A menudo, el recurso a la fantasía es la respuesta de quien necesita huir de una vida real anodina (impuesta o imputable a la propia culpa). Por esto no sorprende que un contexto rural del sur de los Estados Unidos, inmerso en los deprimidos años treinta del siglo pasado, haya sido el caldo de cultivo donde el tejano Robert Ervin Howard trajera al mundo toda su obra literaria. Al igual que hiciera su colega y amigo Howard Phillips Lovecraft, decidió hacer girar su vida alrededor de las fantasías que él mismo creaba; en su caso, pobladas de musculosos guerreros y de bellas y sensuales mujeres, cuyas aventuras sucedían en escenarios desbordados por lo mágico y lo asombroso. Unos personajes rodeados por cientos de peligros y enemigos, todos ellos surgidos en un mundo cercano a lo que pudiera ser una fantasiosa y bárbara pre-prehistoria de la vieja Europa. Así es como Robert Ervin Howard imaginó a sus más famosos personajes de ficción: Conan, Kull, Solomon Kane o Bran Mak Morn, entre otros. De todos ellos, será Conan el más universalmente conocido ya desde sus aventuras literarias, iniciadas en 1932 dentro de las páginas de la mítica revista Weird Tales; conocimiento que luego se encargarían de potenciar las adaptaciones al comic que la editorial Marvel llevó a cabo desde el mes de octubre de 1970 a través de los guiones de Roy Thomas, dibujados en un principio por el británico Barry Windsor-Smith (por aquel entonces conocido simplemente como Barry Smith), a lo que siguieron los trabajos de Gil Kane y -sobre todo- de John Buscema, antes de muchos otros dibujantes. Todos ellos convirtieron al personaje en un icono que luego el cine no tardaría en popularizar más aun, si cabe. Si en mi juventud fui devoto admirador de los lápices de Buscema, habiendo conocido y disfrutado después el trabajo del más sofisticado Windsor-Smith, no tengo más remedio que reconocer que aquellas primeras aventuras del dibujante inglés son lo mejor que se ha hecho sobre el personaje; la fama de historietas como “Clavos rojos” -adaptación del relato de R. E. Howard titulado “Red Nails”- y “La canción de Red Sonja” dan buena cuenta de ello.
Este interés por el género de “Espada y Brujería” que ya atrajo al comic, sería seguido por todo un subgénero que el cine comenzó a extender gracias a la primera incursión del personaje de Conan en el celuloide, “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 1982) de John Milius, que desde otro punto de vista también podría entenderse como la avanzadilla de lo que luego fueron las ahora habituales megaproducciones dedicadas a los (súper)héroes Marvel. No obstante, por aquel entonces únicamente se convirtió en inspiración de toda una serie de subproductos exploit de dudoso pelaje e indudable falta de calidad (pese a quien pese), cuya única razón de existir fue aprovechar el tirón de la portentosa película de Milius, por muy mitificadas que estén algunas de aquellas casposas producciones -italianas, como no, en su mayoría- por cierto sector de la afición. Es el caso de la a ratos delirante e imaginativa “El señor de las bestias” (The Beastmaster, 1982) de Don Coscarelli, cuyo encumbramiento sólo puede atribuirse a melancólicos recuerdos adolescentes, e incluso infantiles, de algunos; no obstante, muy superior a cualquiera de las secuelas de “Conan el bárbaro”, cosa por otro lado bastante fácil.
