miércoles, 1 de febrero de 2012

"A. I. INTELIGENCIA ARTIFICIAL" (2001, Steven Spielberg)


Tras un periodo durante el cual Spielberg estuvo dando tumbos entre los diversos géneros, por supuesto con predominio del fantástico, ese que nunca le falló, y que abarca desde “Loca evasión” (Sugarland Express, 1974) –recordemos que la previa “El diablo sobre ruedas” (Duel, 1971) es un telefilm, aunque estrenado comercialmente en salas en nuestro país– hasta su culminación con “Salvar al soldado Ryan” (Saving Private Ryan, 1998), comienza una etapa creo que más personal y menos dispersa, donde el director da rienda suelta a sus pulsiones más íntimas y escabrosas; esas que siempre estuvieron presente en gran parte de su filmografía, pero que ahora el director toma como temas centrales en cada una de las obras que componen el quinteto formado por “A. I. Inteligencia artificial” (A. I. Artificial Intelligence, 2001), Minority Report (Minority Report, 2002), “Atrápame si puedes” (Catch Me If You Can, 2002), “La terminal” (The Terminal, 2004) y “La guerra de los mundos” (War of the Worlds, 2005). Cinco años, y cinco películas, marcados por el tenebrismo y una visión del mundo desesperanzadora, casi apocalíptica en lo espiritual, donde la soledad, el ansia de amor no correspondido o insatisfecho (de todo tipo, tanto de pareja, el que menos, como entre padres e hijos, el que más), la incomunicación y la falsa búsqueda de uno mismo a través del reconocimiento de los otros son los temas que protagonizan sus historias. Empero, en el caso de Spielberg se trata siempre de un falso pesimismo, en realidad todo es un trampolín para dar salida a su persistente fe en un optimismo casi utópico, auténtico rasgo maestro de su personalidad como cineasta. Spielberg es incapaz de terminar las tramas sin dejar aflorar su habitual rayo de esperanza; un final feliz (más o menos matizado, según los casos) al que parece jamás podrá renunciar, y que, no obstante, demuestra un optimismo que bien pudiera pretenderse manipulador o como una concesión criticable, pero que debe entenderse como un enfoque vital digno de compartir, casi una filosofía; más aun en estos tiempos aciagos que nos ha tocado vivir, a los que se anticipa (pues su condición cíclica hace que en realidad siempre hayan estado ahí, agazapados a la espera de su nueva oportunidad; que ya llegó) y donde la religión no a todos nos sirve como vía de escape.

1.- De alguna manera “A. I. Inteligencia artificial” retoma el testigo de esa eterna historia que es la del monstruo de Frankenstein, creada por Mary W. Shelley: la peligrosa ilusión del hombre ante la idea de jugar a ser Dios, lanzándose al vacio e intentando crear un ser a su imagen y semejanza. Todo ello sin valorar adecuadamente sus consecuencias, o, en cualquier caso, despreocupándose de las mismas y de eso que de un tiempo a esta parte todos entendemos como daños colaterales, y que casi siempre recaen en (sobre) la figura del creado. La escena inicial en que el personaje interpretado por William Hurt da una especie de clase magistral a sus alumnos en relación a la creación de seres artificiales –capaces de sentir amor, además–, deja abierta, sin solución, las cuestiones referentes a la responsabilidad existente frente a ese ser al que se le han implantado unos sentimientos, la posibilidad de que pueda desarrollarlos y de que estos no sean correspondidos; escena que, al menos de una forma superficial, evoca directamente a la novela de Shelley y a sus adaptaciones cinematográficas. No hay, sin embargo, en la película de Spielberg, una coartada moralista desde un punto de vista, digamos, reaccionario; no se cuestiona el asunto desde una perspectiva religiosa o retrógrada, sino plenamente humanista y antropológica, o así lo entiendo yo.

Se pone en solfa de esa manera algo que puede asemejarse a la responsabilidad que uno adquiere frente al otro cuando toma la decisión de comenzar una relación sentimental, sabiendo que, finalmente, existe la posibilidad de sufrir un daño o de producirlo: un riesgo necesario e inevitable, ligado a la aventura de vivir. En cambio, en el caso planteado por la película existe una diferencia fundamental: el otro (el ser artificial, el meca según la denominación que se le da en la película) no asume el mismo riesgo que nosotros, sino que es expuesto unilateralmente frente a la mayor de las incertidumbres y creado específicamente para satisfacer a su amo; cosificado, sin que dicha invención tenga la opción de tomar decisiones ni de manifestar su voluntad de ningún modo; posibilidad que el creador (o el usuario) sí tiene. En definitiva, no existe una relación de igualdad; algo demasiado frecuente en la vida real y en muchos contextos.

