Walter
Hill es un cineasta que será recordado por el primer tercio de su carrera, sin
duda ninguna el mejor con diferencia y el que recoge su íntegra personalidad
como autor, luego en parte perdida; Driver (The Driver, 1978), Los
amos de la noche (The Warriors, 1979), Límite: 48 horas (48
Hrs., 1982) y Calles de fuego (Streets of Fire, 1984) serán las películas que
harán que pase a la historia, no otras. Como en los buenos westerns, rebosantes están todas ellas de mitología; en su caso es una mitología en régimen
de adopción por la que navegan sus historias, inmersas en un mundo habitado por
personajes estoicos, outsiders, antihéroes
y villanos. Sus protagonistas son individuos con un pasado del que uno intuye
no deben sentirse muy orgullosos y con un futuro que tampoco se presenta
prometedor. Ante esto el presente es lo único que les queda, sometidos como
están a duras pruebas de desenlaces inciertos, a las que se enfrentan con las
armas que tienen, confiando en que lo que hacen y el modo en que lo hacen es el
único y pertinente rumbo a seguir. Aunque en cierta manera sus vidas y sus
quehaceres están más cerca de la marginalidad o de la ilegalidad que de lo que
se supone es la norma, las decisiones que toman respecto al problema que se les plantea tienen mucho que ver con una
idea moral de la justicia, y sobre esas premisas definen su forma de actuar. En
cierta medida sus tribulaciones también son viajes iniciáticos, pues sus
aventuras conllevan un viaje interior que les ratifica en lo que ya son a la
vez que les modela, tras el cual verán reconocidos unos méritos que hasta
entonces les eran negados. Son personajes que viven historias donde las relaciones
entre los distintos individuos se plantean como un enfrentamiento muy masculino
–visto desde el tópico– a partir del que lograrán que se acerquen posturas, que
se desvele la honorabilidad de cada cual y, por el camino, se resuelvan
intrigas e indefiniciones personales que hasta ese momento no estaban del todo
claras. Un viaje que, en definitiva, les hace crecer.
Aunque
Walter Hill ha dirigido tres westerns
reales, Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), Gerónimo,
una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (Wild Bill,
1995), se le han dado mucho mejor los westerns
falsos, aquellos en los que se asume la mitología genérica como norma de
funcionamiento, pese a que se sitúen en un tiempo y en un lugar diferentes a
los generalmente aceptados para el género. Hill, de ese modo, rechaza la
naturalidad y opta por la pose –ciñéndonos específicamente a esa parte de su
filmografía, la más interesante, anterior a su incomprensible incursión en la
comedia con El gran despilfarro (Brewster´s Millions, 1985)–, a cuyos
fueros volverá de una manera más descafeinada con sus últimas incursiones en el
thriller de acción. Se trata de la misma pose que siempre ha alimentado al western –ya sea el clásico o su deriva mediterránea–,
donde el tipo duro, como la mujer del césar, no sólo tiene que serlo sino
también parecerlo, y es esa una actitud que debe trascender tanto de su forma
de hablar como de su forma de moverse o de su indumentaria. Como en la vida
real, la pose es un código, una forma de adelantar al espectador quien es, como
es y a qué se dedica aquel a quien se está observando o que busca ser mirado;
además de hacernos intuir cual deberá ser su comportamiento ante cada situación.
