El escritor estadounidense Robert A. Heinlein (1907-1988) publicaba en 1959 una de sus novelas de mayor éxito, “Starship Troopers” –edición española: “Starship Troopers (Las brigadas del espacio)”, Ediciones B S.A., Barcelona, 1998–, que ganó el Premio Hugo a la mejor novela en 1960. Si ya desde su publicación, y pese a su éxito comercial, la novela recibía todo tipo de críticas negativas, imputándosele una supuesta apología del militarismo –en el mejor de los casos– o siendo acusada directamente de fascista, es mucho más discutible si la adaptación cinematográfica llevada a cabo por el holandés Paul Verhoeven sigue ese mismo camino o uno bien distinto. La historia nos cuenta el proceso de alistamiento, entrenamiento y entrada en combate de unos jóvenes en un ejército que luchará contra la invasión “arácnida”, llevada a cabo por unos fieros y terroríficos alienígenas con aspecto de insecto gigante y que parecen haberse confabulado para terminar con la raza humana.
Tras sus tres más grandes éxitos hasta esa fecha, “RoboCop” (RoboCop, 1987), “Desafío Total” (Total Recall, 1990), e “Instinto básico” (Basic Instinct, 1992), Paul Verhoeven conoce el fracaso comercial con “Showgirls” (Showgirls, 1995). El descalabro le llevó sin duda a intentar recuperar el aliento con el género que parecía darle mejores resultados, la ciencia-ficción; así surgía “Starship Troopers”.
Si, como dicen algunos, la novela de Heinlein puede parecer una especie de folleto de reclutamiento, pero muy largo, y el sustrato ideológico que emana de ella es todo eso por lo que tanto se la criticó en su día, no es menos cierto que la película de Verhoeven recoge todo ese supuesto ideario –más explícito que subliminal– para convertirlo, en cierto sentido, en una sátira. Esto sin llegar a la ridiculización, pero, en mi opinión, sin dejar lugar para la ambigüedad que otros cronistas le han achacado. Tal es el caso de mi siempre estimado Carlos Aguilar cuando –en su imprescindible “Guía del cine” (Ediciones Cátedra, Madrid, 2004)– dice que “el film reivindica el agresivo militarismo imperialista del texto original, pero recubriéndolo de una falsa ironía, para que resulte más eficaz de forma insidiosa y subliminal. Un rosario de tópicos justo tan idiota y reaccionario como parece”. Según esto, ni siquiera Verhoeven habría conseguido esquivar los embates de algunos que, según creo, no terminaron de entender correctamente el objetivo buscado. Esta opinión de Aguilar no fue un caso aislado entre los vertidos en la fecha de su estreno; muchos vieron avalados sus comentarios negativos hacia la película basándose en la literalidad del argumento y de los diálogos de los personajes, sin calibrar adecuadamente el verdadero sentido que le daban las imágenes, con una fuerza que trasciende y subraya esa literalidad, pero aportando un contrapunto que subvierte su aparente significado, poniéndolo en entredicho o transformándolo en otro que defiende justamente lo contrario. El recurso al tópico no es aquí síntoma de una incapacidad para la creación sino la necesidad de recrear una estructura conocida que, gracias a su continua repetición en el cine, ha terminado por tener su propio y muy concreto significado, punto a partir del cual Verhoeven será capaz de ponerlo en evidencia gracias a la ironía.
