Ya bien entrada la década de los ochenta, la evolución del cine de terror llegaba a un punto en que se daba un cierto desajuste entre el significado (su contenido semántico) y el significante (la literalidad de su forma) de una parte nada desdeñable del género. Lo que hasta ese momento había disfrutado de una coherencia entre lo que mostraba y el impacto buscado en el espectador, a partir de cierto punto, degeneró en un cambio –una incongruencia- respecto a cómo el (espectador) iniciado respondía ante algunos de los códigos genéricos superficiales que, sin embargo, no parecían haber cambiado respecto a décadas precedentes. De ahí, por ejemplo, que las correrías de los diversos psicokillers de aquellos últimos años fueran vistas por la mayoría de los espectadores especializados –aquellos que atesoraban ya un bagaje considerable- como inspiradoras de jolgorio y compadreo cuando se encontraban sumidos en las tinieblas de la sala oscura. Todo ello quizás debido a los abusos perpetrados –también disfrutados de lo lindo- por un tipo de cine que, al igual que había sucedido en los años cuarenta con el cine de la Universal como ejemplo más palpable, se veía empujado hacia una decadencia de sus propios símbolos sin otra posible salida aparente; paso previo a una potencial renovación, reinvención o vuelta a sus más atávicos orígenes, desde donde volver a empezar de alguna manera. Finalmente, siendo como es el cine de terror uno de los géneros más vivos e interdependientes de su particular público, se produce una especie de efecto espejo, donde la percepción distorsionada de los patios de butacas salta a la pantalla y se alcanza, de nuevo, esa convergencia que se había perdido con la connivencia de los creadores.
Ya lo había entendido así -y de forma precoz- Roman Polanski con “El baile de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers, 1967), donde anticipaba el desgaste y el fin de una época respecto a lo que había sido el cine de la Hammer hasta esa fecha. Desde el respeto, la asunción y el conocimiento detallado de todas sus claves -tanto externas como implícitas y valiéndose del uso de la desmitificación como acertado crisol- se trataba de hacer aflorar, a través del humor, las entrañas conceptuales y estéticas que el género había estado utilizando en los últimos tiempos.
Desde ese mismo punto de vista debe valorarse “Noche de miedo”; ópera prima de Tom Holland y una de las películas clave del cine de terror de la década de los ochenta, que no por su acentuado tono de comedia teen es menos digna de ser tenida en cuenta. Al igual que la citada obra de Polanski, la base argumental no puede ser más tópica dentro del subgénero vampírico; en este caso con la propia novela de Stoker (“Drácula”) como descarada influencia e hilo conductor. Por si alguien no lo tiene claro, vamos a verlo a continuación. Un centenario vampiro -aunque de galante aspecto- se muda a un destartalado caserón donde pretende iniciar una nueva existencia o buscar un cambio de aires. Le acompaña un asistente –en apariencia humano- que le protegerá de los intrusos durante sus sueños diurnos. Casualmente, el vampiro conoce a una mujer que parece ser la reencarnación de un antiguo amor, a la que tratará de ganar para su causa y hacerla su compañera. Entretanto, el legítimo pretendiente de la muchacha y un falso alter ego del profesor Van Helsing tratarán de impedírselo y de darle caza a la vez. Todo esto sobre un sofrito compuesto por todos los tópicos cinematográficos habidos y por haber alrededor del personaje del “no muerto”.
Visto esto, no es en la novedad precisamente donde reside la importancia de “Noche de miedo” sino en la conciencia postmoderna y generacional –ochentera, desde un punto de vista estético e incluso musical- de la que hace gala desde su mismo estreno y que aun hoy mantiene bien vigente, además de constituirse en un muy bien hilvanado y divertido entretenimiento, que no es moco de pavo. La jugada se completa con la ordenación de una serie de elementos que, en su conjunto, componen un extraordinario alarde de complicidad con el aficionado. Se introduce el personaje de Peter Vincent -interpretado por Roddy McDowall, una consolidada figura del fantástico-, nombre que de forma subliminal evoca a dos actores claves en la historia del género, Peter Cushing y Vincent Price, dos de los más grandes iconos del fantastique.
Peter Vincent es en la ficción una antigua figura del cine de terror venida a menos, tan en declive como el mismo género al que representa, y cuya única ocupación residual es haber quedado relegado a la presentación de un casposo programa televisivo dedicado al terror, del que finalmente es despedido por falta de audiencia. Según el propio personaje cita -más o menos literalmente- “parece que a la juventud de ahora sólo le gusta ver como un psicópata con pasamontañas se dedica a descuartizar jovencitas vírgenes”; una crítica velada a los derroteros por los que caminaba el género por aquel entonces; no olvidemos que la ya cercana década de los noventa no fue precisamente brillante –cuantitativa y cualitativamente hablando- en lo que al cine de terror respecta, salvo ciertos megahits como “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991) de Jonathan Demme o “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola; coyuntura similar a la sufrida de manera generalizada por el género durante los años cuarenta, que perdieron la inercia del período de gloria en que se había convertido la previa década de los treinta, aunque en su caso con excepciones tan agradables como el ciclo de terror producido por Val Lewton. Pero es esa realidad (en este caso también ficticia) que siempre supera a la ficción la que conseguirá dar nuevos bríos a una carrera como cazavampiros de guardarropía que parecía extinguida. El aficionado al género tiene además un personaje con el que sentirse plenamente identificado, el “experto” amigo del héroe -al que éste apoda “Evil” en la versión original-, de quien solicita un desesperado consejo sobre las más variadas formas con las que protegerse del vampiro, y cuya propia condición de “freak” –esa que todos los fans asumimos, unos con más desvergüenza que otros- es además invocada por el vampiro al que encarna Chris Sarandon para hacerle ceder ante una inminente vampirización: “yo sé lo que es sentirse diferente”, le dice; tras lo que “Evil”, con lágrimas en los ojos, toma su mano reconociendo el estigma y aceptando la salvación/condena que se le ofrece, por otro lado sin mucha más opción.
