Junto
a la británica Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), al estadounidense Edgar
Allan Poe (1809-1849), al francés Jules Verne (1828-1905) y a Bram Stoker
(1847-1912) –con su “Drácula”, que ha generado no pocas inspiraciones–, el
también británico Herbert George Wells (1866-1946) es seguramente uno de los
escritores del siglo XIX dedicados al género fantástico cuyas obras más
recurrentemente han sido adaptadas al cine. “La isla del doctor Moreau” ya
comenzó su andadura cinematográfica en 1932 con “La isla de las almas perdidas”
(Island of Lost Souls), dirigida por Erle C. Kenton y convertida ésta en una de
las películas indispensables para conocer la trascendencia del género en la década
de los treinta; película Paramount, por lo tanto fuera del ciclo terrorífico
con que Universal inauguró el género de terror como tal, si se disculpa el
entenderla a medio camino entre los géneros del terror y de la ciencia ficción.
A diferencia de Verne, que siempre fundamentó su obra en la aventura y en una
curiosa intuición para la anticipación científica, Wells optó por argumentos
con cierta capacidad crítica respecto a la sociedad y a la ciencia que en ella
tiene su seno, revelando las distintas opciones morales y las contradicciones
que de la relación entre ambas instituciones podían surgir, hecho que sus
historias siempre trataron de sacar a relucir. Sus novelas utilizan el símbolo
y la metáfora como formas de cuestionar el mundo en el que vive, casi siempre
dentro de un contexto tonal de ligero misterio, lo que para mi gusto hace su
literatura mucho más sugerente que la del más lúdico Verne.
Siendo sus novelas más célebres todas repetidamente adaptadas al cine –“La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898)–, es “La isla del doctor Moreau” una de las que más veces ha sido llevada a la pantalla, concretamente cinco, a través de la ya referida “La isla de las almas perdidas” (1932), las americano-filipinas “Terror is a Man” (1959) de Gerardo de Leon y “The Twilight People” (1973) de Eddie Romero, para terminar con las más modernas y conocidas “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau, 1977) de Don Taylor y la que nos ocupa, dirigida por John Frankenheimer en 1996.
“La
isla del Dr. Moreau” nos cuenta la historia de Douglas, un naufrago que arriba
a una inquietante isla tropical poblada por extrañas criaturas –mitad humanas
mitad animales–, fruto todas ellas de los experimentos del doctor Moreau, un
científico que juega a ser Dios ayudado por su asistente Montgomery. Moreau ha
convertido la isla en un feudo donde es amo y señor de todos sus hijos. El argumento refleja una serie de
asuntos que ya estaban presentes en el original literario. Así, se cuestionan
temas tales como el valor de la moral generalmente impuesta; la legitimación (o
no) de un individuo (un líder) para situarse por encima de sus súbditos; el
individualismo; así como los borrosos límites de la ciencia y hasta qué punto
los fines justifican los medios, por otro lado, ya de entrada, cuestionables en
sí mismos. Esta última adaptación a cargo de Frankenheimer, director no ajeno
al género –ya había aportado su granito de arena a la moda de criaturas desnaturalizadas
que vino tras la estela del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg con
“Profecía maldita” (Prophecy, 1979)–, aprovecha la coyuntura para ahondar en la
crítica social, latente ya en el original literario, acrecentando su impacto
mediante simbolismos muy evidentes e incluso irónicos y hasta cómicos; véase a
ese doctor Moreau paseándose en una especie de papamóvil, vestido
y comportándose de una manera harto evocadora de la figura del papa Juan Pablo
II, lo que incrementa la alusión virulenta a la religión que cualquiera puede
interpretar, sin mucho esfuerzo intelectivo, gracias a la particular puesta en
escena.
