sábado, 9 de agosto de 2014

VIY (1967)


Probablemente, de entre las cinematografías de los países considerados como más importantes dentro del continente europeo sea la soviética una de las más desconocidas, así como, por otro lado, una de las más estigmatizadas por el gran público; ese cuya miopía sólo le permite mostrar interés por el cine cuando es americano, y si está doblado miel sobre hojuelas. Con mucho en común con el cine oriental, al menos en cuanto a la fuerte personalidad que lo independiza de las siempre potentes influencias del cine más comercial procedente de los Estados Unidos, el cine ruso se ha presentado, ya no ante ese gran público que lo evita o lo rechaza –como en otros tantos casos– sino ante el verdadero aficionado al cine, como poseedor de una deriva intelectual, en lo que respecta a su alcance o a su presunción de trascendencia, que casi siempre se ha visto acompañada por un sentido del ritmo muy alejado de los estándares a los que Hollywood ha acostumbrado a su público más fiel. Al menos eso es lo que sucede en el caso de las escasas películas que han conseguido tener cierta visibilidad en nuestro país desde hace ya décadas. Ambas características aportan a su existencia el atributo de tratarse de un cine que parece nacer frente el espectador ya directamente convertido en carne de cañón para filmotecas, cinestudios o cineclubes –donde la suerte de existir tales foros les de esa oportunidad–. Si llevamos más allá tal acopio de autolimitaciones comerciales y aterrizamos en esa parcela mucho más concreta que es el cine fantástico, entonces, el desconocimiento por parte de la mayoría del público es ya casi absoluto.

Esa personalidad del cine ruso se impregna además de excelencia cuando, como sucede en este caso, es el cineasta Aleksandr Ptushko quien ha tenido algo que decir en el asunto; momento a partir del cual se convierte en un cine preciado y precioso al mismo tiempo, digno y más que justificado objeto de estudio y capaz, como el que más, de deleitar los sentidos; aunque sólo sea por la originalidad, la inventiva y la belleza que destilan los trabajos del técnico ucraniano. Citar sus películas más conocidas –al menos entre nosotros, los españoles– no deja de ser un irónico juego de palabras, pues cintas como “Sadko” (1953) o “Ilya Muromets” (1956), también conocida como “La espada y el dragón”, parecen no haber disfrutado de estreno comercial en suelo patrio –salvo error u omisión–, tratándose de obras que sólo por contar con la participación del cineasta soviético merecen tener todo el crédito, la oportunidad y la necesidad de reivindicación que con creces se han ganado. Y así sucede con la singular “Viy” (1967), donde Ptushko ejerce como director artístico, encargado de los efectos especiales, guionista y supervisor –lo que sea que eso signifique– del trabajo de los dos directores acreditados como tales, unos estudiantes de cine pendientes de graduación en el momento de su producción: Konstantin Ershov y Georgi Kropachyov.

La película adapta muy fielmente, respetando todo tipo de detalles descriptivos y argumentales, el relato de Nikolai Gogol (1809-1852) del mismo título, publicado en 1835 dentro de una colección de narraciones llamada “Migorod”. Esta versión cinematográfica, que tiene un remake fechado en el 2014 aun pendiente de estreno por estos lares –si es que algún milagro hace que eso llegue a ocurrir en algún momento–, apuesta por una intención muy alejada de la de querer interpretar el original literario a su libre albedrio; por el contrario, se desvive en alzarse como una ilustración respetuosa y rigurosa del texto escrito por Gogol tanto en el tono como en la forma, donde el humor y una aparente ligereza está presente incluso en sus momentos más terroríficos. Eso sí, concretamente en ese punto que afecta a la representación del terror, la película, aprovechándose de la mayor capacidad visual de la imagen respecto al más limitado potencial del texto, atesora ambiciones más elevadas que le llevan a lograr unos resultados espectaculares y, créame el lector, inolvidables. Tanto que, muy posiblemente, sin la última media hora de metraje estaríamos ante una película completamente olvidada en cualquier polvoriento rincón de una filmoteca. Pero es que esa última media hora redime de cualquier irregularidad previa, consiguiendo unos minutos de auténtico cine fantástico en el que se conjugan los mejores atributos que el género puede aportar: auténtico sense of wonder, o, lo que es lo mismo, imaginación, belleza plástica, capacidad de sugerencia, fascinación, virtuosismo técnico, capacidad para resolver eficazmente y con escasos recursos los requerimientos exigidos a un artesanal departamento de efectos especiales, un extraordinario uso de los decorados y una inventiva escenográfica superlativa, procedente directamente del teatro más intrépido. Pinturas matte por doquier, transparencias, decorados imitando exteriores y que giran sobre un eje para dar la sensación de movimiento del personaje; todos ellos recursos puros del cine más arcaico, casi de barraca de feria, que, no obstante, demuestran su vigencia cuando se utilizan con tanto gusto y se encaminan adecuadamente para insuflar de magia a unas imágenes en muchos momentos de apariencia pictórica. También interesa resaltar su capacidad para evocar las maneras del cine silente gracias al registro mantenido por los actores, pues sus planos, si nuestra mente nos permitiera obviar el sonido y el color, destilan el rancio regusto no exento de eficacia del cine más primitivo.

