Curtido ya como
actor –de algo modestas cualidades cuando daba vida a personajes ausentes de
caracterización– pero, sobre todo, como solvente guionista de un tipo de cine
muy contextualizado dentro de un género, una época, un país y un entorno
socioeconómico muy determinados, Jacinto Molina emprendía su carrera como
director –la que más le hizo brillar si dejamos de lado sus aventuras licantrópicas–
con la muy estimable “Inquisición” (1976). No tardaba en alcanzar, en mi
opinión, su cima creativa con “El huerto del francés” (1977) y “El caminante”
(1979), ambas cercanas a la perfección y dos obras necesitadas de una merecida
revalorización. A partir de ese punto su filmografía como realizador sería
irregular, con sus más y sus menos –de todo hubo–, pues no volvería a encontrar
otro período de gracia como aquel con el que tanto destacó en aquellos sus
primeros trabajos como director. Tengo que decir que no he visto “Madrid al
desnudo” (1978), la película inmediatamente anterior a “El caminante” dentro de
su filmografía, por lo que poco puedo opinar sobre si sirvió para dar
continuidad o romper esa buena racha del director madrileño. Precisamente,
quizás es la obvia y obligada mayor exposición del cineasta en su faceta de
actor respecto a sus otras presencias en la sombra –como guionista y director–
lo que ha ocasionado el vilipendio que a menudo ha sufrido Molina por parte del
público y de algunos críticos y comentaristas (yo ya entoné en su día el mea culpa, que recuerdo aquí para lo que
se tercie), quienes han opinado de una forma un tanto exagerada sobre sus carencias
más visibles, derivadas de esa mayor exposición interpretativa, extrapolando esas
sentencias a sus otras facetas creativas, en detrimento de una más justa valoración
de sus mejores virtudes, que las tiene, aunque menos evidentes, estando como
están situadas detrás de las cámaras.
Las tres cintas a
las que me he referido con admiración en el párrafo anterior bien podrían
entenderse como una trilogía involuntaria, dados los lugares comunes de los
tonos en los que incide Molina y la, en cierta manera, relativa vinculación de
sus argumentos; todos ellos parte de una visión –cada una desde un punto de
vista bien diferente y centrado en épocas distantes– de la España más oscura.
Un retrato el de Molina cuyas bondades críticas y descriptivas recrean las
zonas de sombra de un país que no por despreciables son menos parte de la
idiosincrasia de una cultura a la que todos los españoles pertenecemos. Sirva
matizar que “Inquisición”, por mucho que esté ambientada en territorio francés,
explora momentos bien similares a famosos episodios de nuestra historia patria,
a los que sin duda podemos (y debemos) asimilar las andanzas del inquisidor
Bernard de Fossey, a quien interpreta Naschy en la película.
Asumida ya por
entonces, que no digerida, la muerte de Francisco Franco (noviembre de 1975) y
lanzado gran parte del cine español a dar rienda suelta a la liberación de las
hasta entonces restricciones más primarias (sexo, política), Molina opta por un
discurso de mayor complejidad y calado intelectual, que logrando los mismos
objetivos que sus colegas más directos, igualmente retrata, reprocha y utiliza
con carácter terapéutico la representación velada de toda esa herencia
retrograda y siniestra que el dictador consiguió oficializar y personificar en
su propia figura. Sin embargo, Molina se enfrenta a ello remitiéndose a las
fuentes. De ahí esa mayor capacidad para remover el subconsciente colectivo;
algo, sin duda, más eficaz y poderoso que la simple alusión a problemas más
concretos, que, ubicados en la superficie y excesivamente ligados a situaciones
históricas muy puntuales, parecen haber olvidado el sustrato del que surgen.