Moreau
no es más que un trasunto del doctor Frankenstein que creó Mary Wollstonecraft
Shelley; sólo que en este caso el objetivo científico no es crear la vida
humana a partir de la muerte, sino el de aportar un hálito humano a las
bestias, forzando de forma antinatural la evolución de las especies. Para
cumplir su objetivo, Moreau –en tiempos, eminente y reconocido científico, luego
rechazado por sus colegas debido a sus atrevidas metas– no se priva de someter
a sus víctimas/hijos/pacientes al sufrimiento que estime necesario; “si la
naturaleza es despiadada, porque no voy a serlo yo”, decía Moreau en boca de
Burt Lancaster en la versión de 1977. El personaje del doctor Moreau siempre
fue carne de cañón para dar pie a la presencia de grandes figuras, y así es
como casi siempre ha sido aprovechado por el cine. Sin ir más lejos ya ha sido
interpretado nada menos que por Charles Laughton, Burt Lancaster y, en la
presente, por Marlon Brando; siempre hablando de las tres adaptaciones más
conocidas por el gran público. En nuestro caso, Brando interpreta al científico
con una pose muy propia del actor –mostrando ese pasotismo que venía manifestando
en sus últimos trabajos para la pantalla– y un tanto estrafalaria, tanto como
el desasosegante sirviente enano que siempre le acompaña, interpretado por
Nelson de la Rosa, individuo que en 1990 obtuvo el certificado del “Libro
Guiness de los records” que le acreditaba como el hombre más pequeño del mundo
gracias a sus setenta y dos centímetros de estatura.
El
personaje de Moreau adquiere en esta última adaptación un cariz más cercano al mad doctor clásico que a la
representación que, por ejemplo, hizo de él Burt Lancaster en la versión
dirigida por Don Taylor en 1977, donde el doctor era plasmado como un
científico comprometido con su ilusión, reconociendo –como ya lo hizo el doctor
Frankenstein– que la moral imperante no es más que un obstáculo, una barrera a
superar por el progreso científico. El guión original de Richard Stanley –que
comenzó a rodar la película también como director, hasta ser despedido cuatro
días después de iniciada la producción y sustituido por John Frankenheimer– fue
reescrito por Ron Hutchinson a instancias del propio Frankenheimer. Es a partir
de esta reescritura donde el Moreau encarnado por Brando ofrece un registro de
pocos matices conceptuales, sustentándose casi exclusivamente en una aptitud un
tanto lunática que tampoco termina de justificarse bien y que se entiende
únicamente como un intento del guionista de aportar novedad a lo ya visto hasta
el momento. Aun así, Marlon Brando llena la pantalla como pocos actores han
sido capaces de hacerlo con la única ayuda de su presencia ante la cámara (y no
lo digo por la estimable anchura de su fisonomía).
Menos
empaque demuestran sus otros dos compañeros de reparto masculino, especialmente
David Thewlis, que da vida al naufrago Douglas; personaje que debía ser el
enlace directo entre el espectador y la historia, con quien deberíamos
identificarnos, pero cuya escasa consistencia y profundidad no ayuda
precisamente a ello; cosa que sí consiguió Michael York en la versión de 1977,
más equilibrada y con las ideas más claras que la película de Frankenheimer. El
personaje de Montgomery, el indolente asistente de Moreau, lo interpreta un Val
Kilmer que en el clímax final sufre un ataque de locura, cuyo origen no sabemos
muy bien de donde procede; aunque el conocimiento previo de la historia nos
haga intuir que es consecuencia de la insensibilidad a la que le ha llevado ser
testigo de todas las horribles cosas vividas durante sus años junto al doctor.
Un Montgomery que termina emulando el papel de Martin Sheen en “Apocalipsis
Now” (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola, donde éste tomaba el
relevo del coronel Kurtz que –como a Moreau– interpretaba Brando. La ardiente
sensualidad que desbordaba Barbara Carrera en la versión dirigida en 1977 por
Don Taylor se abandona por la menos sugerente actriz Fairuza Balk, ésta con una
transformación final mucho más explícita y progresiva, por lo tanto carente de
la virtud de generar inquietud; recordemos que la transformación de Barbara
Carrera se intuía tan sólo en un único y fugaz plano.
