viernes, 11 de febrero de 2011

El INCREIBLE HOMBRE MENGUANTE (1957)


La década de los cincuenta en los Estados Unidos, siempre hablando de ciencia-ficción cinematográfica, será recordada por traer al mundo toda una generación de películas caracterizadas por sus bajos presupuestos y los altos niveles de talento e imaginación en ellas invertido. Teniendo como coartadas argumentales –conscientes o inconscientes, reconocidas o no, supuestas o evidentes, casuales o premeditadas– temas tales como el peligro nuclear o radiactivo y el recurso a la alegoría, en su caso sustentada en ese otro gran (supuesto) peligro que era la amenaza roja, dicha generación fílmica mezcló con soltura elementos terroríficos con planteamientos cuyas raíces estaban tradicionalmente más relacionadas con la ciencia-ficción, haciendo de la sugerencia y de las segundas lecturas las más poderosas de sus virtudes. Entre las más destacadas piezas, todas ellas fundamentales en la historia del cine de género, tenemos obras como “El enigma…¡de otro mundo¡” (The Thing…from Another World, 1951) de Christian Nyby, “La guerra de los mundos” (The War of the Worlds, 1953) de Byron Haskin), “La humanidad en peligro” (Them!, 1954) de Gordon Douglas, “Tarántula” [tv: Tarántula, 1955] de Jack Arnold, “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, 1956) de Don Siegel y “El increíble hombre menguante” (The Incredible Shrinking Man, 1957), también de Jack Arnold. De este último ejemplo es del que vamos a ocuparnos aquí.

Richard Matheson, creador de éxitos imperecederos en el mundo de la literatura, como lo son sus más (re)conocidas novelas, “Soy leyenda” (1954), “El increíble hombre menguante” (1956) o “La casa infernal” (1971) –todas ellas llevadas al cine–, así como prolífico guionista de cine y, sobre todo, de televisión, demostró que también sabía convertir su propio trabajo literario en un buen guión de cine sin perder nada por el camino. Así sucedió en el caso de “El increíble hombre menguante”, novela de título original “The Shrinking Man”, que tan solo tardó un año en ser adaptada al cine para convertirse en todo un clásico de la ciencia-ficción más humanista, alejada de la tecnología visionaria, de los viajes espaciales o de los habitantes de otros mundos.

“El increíble hombre menguante” nos cuenta la historia de Scott Carey, que es interpretado en la película por el actor Grant Williams. Scott se encuentra tomando el sol en la cubierta de un yate, cuando se ve expuesto –sin saberlo hasta poco después– a los nocivos efectos de una nube radioactiva que viaja por el aire, a escasa distancia de la superficie del mar. Scott tardará un tiempo en darse cuenta que su tamaño comienza a reducirse paulatina e inexorablemente, sin que los médicos alcancen a encontrar una explicación al fenómeno y una posterior cura. Llega un momento en que ser tan pequeño le obliga a vivir en una casa de muñecas y le lleva a sufrir el ataque de su gato doméstico, como si del mayor monstruo de pesadilla se tratara. El origen radiactivo de su extraña enfermedad no es más que una excusa para enfrentar al hombre a problemas impensables en otra situación y que funciona muy bien como metáfora de otros asuntos tan reales como universales. No existe, por tanto, en ese origen ningún ánimo crítico al problema de las armas nucleares o sus posibles consecuencias, que tan populares se habían hecho en el cine fantástico de aquel momento, ni se define ningún motivo a la existencia de esa nube radiactiva que lo origina todo; eso no es lo importante, tan solo es un subterfugio para justificar el verdadero y velado contenido de la trama.

