sábado, 13 de noviembre de 2010

"MIEDOS"

El cine fantástico de Joe Dante, con la excepción de dos de sus primeras obras dentro del género –“Piraña” (Piranha, 1978) y “Aullidos” (The Howling, 1981); estupendas ambas, pero que el tiempo parece haber definido como las menos personales de su autor– siempre ha estado dotado de un cierto cariz infantil; ahí están como muestra “Gremlins” (Gremlins, 1984), “Exploradores” (Explorers, 1985) o “Pequeños guerreros” (Small Soldiers, 1998) por citar los ejemplos más conocidos, que no únicos. No obstante, decir infantil no las lleva directamente a estar dirigidas a los menores de edad, sino a esos niños grandes que todavía quedan por el mundo; adultos que se niegan a asimilar el paso de los años y la consiguiente pérdida de la ilusión por la magia y la fantasía como mayor lastre. Así, la presencia de niños en las películas de Dante no es más que la necesaria permutación del representado por el representante: el adulto por el niño; alcanzando esa relación un plano eminentemente simbólico.

Dicho esto, quizá sea “Miedos” (The Hole, 2009) la película que mejor encarna lo que toda la filmografía de Dante ha tratado de dejar traslucir sobre su personalidad artística. A pesar de la presencia protagónica de niños y adolescentes, y el inevitable humor –siempre presente en su filmografía–, “Miedos” es una auténtica película de terror. Y es un terror muy apegado a la realidad aunque sin dejar de lado su procedencia fantástica. Lo más valorable de “Miedos” es la claridad de su objeto, su simplicidad, la asunción plenamente consciente de lo que pretende ser y de lo que consigue ser –conceptos que esta vez coinciden–, no aspirando a ser más que eso; al igual que el clasicismo formal con el que desarrolla su enfoque. El agujero que los hermanos Thompson encuentran en el sótano de su nueva casa –una nueva mudanza huyendo de un padre presidiario que los maltrató en el pasado– es la materialización del origen de todos esos temores que un niño desarrolla desde su nacimiento; irracional y fantástico si se trata de un miedo hacia los payasos como el del pequeño Lucas o, por desgracia, muy racional y real si se asemeja al que siente el adolescente Dane hacia las palizas de su padre. En uno u otro caso, se trata de miedos que derivan en pesadillas, en malos sueños; la forma más barata, primaria e incontrolable de recurrir a la fantasía, a la que de ninguna manera, por mucho que insistamos y así lo deseemos, podremos renunciar.

El agujero funciona así como un crisol, un lugar de intercambio de miedos ajenos, una puerta de entrada del mal hacia el mundo terrenal, la conexión entre el terror que habita en el subconsciente y la vida real; pura abstracción. El paralelismo entre el carácter físico de la siniestra cavidad sin fondo y los traumas emocionales de los protagonistas –por lo tanto etéreos e inaprensibles– funciona como bisagra entre la realidad y la fantasía, negándose esta última a abandonar la vida de los anfitriones que le sirven de guarida. En cierto modo, la voluntad de los hermanos Thompson, y de su vecina y amiga Julie, de enfrentarse a aquello que habita en el agujero significa el decidido paso iniciático de enfrentarse a los miedos de la niñez. Un enfrentamiento que, sin embargo, no supone hacer a esos miedos desaparecer, sino asumirlos y aprender a vivir con ellos, a controlarlos y a no dejar que ellos nos controlen a nosotros. No renuncia Dante a algo que ya se ha convertido en convención, pero que no por ello ha perdido toda su eficacia y representatividad (véase toda la escena que narra la vivencia de Dane tras caer al pozo para buscar a su hermano pequeño): la idealización de esa otra dimensión que supone el mundo de las pesadillas en un entorno expresionista; de muebles, paredes, ventanas y puertas deformados, plagado de perspectivas imposibles y agresivos ángulos; tan válido para servir de fondo a las aventuras de “Alicia en el país de las maravillas” como a los dominios en los que se mueve el siniestro doctor Caligari.

Dante nos traslada todo esto mediante una historia en apariencia esquemática, pero también muy universal; con una narrativa muy clásica, como corresponde a una idea –la que quiere transmitir– tan primitiva como el eterno miedo a la oscuridad, a aquello que se esconde en su fondo, y en el cual cada uno de nosotros tenemos escondidos nuestros monstruos particulares.

Necesario es subrayar lo apropiado, en este caso, del uso de las tres dimensiones; muy coherente con las imágenes oníricas que pueblan la cinta, a las que potencia, sin abusar de efectos de relleno que intenten justificar el recurso a esta cada vez más generalizada y gratuita (y no hablo del precio de la entrada) innovación técnica.

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su número 30 de septiembre de 2010)

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