El
recurrente escamoteo a nuestra vista de la imagen de las criaturas creadas por
Moreau –que tan buen elemento de intriga aportó en anteriores versiones–, aquí
es despreciado junto con parte de su potencial dramático. No pasan muchos
minutos hasta que se pone ante nuestros ojos a los siniestros y torturados
seres creados por Moreau. Es más, se aprovechan los adelantos técnicos
digitales para crear algunos planos que, por obvios, desmantelan totalmente el
efecto sense of wonder que los
maquillajes tradicionales (en los que aquí participó Stan Winston) siempre
consiguen mantener, pese a sus limitaciones.
Siempre
me resultó muy atractiva y sugerente dentro de la historia que cuenta “La isla
del doctor Moreau” –tanto en su original literario como en sus diversas adaptaciones
al cine– esa situación argumental que provoca que las instalaciones cercadas
donde Moreau tiene sus dominios se perciban como una isla de “relativa”
seguridad en comparación con los amenazadores terrenos exteriores. Y eso pese a
la férrea disciplina aplicada por el científico sobre sus súbditos, que les
obliga a rechazar cualquier mínimo comportamiento que suponga para las
humanizadas criaturas una regresión hasta su antiguo estado animal. Un estado
animal que implica la libertad del sujeto, el rechazo del aborregamiento normalizado por perversas leyes. Ese espacio fuera
de la empalizada supone un amenazador marco donde desarrollar la rebeldía, la
autoafirmación del individuo ajeno a determinismos culturales, la lucha contra
la frustración provocada por la castración de los instintos más naturales (y
primarios). Esa demarcación de fronteras físicas con componente simbólico –que,
con otro sentido, tan apropiadamente quedó reflejado en el “King Kong” (King
Kong, 1932) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper– tiene un papel que, de
nuevo en esta versión de Frankenheimer, se ve minusvalorado, perdiendo parte de
su carácter amenazador.
En
definitiva, Frankenheimer, a través del guión final de Hutchinson, quiso dar un
tono crítico más acentuado e irreverente a la película, patente en ciertos
detalles, algunos ya comentados; novedad que da atractivo a esta quinta
adaptación por su originalidad, pero que rebaja la eficacia de la película como
estandarte del cuestionamiento de algunos temas de interés universal que la
novela de Wells pone en el punto de mira. En el inicio de la cinta, la lucha
brutal que los tres supervivientes del naufragio mantienen en la balsa para
hacerse con las últimas gotas de agua –que la voz en off de Douglas se encarga de subrayar–
da buenas vibraciones respecto a la novedad de la propuesta. Sin embargo, esta
se desinfla a través de unos actores que no dibujan bien sus personajes, que
por conocidos (sus roles) todos sabemos lo que debemos esperar de ellos. Val
Kilmer –que al igual que Ron Perlman, éste en el papel de recitador de la ley, aceptó participar en la película por el placer
de trabajar al lado de un mito viviente como Brando– moderniza el Montgomery
visto hasta la fecha, introduciendo un look hippie al que sólo le falta exhibir
algún porro de dimensiones astronómicas. Dicho esto, se intuye en el conjunto
una interesante promesa de renovar la base de la novela; desgraciadamente, todo
queda en un intento fallido que nos hará esperar la próxima adaptación cinematográfica
que, sin lugar a dudas, algún día llegará.
(Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE")
Juan Andrés Pedrero Santos
Akabo de verla por decimo novena vez (minimo)jajaja ya la habia visto de guaje y el ke mas miedo daba era el cerdo-hiena ke parecia buenin el hijoputa,Lomay el leopardo,el facoquero,todo muy bien echo.Voy a ver si enkuentro al actor le interpreto al cerdo-hiena.
ResponderEliminarExcelente diría la mejor versión no porque este Brando la hiena se lleva el protagónico
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