Matheson estructuró la novela de una forma bien diferente a como lo hizo en el guión de la película; muy entendible si se tienen en cuenta las diferentes idiosincrasias de medios tan distintos como son el cine y la literatura. Mientras que la película sigue una estructura absolutamente lineal, sin un solo flash-back –algo muy adecuado a su escaso metraje–, en cambio la novela se configura como una muy inteligente e interminable sucesión de pasajes que intercalan los diversos momentos del proceso que ha llevado al protagonista a la situación en que finalmente se encuentra con otros vividos ya en los últimos días de su existencia, dónde todo se ha reducido, nunca mejor dicho, a una constante lucha por la supervivencia, atrapado como está en el sótano de su casa; ahora convertido en un gigantesco mundo en el que su vida ha quedado simplificada a dos cosas muy básicas: procurarse sustento y defenderse de los continuos ataques de una araña (en la novela se trata de una viuda negra, aunque en la película se muestra un tipo de araña mucho más espectacular en su aspecto pero con toda seguridad menos dañina que aquella). La eficacia de la estructura del original literario es patente desde el momento en que permite mantener presentes en todo momento los pasajes de máxima emoción, sin dejar de lado el avance intermitente de la trama desde el inicio de la historia. En principio un avance necesario, pero de un perfil dramático distinto –no peor, simplemente diferente– y que actúa a niveles más sutiles que lo que es la simple lucha por la supervivencia. No se sacrifica así (repetimos, en la novela) la tensión de esos acontecimientos ocurridos durante los últimos días de Scott a que éstos tengan que llegar como el clímax final, como la guinda de toda una trama de larga duración. Últimos días de una vida que en la realidad de la novela coinciden con los primeros de una nueva existencia en el mundo de lo infinitesimal. La narración previa a esas últimas horas de la vida de Scott, tal y como la ha conocido hasta ese momento, se dedica a tocar todas las circunstancias emocionales y sentimentales que el día a día le ofrece a Scott, a su esposa Lou y a su pequeña hija Beth; personaje este último muy desdibujado en la novela, que no aporta el más mínimo elemento dramático y que desaparece totalmente en el guión fílmico; seguramente para ayudar al conseguido minimalismo de éste. Así, lo que bien funciona en la novela, es transformado en una narración convencional en la película por las razones de eficacia ya expuestas.

Si bien el guión es tremendamente fiel a su fuente original, convenientemente adaptada, resumida y simplificada para el nuevo medio, es cierto que podemos percibir una diferencia fundamental entre uno y otra. Las tribulaciones de Scott en la novela pasan –siempre de la forma más elegante que la escabrosidad de los asuntos lo permiten– por los problemas que le traen la reducción de su tamaño en el ámbito de su vida marital (sexual y emocional), o el intento de abuso sexual que sufre cuando es recogido por un conductor que le confunde con un inocente y desvalido infante; del mismo modo podemos citar la noche de amor que pasa con la actriz enana que conoce en una feria ambulante, previo consentimiento de su propia mujer además, o el ardiente (ilegal y pederástico) deseo que nuestro protagonista siente ante la visión de la niñera adolescente de su hija. Sin embargo, ni la más remota o sutil referencia a estos pasajes se traspasa a la película. Como vemos, son precisamente las más terrenales y comprensibles consecuencias de la terrible enfermedad de Scott las que no se ven reflejadas en su paso a la gran pantalla, como era lógico esperar en la producción de un gran estudio como Universal –por muy adscrito a la serie B que estuviera el proyecto, cosa por lo que se le podría suponer algo más de permisivilidad en el tratamiento de esos temas–; un estudio cuya producción siempre debía encaminarse en la búsqueda de un público objetivo lo más amplio posible, como producto industrial antes que artístico que eran sus películas, sin obviar que dichos pasajes trataban asuntos extremadamente delicados para quien los quisiera considerar como tales –censura oficial aparte–, y que las directrices autoimpuestas por la industria de Hollywood no podían permitir mostrar dentro del contexto de un cine que aun se podía denominar clásico; entendido aquí el adjetivo en su más limitadora y reaccionaria acepción.