El proyecto cinematográfico de “Conan el bárbaro” surge cuando el productor Edward R. Pressman contempla a Arnold Schwarzenegger en uno de sus primeros papeles en el cine y piensa en él como un héroe de acción a explotar. Al comentarlo a uno de sus colaboradores, éste le dice que quedaría muy bien como Conan. Así es como en 1977, cinco años antes de producirse finalmente la película, Edward R. Pressman entra en contacto con el ex culturista y aspirante a estrella, y ya desde ese momento comienza a gestarse el proyecto. Aunque Roy Thomas parece que hizo algún borrador del guión (él mismo sólo se reconoce como asesor en esa primera película), finalmente, para empezar a trabajar, se escogió el guión elaborado por el también director Oliver Stone, entendiendo que se trataba de un libreto mucho más potente que el de Thomas. Parece que el trabajo de Stone estaba demasiado cargado de elementos fantásticos, de seres mutantes y de una excesiva violencia para el estándar de lo que un gran estudio podía ser capaz de asumir. Esto motivó que la escritura se depurara posteriormente por quien terminó siendo su director, John Milius; aunque para esa tarea también se llegara a contactar con otros candidatos, como Ridley Scott o el propio Oliver Stone. La épica que consigue plasmar Milius en cada plano se atribuye muchas veces a su supuesta ideología ultraconservadora (adjetivo cuyo significado me gustaría saber de dónde sale), tachada incluso de fascista. No seré yo quien diga algo a favor o en contra de ello, pero su siguiente película “Amanecer rojo” (Red Dawn, 1984) -cuyo guión también escribe- no deja de ser un buen argumento para sustentar dicha idea.
Ni Schwarzenegger, ni Stone, ni Milius conocían la obra de R. E. Howard ni los comics que Marvel había dedicado al personaje. Lo que sí conocían tanto el actor como Milius era el trabajo del ilustrador y dibujante neoyorkino Frank Frazetta, maestro indiscutible en lo que a cubiertas de libros, revistas y comics dedicados a la fantasía se refiere. La influencia de la obra de Frazetta en muchos de los planos de “Conan el bárbaro” es incuestionable, capaz de unir lo épico con lo sensual y con la más absoluta y violenta barbarie en sus famosísimas y admiradas ilustraciones.
No sería hasta que el productor italiano Dino De Laurentiis comprara el guión de Oliver Stone, luego reescrito por Milius, cuando la película se pondría realmente en marcha. De Laurentiis presionó para rebajar el nivel de violencia del argumento con varios retoques, haciendo así la película menos restrictiva a determinadas edades; el mercado manda. Se eligió España como un buen lugar para rodar debido a su diversidad de climas y paisajes, así como por las buenas condiciones de producción –económicas, entendemos- que ofrecía. Así, lugares como Almería (tan utilizada en el pasado por el spaghetti western), los pinares de Valsaín en Segovia o el mágico paisaje de La Ciudad Encantada de Cuenca serían escenarios privilegiados donde Hollywood volvería a pisar nuestro país; además de testigos y pruebas vivas de cómo la magia del cine es capaz de transformar entornos naturales, tan conocidos por muchos de nosotros, en sugestivos lugares donde anida la ficción.
El resultado, “Conan el bárbaro”, sería la primera entrega de lo que luego se convirtió en trilogía (aunque en “El guerrero rojo” el personaje interpretado por Schwarzenegger cambiara su nombre). La película está dotada de un empaque espectacular, con un extraordinario diseño de producción, donde cada plano se intuye cuidado en cada uno de sus detalles, con un tono épico (también posiblemente resultado del guión previo de Oliver Stone, cuya tendencia es a tratar cualquier tema de esa manera) que subraya la magistral y emocionante partitura de Basil Poledouris, sin eludir los momentos románticos que Conan vive con Valeria (Sandahl Bergman). El Conan de Schwarzenegger, a diferencia de cómo recreó R. E. Howard al personaje y lo interpretó luego Roy Thomas en los comics, se describe como un bruto de escaso cerebro, dotado de un físico de inflada musculatura, más cercano al retrato que hizo de él John Buscema que al atlético héroe de Windsor-Smith. El argumento está sembrado de un batiburrillo de inspiraciones en diversos pasajes dispersos en los relatos originales de Howard, e incluso en alguno de Lyon Sprague de Camp y Lin Carter (autores que retomaron el personaje muchos años después del suicidio de R. E. Howard en 1936); pasajes que también fueron adaptados al comic por Roy Thomas en sus versiones de esos relatos. La base argumental reside en cómo el Conan niño (interpretado por Jorge Sanz) pierde a su padre (al que da vida William Smith, el Falconetti de “Hombre rico, hombre pobre”) y a su madre (interpretada por Nadiuska, una de las musas del destape ibérico) a manos de las huestes de Thulsa Doom (James Earl Jones). El infante es utilizado primero como esclavo y más tarde –ya crecidito- como una especie de gladiador, para luego ser puesto en libertad, ya con la única idea en mente de vengar el asesinato de sus padres. En definitiva, una muy buena película que como suele suceder no tuvo suerte con sus secuelas.