Tres jóvenes seminaristas rusos abandonan la escuela con motivo de sus vacaciones de verano. En su vuelta a casa consiguen pasar la noche en una granja regentada por una decrépita anciana –interpretada por un varón, el actor Nikolai Kutuzov–. La anciana, que resulta ser una bruja, se encapricha de uno de los mozos e intenta, libidinosa, conseguir unos favores sexuales que le son negados. Al menos sí conseguirá utilizar al desdichado jovenzuelo como transporte para uno de sus vuelos nocturnos, montando sobre los hombros del incauto como si de un rocín volador se tratara y arreándole con la correspondiente escoba a falta de espuelas.  El muchacho, tras conseguir escabullirse de la influencia de la bruja, le da como compensación al susto una soberana tanda de golpes que le ocasionan la muerte. La vieja, revelándose tras su fallecimiento como una bellísima muchacha, solicita a su padre en su lecho de muerte que sea ese seminarista y no otro quien la acompañe con sus oraciones durante tres noches, encerrados ambos, seminarista y el cuerpo de la difunta, en el interior de una cochambrosa iglesia. Obligado por el padre de la chica, toda una autoridad local con posibilidades de ejercitar cierta coacción entre sus semejantes, y aunque a regañadientes, el estudiante accede a tan sorprendente tarea; no sin las constantes dudas que le asaltarán durante el camino. Una tarea en la que sufrirá el pavor que la bruja revivida y una serie de monstruos horripilantes a los que aquella invoca le obsequiarán, sobre todo en la última de las tres jornadas.

Ese mayor hincapié que la película manifiesta en su faceta terrorífica respecto a la narración original, la que se distrae y entretiene en aspectos más costumbristas, se describe por sí solo cuando en la comparación de ambas obras observamos que lo que Gogol despacha con un escueto “centenares de diabólicos monstruos”, en cambio, Konstantin Ershov y Georgi Kropachyov –responsables oficiales–, por no decir directamente Aleksandr Ptushko –su aparente oficioso director–, lo convierten en la aparición de toda una sinfonía de espectros horripilantes difícilmente olvidables por quien ha tenido la suerte de descubrir esta joya del cine ruso. Insisto, la relativa irregularidad de la primera hora –aplíquese aquello de que sobre gustos no hay nada escrito– es compensada, con creces, con los últimos treinta minutos, todos ellos configurando un absoluto y magistral espectáculo de fantasía y horror. En su faceta más lúdica la cinta es todo un ejemplo de jovialidad, pues igualmente retrata la vida desde una perspectiva optimista y despreocupada, supeditando la aventura a cualquier visión oscura de la existencia; un tanto naif si se quiere, pero sin duda reconfortante y positiva. Aunque a veces falsa –tampoco faltan bellos y verdaderos paisajes–, la naturaleza, con sus campos verdes, con los meandros de sus ríos y con sus azules cielos cargados de nubes, junto con la velada exaltación de las formas de vida populares y tradicionales frente a cualquier atildamiento o apostura moderna, se presenta como un contexto en el que el hombre está inmerso y del que forma parte, más que como algo ajeno junto a lo que está obligado a vivir. Por maliciosos o prepotentes que aparezcan algunos de los personajes todos ellos disfrutan de un retrato simpático. De nuevo recordando a cierto cine oriental, hasta la más extraña de las criaturas que pueblan la iglesia durante esa última noche es mostrada de una forma humorística –tanto en su morfología como en sus expresiones–, para nada reñida con la función de manifestar ese horror que siente el seminarista y la abrumadora sorpresa del espectador, que casi no puede creer lo que ve cuando todo el espectáculo llega a su punto más álgido.

Perlas como “para mí, todas las mujeres viejas son brujas” o “se asustó mucho, pues era tonta de remate, como todas las mujeres”, con las que nos deleita Gogol en su texto, delatan una cierta misoginia que sin embargo no trasciende de ningún modo en la película, si obviamos la estrecha relación que se establece entre la iniciativa sexual desvergonzada de la mujer y la idea de que es una bruja quien así se muestra, o la venganza diabólica que pergeña la arpía como pago de los favores carnales no recibidos. Ambas representaciones de la misma historia –relato y película– sí logran pintar un retrato de la Rusia más popular y folclórica anterior a la revolución bolchevique –ese simpático baile del filósofo Khoma–, sumido el país en un mundo predominantemente rural, con sus cosacos, sus religiosos ortodoxos y la modestia –o pobreza, si se quiere– de sus gentes. Que el seminarista protagonista sea un aspirante a filósofo (según la RAE; filosofía: “conjunto de saberes que busca establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano”) quien se enfrente a la superstición (según la RAE; superstición: “creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón”) convierte el clímax final en una lucha a muerte entre la razón y lo sobrenatural, donde no se sabe muy bien quien sale vencedor y se pone en duda tanto la lógica del pensamiento racional como la fe ciega en la existencia de una divinidad o de un más allá oscuro. Incluso podría interpretarse todo el show final como digno colofón para un delirio ocasionado por las contradicciones humanas respecto a la creencia de una vida más allá de la muerte, donde es el joven futuro filósofo Khoma quien actuará como caja de resonancia de ese conflicto interno que muchos tienen. Ahondando en la idea de que todo pueda ser una experiencia íntima pero imaginaria, valga indicar que la bruja revivirá, demostrando sus poderes y volando sobre su ataúd por el interior de la vieja iglesia, y los vampiros y demás monstruos aparecerán únicamente cuando Khoma está solo. En el momento en que amanece tras cada una de las tres noches y se le abren las puertas desde el exterior, antes cerradas a cal y canto, es cuando todo lo sobrenatural se esfuma y aparenta nunca haber sucedido; cuanto hacen recordar esos momentos al grabado de Goya titulado, “El sueño de la razón produce monstruos”. Pese a todo, el ser un estudioso de la razón no le sirve a Khoma para protegerse de los continuos embates de la bruja, sí precisamente aquello en que se materializa todo lo contrario a lo que dedica su tiempo de estudio, consiguiendo una defensa eficaz con un círculo de tiza pintado en el suelo como barrera infranqueable para la hechicera y su ominosa corte.     

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

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