Jack Arnold, que aportara al género clásicos como “It Came from Outer Space” (1953), “La mujer y el monstruo” (Creature from the Black Lagoon, 1954), su secuela “Revenge of the Creature” (1955) y “Tarántula” (1955), pero cuya filmografía menos conocida es puramente televisiva, afronta con “El increíble hombre menguante” la que puede ser su película más sugestiva y equilibrada. La visión de lo que luego sabremos era una nube radiactiva ya se nos presenta de una forma que transmite cierto sentido onírico e irreal, armónico con el esquematismo formal del resto del argumento –que en ningún caso se presenta tan simple en la novela– y de su minimalista puesta en escena, apoyada en la eficaz desnudez de los decorados y la sencillez de su fotografía. Todo ello sustenta la condición alegórica del relato, que quizás no es menos obvia en el original literario pero que sí queda allí más en un segundo plano, dispersa dicha cualidad tras un más denso argumento. La metáfora alude a la insignificancia del ser humano como parte ínfima de la naturaleza, a la fugacidad de la dependencia emocional de los seres queridos como consecuencia necesaria de la fragilidad de la vida y sus atributos, a la inconsistencia de las comodidades adquiridas o conseguidas a lo largo de la existencia. Se expone de la misma manera el concepto del tamaño como ejemplo de la relatividad de las ideas, de los sentimientos y de las cosas. Nada es imperecedero ni inmutable, todo puede cambiar, normalmente casi siempre a peor. En una época en que el género era tan proclive a la utilización del símbolo en un sentido social o político, sorprende aquí su utilización humanista, centrada en el individuo como sujeto ajeno a su entorno social, simplemente enfrentado a la naturaleza y a sus propias limitaciones.

La adaptación de la novela al medio cinematográfico se vale de la elipsis para hacer avanzar la trama sin dar demasiadas explicaciones ni devenir en estériles pérdidas de tiempo; por ello aquí nada es redundante. Algo que de algún modo sí se plantea el lector de la novela, que a menudo percibe algún estancamiento en su lectura precisamente por la reiteración de ciertas situaciones. En el caso de la novela, Matheson se despacha a gusto en definir las distintas situaciones y los problemas que asaltan la cambiada vida de Scott. Por esto el recurso a la sugerencia no queda tan definido como en la película; aptitud en este caso forzada dado el esquematismo obligado por un reducido metraje. Sin duda la elipsis más conseguida es esa en la que vemos como el hermano de Scott le habla de sus dificultades financieras, estando Scott sentado en un sillón de espaldas a la cámara, invisible desde ese enfoque. Es cuando el necesario contraplano da la réplica, el momento en que nos damos cuenta, por primera vez, del diminuto tamaño alcanzado por nuestro rubio protagonista. A partir de ahí vemos el portentoso efecto visual que consigue un decorado construido a escala (con sus mesas, sillas, libretas, lápices, dedales, alfileres, trampas para ratones,…) que se adecúa en cada momento al tamaño que se le supone a Scott. Un problema de relatividad que tiene su correspondencia más brutal en el final de la novela, donde Scott es consciente de su paso a vivir en un nuevo mundo microscópico, cuya existencia no intuía, una vez la infinitesimal disminución de su tamaño le ha hecho perder toda referencia de lo que era su mundo (el mundo) hasta ese momento y no tiene más remedio que enfrentarse a otro nuevo, desconocido para él; no obstante, cargado de esperanza. Final que en su adaptación al cine pierde ese optimismo esperanzador y realista que atesora la novela en favor de una visión del asunto más espiritual y trascendente, casi mística. En contraposición a esa eficacia de los sencillos decorados, los efectos especiales de fotografía denotan cierta torpeza en algunos momentos, no consiguiéndose las mezclas y las transparencias de una forma todo lo correcta que podría esperarse en la producción de un gran estudio. Unas trasparencias que sí consiguen su máxima eficacia en la lucha final con la araña, donde el sentido de amenaza mortal no se pierde en ningún momento; toda ella una escena mítica e inolvidable.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la sección "La máquina del tiempo" de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE

1 comentario:

  1. Una obra maestra inagotable y un director a redescubrir ya mismo Jack Arnold. Aparte de sus más céllebres aportaciones al fantástico tiene algún western muy, muy interesante.

    ResponderEliminar