domingo, 5 de marzo de 2017

EL LABERINTO DEL FAUNO (2006, Guillermo del Toro)




Muy propio es del cine de Guillermo del Toro distraer sutilmente la atención de lo que en apariencia es el foco elegido por el cineasta sobre el que contarnos algo, para terminar, sin embargo, hablándonos de otra cosa muy diferente, siempre con un alcance más universal que aquello que resaltaba en la superficie. Sin más pretensión que describirlo, sin duda es un buen ejemplo de cine de autor. Pero no se trata de un ejercicio de dispersión inconsciente, producto tan solo de intereses latentes que afloran involuntariamente del trabajo de un artesano a sueldo, como la canónica política de los autores estableció en los años cincuenta en esa Francia que descubrió a los grandes genios del cine americano. Ni mucho menos; en el caso del mexicano siempre estaremos ante una propuesta intencionada, a cuyos efectos, mecanismos y resortes han precedido meses, sino años, de estudio, preparación y reflexión. Su objetivo con tan recurrente pericia es demoler las expectativas preestablecidas acordes con la piel del relato como un modo de llamar la atención sobre el verdadero contenido, la profundidad de sus vísceras, ninguneando los lugares comunes que por su propia inercia han terminado por perder, quizás no todo, pero sí gran parte de su significado, reinventando esa epidermis ya casi invisible ante cualquier intento de aprehensión automática de su sustento, convertida como ha quedado en un mero cliché.

Dicho sea de paso, esa cualidad de acopiar entrelíneas un relato diferente a la literalidad del texto más evidente define la misma esencia del género fantástico, del que Guillermo es demostrado embajador. Desde otro punto de vista, igualmente se puede defender que el director insiste en contar siempre la misma historia aun vistiéndola de ropajes diversos. Más aun si se toma como referencia la propia opinión que tiene Del Toro sobre el cine de Hitchcock, una de sus grandes debilidades, del que dice dirigía siempre la misma película; del mismo modo que Pierre-Auguste Renoir (padre del director Jean Renoir) mantenía la idea de que todo pintor pinta siempre un mismo árbol durante toda su vida, anécdota a la que repetidamente ha hecho referencia Del Toro. Sin duda, mucho de eso hay en el discurso del de Guadalajara, en cuyo cine devienen como recurrentes concretas temáticas de fondo, una paleta cromática identificable en su autoría, así como esas similares influencias artísticas, preocupaciones éticas y relaciones humanas entre personajes que se confabulan para parametrizar lo que define el cine del tapatío. Elementos que Del Toro integra en escenarios dispares finalmente siempre arrastrados hasta su territorio espiritual, ya sea «la tienda de un anticuario mexicano, las alcantarillas de Nueva York, la bodega de un colegio para niños huérfanos y abandonados durante la Guerra Civil española, las callejuelas oscuras de Praga, localizaciones de nuestra posguerra o el cuartel general de unos robots gigantes»[1]; en cualquiera de ellos el goticismo ético y estético encuentra su justo lugar y razón de ser.

Ambientada en los albores de nuestra posguerra, El laberinto del fauno (2006) pretende ser la segunda película de una proyectada trilogía “española” iniciada con El espinazo del diablo (2001) y que «si la vida, la salud y las circunstancias lo permiten»[2] –dice Del Toro– finalizará con la que llevará por título 39-93. En El laberinto del fauno fantasía y realidad se confunden sin establecer límites precisos, al menos desde el punto de vista de quien nos guía a través del relato: Ofelia (Ivana Baquero), pues en la visión del resto de personajes no existe asomo alguno de algo que no sea la más cruda realidad. Y es que lo que se establece entre los dos universos a los que accede Ofelia no es un contraste –como pudiera sobreentenderse a priori en un enfrentamiento entre realidad y fantasía–, dado que, cada uno desde una perspectiva diferente, ambos espacios son siniestros por igual. Muy al contrario, existe un paralelismo en cuanto a esa condición siniestra de la vida “real” de Ofelia –su madre ha contraído segundas nupcias con un despiadado y brutal capitán del bando fascista, padre del que será su segundo hijo y destinado al frente de un destacamento militar cercano a un reducto de maquis– y el mundo fantástico colmado de seres extraordinarios al que queda vinculada la niña, nunca sabremos si durante sus estados de vigilia o durante el sueño –un enigma que enriquece enormemente la película–, cuyo detonante parece haber sido la combinación de ese innato mundo interior de la muchacha y la proximidad de una sugestiva, extraña y arcaica construcción laberíntica en ruinas, cuyo lejano origen todo parece situar en una cultura pagana harto incongruente dentro del territorio de nuestra península, lo que potencia aun más la capacidad fabuladora de la anécdota.