El código es una forma de comunicación, puede que no exenta de cierta violencia
expresiva, por llamarlo de alguna manera, pues se obliga al receptor del
mensaje, aun sin que éste busque ese objetivo, a darse por enterado de aquello
que se le quiere transmitir. De algún modo esa exteriorización forzada de la
información que contiene la pose funciona como advertencia, pero también como
una forma de exhibicionismo. Cualquiera de los pandilleros de los diversos gangs de Los amos de la noche
utiliza su indumentaria para sentirse íntimamente integrado en un grupo, así
como para definirse externamente como miembro del mismo y, a su vez, para
diferenciarse de los componentes del resto de tribus urbanas. La misma dinámica
hace suya la banda de violentos rockers
llamada “Los bombarderos”, liderada por un icónico Raven Shaddock (Willem
Dafoe), quienes cumplen su función dentro de este western convertidos en el equivalente a una tribu de indios
renegados. La presentación precisamente de Raven y de sus compinches al
comienzo de Calles de fuego es un buen ejemplo de cómo también la narrativa
cinematográfica puede utilizar la afectación como un concepto que transmite información,
rotunda y precisa pero de una forma sintética. Mientras la cantante Ellen Aim
(Diane Lane) está dando un multitudinario concierto, la forma ceremonial en la
que llegan los motoristas, sus pantalones y cazadoras de cuero negro, su
entrada en el local, el contraste de sus siluetas petrificadas –a contraluz,
entre el humo y las sombras– respecto a los brazos en alto dando palmadas del
resto de enardecidos asistentes al espectáculo, transmiten con su puesta en
escena una riada de información y, además, componen una preciosa idea visual.
Calles
de fuego, que se
debe interpretar como un western
urbano –de esos que tanto gustaban a John Carpenter–, como se suele decir para
diferenciarlo del western de toda la
vida, no es tampoco un musical en sentido estricto, pues no abraza sus códigos
en ningún modo, pero sí aprovecha su argumento con estrella del rock de por
medio para que el público disfrute de unas muy buenas canciones y actuaciones
que enriquecen la estupenda y trepidante aventura que es la película. Un argumento que, como su forma de
expresarse, también tiene mucho de western.
Si tenemos en cuenta el esquema que defiende María Dolores Clemente Fernández
en su estudio académico “El héroe del western. América vista por sí misma” –Editorial
Complutense (Madrid, 2009), pág. 87–, encontramos en muchas de las grandes
muestras del género una estructura dividida en cuatro partes muy bien
diferenciadas: «1) daño; 2) persecución de los agresores; 3) reparación; 4)
castigo de los malvados», que Hill repite aquí como lo hizo antes en Los
amos de la noche y en Límite: 48 horas –sus otros dos
mejores westerns encubiertos–, y que
en todos los casos funciona como un reloj y es la base del buen ritmo que las
caracteriza. Como otros western
posteriores a la etapa más clásica de ese particular género –definitivamente
debemos asumir que Calles de fuego pertenece al mismo– tiene mucho de crepuscular.
Todo en ella indica que retrata el fin de una época dentro de ese mundo
atemporal y anónimo que representa, donde ha habido cambios, donde ha habido
guerras de las que los soldados ya vuelven, empero sin saber muy bien hacia
donde ir –Tom Cody y McCoy (Amy Madigan) eran antes soldados, ahora cuerpos
errantes–, donde el aspecto de las calles delata una economía del bienestar que
conoció mejores momentos, como muy bien dibuja todo el diseño de producción.
Enmarcada
en un tiempo y en un lugar indeterminados, a medio camino entre un escenario de
ciencia ficción y el de la sociedad americana de los años cincuenta, a la que
ostensiblemente alude gran parte del vestuario, de los vehículos, del
mobiliario urbano y demás, el guión –también escrito por Walter Hill– nos
cuenta el rapto de Ellen Aim (Diane Lane), una estrella del Rock & Roll,
por parte de una banda de motoristas, cuyo único fin es que su cabecilla, Raven
(Willem Dafoe), se divierta con ella una o dos semanas. Una de las admiradoras
de la cantante llama a su hermano, Tom Cody (Michael Paré), un antiguo novio de
la secuestrada –el arquetipo de chico guapo, duro y rebelde que siempre anda
metiéndose en líos– para que intente rescatarla. Éste acepta la misión sin
saber muy bien si lo que le motiva de ello son los diez mil dólares que le pagará
el actual novio y manager de su ex (Rick Moranis) o por el amor hacia con quien
antaño mantuvo una relación tan pasional como tormentosa. La misión:
introducirse en el territorio de “Los Bombarderos”, entrar en su guarida a
tiros, liberar a Ellen y salir de allí lo antes y lo más entero posible; luego,
a esperar acontecimientos, seguro que nada agradables. Todo se complica cuando
los egos de machos de Tom y Raven se encuentran, chocan y convierten el asunto
en un tema personal entre los dos.