Más explícita es la referencia a “Las aventuras de Pinocho”, de Carlo Collodi, publicada en diarios italianos entre 1882 y 1883 y obra literaria popularísima –aunque no por sí misma, sino por sus adaptaciones a otros medios–, de la que Spielberg rescata la angustia en cuyo énfasis hicieron hincapié las diferentes versiones cinematográficas tanto de animación como en imagen real.

2.- Basada en el relato de Brian W. Aldiss “Los superjuguetes duran todo el verano”, publicado originalmente en 1969, y que en este caso se adapta mediante el guión del también novelista Ian Watson, con “A. I. Inteligencia artificial” Spielberg recoge el testigo dejado por Stanley Kubrick, quien durante años pretendió llevar al cine el relato de Aldiss. Ya sabemos cómo trataba Kubrick a sus proyectos, haciendo que su perfeccionismo y/u obsesión los llevara a dilatarse durante años de gestación; algunos finalmente jamás realizados, como su pantagruélica idea de realizar una película sobre Napoleón. Kubrick y Spielberg estuvieron años hablando sobre cuál de los dos debía ser productor y cuál debía asumir la dirección de este proyecto. Con todo, Kubrick –al que Spielberg dedica la película– hubiera hecho un film muy diferente con absoluta seguridad; tan distintas son las idiosincrasias de uno y de otro. Spielberg aprovecha la idea del cortísimo cuento de Aldiss y lo lleva un poco más allá gracias al guión que ya conocía Kubrick; creando nuevos personajes y una historia adicional: toda la parte en que David (el niño Haley Joel Osment) acompaña a Gigoló Joe (Jude Law), la cual fractura la película en tres partes rotundamente diferenciadas, y cambia radicalmente el tono y la atmósfera que esta traía.

Hasta la entrada en escena del meca que interpreta Jude Law, tal y como haría Spielberg posteriormente en “Minority Report”, la fotografía azulada y fría de esa primera parte de la película corresponde a un mundo oprimido, huérfano de auténtica felicidad y agobiado por las diversas formas en que se manifiesta un fascismo maquillado de deshumanizadora tecnología: en el caso de “A. I. Inteligencia artificial” el control de natalidad determina el (sub)desarrollo emocional de las personas; para llegar en “Minority Report” a que el gobierno prevenga los crímenes (y dicte sentencia sobre los culpables, aun sin llegar nunca estos a perpetrarse) antes de que ocurran, creyéndose infalibles y despreciando el azaroso y variable devenir natural de las cosas; con los, de nuevo, daños colaterales que esa forma de actuar puede llegar a producir.

Tras los traslúcidos cristales del que se pretende es el materialmente confortable hogar de los Swinton (la familia protagonista) –un lugar que en realidad está muy alejado de ser tan confortable– se adivina un mundo apagado, desgajado de la alegría de lo natural, invadido por la dictadura de lo material como único atributo disponible con el que disfrutar de una imitación a la vida. Esa luz difuminada y cegadora del mundo exterior aporta el elemento anómalo y fantasmagórico en el que se recrea la atmósfera diseñada por Spielberg. A diferencia de Ridley Scott, cuya utilización de la luz básicamente tiene como objetivo el de crear belleza, Spielberg aplica este recurso –en este caso y en muchos otros– a la creación de una atmósfera intranquilizadora, que subraya de matices siniestros las imágenes a las que acompaña. La visión del futurista y pulcro vehículo en que los Swinton se transportan a través de bellas carreteras secundarias rodeadas de vegetación parecen querer resaltar cierta artificialidad de ese entorno, quizás únicamente decorativo y obtenido a través de un display con diversas opciones de paisaje (como bien se apunta en el cuento de Aldiss). Una atmósfera hostil y desequilibrante, que se convierte en el caldo de cultivo apropiado para el egoísmo y el odio, principalmente hacia aquellos que son igualmente imitaciones de la auténtica humanidad, a los que se creó para favorecernos y de los que finalmente se reniega, tal y como le sucedía a la criatura de Frankenstein o a los replicantes de “Blade Runner” (Blade Runner, 1982), de Ridley Scott. Los Swinton son una familia cuya estructura se muestra tan aséptica e impostada como lo es el hijo de pega que se procuran ante el coma (supuestamente) irreversible en que se encuentra sumido su verdadero retoño. El pater familias, como única vía aparente para recuperar la salud mental de su esposa, caída en desgracia tras lo ocurrido a su verdadero hijo, se presta a adoptar un androide que sustituirá el hueco dejado por su descendencia biológica. Con ese acto no hace más que presentar a su hijo accidentado como un objeto sustituible, liberado de la personalísima e incondicional atadura que une a un hijo con una madre (o con un padre), y de lo que tiene de irreemplazable. Tanto es el egoísmo que demuestra la madre cuando acepta la oferta que se le propone y hace prevalecer su bienestar emocional sobre el recuerdo de su hijo en estado vegetativo y sobre las posibles consecuencias (sobre las que es puesta en aviso) que se ocasionarán si activa finalmente el protocolo que hará que el niño-meca la ame para siempre. Revelan así a su hijo como un eslabón más de su propia realización personal, ajeno aquel casi a la idea de haberse convertido en una vida a la que proteger y amar sin medida y sin remedio, semejante a un mueble más de entre los que decoran su azucarado hogar. El cuestionamiento de los mecanismos de la institución familiar, también tema recurrente en Spielberg (plenamente unido a su experiencia vital), está así presente para dejar a la vista sus carencias y disfunciones, no mayores ni menores que las de los seres humanos que la componen.