Valga decir,
temiendo que las líneas precedentes y las que siguen no lo dejen
suficientemente claro, que considero “El huerto del francés” como una de las
películas más importantes de la historia del cine español desde los años
setenta a esta parte, más aun dada su invisibilidad actual; derivada, según
parece, de cierta problemática relacionada con la titularidad de sus derechos
de propiedad, que impide el acceso a una facilidad de visionado que se estima
necesaria, y que su excelencia merece tanto por sus valores cinematográficos
–algunos superlativos, sobre todo los centrados en el apartado musical, éste
magistral– como por su configuración como documento gráfico que registra tanto
una parte de nuestra historia más reciente como una personalidad, la de nuestro
país, parece que inalterable. Por otro lado, no siendo esa personalidad otra
cosa que el reflejo de un ADN que siempre estuvo ahí y que únicamente se toma
períodos de descanso para volver a aparecer en nuestras calles, en nuestros
campos, en nuestras fábricas, en nuestros puertos de mar o alrededor de
nuestras mesas camillas cuando uno menos se lo espera.
Jacinto Molina
refleja en sus memorias que, intrigado por la expresión popular “te van a
llevar al huerto”, indagó y descubrió que la misma hacía referencia a hechos
verídicos acaecidos en la localidad sevillana de Peñaflor a principios del
siglo XX, donde Juan Andrés Aldije “el francés”, de origen galo –de ahí su
apodo–, conchabado con su amigo José Muñoz Lopera, utilizaba una huerta de su
propiedad para asesinar y robar a incautos, a los que atraía organizando
partidas de cartas clandestinas. Lopera hacía correr el rumor, por otros
pueblos, de que “el francés” era un acaudalado pardillo digno de desplumar en
una timba. Los inocentes avariciosos, cargados de billetes de recientes
negocios, aparecían por el lugar guiados por Lopera; hasta que Juan Andrés les
arreaba el estacazo, para luego enterrar los cuerpos donde pudieran servir de
alimento a patatas y tomates. Parece que fueron seis los asesinatos que se
cometieron entre 1898 y 1904, hasta que los criminales fueron descubiertos y
detenidos por la Guardia Civil para ser ajusticiados por el castizo método del
garrote vil en octubre de 1906.
Está presente en
“El huerto del francés” todo aquello que siempre ha definido la España más
rancia y genuina, ya, por fin, algo dejada atrás; o eso queremos todos creer.
El cura, el médico y el marica del pueblo, el sargento de la guardia civil y las
putas, conforman todos ellos un dramatis
personae no por tópico menos realista. No se incorpora ese otro gran clásico
que es “el tonto del pueblo”, pero a cambio Molina nos regala una bailaora enana y contrahecha, quizás
incluso travestida, que ya hubiera querido Tod Browning para alguno de sus más
siniestros elencos –una escena fascinante–. Del mismo modo que se introducen
los caracteres antes citados, tampoco se olvidan instituciones tan arraigadas
por estos lares como la hipocresía social –el marido con doble vida, el médico
que hace la vista gorda, ese ir a misa los domingos como acto de limpieza
colectiva–, el dominio de unas clases sociales sobre otras, que no la lucha de
clases –el señorito andaluz que trata a la camarera/puta como a una yegua donde
montar– y el machismo más típicamente mediterráneo: “el francés”, por generoso
y protector que parezca, gestiona la casa de lenocinio como si de una cuadra
con ganado de su exclusiva propiedad se tratara; eso sí, hasta que la meretriz
de turno adquiere una enfermedad de transmisión sexual que la pone fuera de
circulación durante un tiempo, sin posibilidad de ganar el dinero que necesita
para comer; así es la vida, dice Aldije. Todo dibujado sobre el contexto de la
época en que transcurre el relato, que no dejaría de ser habitual en la España
más rural durante no pocas décadas después hasta casi nuestros días. Entre la
ironía de la novela picaresca –extremadamente más vigente en “El caminante”– y
el melodrama costumbrista de ribetes trágicos, e incluso con un cierto regusto
de tenebrismo goyesco, su presentación en forma de flashback rechaza, ya de entrada, hacer hincapié en la posible
intriga, pues incluso el espectador con desconocimiento previo de la historia
real es informado desde la primera secuencia del modo en que termina todo.