El canónico conde vampiro se transforma aquí en un irresistible, lozano, estiloso, atractivo y madurito ligón de discoteca. No obstante, la modernidad no olvida del todo la tradición y el vampiro se vincula férreamente a un decorado (magnífico) -el caserón herrumbroso y polvoriento- que le une a la más estricta ortodoxia de sus antecesores, ya sea la de “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens , 1922) de F.W. Murnau (del que también hereda sus largos dedos), del “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, o del aun más reciente y mucho más temible señor Barlow de “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979) de Tobe Hooper.
No se aleja demasiado de la ortodoxia genérica el comportamiento de aquella que es pretendida por el vampiro, Amy (Amanda Bearse), que se muestra pudorosa y apocada en la relación que mantiene con su novio Charley (William Ragsdale), mientras que -muy al contrario- se suelta la melena ante las obscenas insinuaciones de Jerry Dandrige -el vampiro- (Chris Sarandon) durante el acoso en la pista de baile, pasando más tarde de vestir andróginos atuendos deportivos a vaporosos y escotados camisones. Comportamiento de las féminas que dejó bien definido y estandarizado Terence Fisher desde el primer Drácula de la Hammer, allá por 1958 y que no es más que la materialización de la función transgresora de una moral retrograda por parte del vampiro. También se intuye latente cierta referencia a la homosexualidad (bisexualidad en este caso) entre el vampiro y su siervo humano, servida en bandeja por la muy estrecha relación que observamos entre ellos. No se ahorra tampoco la referencia explícita al tema en boca de la madre del héroe, que al enterarse de que tiene dos nuevos y apuestos vecinos exclama algo así como: “con la suerte que tengo seguro que serán maricas”. La decisión de casting se aparta aquí del tópico que el género siempre atribuyó a la figura del sirviente del vampiro, indefectiblemente representada por la imagen de un estirado y siniestro mayordomo o por la de un patético lunático (el Renfield de turno y todos sus sucedáneos), ahora en cambio personificada en la de un joven apuesto; eso sí, con cierta expresión de pirado. El carácter sexual del vampiro no es ninguna aportación novedosa, pero sí se hace aquí necesariamente más explícita –sin necesidad de recurrir a la recurrente sugerencia- dado el contexto actual y discotequero en el que se introduce al personaje, al que Chris Sarandon borda, por otro lado.
El clímax final se aferra igualmente a los tópicos que instauraron en el género las películas de la fenecida Hammer; una manera de continuar (u homenajear) conscientemente la tradición más que una falta de imaginación; así, el vampiro, una vez más, es destruido por los purificadores rayos del sol.
NOCHE DE MIEDO II
Tres años después llega la inevitable secuela, “Noche de miedo II”, a la que la primera parte dejaba la puerta abierta en su plano final, a pesar de que lo que se intuye en dicho plano no enlaza en modo alguno con esta continuación. Dirige ahora el televisivo (dicho esto en el más amplio sentido de la expresión) Tommy Lee Wallace, que demuestra menor imaginación en su realización que Tom Holland, quien no participa con ningún crédito en esta producción.
Un tosco prólogo monocromático refresca la memoria del espectador, tras el que directamente vemos como Charley Brewster es dado de alta del tratamiento psiquiátrico al que parece haberle llevado su anterior aventura. Convencido tras la terapia de que todo lo pasado fue fruto de su imaginación y de que los vampiros no existen, comienza una nueva etapa; con nueva novia además e igual de poco complaciente que la anterior. Las peripecias pasadas junto a Peter Vincent –que sigue presentando el programa de televisión “Fright Night”- han hecho que ambos vean estrechada su relación; aunque Charley le sigue la corriente a Peter en lo referente al tema de los vampiros, no revelándole su actual convencimiento sobre la inexistencia de los mismos. Los vampiros entran de nuevo en escena en forma de un variopinto y compacto grupo que se traslada a bordo de una limusina y que está formado por Regine -una seductora vampiresa de aspecto latino que resulta ser la hermana vengadora del finado Jerry Dandrige y que se encarga de subir la temperatura de la función-, un robusto chofer/mayordomo comedor de insectos –cual Renfield-, un torpón y enamoradizo hombre lobo –que parece vivir un eterno período iniciático- y un sexualmente ambiguo personaje de raza negra de apariencia hipermoderna que ataca a sus víctimas montado sobre unos patines.
La trama nos revela que el objetivo de tan singular grupo es vengar la muerte del hermano de Regine, que intentará vampirizar a Charley con el fin de poder torturarlo eternamente; tentador tormento que se intuye sería aceptado gustosamente por cualquiera. El guión es deslavazado –sin la consistencia del previo- y se dedica a relacionar una serie de anécdotas protagonizadas por los diversos personajes que no hacen más que aportar minutos a una trama sin intriga que, no obstante, no llega nunca a ser aburrida aunque carece del empaque, el encanto y la unidad que destilaba la película original. Sí es cierto que se consigue algún momento visualmente destacable, como el ataque -a cámara lenta y sobre patines- del citado vampiro sexualmente ambiguo en los neblinosos pasillos de la universidad.
El tono humorístico aumenta en esta secuela, optando por el chiste fácil en contraposición a la simpatía ligera que recorría todo el metraje de la película de Holland. En definitiva, y como era de esperar, una continuación que bien puede servir para hacer valorar en su justa medida las virtudes aparentemente intrascendentes –pero de peso- de su predecesora.
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
Juan Andrés Pedrero Santos
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