jueves, 20 de octubre de 2011

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 43, ESPECIAL LOVECRAFT

El número correspondiente al mes de noviembre, que ya está en los kioskos, es nada menos que un especial dedicado al escritor Howard Phillips Lovecraft. Y una vez leído hay que decir que es un número estupendo, toda una referencia bibliográfica y filmográfica para acercarse a la literatura de conocidísimo autor y a todo el cine al que su obra ha dado lugar. Mi contribución, como siempre en la sección "La máquina del tiempo", es un artículo sobre la arriesgada película de John Carpenter "EN LA BOCA DEL MIEDO"

domingo, 16 de octubre de 2011

"NOSFERATU, VAMPIRO DE LA NOCHE" (1979, WERNER HERZOG)


En 1922 Friedrich Wilhelm Murnau dirigía “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens), joya del cine desde entonces y uno de los máximos representantes del cine expresionista alemán de los años veinte. Si obviamos una versión rusa realizada en 1920 y otra rumana o húngara (según las fuentes) de 1921 –ambas con su existencia en entredicho–, la película de Murnau debe considerarse la primera adaptación cinematográfica de la novela de Bram Stoker, “Drácula”. Es bien conocido el hecho de que sus responsables, intentando evitar pagar derechos de propiedad intelectual a Florence Stoker, la viuda del escritor irlandés, enfocaron el argumento como una disimulada copia, cambiando el nombre de todos los personajes y reinventando el aspecto del protagonista principal, el vampiro. Pese a todo, los paralelismos entre película y novela eran de tal calibre que no pudieron evitar una demanda por plagio, que por supuesto llegó a buen término. Así, en abril de 1922 (sólo un mes después del estreno), Florence inició las gestiones encaminadas a reclamar sus derechos, hasta que consiguió que la justicia alemana persiguiera y destruyera el negativo y todas las copias alemanas. Incansable, la viuda de Stoker incluso se ensañó con las copias exportadas a otros países, evitando en muchos casos su exhibición o logrando su destrucción. Pero varias copias lograron salvarse, algunas encontradas incluso en Francia y en España, y de la combinación de las diversas versiones –ciertas copias tenían planos, escenas o tintados de las que otras carecían– procede el montaje que todos podemos disfrutar actualmente, convenientemente restaurado y editado en dvd tras el arduo trabajo y puntilloso estudio de nuestro compatriota Luciano Berriatúa, toda una eminencia mundial en lo referente a la obra de Murnau.

Como añadidura a la importancia histórica que atesora por ser el origen fílmico del cine de vampiros, la cinta de Murnau es toda una obra maestra del cine, indiscutible como pocas, cargada de una extraña magia en gran parte de sus imágenes, entre las que destacan todas las apariciones siniestras del conde vampiro, icono irreemplazable del siglo veinte, como sucedería posteriormente con la imagen de Boris Karloff metido en la piel del monstruo de Frankenstein o, igualmente, con la visión de King Kong encaramado a lo alto del mítico Empire State Building de Nueva York.

Hoy por hoy comienzan a ser habituales ya no los remakes, que también, sino las copias literales –casi plano a plano– de películas que alcanzaron el éxito en tiempos pretéritos. Un tiempo que cada vez está siendo más corto, pasando de décadas a convertirse tan solo en meses. Véase los casos de “La profecía” (The Omen, 1976), de Richard Donner, “[REC]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, o “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, como ejemplos últimamente más sonados y avanzadilla de los que están por llegar, que tuvieron sus correspondencias respectivas en “La profecía” (The Omen, 2006), de John Moore, “Quarantine” (idem, 2008), de John Erick Dowdle, y “Déjame entrar” (Let Me In, 2010), de Matt Reeves; en unos casos con la excusa de devolver a la vida comercial películas de una cierta antigüedad (estrategia ininteligible para algunos, pero que, según demuestran los hechos, tiene su público), y en otros como una forma de hacer más visibles mundialmente películas cuyo origen está en cinematografías minoritarias en cuanto a su influencia real en los mercados de todo el planeta.

Desde el punto de vista expuesto en el párrafo anterior, no cabe duda que el realizador alemán Werner Herzog fue todo un pionero, pues –con excepción de puntuales elementos conceptuales y argumentales que veremos a continuación– esa es la base creativa que conforma la realización de “Nosferatu, vampiro de la noche”,… al menos aparentemente.