El fracaso de la democracia y el justificado y eficaz empleo de la violencia son ideas que explícitamente se vierten en los diálogos que oímos en boca del profesor (luego teniente) Rasczak, que interpreta Michael Ironside. Y es precisamente esa explicitud lo que demuestra su carácter cáustico; sólo en los mejores tiempos de la Guerra Fría podíamos encontrar evidencias tan solemnes en el cine americano, éste sí –en aquellos tiempos y en obras muy concretas– verdaderamente reaccionario y panfletario. Verhoeven utiliza símbolos e ideas que aclaran su intención. Así, entre los edificios de Buenos Aires, donde viven sus estilizadas vidas los pulcros y guapos protagonistas, se entrevé una construcción directamente sacada del “Metrópolis” (Metropolis, 1927) de Fritz Lang; el vestuario civil de toda la población está deliberadamente formado por prendas de colores planos y apagados que hacen aparentar el mundo civil tan gris y homogéneo como lo será luego el entorno militar mostrado, donde los símbolos de las banderas se asimilan a la esvástica y los uniformes de cualquier rango son escandalosas (por intencionadamente evidentes) copias de los utilizados en la Alemania nazi. Se recrea así un paisaje arquitectónico y humano que no deja lugar para otra interpretación que no sea la de evocar impunemente aquello sobre lo que precisamente se quiere ironizar e indirectamente cuestionar. Todas las imágenes atesoran una textura artificial, como de plástico y cartón piedra (algo que es marca de la casa en el cine fantástico de Verhoeven), que envuelve a los objetos y a las personas en una atmósfera irreal, forzosamente proclive a mantener alejada la seriedad a la que una interpretación literal pudiera querer aproximarse. Hay, por tanto, un inteligente diseño de producción, consecuente con la misma esencia subliminal del libreto y encaminado a destapar el tarro que la contiene. Ver un anuncio propagandístico de la “Federación” donde se muestra a unos niños aportando su granito de arena en la lucha contra los “bichos”, pisoteando cucarachas con deleite y entusiasmo ante la expresión entre histérica y alegremente enloquecida de una madre, y como los soldados armados hasta los dientes muestran sin decoro sus mega-fusiles a unos emocionados tiernos infantes, son cosas que, desde luego, no ayudan a tomarse muy en serio ese supuesto tufo fascista que algunos han querido ver en “Starship Troopers”.
La calificación de “fascista” que se adjudicó a la novela y como hemos dicho, en ciertos casos, también a la película, tampoco resiste un análisis más allá de su consideración como palabrota ofensiva, sin un significado real implícito. Dice Jesús Palacios en el libro “El thriller USA de los 70” (pág. 218 del volumen nº 5 de la colección “Nosferatu”, E.P.E. Donostia Kultura, San Sebastián, 2009), cuando pone en duda el verdadero carácter “fascista” de personajes como son “Harry el sucio” o el padre y marido vengador que interpretó Charles Bronson en “El justiciero de la ciudad” (Death Wish, 1974) de Michael Winner, que “el rasgo más representativo del vigilante es su individualismo a ultranza, su carácter personalista, casi autista, que le aparta del resto de esa misma sociedad (…). Nada más contrario al estado totalitario, a la organización monolítica, rigurosa y rigurosamente ordenada y ordenancista del fascismo, que el justiciero vengador”. De alguna manera, es así como actúa Johnny Rico (Casper Van Dien) cuando se rebela contra la opinión de sus padres a la hora de alistarse en la Infantería Móvil; o cuando en un ejercicio con fuego real, durante las prácticas en la academia militar, un hombre bajo su mando pierde la vida por ese mismo afán de individualismo; la misma actitud demuestra Rico en el momento en que hace más caso a su instinto que a las órdenes recibidas y decide ir a través del pasadizo que intuye le llevará a encontrar y salvar a Carmen (su antigua novia) en la guarida de los “bichos”, yendo así en contra del verdadero objeto de su misión y arriesgándose a un riguroso castigo, sino a la horca.
Por otro lado, “Starship Troopers” puede considerarse una auténtica película bélica –de acción espectacular y adictiva–, donde se recorren los tópicos del entrenamiento del soldado antes de ser enviado al combate o de ser digno de su consideración como hombre hecho y derecho; valga recordar “Oficial y caballero” (An Officer and a Gentleman, 1982) de Taylord Hackford, “El sargento de hierro” (Heartbreak Ridge, 1986) de Clint Eastwood o “La chaqueta metálica” (Full Metal Jacket, 1987) de Stanley Kubrick. Un tópico que debe interpretarse como un viaje iniciático hacia el compromiso con la patria, hacia el reconocimiento de unos supuestos verdaderos valores (el honor, la lealtad, el sacrificio) que convergen en la realización total del individuo como parte de una masa uniforme, de pensamiento único y con una misión muy concreta y patriótica. Si en los dos primeros casos citados existe una ambigüedad en cuanto a lo que el cineasta quiere realmente invocar, en el caso de la película de Kubrick el sentido crítico se muestra diáfano. Es ese mismo sentido el que pretende Verhoeven, pero de una forma menos antipática y angulosa, de una manera que se acerca más a la ironía amable (no exenta de humor) que a la aspereza por la que se opta en “La chaqueta metálica”. “Starship Troopers” también es cine de terror, pues no es otra la sensación que se tiene ante la horrenda visión de las llanuras infectadas de “bichos” que pretenden tomar la posición protegida por la Infantería Móvil, las terribles amputaciones que esos seres practican a los humanos en el combate o la desconcertante idea de que un insecto enorme, gordo, babeante y con cara de vagina purulenta inserte un aguijón en tu cabeza para succionarte el cerebro.
