Desilusionado porque la pelicula de Haneke no se ha llevado el Oscar a la mejor película extranjera, encuentro ahora un buen motivo para copiaros aquí mi reseña sobre la misma, que se publicó en el número de febrero de 2010 de la revista SCIFIWORLD (Nº 23).
A diferencia de “Funny Games”, donde Michael Haneke nos obligaba a mirar a través de una ventana de la que a veces deseábamos retirar la vista, en “La cinta blanca” nos invita a escudriñar las claves de un relato enigmático que sólo en los últimos minutos adquirirá su sentido alegórico. Ciertamente es forzada e inconcreta la escasa coartada moral con la que pretende sustentar la utilización de esta fábula para un fin tan específico como el que persigue; de nuevo, la presentación de las fuentes más insospechadas de la violencia como instrumento con el que remover las conciencias, ahora en relación con un hecho histórico de suma importancia en lo que será el devenir de la historia del mundo occidental durante el siglo XX.
La fragilidad o no de las premisas que utiliza Haneke para llegar donde quiere llegar no es algo que me preocupe especialmente, cuando lo importante, en mi opinión, es la inteligente utilización del cine para enfrentar al espectador a una historia, riquísima en matices, donde se ve abocado a participar (de forma muy activa) a poco que sienta un mínimo interés en desentrañar lo que está viendo. Quizás no exista una coherencia estricta entre todos los planteamientos que se dejan sin cerrar, que son prácticamente todos; de ahí el carácter encriptado de la propuesta, seguramente sin solución real, aunque tampoco parece haber pretensión de que exista. Posiblemente Haneke pretenda simbolizar el intrincado conjunto de interrelaciones –a veces ambiguas, inapreciables e inaprensibles– que terminan por generar la aparición de la violencia en el seno de una sociedad. Y el modo que tiene de hacerlo no puede ser más loable y eficaz; consigue que la película encaje sus diversos contenidos en la mente del espectador, sin darle nada hecho, sólo tela, tijera, aguja e hilo… y un fantasmal clima de desasosiego.
Una serie de incidentes inexplicables, de autoría desconocida, oscurecen la atmósfera social de una en apariencia plácida y ordenada localidad alemana de principios del siglo veinte. La voz del narrador –uno de los personajes del relato, en el que participó en su juventud y que ahora cuenta desde su vejez– nos guía a través de los sucesos y nos da las claves para su interpretación, aunque, como dice, algunos detalles sólo los conoce de oídas. Un enfoque que ayuda a su talante de cuento siniestro, donde Haneke utiliza un argumento cercano al cine de terror o de misterio –el recuerdo de forma muy tangencial de “El pueblo de los malditos” (Village of the Damned, 1960) de Wolf Rilla y su posterior remake de Carpenter es inevitable– que, sin embargo, pasa por alto la narrativa propia asumida por el género, desvirtuando así su posible contextualización como tal. Haneke, de forma sutil, no deja títere con cabeza. La opresión religiosa, la lucha de clases, la infidelidad matrimonial, la hipocresía en las relaciones más íntimas, el abuso sexual infantil y el costumbrismo más retrógrado se dan cita en un muy inteligente mosaico donde se infiere lo general de lo particular, pero siempre dentro de una historia abierta, que no es un fin en sí misma, sino que sirve para la activación del espectador ante las difusas ideas que se le presentan. Una película que crece y crece dentro de uno desde el día en que se ve.
Juan Andrés Pedrero Santos
La fragilidad o no de las premisas que utiliza Haneke para llegar donde quiere llegar no es algo que me preocupe especialmente, cuando lo importante, en mi opinión, es la inteligente utilización del cine para enfrentar al espectador a una historia, riquísima en matices, donde se ve abocado a participar (de forma muy activa) a poco que sienta un mínimo interés en desentrañar lo que está viendo. Quizás no exista una coherencia estricta entre todos los planteamientos que se dejan sin cerrar, que son prácticamente todos; de ahí el carácter encriptado de la propuesta, seguramente sin solución real, aunque tampoco parece haber pretensión de que exista. Posiblemente Haneke pretenda simbolizar el intrincado conjunto de interrelaciones –a veces ambiguas, inapreciables e inaprensibles– que terminan por generar la aparición de la violencia en el seno de una sociedad. Y el modo que tiene de hacerlo no puede ser más loable y eficaz; consigue que la película encaje sus diversos contenidos en la mente del espectador, sin darle nada hecho, sólo tela, tijera, aguja e hilo… y un fantasmal clima de desasosiego.
Una serie de incidentes inexplicables, de autoría desconocida, oscurecen la atmósfera social de una en apariencia plácida y ordenada localidad alemana de principios del siglo veinte. La voz del narrador –uno de los personajes del relato, en el que participó en su juventud y que ahora cuenta desde su vejez– nos guía a través de los sucesos y nos da las claves para su interpretación, aunque, como dice, algunos detalles sólo los conoce de oídas. Un enfoque que ayuda a su talante de cuento siniestro, donde Haneke utiliza un argumento cercano al cine de terror o de misterio –el recuerdo de forma muy tangencial de “El pueblo de los malditos” (Village of the Damned, 1960) de Wolf Rilla y su posterior remake de Carpenter es inevitable– que, sin embargo, pasa por alto la narrativa propia asumida por el género, desvirtuando así su posible contextualización como tal. Haneke, de forma sutil, no deja títere con cabeza. La opresión religiosa, la lucha de clases, la infidelidad matrimonial, la hipocresía en las relaciones más íntimas, el abuso sexual infantil y el costumbrismo más retrógrado se dan cita en un muy inteligente mosaico donde se infiere lo general de lo particular, pero siempre dentro de una historia abierta, que no es un fin en sí misma, sino que sirve para la activación del espectador ante las difusas ideas que se le presentan. Una película que crece y crece dentro de uno desde el día en que se ve.
Juan Andrés Pedrero Santos
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