1) Herzog –según la parte de su filmografía que conozco– a menudo se ha caracterizado por tratar historias que sitúan al hombre en un entorno hostil, desde un punto de vista físico, emocional o ambas cosas a la vez, ya sea bien por la propia condición del contexto elegido en cada momento o por circunstancias ajenas a su protagonista, o bien por la elección consciente del personaje en cuestión, que se emplaza voluntariamente frente a esa situación comprometida. Así, éste se ve inmerso en situaciones límite, casi siempre con la naturaleza –entendida en un sentido amplio– como antagonista, y también principal protagonista en la sombra –como poder máximo que es, representada por Herzog con resonancias casi divinas–. Una naturaleza que posee también un alcance metafórico, situándola como una imagen del angustiado mundo interior del personaje o como el vasto espacio espiritual que le separa de sus semejantes, en ocasiones al borde de la locura o ya totalmente instalado en ella; recuérdese, por ejemplo, “Aguirre, la cólera de Dios” (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), “El enigma de Gaspar Hauser” (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) –en este caso con la sociedad como el entorno en que se encuentra perdido el personaje–, “Fitzcarraldo” (idem, 1982), el documental “Grizzly Man” (idem, 2005), “Rescue Dawn” [dvd: Rescate al amanecer, 2006], e incluso, en cierto modo, aunque esta vez en un paisaje urbano, la reciente “Teniente corrupto” (The Bad Lieutenant: Port of Call - New Orleans, 2009), donde Nicolas Cage se descubre como un digno sucesor del recurrente Klaus Kinski. Un afán de trascendencia, o ilimitada ambición, la de muchos de los personajes principales que pueblan estas películas, que parece otro fiel reflejo de las elevadas pretensiones que Herzog siempre ha querido demostrar; la mayoría de las veces de forma fallida, no estando las metas que se marca tan al alcance de su capacidad narrativa como él cree, nunca tan fluida y certera como debiera. Una voluntad autoral que, por otro lado, hace de su cine una experiencia interesante y absolutamente coherente.

Esto mismo sucede en su “Nosferatu, vampiro de la noche”. La figura del conde Drácula se presenta aquí como una víctima de su condición de inmortal. Esa naturaleza hostil, infinita en su grandiosidad, se asimila aquí con la idea de la vida, entendida como la vacía sucesión del transcurrir de los años, que en el caso del vampiro parece no terminar nunca y le sentencia a una supervivencia en soledad, alejado de la dañina luz del sol y de la mirada horrorizada de los vivos. El vampiro es así un ser atrapado en una vida sin fin; circunstancia que finalmente lo convierte en un monstruo; una condición que no puede cambiar y que acepta sin remedio, así como todas las particularidades convertidas en imperativos que le acompañan en su existencia. Si bien ese poso ya existe en la película de Murnau, Herzog lo explicita más a través de las palabras del propio vampiro, así como de sus expresiones ante la falsa receptividad de Lucy (Isabelle Adjani). Herzog, a pesar de la literalidad de la forma por la que opta respecto a la cinta de Murnau, reinterpreta muy sutilmente el concepto del personaje, acercándolo y asimilándolo a los diversos componentes de la reiterativa plantilla de atribulados especímenes que describe en el resto de su filmografía. Sin embargo, este acto de llevar a su terreno al mismísimo Drácula, no parece ser más que una excusa caprichosa con la que justificar y forzar su condición de reconocido auteur una vez más; incapaz conscientemente de elaborar una película poseedora del único ánimo de entretener y carente de los estigmas que parece obligado a arrastrar en gran parte de su filmografía. No quedan muy lejos, hablando desde esta perspectiva, los últimos intentos llevados a cabo con las ya citadas “Rescate al amanecer” (2006) y “Teniente corrupto” (2009); dos películas de temática y empaque técnico y artístico más cercanas al cine puramente comercial de lo que Herzog nunca estuvo, pero donde no renuncia a cargar las tintas en beneficio de su insistente pretenciosidad y en detrimento de la consecución de un resultado razonablemente amplio en su repercusión ante el gran público. Con ello sólo consigue la indefinición del concepto que le guía y la consecuente dispersión en cuanto a sus líneas argumentales y tonales, así como en cuanto a la forma con la que intenta darles consistencia, sin conseguirlo. Algo que como siempre, también en este “Nosferatu”, se materializa en lo que parece un desprecio constante hacia la idea del ritmo como elemento fundamental y básico de una película; idea a la que el alemán siempre ha dado la espalda –cada vez menos–, y que parece ser una parte intrínseca de su forma de entender el cine; atalaya en la que para nada está solo, donde le acompañan algunos otros artistas, mucho más soporíferos aun pero que también obtienen un dudosamente merecido reconocimiento crítico; la mayoría de ellos de una cada vez más exótica procedencia.