Dos años después y a raíz del éxito de “Conan el bárbaro” se encarga una secuela, “Conan el destructor” (Conan the Destroyer, 1984). El artesano Richard Fleischer será quien la dirija, un viejo conocido para los aficionados al fantastique y aledaños por obras como “20.000 leguas de viaje submarino” (20.000 Leagues Under the Sea, 1954), “Los vikingos” (The Vikings, 1958), “Viaje alucinante” (Fantastic Voyage, 1966) o “Cuando el destino nos alcance” (Soylent Green, 1973). El guión que perpetra el principal adaptador de Conan al comic, Roy Thomas, acompañado de Gerry Conway, que luego pule (por decir algo) Stanley Mann, se convierte en lo que suponemos un trabajo alimenticio para Fleischer (aunque se le debió cortar la digestión). Rodada sin garra y con desinterés, Fleischer es incapaz de dar dinamismo o intriga a este tebeucho de baja estofa, que hace perder al personaje todo lo que había ganado en la película de Milius. Todo ese cuidado que Milius supo poner en cada plano queda aquí relegado al olvido, siendo el único intento de crear alguna atmosfera el hecho de poner a la cámara un filtro anaranjado (o un recurso de postproducción de similar resultado) para tratar de potenciar alguna de las imágenes. Se insiste, de forma torpe e irreflexiva, en un supuesto toque cómico con el que sustituir la épica que tan bien sentó a su predecesora, no logrando más que hacer aun más cansino un ritmo inexistente. Hasta lo que se intuye más fácil, que era volver a utilizar la partitura de Poledouris tal cual se creó para “Conan el bárbaro” –vista su eficacia-, se desaprovecha. El mismo compositor crea una nueva banda sonora, por supuesto sobre la base de la original, pero que no consigue evocar en ningún momento aquel extraordinario sentimiento heroico del que era capaz su anterior partitura. Arnold Schwarzenegger -por desgracia más locuaz aquí que en la primera entrega, donde aguantaba el tipo de manera razonable- parece tener en este caso un cierto despiste, no sabiendo muy bien qué hacer con su personaje (bochornosa es la escena en que Conan, borracho, habla de su amada Valeria con la princesa que interpreta Olivia d´Abo). Olvidada Sandahl Bergman por haber fallecido en “Conan el bárbaro”, aporta el elemento sensual (o lo intenta) la andrógina y exótica Grace Jones.
Rodada esta vez en paisajes mejicanos, en “Conan el destructor” se incrementa el elemento fantástico, convirtiendo la trama en algo muchísimo más cercano en su contenido a los comics de Marvel; no en vano el guión toma como base el trabajo de Roy Thomas. Sin embargo, todo queda en una sucesión de aventurillas deshilachadas, con escasa cohesión dentro de una estructura que a duras penas existe, y que gracias al acompañamiento de la aburrida realización de Fleischer se traduce en un producto sin nada aprovechable; en un minuto de metraje de la película de Milius hay más cine que en toda la hora y media larga que tenemos que soportar en esta secuela. Hasta en la coreografía de las escenas de acción y el empleo del arte de la esgrima se percibe la desidia que todo lo invade y que tanto contrasta con el serio y detallado trabajo demostrado en la previa. Una pena.