3.- Es el amor (por un lado su ausencia y por otro su existencia ad eternum) el tema principal que se esconde detrás de esta fábula de ciencia-ficción. Spielberg, ya liberado de su abochornante y melifluo sentimentalismo pretérito, nos saca las tripas y se orina encima (su capacidad de manipular al espectador aun no la ha olvidado y la maneja como nadie; cosa que es, como en el caso de Hitchcock, una de sus mejores virtudes), jugando con el dolor y el miedo que todos (sobre todo los que somos padres, o hijos dignos de tal apelativo) podemos (no sé si sabemos) sentir. Hitchcock empleaba esa habilidad en términos de suspense; Spielberg, en cambio, apela con ella a nuestros temores más personales, siempre relacionados con lo que más presente está en la vida de todos, y muy alejado de las fantasías propias del género: las emociones que proceden de nuestras relaciones con las personas más cercanas, con nuestros trapos más sucios, esos que incluso queremos esconder a nosotros mismos. Plasma así con maestría el dolor de un hijo mecánico que –pese a su artificialidad biológica– parece haber desarrollado una capacidad emotiva como la de cualquier otro ser humano, sino mayor, necesitado del cariño, al menos, de sus padres de ocasión; genialmente interpretado por el joven actor Haley Joel Osment. Con esos mimbres Spielberg elabora un cuento oscuro y muy triste, por más que el personaje de Gigoló Joe (esencia del objetivo con el que los humanos construyen a los androides) y la desinhibida actitud vital que el carácter de su ocupación le proporciona –la cual su propio nombre anticipa–, le haga presentarse como una suerte de bufón desdramatizador. Con la presencia de este personaje se inicia una segunda parte en la (simple) estructura de la cinta, de las tres que creo encontrar en ella. En dicha segunda fracción parece hacerse un hueco para algo de movimiento, de acción, y que debe entenderse como una concesión al tipo de cine al que el director ha entregado su carrera, comercial por los cuatro costados; no obstante con una calidad que raya siempre al más alto nivel; pues, aunque pertinente, poco aporta este segundo round y se siente como chocante (solo ligeramente) respecto a lo previo.

Se rompe así con el contexto intimista que se traía y se introduce algo de aventura visual; algo que parece irrenunciable en el contexto de su adscripción genérica a la ciencia-ficción, entendida siempre esta en su sentido más populista, pese a la seriedad que atesora en la forma de presentar el tema que trata, y que se extiende hasta referencias incluso a otros géneros, como el terror –“La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero–. Algo menos permisivos deberíamos ser si hablamos de la aparición del dibujo animado tridimensional llamado doctor Know –recurso que utilizó de manera similar en “Parque Jurásico” (Jurassic Park, 1993)– que me parece mucho más cuestionable pese a que claramente potencia la identificación de la película como fábula, distanciándose así del tono trágico y grave de la que hemos identificado como primera parte.

