Que 1968 fue el año en que “La noche de los muertos
vivientes” (Night of the Living Dead), de George A. Romero, inauguraba la era
moderna del cine de terror es algo que pocos discuten y que se ha convertido ya
casi en un axioma. Por otra parte, era en 1971 cuando Don Siegel dirigía “Harry
el sucio” (Dirty Harry), siendo quien comenzaba a explotar la figura del
francotirador psicópata; un espécimen made
in USA de pura raza. El contexto marcado por ambas películas no hará más
que destacar la importancia y el significado con el que merece ser valorada “El
héroe anda suelto” (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich, como gran testimonio
que es de la evolución de un género, en alguna medida desde fuera del mismo
además; e incluso, por extensión, de los tiempos que estaba a punto de vivir el
mundo del cine en general durante los años setenta.
1.- Peter Bogdanovich
era un apasionado cinéfilo cuya vida había seguido el mismo camino que algunos
de sus más destacados colegas franceses una década antes, donde la pasión por
el Séptimo Arte iba a derivar en el ejercicio de la crítica de cine como paso
previo a la dirección cinematográfica. Reproche recurrente es decir que el cine
de Bogdanovich está encerrado en su impenitente cinefilia, ausente de otras
motivaciones y limitado a esa constante evocación y homenaje al cine clásico
que tanto amaba, incapaz de expresarse a través de ningún otro sentimiento o de
desnudar su intelectualidad más allá de ese propósito y alcance. Sin embargo, de
alguien que en sus mejores tiempos llegaba a ver ocho películas a la semana no
es difícil decir que sí era de su propia vida de la que hablaba en sus
películas, pues –como en el caso de tantos cinéfilos– hasta ese momento había
sido el cine el protagonista absoluto de su existencia. Bogdanovich no tardaría
en reincidir en esa evocación del objeto de su pasión con “La última película”
(The Last Picture Show, 1971); aunque esta vez de manera más tangencial, pues sitúa
una modesta sala de cine de un pueblucho como símbolo del inicio y final de la
historia que cuenta; reflejo asimismo de la decadencia (más moral que física) y
del paso del tiempo. Respecto a “El héroe anda suelto” comparte ese contexto
paisajístico de soledad e incomunicación, con un cierto aire melancólico y
sórdido a la vez; un descorazonador canto al fin de la inocencia en el caso de
“La última película”. Algo que por ejemplo George Lucas también tocó, aunque de
forma más festiva, positiva y carente totalmente de esa sordidez, en su
“American Graffti” (American Graffiti, 1973).
Si fueron los críticos de “Cahiers du Cinéma” –en Francia y
en los años cincuenta–, quienes acercaron a la categoría de autores a tantos
directores clásicos, que incluso respecto a sí mismos sólo se habían
considerado hasta ese instante como artesanos a sueldo de los estudios de
Hollywood –responsables de un trabajo profesional que hacían lo mejor que
podían pero sin sentirse artistas de ningún modo–, fue en la década de los setenta
donde iban a despuntar en los Estados Unidos una serie de directores, luego
venerados por todos, que revolucionarían el cine americano y su industria. Por
un lado iban a tratar los temas de una manera más fresca y muy alejada de los
corsés a los que se había autosometido Hollywood en toda una etapa clásica que
todavía se resistía a perecer y a dejarse arrollar por los nuevos tiempos. Por
otro, abrazaban la consideración de autores
de una forma plenamente consciente y reivindicativa. Ya no eran meros practicantes
de un oficio al que les había llevado el azar o ciertas tendencias artísticas,
sino seres enamorados de un mundo y de una tarea a la que querían dedicar sus
vidas y sus esfuerzos –y, ¿por qué no?, también con el pensamiento puesto en el
lícito anhelo de sacar algo de provecho económico de un mundo que todavía destacaba
por su glamour–.
La nómina de cineastas surgidos en ese nuevo contexto
contaba con nombres como Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Ford
Coppola, William Friedkin, Robert Altman, Arthur Penn, Stanley Kubrick, George
Lucas, Brian de Palma, Peter Bogdanovich,…, es decir, todos los que –salvando
las distancias– tomaron el testigo de aquellos grandes del cine clásico que
eran los John Ford, Fritz Lang, Howard Hawks, Raoul Walsh, Alfred Hitchcock,…;
un justo relevo desde todos los puntos de vista. Esta nueva remesa de supuestos
genios representaba lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood; donde los directores se habían convertido en
estrellas e iban a hacer y a deshacer a su antojo todo el funcionamiento de la
industria del cine americano. Aunque, como en casi todo, también hubo un final;
que llegó cuando ciertos despropósitos presupuestarios dañaron más de lo soportable
las cuentas de resultados de las grandes productoras, puestas como estaban al servicio
de tan prometedores directores;
siendo el caso más flagrante el de “La puerta del cielo” (Heaven´s Gate, 1980),
de Michael Cimino, que con un presupuesto de 44 millones de dólares recaudó tan
solo 1,3.