El enemigo –los “bichos”– es tratado como una plaga a exterminar, deshumanizado –como no podía ser de otra manera cuando hablamos de seres con más de cuatro patas– y donde los que defienden la supuesta catadura reaccionaria de la película verán una alegoría del peligro amarillo, rojo o con turbante de turno; y no se equivocarán, pero volverán a confundir el sentido real de lo que están viendo. El combate será retransmitido en directo, como tristemente sucedió con la Guerra de Vietnam, y los noticiarios tipo NO-DO –en tono épico– acercarán a la voz pública las últimas novedades del conflicto. Cuando los soldados capturan al repugnante y gigantesco “bicho” pensante, la mayor de las alegrías se extiende entre las tropas al saber que éste tiene miedo. A partir de ahí comenzarán las torturas destinadas a conocerlo mejor, siempre utilizando el cartel de “censurado” para cínicamente tapar los detalles más desagradables y morbosos. Paul Verhoeven destierra la corrección política y hace lo que le viene en gana, consiguiendo así arrancarnos una sonrisa cómplice y cargada de mala leche.
Contrasta con la crudeza de algunas imágenes e ideas el aspecto de la inmensa mayoría de los personajes, todos limpios, bien peinados e impecablemente vestidos –así como sus superficiales conflictos sentimentales– que parecen haberse sacado directamente de un capítulo de la serie “Sensación de vivir” (Beverly Hills, 90210). No en vano la actriz Dina Meyer, que interpreta a Dizzy Flores, participó en varios episodios de dicha serie de televisión, y Casper Van Dien da el perfil prototípico de lo que pudiera haber sido una estrella de la misma. Todos dignos representantes de una burguesía acomodada que no se plantea la lucha por su patria si eso le supone alguna molestia o perjuicio. Sin embargo, el alistamiento, que parece un acto de desobediencia generacional, comprometido con el mundo y su futuro, se revelará en boca de los reclutas –en las duchas unisex del cuartel– como una coartada hipócrita para que cada cual alcance su meta particular gracias a los privilegios que con posterioridad al conflicto bélico les reportará su opción: una recluta tendrá más facilidades para recibir la autorización de ser madre, otros podrán entrar directamente en la carrera política o verán compensado su esfuerzo militar con la financiación de los estudios, y otros –simplemente– intentarán ganarse el favor de su objeto de pasión amorosa gracias al voluntarioso acto de carácter y valentía que se le presupone al alistarse.
Como cabía esperar dado el éxito de la película, fueron inevitables dos cochambrosas y tardías secuelas. La primera, “Starship Troopers 2; Hero of the Federation” [tv/dvd: Starship Troopers 2: El héroe de la Federación, 2004], dirigida (es un decir) por Phil Tippett, un técnico de efectos especiales al que recomiendo no vuelva nunca más a ponerse detrás de una cámara dado lo lamentable y patético de los resultados (y no exagero nada). No obstante, introduce un nuevo espécimen de “bicho” bastante interesante, una especie de asqueroso parásito que pasa de un huésped a otro por vía bucal; una cosa muy cronenbergiana. Más recientemente llegó “Starship Troopers 3: Marauder” (2008), con Edward Neumeier –el guionista de la primera y segunda parte– metido a director. Se trata de una tercera parte muy curiosa desde el momento en que tiene un mayor empaque técnico y artístico que la segunda parte oficial, que como ya he dejado entrever es un engendro abominable desde la mayoría de los puntos de vista posibles. En cambio, la película de Neumeier, aunque sigue estando a años luz de la obra de Verhoeven ya sea desde un punto de vista artístico, ideológico o presupuestario, sigue más el camino iniciado por éste. Sí son muy evidentes los menores acabados de los efectos digitales y una incapacidad manifiesta tanto para no tomarse en serio a sí misma como para hacer de la ironía su bandera, perdiéndose así lo que más interesante había tenido el producto de Verhoeven. Por el camino, Japón produjo una serie de animación titulada “Uchû no senshi”, dirigida en 1989 por Tetsuro Amino.
Juan Andrés Pedrero Santos (publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en el nº24, correspondiente al mes de marzo de 2010)
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