La primera aparición de Gigoló Joe, tratando de convencer a una clienta, inexperta, con signos de maltrato por su pareja habitual y asustada por el tamaño que podrá tener “eso que tiene ahí”, también le relaciona a éste con la idea del amor; pero en su caso sólo carnal. A partir de ahí, toda la huida de David, Gigoló Joe y Teddy (el robot-osito de peluche que acompaña a David) de la “Feria de la carne” –un espectáculo donde enfervorecidos humanos disfrutan destruyendo mecas, cual Coliseo romano– atrapa la apariencia de un relato de terror. Incluso Spielberg se permite una nueva referencia al monstruo de Frankenstein, en este caso en la versión de James Whale para la Universal del año 1931 –“El doctor Frankenstein” (Frankenstein)– cuando la silueta de Gigoló Joe se recorta en la noche sobre un promontorio, rodeado por troncos casi pelados, evocando así una imagen similar de la cinta protagonizada por Karloff. 

4.- El tercer y último tercio que completa la estructura de la película comienza cuando la pareja de mecas y el oso Teddy viajan hasta la inundada y desolada Nueva York. Una ciudad a la que siempre recurre el cine para convertirla en el mejor de los decorados apocalípticos; algo que la realidad se encargó de avalar ese mismo año 2001. Sirva indicar que la película se estrenó en los Estados Unidos en junio de ese año, y sólo diez días después de los atentados a las torres gemelas en nuestro país, lo cual claramente debió redondear el efecto para el espectador patrio. En este último tercio se recupera el tono tristísimo y emotivo de la primera parte. Y es en él cuando David encuentra a su hada azul; una figura de un parque de atracciones que alude a ese personaje de la obra de Collodi. Ante ella se entregará a la eterna solicitud de su único deseo: que le convierta en un niño real. Postrado a los pies de la figura es difícil no recordar a Pablito Calvo a los pies de Jesús en la magistral “Marcelino pan y vino” (1955), de Ladislao Vajda, que –por descabellado que parezca– Spielberg parece que hubiera visto.
 
Como otras obras de Spielberg, es esta una película de tesis; pero en mayor medida que en otras. Importa más la insistencia en todas esas obsesiones personales de su director que la existencia de una narración que evolucione dramáticamente; sin que esta apreciación deba tomarse, de ningún modo, como una crítica, sino como una definición. Finalmente, el niño androide demuestra ser más humano que los propios verdaderos humanos; capaz de valorar en lo que vale la felicidad que le aporta el amor por su madre de adopción, aunque la brevedad de ese último momento, tras miles de años de espera, sea tanta como la de un suspiro, pero suficiente como para persistir siempre. Spielberg es capaz, así, de captar la espiritualidad de ese sentimiento universal tan íntimo, a veces olvidado o relegado por el materialismo galopante que inunda el mundo contemporáneo, y al que mucho me temo todos estamos aprendiendo a valorar más en estos últimos años. De esa manera Spielberg nos dice que lo importante es la esencia de esos sentimientos, independientemente de su origen, real o manufacturado. ¿Qué es real y qué no lo es?, ¿se diferencia mucho la realidad de un sueño?, ¿es más válido lo soñado que lo vivido realmente? Aplicado al cinéfilo: ¿es menos real o importante la emoción que nos transmite una película que la que podamos sentir gracias a un hecho “real”?, ¿por ser “artificial” dicho sentimiento deja de ser verdadero?

Descubierto por unos visitantes alienígenas, cuyo aspecto nos hace recordar a aquellos de “Encuentros en la tercera fase“ (Close Encounters of the Third Kind, 1977), David, después de dos mil años congelado tras una nueva glaciación que asoló el planeta, es asumido por estos como la esencia misma de lo más bello del ser humano; su perfección. También en los momentos últimos del film descubrimos qué ha llevado en realidad a diseñar y a fabricar a David. En realidad David es una copia exacta del difunto hijo del profesor Hobby, quien lo ha construido para perpetuar la existencia de su objeto de amor: su hijo perdido. Se crea de ese modo un paralelismo entre lo que busca Hobby con su invención y lo que anhela David respecto a la madre que lo acogió y luego abandonó: mantener ese amor por el otro hasta el infinito de los (sus) tiempos. Con todo, Spielberg sigue demostrando ser uno de los mejores y más intuitivos directores vivos, consiguiendo una de las más importantes muestras de cine fantástico de lo que va de siglo, con la que es, seguramente, su película más emotiva y compleja.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.

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