2.- Contextualizado
el momento histórico en el que Bogdanovich iba a dirigir “El héroe anda suelto”,
es hora de volver sobre su valor testimonial como representación del fin de una era y del inicio
de otra. La película comienza con un ejercicio de metacine, mostrando imágenes
de “El terror” (The Terror, 1963), una producción de Roger Corman –en la
película de Bogdanovich también productor ejecutivo sin acreditar– dirigida
cuando estaba a punto de dar por terminado su ciclo inspirado en Poe con la
realización de “La tumba de Ligeia” (The Tomb of Ligeia, 1964). “El terror”
–que de alguna manera aprovechaba la estela del citado ciclo gótico dedicado al
escritor de Boston– puede ser visto igualmente como un encuentro entre el
clasicismo y esos nuevos tiempos, simbolizados respectivamente por sus dos protagonistas:
la vieja gloria que es Boris Karloff y un juvenil Jack Nicholson (que parece
también intervino en parte en su dirección, aunque sin acreditar). Ambos intérpretes,
indiscutibles iconos cada cual de una época bien diferente.
Con un desconcertante y subyugador sentido mágico, dichas
imágenes se descubren como parte del visionado de esa película de Corman en una
sala de proyección privada, aparentando ser la última película del actor Byron
Orlok (Boris Karloff), cuyo nombre y apellido en la ficción no dan lugar a
equívoco respecto a aquello que intentan evocar: Lord Byron, uno de los
asistentes a la famosa reunión de Villa Diodati, y Orlok, nombre que Murnau dio
a su vampiro en “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens,
1922). Bogdanovich riza así el rizo y eleva al cuadrado esa propuesta de
metacine, como si de un juego de muñecas rusas se tratara; un efecto pensado de
un cinéfilo para otro, con quien poco camino le queda a partir de ahí para
conectar hasta el final. Pese a la obvia pobreza presupuestaria de la película,
existe un evidente y muy serio intento de su director de compensar esas
carencias con unas muy afinadas planificación y edición, que consiguen aportar al
conjunto el empaque que le niegan los escasos medios que también se vislumbran
en cada encuadre.
Dos historias corren paralelas, convergiendo únicamente en
dos momentos; justo al principio y al final del metraje. Y recorriéndolas
asistimos a los últimos días de un profesional del cine que se siente todo un
dinosaurio de tiempos remotos, aun sin rechazar tomarse el asunto con un
irónico humor (cuando aparenta asustarse de su propia imagen en el espejo). Del
mismo modo somos testigos de la caída a los infiernos de quien va a convertirse
en la personificación de aquello que todos vamos a reconocer luego como uno de
los arquetipos de monstruo de los
nuevos tiempos.
3.- Por otra
parte, la sencillez y el minimalismo de paisajes y decorados actúan en una
misma dirección. Ese fondo esquemático sobre el que se desarrolla el argumento
–que en ningún caso creo intencionado sino fruto de la escasez– causa una
sensación de abstracción que recuerda al Jean Renoir de “El testamento del
doctor Cordelier” (Le testament du docteur Cordelier, 1959), donde, como aquí,
los espacios casi vacios y planos concentran la atención sobre los personajes y
multiplican su importancia relativa. Aunque modesto, se trata de buen cine; y
como tal, el continente es más atractivo y sugerente que el contenido, pese a que
éste atesore algunas pocas buenas ideas. Entre ellas la de esa familia de clase
media americana a la que pertenece el asesino, viviendo en una aparente armonía
entre paredes pintadas de color pastel, reuniones familiares en torno a la mesa
del salón o delante de la caja tonta, e inmersa en un simulado equilibrio que
no hace más que esconder frustraciones existenciales y disfunciones emocionales
diversas; cuyo origen se intuye procede del vacío emocional que sufre la figura
de ese francotirador, que bien podría ser, a primera vista, el inofensivo vecino
de al lado de cualquiera de nosotros. Significativo es destacar el título
original de la película: “Targets”, cuya acepción en español es “objetivo”,
“meta” o “diana”. Su sentido, por tanto,
tiene un doble sentido. Por un lado haría referencia a esa (falta de) meta
vital que determina el comportamiento y la penuria de motivaciones del
francotirador; y, por otro, encontramos la obviedad que relaciona, de manera
más pedestre, “diana” con “francotirador”.