Pero no hay dos sin tres, que se dice. Richard Fleischer volvería a repetir dirección en lo que se puede considerar la película que conforma una trilogía inconfesa de Conan en el cine. Esto es así, ya que en ningún momento el personaje de Conan aparece en “El guerrero rojo” (Red Sonja, 1985). En su lugar, Schwarzenegger interpreta a un trasunto del cimmerio que responde al nombre de Kalidor, pese a que excepto por el nombre todos reconozcamos al personaje de R. E. Howard (más aun si lo interpreta el actor austriaco). Aunque en los créditos se cita que está basada en los personajes de R. E. Howard y que -como ya se ha dicho- no aparece el personaje de Conan tal cual, Red Sonja es en realidad un personaje creado por Roy Thomas en sus guiones para el comic. Si bien es cierto que Thomas se inspiró en un personaje de Howard llamado “Red Sonya de Rogatine” -que aparece en el relato titulado “The Shadow of the Vulture”-, verdaderamente se trata de una invención atribuible a la pareja artística formada por Roy Thomas y Windsor-Smith a partir de la historieta titulada “La sombra del buitre”. En otras fuentes se dice que el resultado de las dos primeras películas sobre Conan fue comercialmente tan nefasto (¿?) que, dado que existía un contrato (o varios) pendiente de cumplir por Schwarzenegger para interpretar al personaje, se optó por no utilizar en ningún caso el nombre de Conan, intentando así evitar la relación directa con las anteriores películas (intento descabellado donde los haya).
Siendo “El guerrero rojo” casi tan aburrida como “Conan el destructor”, está rodada en Italia por un equipo técnico completamente italiano, y al menos se percibe en ella una cierta personalidad plástica, quizás precisamente por esa misma circunstancia; que tampoco es decir mucho, pero que la sitúa un peldaño (un peldaño minúsculo, eso sí) por encima de la anterior entrega. “Conan el bárbaro” eludía la calificación “para todos los públicos” por su violencia y ciertas escenas de sexo, “Conan el destructor” pasaba a ser una inocua aventurilla juvenil, y aquí se entra, directamente, en el terreno de lo infantil (con niño repelente incluido, además). Perdemos del todo la presencia de Basil Poledouris en la banda sonora a cambio de un trabajo de Ennio Morricone que sólo puede calificarse de mediocre e insípido. Se junta el peor y más inexpresivo Schwarzenegger de la trilogía con la incapacidad manifiesta de Brigitte Nielsen y de su peluquero, para la actuación una y para lo suyo el otro, aunque la ¿actriz? alemana maneja la espada mucho mejor incluso que su partenaire austriaco, quien parece haber olvidado todo lo que le enseñó el maestro de esgrima Kiyoshi Yamasaki tres años antes en “Conan el bárbaro”. La indigencia del atrezo (sobre todo las espadas) también clama al cielo, y hasta en eso se ven claras las kilométricas diferencias de presupuesto y cariño por el detalle entre la primera y la tercera (y última) película de esta minisaga. Vuelve la algo más solvente Sandahl Bergman (ahora morena), en este caso en el papel de una malvada reina que tiene como mascota a una graciosa araña peluda del tamaño de un perro y que pretende hacerse con el control de un talismán –al que sólo pueden tocar las mujeres sin miedo a desintegrarse- con el cual conseguirá dominar el mundo, ahí es nada. Por el lado de la dirección, Fleischer nos da más de lo mismo (parece que efectivamente no realizó bien la digestión y le acabó repitiendo), que es bien poco, consiguiendo un producto que no desmerece en nada entre toda la morralla (sobre todo italiana) que trajo tras de sí el sin par Conan de Milius.
El personaje también dio pie a un par de series de televisión. La primera de ellas fue la americana “Conan: the Adventurer” que se emitió durante las temporadas 1992 y 1993 compuestas por un total de 65 episodios de veinticinco minutos de duración. Otra serie más reciente, una coproducción entre Alemania y Estados Unidos que constó de 22 episodios durante 1997 y 1998, se tituló simplemente “Conan”. En esta da vida al personaje el actor alemán Ralf Moeller, que sobre todo será recordado por el lector como uno de los forzudos gladiadores que acompañaban a Russell Crowe en la arena del Coliseo en “Gladiator” (Gladiator, 2000), de Ridley Scott.
Juan Andrés Pedrero Santos
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
No hay comentarios:
Publicar un comentario