No es difícil hermanar El laberinto del fauno con los cuentos de hadas. Pero las cosas no son del todo lo que parecen, y es viable intuir los esfuerzos del realizador en pos de confundirnos con esa condición ambigua del relato. Según el prestigioso psiquiatra infantil Bruno Bettelheim (1903-1990) «el cuento [de hadas] embarca al pequeño en un viaje hacia un mundo maravilloso, para después, al final, devolverlo a la realidad de la manera más reconfortante. [...] Cuando la historia termina, el héroe vuelve a la realidad, una realidad feliz pero desprovista de magia»[3]. Efectivamente, en El laberinto del fauno hay hadas, faunos, bosques encantados, ogros, sapos gigantes, laberintos, un rey, una reina y una supuesta princesa, elementos todos ellos con los que no se requiere de mucho esfuerzo para identificarlos con todo aquello que configura la escenografía y el dramatis personae de un fairy tale cualquiera. Sin embargo, un análisis menos superficial nos aclara que estamos muy lejos de estar frente a eso. En esa extrañeza reside cierto poder de subversión y una capacidad para hacernos sentir como novedosa una historia trillada, pues, como es habitual en el cine de Guillermo, se utilizan parcialmente unos códigos muy populares, como son los simbolismos propios de ese subgénero literario supuestamente consagrado a audiencias infantiles, para dislocarlos desde dentro y forzarlos a construir otro muy diferente subtexto.

Por definición un cuento de hadas tiene un final feliz, transmite una enseñanza, aporta un punto de vista optimista en la resolución de un problema que, en principio, debemos relacionar siempre con las inquietudes y traumas a los que se enfrenta el niño durante su desarrollo físico e intelectual, asumiéndose la presencia de símbolos muy primarios capaces de sugestionar el inconsciente del niño y de hacerle interpretar la historia en un nivel de entendimiento que ya los adultos tenemos en parte olvidados. Más Del Toro, en su búsqueda constante de revisar el género sin contradecirlo, comienza la historia por el final, con un plano donde es complicado ver alguna suerte de feliz desenlace: Ofelia, tirada en el suelo y agonizante, sangra por su nariz mientras una voz femenina en off tararea una nana. El retroceso sobre sus pasos del reguero de sangre hasta desaparecer en el interior de las fosas nasales de la niña nos indica claramente que la historia que se nos va a contar es un flashback del que no da lugar a engaño el trágico final que ya se nos está dando a conocer y que, por lo tanto, determina la percepción del conjunto de la historia que a continuación se nos ofrece. Contradiciendo la cita anterior de Bettelheim, no solo el final dista de ser feliz, sino que el cierre de ese círculo que abre el aviso que lanzaba al viento el primer plano de la película sumerge directamente a Ofelia en un mundo cuyo origen desconocemos con claridad si se vincula con lo fantástico o reside en ese último momento vivo de su imaginación antes del óbito, tras el que desaparecer física y espiritualmente para siempre.

Del Toro incide en la cualidad fantástica que quiere insuflar al relato más allá de verse forzado por el enfoque que supone convertir a Ofelia en el hilo conductor del mismo. Será el punto de vista de un insecto palo, luego convertido en hada a ojos de la niña, quien nos acompaña tras el convoy que lleva a madre e hija hasta el que deberá ser, de momento, su nuevo hogar. Y ese no es sino otro que el destacamento donde el capitán Vidal (un contundente Sergi López) vive en pleno esfuerzo por conseguir convertirse en digno relevo de su fallecido padre, también militar, aquel que «estrelló su reloj contra el suelo para que constara la hora exacta de su muerte, para que su hijo supiera cómo muere un valiente». Siguiendo ese modelo, Vidal anhela que su hijo nazca en «una España limpia y nueva» donde se desmantele la ingenua idea de que todos somos iguales. El soberbio capitán mostrará su extrema crueldad pasados tan solo unos quince minutos de metraje, cuando, a golpes con el culo de una botella de vino, destroza salvajemente la cara de un joven en presencia de su padre, a quienes luego acribilla sin más contemplaciones bajo la acusación de congeniar con “los rojos”, cuando únicamente estaban dedicados a cazar conejos. Conviven así la trágica realidad con un mundo de hadas que no es tan idílico como se pudiera pensar (ya lo apuntaba antes), sino que se representa como un mundo oscuro, húmedo y hostil, poblado de seres extraños, en general poco amigables, como un sapo gigante o el Hombre Pálido, donde incluso ese fauno amigo de las sombras (como el Hombre Pálido interpretado por Doug Jones), en principio galante, mostrará su ira cuando Ofelia fracasa en una de las pruebas que se le propuso con el fin de verla convertida en princesa si conseguía superarlas. Ese mundo subterráneo, alegoría (o no) del subconsciente de la niña, será el lugar donde esta tratará de acceder a su más intenso deseo: reunirse con sus padres en un mundo alejado de esa maldad que vive instalada en la realidad.