El tema musical
que interpreta Rosa León durante los títulos de crédito iniciales –junto con la
partitura del gran Ángel Arteaga, algo sin lo que esta película no sería ni
sombra de lo que es– ya descifra los dos sentimientos que revolotean en el tono
que Molina imprime a toda la trama. Del mismo modo que la cantante madrileña
intercala el romance poético con desgarrados fragmentos aflamencados, Molina, en
clave de didáctico cuento moral, en cuanto a la peripecia de un asesino que
finalmente encuentra su merecido, rodea el asunto con la siniestra y pesarosa
esencia negra y más telúrica de nuestra cultura. El recorrido, por lo tanto, no
es inocuo ni inocente, la intención de Molina no se esconde y la crítica que
presenta bajo el subtexto de sus imágenes no es oblicua sino frontal. La vieja
bruja –así la retrata el director en aspecto y expresión– que realiza el aborto
a la desdichada Andrea –una María José Cantudo que no creo haya estado nunca
más afinada– es fusilada por Molina con un zoom
sobre su rostro, entre lascivo y sádico, donde deja claro que su espinosa tarea
no es ni mucho menos un plato que le disguste. La arpía funciona así como
metáfora cruel del contexto cultural y social que recrea Molina, de la
idiosincrasia de un país que, seguramente, no la tiene en exclusiva, pero que
no por ello ha dejado nunca de ejercitarla.
Producida en
plena época del destape, no hay que achacar oportunismo a Molina cuando es un
burdel el principal escenario de la película, mostrándose coherentes todas las
escenas de ese talante y nunca mejor fundamentadas las escenas de carne por exigencias del guión; sobre
todo si se cuenta en el reparto con una musa de aquellos años como fue Ágata
Lys.
Molina, austero
y preciso con la cámara, prudente con una fotografía que no quiere destacar
sobre la historia sino subrayar su tenebrismo, y mejor director de sus actores
que de sí mismo –curiosamente tanto sus mejores como sus peores
interpretaciones se encuentran entre las películas que él mismo dirigió; a
veces, creo yo, se equivocó en adjudicarse papeles que no correspondían con su
físico–, consigue rodearse de un plantel de secundarios espectacular, donde no
hay uno que desmerezca. El ascendiente más terrorífico de Molina se destapa en la
representación de cada uno de los crímenes, donde la brutalidad y la frialdad
de la ejecución dejan al Michael Myers carpenteriano
a la altura del betún. Pero no hay terror aquí, sino un melodrama extremo,
cargado de pasiones –bajas y altas– que desembocan en la climática pelea de
gatas entre la Cantudo y la neumática Ágata Lys, que para nada era ficticia y
para nada terminó nunca; aun décadas después –lo sé de buenas y agudas fuentes– María José Cantudo no
tenía olvidado el enfrentamiento real con su adversaria. Los personajes de las
dos actrices representan la lucha de esa España que se prostituye –de manera
real o virtual– contra esa otra que lucha por mantener su dignidad, y que
además lo hacen entre sí, no contra quienes son los causantes de sus penurias,
que asisten al duelo como espectadores desde la barrera en busca de espectáculo.
Naschy cuenta que, durante el rodaje de la escena del enzarzamiento, el
cantante Manolo Otero, por entonces pareja de Cantudo, le susurraba al director
al oído: “¡Déjalas que se zurren bien! Te quedará una escena cojonuda”[1]. También
hay miseria moral, engaño y sufrimiento, como el que Juan Andrés Aldije reparte
entre sus amantes y su propia esposa. El personaje, creyéndose por encima del
bien y del mal, no repara en no poner límite a sus ambiciones, parece que
originadas por sentimientos tan mediterráneos como el orgullo y la venganza,
ambas enfocadas contra la figura de su suegro, nada contento con la pareja de
su hija. En cambio, su socio Muñoz Lopera –interpretado por un José Calvo
enorme– es retratado como un pobre hombre que se ve arrastrado por la ambición
de su amigo “el francés”. A diferencia del siempre altanero Aldije, Lopera, físicamente
derrotado, envejecido, de espalda arqueada y ojeroso, ve en el crimen la única
oportunidad de cumplir el sueño de tener sus propias tierras y alejarse de esa
vida gris e hipotecada. Pese a todo, la mayor víctima moral, que no mortal, de
Aldije –la inocente Andrea/Cantudo– se convertirá a la postre en el elemento
inquisidor, cobrándose lo sufrido con altos intereses. Una digna moraleja para
tan siniestra fábula.
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"
Juan Andrés Pedrero Santos
[1]
Molina, Jacinto: Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo.
Alberto Santos, editor (Madrid, 1997); pág. 122.