contra quienes se pretende atentar. Contradictorio es, además, que esa
venganza de clase tenga como último objetivo el hacer valer, precisamente, la
sangre aristocrática que Stapleton lleva en sus venas como descendiente
ilegítimo del depravado Sir Hugo.
Quizás
lo más sugerente, el traicionero páramo funciona como territorio simbólico y virtual,
donde todo vale, como un lugar de encuentro donde se pierden las formas, donde
priman los instintos, donde los odios y las pasiones campan a sus anchas, donde
no ejerce su influencia la comodidad de la vida civilizada, donde todo y todos
se muestran tal y como son, ausentes del maquillaje de la educación, la
pertenencia a una clase social o la socialización ¿necesaria? para la ficticia
vida en comunidad. Del mismo modo, alejado de ser una simple presencia ineludible
en la intriga detectivesca propuesta por Conan Doyle en el original literario,
el monstruoso sabueso responde en manos de Terence Fisher –como sucedía con su
Drácula, con su doctor Frankenstein o con su hombre lobo– a una forma alegórica
con la que expresar todo lo negativo que una sociedad y sus ciudadanos llevan
en su interior, una especie de “MacGuffin” sobre el que hacer recaer el soporte
de unas ideas no tan superficiales ni anecdóticas, sino tan de peso como muchas
de aquellas que el mejor cine de Fisher –entre el que esta cinta se encuentra–
se empeñó en repetir una y otra vez.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE