Cuando Stephen King (Maine, 1947) recibía a principios de 1973 un adelanto de 2.500 dólares por la próxima publicación de su primera novela, “Carrie”, no imaginaba cómo iba a cambiar su vida en un futuro cercano, dedicado por entonces a subsistir con lo poco que ganaba escribiendo algunos relatos de género para revistas masculinas, sus 6.400 dólares anuales de salario como profesor de lengua en una escuela pública y el sueldo que recibía su mujer sirviendo cafés en un Dunkin´ Donuts; ingresos que únicamente le permitían vivir en una caravana sin teléfono –acceder a esa tecnología hubiera sido todo un lujo– y sólo a un paso de necesitar la ayuda social del gobierno. “Carrie” se publicaba en 1974, y dos años más tarde ya se estrenaba la que iba a ser la primera de las muchas adaptaciones cinematográficas que las novelas de King han merecido durante su larga, exitosa y todavía inacabada trayectoria literaria; un auténtico filón para el cine y para su bolsillo desde entonces.
Carrie (Carrie,
1976, Brian De Palma) nos cuenta cómo la llegada inesperada de la primera regla
supondrá el detonante y el amplificador de los poderes telequinésicos de una
joven que vive reprimida por el fundamentalismo religioso de su madre. La
primera menstruación en la pubertad y su exteriorización necesaria a través de
la sangre –con las connotaciones inquietantes originadas por la presencia de
esta– es sin duda una temática muy sugerente dados los cambios y conflictos que
la acompañan, más allá de suponer la culminación del desarrollo biológico de la
mujer. Su llegada conlleva tanto la capacidad de la mujer de convertirse en
madre como su apertura plena al mundo de la sexualidad, dejando definitivamente
atrás la infancia desde un punto de vista estrictamente fisiológico. Asimismo no
es menos importante ese nuevo reto vital derivado de la renovación de los
parámetros que regirán su relación con el entorno y consigo misma. En
compañía de lobos (The Company of
Wolves, 1984, Neil Jordan) trata esta misma temática extremando las
posibilidades metafóricas a las que se presta, recreando con un tono tan naif
como morboso la lectura presente en el primigenio cuento de tradición oral y
origen europeo “Caperucita roja”, luego ampliada con la inspiración en la más
elaborada simbología de las interpretaciones literarias posteriores, llevadas a
cabo por Charles Perrault y los hermanos Grimm. King y De Palma recorren un
camino distinto al de Jordan, cuya aportación es ofrecer un andamiaje
fantástico, pleno de alegoría, con el que articular un rico retrato abstracto de
ese enfrentamiento de la mujer a la edad adulta y del ajuste requerido en su
relación con el género masculino. Lo que hace De Palma es tomar esa primera
menstruación de Carrie (Sissy Spacek) como excusa solvente y trampolín desde el
que acometer otros objetivos; esto es, como núcleo central y de partida desde
el que elaborar un discurso más moderno y polisémico, si se quiere menos antropológico,
en el que la violencia jugará ese papel catalizador de tensiones,
contradicciones y frustraciones habitual en el cine del director de New Jersey;
así se justifica su presencia en Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980), El
precio del poder (Scarface,
1983), Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, 1987), Corazones de hierro (Casualties of War, 1989), Atrapado
por su pasado (Carlito´s Way,
1993) o Redacted (Redacted,
2007), sin ser las únicas donde ese elemento está presente. Una violencia que
no sólo se puede ejercer por la fuerza de las armas, sino también con la
imposición religiosa que esclaviza a Carrie, con el constante desprecio de sus
compañeras, con la felación con la que Chris (Nancy Allen) obliga a Billy (John
Travolta) a auxiliarla en sus propósitos o con la fuerza destructiva de la
naturaleza en que se convierte igualmente Carrie.
La elegancia y el sentido de la medida en la
puesta en escena de todos los temas que Carrie saca a colación elevan su importancia
con el conocimiento postrero de las características que definen a su director,
cuyo demostrado singular apego al exhibicionismo técnico (en cierto modo,
quizás una forma de exhibición intelectual de sí mismo) es capaz de convertir
la forma –elemento esencial en el cine como modo de expresión– en protagonista
y parte del contenido de sus historias. La riqueza de Carrie reside en la manera
tan acertadamente sutil utilizada para tratar los diversos subtextos que se
generan a lo largo del relato; algunos con lecturas que trascienden de aquella
que debe tomarse como prioritaria, por principal, obvia y universal, pues el sano
y necesario ejercicio de contextualizar la cinta en el momento histórico al que
pertenecen tanto la película como la obra literaria que adapta arroja resultados
cuya valoración, aunque coyuntural, no es gratuita y no debe dejarse de lado.
Algo que no sucede en el innecesario aunque válido remake dirigido en 2013 por Kimberly Peirce –si la elección de una
mujer como responsable del mismo estaba premeditada no parece haber quedado
rastro que lo justificase–, pues, pese a que la literalidad del argumento es la
misma en ambas versiones, ni están presentes los atributos que destacan a De
Palma, ni la pretendida actualización que supone –que no reinterpretación– atesora
la misma riqueza que la cinta protagonizada por Sissy Spacek adquiere gracias a
esa perspectiva histórica, preocupada como está la directora de la nueva
versión por seguir fielmente el esquema argumental previo entregado por su
antecesor, empero poniéndose al servicio de una producción que no duda en sobredimensionar
el alcance de los efectos especiales en un intento de ponerlos al día –como si
eso fuera una obligación per se–,
confundiendo al personaje de esta nueva Carrie, interpretada por la prometedora
Chlöe Grace Moretz, con el Magneto de los X-Men, sin siquiera conceder a la
audiencia el beneficio de la duda respecto a su propia capacidad de valorar en
lo que vale la moderación y la justedad de ese apartado técnico, desenfocando
de ese modo el análisis más adecuado que merece la historia que nos quiere
contar. No obstante, ese parcial mimetismo irreflexivo puesto de largo en el remake no hará sino dotar de
artificialidad esa nueva visión, dejándola huérfana del alma que sí puede
percibirse sobradamente en la adaptación de De Palma; carencia que convierte esta
revisión en un cuerpo (en parte) inerte, eso sí, cargado de muy buenas
intenciones.
La montaña rusa a la que se enfrenta Carrie
comenzará el día que el denso líquido escarlata fluye desde su cuerpo,
recorriendo sus piernas y empapando sus manos mientras toma una ducha
purificadora en los vestuarios de la high
school, ese otro microsistema tan explotado por el cine norteamericano como
reducto temporal donde solventar (o no) los primeros conflictos. El vivo
ejemplo de esa construcción de contenido a partir de la forma, antes citada, es
el acercamiento de la cámara de De Palma hasta la actriz en la segunda
secuencia, avanzando en cámara lenta entre los lozanos y poco pudorosos cuerpos
desnudos de las compañeras de clase de nuestra protagonista. Todo termina en un
plano de detalle que recorre un cuerpo femenino, el de Carrie, cuyos atributos
se muestran esquivos a ser fotografiados. Ese alborozo e indiferencia a la
exposición de sus cuerpos de las otras chicas contrasta con el ensimismamiento
demostrado por Carrie en la limpieza de su anatomía, muy capaz de evocar un
tímido ejercicio de onanismo. Hasta ese instante ella creía conocer el mundo,
entenderlo de la determinada manera impuesta por su madre. Pero tan sorpresivo
descubrimiento hará explotar un humillante incidente cuya responsabilidad última
recaerá sobre quien, creyendo protegerla, no hace sino convertirla en un
monstruo –un friki en toda regla,
valga la expresión, según la literal actualización terminológica utilizada en
el remake–. El incidente y los
poderes revelados forzarán a Carrie a replantearse todo, lo que está bien y lo
que está mal, lo que debe hacer y lo que no, y a actuar en consecuencia. Pero «un
gran poder conlleva una gran responsabilidad», y, creyendo falsamente hacer de
la necesidad virtud, verá como la utilización desbocada de sus poderes
telequinésicos serán insuficientes para demostrar que el entorno no es más
fuerte que ella, pues éste, implacable, hará que todo aquello que Carrie creía
haber conquistado se desmorone en un instante, justo a la velocidad en que un
cubo de sangre de cerdo se vacía sobre su cabeza. Una escena presentada en su
totalidad en cámara lenta, subrayando así el espacio virtualmente onírico sobre
el que subyace. Cuando el contenido del cubo, estratégicamente colocado, cae
sobre la recién elegida reina del baile, el ralentí continúa pero pierde el
acompañamiento musical que traía, trocándose la escena en fantasmagóricamente silente,
excepto por el sonido del cubo al caer. Esa puesta en escena representa, en su
primera parte –convenimos que la caída del cubo es su línea divisoria–, la abrumadora
felicidad de la chica, para pasar, tras el baño de sangre, a identificarse con
el mundo de locura e irrealidad que asola la mente de Carrie en ese punto,
cuyos pasos a través de la sala, ensangrentado todo su cuerpo, parecen
desplazarla levitando como un alma en pena.