No
existen en Calles de fuego grandes
mensajes, más bien no hay ninguno, incluso es previsible en su devenir, pero sí
hay una recreación directa de la intensidad vital de sus personajes, de sus
vivencias más epidérmicas e íntimas, que son las verdaderamente importantes; y,
sobre todo, mucha simpatía. Como el “Snake” Plissken de Carpenter en 1997:
rescate en Nueva York o el “hombre sin nombre” de Leone, nuestro Tom
Cody (un nombre que evoca al cine del oeste por los cuatro costados) será muy
consciente de su marginalidad social, pero también lo será de una superioridad
moral que, más que hacerle libre –pues precisamente su comportamiento suele
llevarle entre rejas más que a ningún otro sitio– son un síntoma de su verdadera
libertad. Algunos hablarían de un tono “en clave de cómic” para definir la poca
profundidad dramática de Calles de fuego,
al igual que de su supuesto adocenamiento plástico, al corresponderse muchas de
sus imágenes con lo que podía verse en aquel boom del videoclip de los años ochenta –década a la que pertenece la cinta–;
yo quiero interpretarlo como una necesidad de ser una digna hija de su tiempo.
Y
no les falta razón, en parte, a aquellos si tomamos su idea para definir la
estética que la cinta hace suya: la de videoclip,
cosa que efectivamente son cada una de las actuaciones musicales a las que
asistimos durante el metraje, sin tener necesidad alguna de verse integradas en
el conjunto de la película para su perfecta comprensión. Tanto las elegantes
actuaciones de Ellen Aim como las más salvajes del garito sede de “Los
Bombarderos” no defraudan desde un punto de vista musical y escénico. Además
sirven para identificar dos mundos distintos. Por un lado están las populosas
veladas que ofrece la cantante protagonista de mano de su manager, en una sala
de conciertos donde el público venera a quien trata como a una diosa,
poniéndose a sus pies. Sin embargo, las actuaciones del menos engalanado “Torchy´s”
muestran una actitud muy distinta de la relación entre el público y sus
artistas. Por un lado vemos al sudoroso cantante de piezas mucho más hard que las que interpreta Aim, eso sí,
en un ambiente más primario y genuino que el que frecuenta aquella, mientras
una sexy bailarina encandila a una parroquia llena de tupés y cueros negros por
doquier, una audiencia cuya admiración por los seductores movimientos de la gogó
va por un camino muy diferente al que siguen los espectadores de la solista
interpretada por Diane Lane.
Aunque
hay evidentes ecos a Centauros del desierto (The
Searchers, 1956, John Ford) en lo argumental –la tribu del jefe Cicatriz, casi
en un tono de cine de terror, raptaba a una niña matando a sus padres y
convirtiendo el rescate de ésta en el hilo conductor del resto de la trama–, no
recoge de ella el dramatismo personal e intransferible de muchas obras de Ford.
Por el contrario, el dramatis personae sí
recoge el testigo de otro westerniano
de pro, como es Howard Hawks, con el que tiene en común la existencia de un
grupo heterogéneo, una misión común, la jovialidad –más que humor– siempre
presente, y un final en el que dos personajes muy diferentes y casi
incompatibles en cierto modo –Tom Cody, todo un rompecorazones, y una McCoy que
se presume lesbiana según muchas claves implícitas–, tras varias vicisitudes
compartidas, se ven unidos a la búsqueda de nuevas aventuras y de un futuro no
por incierto menos cargado de buenas vibraciones. Tal cual les sucedía a Rick (Humphrey Bogart) y al capitán Renault
(Claude Rains) en la secuencia final de Casablanca (Casablanca, 1942.
Michael Curtiz); una evocación que ya utilizó John Carpenter varias veces, como
en el caso de Vampiros de John Carpenter (John Carpenter´s Vampires, 1998) y Fantasmas
de Marte de John Carpenter (John Carpenter´s Ghosts of Mars, 2001).
Juan Andrés Pedrero Santos
(Texto originalmente publicado en SCIFIWORLD MAGAZINE)
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