La España que pinta Del Toro –que se puede extrapolar a cualquier otro lugar conocido– es un lugar violento, pero el artista no cae en el recurso facilón de condenar la violencia per se, no la juzga, sino que modula su aceptación en función de sus fines. Despreciable es cuando Vidal asesina a padre e hijo en el episodio antes relatado, cuando tortura a El Tarta para obtener información, cuando dispara por la espalda al doctor Ferreiro (Alex Ángulo, ya tristemente fallecido) o cuando abandona moribunda a su hijastra Ofelia con un disparo en el estómago; pero es reconfortante cuando la utiliza Mercedes (Maribel Verdú en la mejor interpretación que le conozco) para acuchillar en espalda, pecho y rostro al desalmado capitán (con cuya terrible herida en la boca parece querer hacer un guiño al Joker enemigo de Batman), o cuando el hermano de aquella, líder del grupo guerrillero, ejecuta fríamente a Vidal a la salida del laberinto con su bebé en brazos. A diferencia de los parámetros que rigen los cuentos de hadas, Del Toro no abraza el maniqueísmo, por lo que todos sus personajes y todas las situaciones dejan de categorizarse en los extremos para pasar a residir en lugares intermedios: como la vida misma. Es curioso como casi simultáneamente Ofelia y Vidal fallecen, aunque con destinos poéticos muy diferentes: Ofelia va hacia un lugar mejor, acompañada de sus amorosos padres; Vidal, en cambio, viajará hacia la Nada, una vez se le niega incluso el derecho a que su hijo, que hasta segundos antes de recibir una bala sostenía en brazos, conozca en el futuro el nombre e historia de quien fuera su padre; se le niega el recuerdo, la trascendencia, único elemento que a su vez unía a Vidal con su propio padre. En definitiva se anula su existencia con carácter retroactivo.

Ofelia, como ya lo hacían la Aurora Gris de Cronos, el niño autista Chuy de Mimic, ese niño grande que es Hellboy y todos los demás infantes que pueblan la filmografía del director, se revela como un alter ego de este. Niños, o sus sucedáneos, en su mayor parte desplazados de ese mundo de los adultos donde se les fuerza a aceptar como dogma las palabras de Carmen (Ariadna Gil), madre de Ofelia: «la magia no existe». La presencia de todos ellos en los universos creados por Del Toro materializa una reivindicación de esa visión fantástica del mundo a la que el cineasta es incapaz de renunciar: «eso es lo que quería hacer cuando tenía quince años, y lo que quiero seguir haciendo ahora que tengo cincuenta y dos»[4], apostilla sobre su dedicación exclusiva a la fantasía. El mundo terrenal que habita Ofelia no podría ser más detestable, inmersa como se ve en un entorno dominado por el miedo, el hambre y la represión, huérfana de un padre al que amaba e hija de una madre vendida por un plato de lentejas y utilizada por su sádico nuevo esposo como incubadora viviente de la que obtener un ansiado hijo varón. «Cuentos de hadas,... ya eres muy mayor para llenarte la cabeza con tantas zarandajas» es la sentencia que Ofelia recibe por boca de su madre, que insiste en apartarla de ese camino; pero ella no atenderá tales reproches. Su constante vínculo con la fantasía le hará soñar con un mundo mejor, donde su padre, su madre y ella misma, finalmente unidos en otro lugar más allá de la realidad, sí conseguirán ser felices: un anhelo, una ilusión que permanecerá junto a ella hasta el final. Como para el propio Guillermo del Toro, el recurso a la fantasía será el último salvavidas donde agarrarse en ese naufragio anunciado que, como bien sabía Sísifo, es la vida del ser humano.

Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

[1] PEDRERO SANTOS, Juan Andrés (Coord.), Las fábulas mecánicas. Guillermo del Toro, Calamar Ediciones, Madrid, 2016, p. 20.

[2] PEDRERO SANTOS, Juan Andrés (Coord.), Las fábulas mecánicas. Guillermo del Toro, Calamar Ediciones, Madrid, 2016, p. 213.

[3] BETTELHEIN, Bruno, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Editorial Crítica, S.L., Barcelona, 2016, pp. 89-90.

[4] PEDRERO SANTOS, Juan Andrés (Coord.), Las fábulas mecánicas. Guillermo del Toro, Calamar Ediciones, Madrid, 2016, p. 161.




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