Más complejo que su remake, este Carrie de De Palma es varias cosas a
la vez. Es una crónica abstracta de cómo la sociedad norteamericana de los
setenta perdía la confianza en el american
way of life, esa supuesta guía hacia el idealizado estado del bienestar simbolizado
por las dulces imágenes de los tranquilos barrios periféricos de las grandes ciudades
norteamericanas, hábitats naturales de las clases medias huidas del hostil centro
de la urbe moderna, con sus calles limpias y ordenadas, sus aceras flanqueadas
por cuidados céspedes y bonitas y grandes casas colmadas de electrodomésticos
con los que hacer la vida más agradable; lugares, en definitiva, donde disfrutar
del sueño americano. Un estereotipo incansablemente difundido por el cine
fantástico americano sobre todo desde finales de los años setenta, convertido
en ese lugar común sobre el que atraer todo tipo de elementos distorsionadores
de la confortable rutina que representa, ya sea en forma de ubicuos
psychokillers –La noche de Halloween (Halloween,
1978, John Carpenter)–, sucesos paranormales –Poltergeist. Fenómenos extraños
(Poltergeist, 1982, Tobe Hooper)– seres
de otro planeta –E.T. El extraterrestre (E.T
the Extra-Terrestrial, 1982, Steven Spielberg)–, lentas pero decididas
metáforas –It Follows (It Follows,
2014, David Robert Mitchell)– o iracundas adolescentes pecosas con destructivos
superpoderes. Ese es el estilo de vida al que tenemos acceso cuando la enloquecida
progenitora de Carrie (Piper Laurie) visita la casa de Sue (Amy Irving) para practicar
proselitismo de su retorcida interpretación de la Biblia y recibir el desprecio
que merece. Tan lustroso vecindario tiene su contrapunto en la atmósfera cuasi gótica
del interior de la casa donde viven Carrie y su madre, un lugar sucio, sombrío
y plagado de simbología religiosa, donde cuentan con un cuarto oscuro/capilla
donde ayudar a la joven a redimirse de sus pecados. Un tenebroso lugar que representa
lo que hay debajo de la confortable epidermis que se nos quiere mostrar de
América. Y conectando uno y otro extremo encontramos la vergüenza perdida con
el caso Watergate y la sangre derramada en Vietnam, en los conflictos raciales,
en el magnicidio de J.F. Kennedy o en el asesinato de Martin Luther King; pedazos
de un sueño roto surgidos de una realidad revelada, perturbadora y difícil de asumir.
Pero Carrie también es la crónica trágica
de ese eterno conflicto del adolescente con su entorno. La pubertad es un
territorio de incomprensión, de rebeldía contra la autoridad, de búsqueda, de
temores, inseguridades y frustraciones, donde a veces la mejor opción es esconderse
siendo tragado por la tierra; anhelo que Carrie consigue literalmente. Un ánimo
que no dudará en alternarse con momentos donde uno cree ser capaz de comerse el
mundo –o de prenderle fuego, tanto da– en un intento vano de imponer una pretendida
singularidad a través del rechazo de esa otra mediocridad que se nos ofrece
como modo de vida pret-a-porter. Carrie,
a la postre y adelantándose a esa estandarización y asunción de la norma de la
que es tan difícil escapar, implora por sentirse uno más del rebaño, como una
chica que sólo aspira a ser normal en
contra de los deseos de su madre, para quien la normalidad es el camino más directo
y expedito hacia el infierno. Su máximo sueño es formar parte de ese mundo de
color de rosa por el que también suspiraba la peripatética Audrey (Ellen
Greene) de La tienda de los horrores (Little
Shop of Horrors, 1986, Frank Oz) en sus aburguesadas ensoñaciones,
evocadoras de esa publicidad en colores pastel de los cincuenta, que abogaba precisamente
por la consecución de una familia y un hogar tan estereotipados como las antes
mentadas barriadas que esa clase media estaba destinada a poblar. Un destino
cuyo primer paso para todo joven de bien es la asistencia al baile de
graduación; prematura y ficticia inauguración oficial de la entrada en el mundo
de los adultos. Una celebración colectiva, estrictamente codificada, símbolo y
recreación de ese mundo ideal soñado al que Carrie, pese a su poca popularidad,
conseguirá ser invitada por uno de los chicos más apuestos del instituto. Un
acompañante que en realidad es el novio de Sue, la única de las compañeras de
Carrie dispuesta a enmendar la humillación en la que participó, quien pretende
acallar la voz de su conciencia con la cesión temporal en usufructo de su
prometido. Y como alegoría del destino de ese mundo perfecto, en un escenario
similar al del “Baile del encantamiento bajo el mar” en el que Marty McFly se
afanará por unir a sus padres para reconstruir el futuro tal y como estaba
escrito, la celebración se convertirá en una ratonera mortal cuyo clímax se
expresará con la misma violencia que los sucesos históricos que truncaron la
cara más alegre de América.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.