Los planos que acompañan los créditos iniciales muestran una panorámica de las momias de Guanajuato (Méjico), cuyo misterio reside en su origen natural, determinado por unas especiales condiciones ambientales que han propiciado la no degradación de los cuerpos, sin haber pasado por ningún proceso de embalsamamiento o preparación previa para su posterior conservación. De ese origen natural debe proceder el variado muestrario de expresiones, ninguna de ellas agradable a la vista, que muestra Herzog en su panorámica. ¿Qué nos quiere decir Herzog con la introducción de esos planos iniciales, en apariencia fuera de lugar? La única justificación coherente está en que –en este caso de forma abrupta, nada sutil– dicho pasaje forme parte del entramado del director dirigido a dar una pátina más intelectual a su revisión del film mudo; innecesaria e ineficaz por otro lado, pues sólo de una forma forzada y meditada, para nada intuitiva, puede encontrarse un nexo entre este desconcertante injerto y todo lo que viene a continuación. Puestos en esa tesitura y en la obligación de encontrar un significado a ese inicio de la cinta, no es disparatado pensar que se trata de aportar –ya desde el principio, para que desde ese mismo punto sea tenido en consideración– un supuesto contenido alegórico que enlace la figura del vampiro con la idea de la muerte como una aparente vida, una puntualización a todas luces fruto de la pretenciosidad habitual de Herzog. Esto si no se quiere ir más allá desde un punto de vista crítico, y se conviene en asemejar esas momias con lo que puede ser en realidad este experimento de Herzog hecho film: un intento de mantener disecado un cine ya muerto hace décadas, al que se le da un nuevo hálito de vida tan solo para hacerlo aparentar de nuevo plenamente vigente en su forma; aunque, como veremos más adelante, finalmente para ultrajarlo. Vigencia, por otro lado, nunca perdida por la excelencia del film de Murnau.

2) Los nombres que los personajes adoptaron en el film de Murnau, en ese intento de enmascarar el verdadero origen literario de la trama, una vez superado ese objetivo con el paso de los años, adoptan aquí su verdadera identidad. Así, los Orlok, Hutter, Ellen o Knock son ahora Drácula, Jonathan Harker, Lucy y Renfield, tal y como Stoker los parió. Por lo demás se recrean los escenarios, el vestuario, la iluminación, los más conocidos pasajes, la espectacular apariencia de Orlok/Drácula (aquí Klaus Kinski en un papel para el que parece haber nacido), los paisajes y la trama de forma escrupulosa, con la excepción de algunas espurias aportaciones de Herzog sobre las que se llama la atención a lo largo de este texto. Llevando su intención recreadora al máximo, Herzog opta igualmente por mantener el estilo interpretativo teatral propio del cine mudo en sus actores, a los que maquilla de la misma exagerada y expresiva manera que en el film original. En estas dos últimas características (estilo interpretativo y maquillaje) se encuentra quizás la esencia de la valorable propuesta de Werner Herzog. El anacronismo de utilizar esos recursos propios de un medio extinto como es el cine silente, cuya condición le hacía atesorar una serie de atributos ajenos a las necesidades del Séptimo Arte cuando éste había entrado ya en su etapa hablada, categorizan “Nosferatu, vampiro de la noche” como un ejercicio de cinefilia, de experimentación con los elementos principales que conformaron la película de Murnau, tratando de atraerlos hacia un contexto técnico, artístico, social e interpretativo evolucionado, y por ello diferente a aquel en que se gestó el film protagonizado por Max Schreck. Se trata así de poner esos elementos fundamentales y decisivos en observación, y definir cuál es el comportamiento, la eficacia y la respuesta del espectador ante ellos en la actualidad. Un ejercicio, desde luego, interesante.


Sin embargo, aunque la forma es convenientemente mimética para el objetivo buscado –pese a la utilización a menudo de la cámara en mano que da ese aspecto documental que tanto gusta a su director–, el espíritu original no está aquí presente del mismo modo. La sensación que transmite Murnau en su película viene muy determinada por su procedencia de los tiempos más arcaicos del cine en los que se creó. Lo que en 1922 pudiera parecer natural (otra cosa no se conocía o no se había probado), en 1979 se muestra anacrónico, y, por la misma esencia del género al que se afilia la película, igualmente siniestro y espeluznante que entonces. Un sutil punto de humor, del que Herzog seguro que era plenamente consciente, latente en todo momento y derivado de ese sentimiento de anacronismo que todo lo invade, aparta ligeramente las sensaciones que nos arranca Herzog del espíritu mágico que desbordaba Murnau en su película.