De algún modo –eso sí, muy poco definido–, Bogdanovich
censura la falsedad manifiesta del American
way of life; también vista unos veinte años después de manera más detallada
por Oliver Stone en “Nacido el cuatro de julio” (Born on the Fourth of July,
1989), que versa sobre un conflicto bélico impopular y especialmente terrible
como lo fue la Guerra de
Vietnam, con trascendentales consecuencias sociales, y que precisamente estaba casi
en su ecuador durante la realización de “El héroe anda suelto”; sobre la que
inciden subrepticiamente los vapores de las secuelas morales, sociales y
culturales de tan singular momento histórico, aunque aquí sin hacerse explícitos.
Existe así, en cierta manera, el retrato espiritual de una
época; muy circunscrita al territorio físico y psíquico de los Estados Unidos y
a las vivencias que estaba experimentando esa sociedad durante aquellos años.
4.- Volviendo al
tema del metacine, hay una escena que es vital –por reveladora y
extraordinariamente inteligente– respecto al primero de los dos temas fundamentales
que se tratan en la cinta: el traspaso de poderes entre dos diferentes etapas
del cine y la confusión existencial que sufre el villano protagonista. Hablo
del clímax de la narración, cuando el desequilibrado Tim (el francotirador
interpretado por Bobby Thompson) se refugia bajo la pantalla del autocine en
que se proyecta “El terror” –una vez ha sido descubierto y viéndose perseguido–,
donde es acosado por un Orlok (Karloff) que con decisión se lanza a su captura
apoyándose en su bastón de jubilado. En ese lance Tim experimenta lo que casi podrá
considerarse una visión de pesadilla; pues ve, sintiéndose acorralado, como la
imagen de Karloff en la pantalla se le acerca por un lado, y, por el otro,
observa como el auténtico actor emula simétricamente a su personaje en la gran
sabana blanca. Para el espectador, que lo es de las dos historias paralelas (la
del actor en declive y la del asesino en serie), no parece mayor sorpresa; pero
desde el punto de vista del asesino –que ha estado ausente de la subtrama
dedicada al personaje que interpreta Karloff– el desconcierto es mayúsculo y
desasosegante.
La interpretación metafórica de la escena anteriormente
descrita, aunque intuitiva, queda patente ante las palabras que musita un Karloff
cansado mientras contempla al vencido y humillado criminal, ya en manos de los
agentes de policía: “Estos son los monstruos que dan miedo”. Él, que tanto en
la vida real como en la ficción simboliza a los monstruos creados a partir de
la fantasía –aquellos que protagonizaron el ciclo terrorífico de la Universal en los años treinta y
(aunque menos) en los cuarenta–, ve llegar su definitivo declive desplazado por
nuevas representaciones de la maldad, más tristemente cercanas a la realidad
que las que él personificó: dementes y serial
killers de toda especie que azotarán las pantallas tomadas por el cine de
terror desde mediados de los setenta, con “La matanza de Texas” (The Texas
Chainsaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, como principal exponente –previo al boom del subgénero que disfrutaríamos durante
la década de los ochenta–; no obstante con ascendientes tan sonados e
influyentes como “M, el vampiro de Dusseldorf” (M, 1931), de Fritz Lang, “El
cebo” (Es Geschah am Hellichten Tag, 1958), de Ladislao Vajda, o “Psicosis” (Psycho,
1960), de Alfred Hitchcock, por poner algunos de los ejemplos más vetustos.
5.- Citaba al
principio “La noche de los muertos vivientes” y “Harry el sucio”. Ambos son
ejemplos de hacia dónde iba el cine de género a partir de la década que las vio
nacer. Un cine que se descubrirá cargado de cinismo y falto de pudor respecto a
todo lo que había acontecido previamente, siendo increíble darse cuenta hasta
qué punto Bogdanovich utiliza el argumento de “El héroe anda suelto” para
articular un discurso racional, esclarecedor y visionario; tan tierno como
melancólico.
Juan Andrés Pedrero Santos
PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE".
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