Afortunadamente Herzog no pasa por imitar los recursos técnicos como la cámara rápida o los planos negativados que Murnau utilizó; eficaces por aquel entonces, pero que hoy hubieran conseguido el efecto contrario al buscado. Es curiosa una escena –sin la menor trascendencia en el argumento ni en el espíritu de ambas películas– en la que Herzog imita literalmente a Murnau, pero que, en cambio, muestra de forma obvia la torpeza de su recreación. Cuando Hutter/Harker llega a la posada y se dispone a cenar, llamando la atención del posadero con dos fuertes manotazos en la mesa de madera, se demuestra la diferencia tan brutal que podemos encontrar en el significado de una escena aunque su significante sea escrupulosamente idéntico en ambos casos. En el film de Murnau ese pasaje representa el júbilo, la alegría de Hutter al sentir el confortable calor del establecimiento, ya a resguardo tras un largo viaje hasta los Cárpatos; siendo su actitud una forma de demostrar ese sentimiento ante los presentes, algo puramente anecdótico pero plenamente coherente e inteligible. En cambio, el Harker interpretado por Bruno Ganz en la cinta de Herzog –pese a realizar el mismo acto físico una vez toma asiento en el salón de la posada– no transmite nada, es un gesto vacio y aséptico. Ni el entorno ni su expresión le acompañan en representar lo que Hutter sí expresaba en 1922. Sin duda esa diferencia no es buscada, no quiere decir nada distinto de forma premeditada y reflexiva; simplemente muestra torpeza en ese intento de emular los planos de su antecesora, donde en este caso se percibe la nula aportación de sentido o espíritu a una recreación formal similar aunque mecánica. Esto implica el llevarnos a pensar hasta qué punto Werner Herzog era plenamente consciente de lo que estaba haciendo con cada una de las escenas y planos en ese intento de copiar literalmente todo el trabajo previo de Murnau.

3) Si Herzog no pierde la oportunidad de introducir sus habituales toques de pretenciosidad tampoco escatima en gestos tan contradictorios como los de sus particulares héroes. Desde el momento en que se supone que lo que está llevando a cabo es la copia cuasi literal de un gran clásico, y así lo demuestra sobre todo formalmente, es difícilmente comprensible aceptar como parte de la jugada la ruptura que viene a realizar respecto a ciertas convenciones establecidas en la mitología vampírica y a aportar un final tan distinto al de la fuente original; sobre todo si lo que está intentando es seguir fielmente un camino perfectamente trazado por la película que le sirve de norte. No estamos en el caso de “La sombra del vampiro” (Shadow of the Vampire, 2000), de E. Elias Merhige, donde se toma el rodaje de la película de Murnau para recrear una sugestiva ficción ajena a la auténtica realidad de la realización de aquella obra maestra, y donde por lo tanto es bien recibida y perfectamente lícita cualquier aportación novedosa, rupturista o poco ortodoxa que se desee introducir. Herzog, contradiciéndose a sí mismo, no sólo insiste en (re)matar al vampiro mediante la estaca una vez éste ya había sido fulminado por la luz del amanecer –procedimiento más utilizado por el cine de vampiros posterior a Murnau–, sino que retuerce el final original en donde Lucy se sacrificaba para acabar con el vampiro, lo que no dejaba de ser un final feliz, y le da continuidad haciendo que la muerte de Drácula no sirva para dar por terminada la oscura maldición del vampiro, sino que muestra como un Harker en proceso de repelente y rauda transformación se encuentra presto a tomar el relevo. Esto, si no es tomado como una broma, desarticula todo el entramado precedente y deja a Herzog sin autoridad moral para justificar la realidad conceptual que supuestamente venía soportando la película.

4) Punto y aparte merece la interpretación de Klaus Kinski, actor fetiche del director alemán. Sólo el haber conocido posteriormente la interpretación de Willem Dafoe en “La sombra del vampiro” nos distrae de pensar en la dificultad de encontrar un actor cuyo físico pueda ajustarse más a los requerimientos de este conde Drácula. Un Drácula cuya apariencia no tiene descendencia fílmica conocida, con la excepción del temible Barlow que interpretó Reggie Nalder en la estupenda miniserie de televisión “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979), de Tobe Hooper, remontada y estrenada en las salas españolas como “Phantasma II”, donde la apariencia del monstruo no dejaba lugar a dudas sobre su fuente de inspiración. Sí es cierto que Kinski se muestra menos siniestro que Schreck, tal y como le sucedía posteriormente a Willem Dafoe. Ambos dejan un regusto que bordea peligrosamente los límites de la parodia; aunque, creo yo, es una circunstancia que debemos achacar a la condición de émulo del original que poseen ambas interpretaciones y a la respuesta consciente ante tal hecho que genera en el espectador, sin ser algo que verdaderamente se deba a una carencia o error de estos dos sugestivos intérpretes.

Kinski volvió a interpretar al vampiro en “Nosferatu, príncipe de las tinieblas” (Nosferatu a Venezia, 1988), de Augusto Caminito, aunque también intervinieron en su dirección Mario Caiano, Maurizio Lucidi, Luigi Cozzi y el propio Kinski.

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su nº 34, correspondiente a enero de 2011)