viernes, 28 de agosto de 2015

MISS MUERTE (1965, Jesús Franco).


Situada justo en la mitad de la primera etapa profesional del ínclito Jesús Franco, la cual podemos acotar entre 1959 y 1970, la coproducción hispano-francesa Miss muerte (Dans les griffes du maniaque, 1965), poseedora de un nivel de depuración formal no ajena al mantenimiento y reafirmación del estilo del cineasta –valga indicar que estilo a veces no es sinónimo de virtud–, tiene todo aquello que atesoran sus mejores películas y, por fortuna, anda escasa de casi todo lo que convierte en infumable buena parte de su filmografía; se trata de un cineasta sobrevalorado por algunos sectores de aficionados, más propensos a poner el ojo en actitudes y aptitudes ajenas al hecho propiamente cinematográfico. Algo que, por otro lado, el mismo director se ha encargado de fomentar realizando bodrios increíbles, no se sabe bien con qué interés –hay ciertas cosas que no disculpa un presupuesto paupérrimo–, si bien debe entenderse como un estigma muy vinculado a su particular carácter, a la intención última de su cine y a sus prioridades vitales, cuando sobradamente ha demostrado que tiene talento y es muy capaz de hacer películas interesantes y formalmente impecables. El número de filmes dirigidos por Franco está en torno a los doscientos, unos cincuenta más que John Ford; pero, me temo que Jesús Franco no es John Ford. Ante esto, el conocimiento exhaustivo de su filmografía se convierte en una tarea ardua y con toda seguridad penosa. Tal abundancia, por otro lado, supone que el puntual conocimiento de sus cintas más renombradas, para bien o para mal, autoriza, con un nivel de criterio entiendo que suficiente, para emitir un juicio extrapolable al todo sin mucho margen de error, a la vez que orienta en relación a la aprehensión de su evolución (o más bien involución) profesional y a la asimilación de las claves de tan larguísima e inagotable carrera cinematográfica.

Miss muerte se sitúa, pues, a medio camino entre la singular Gritos en la noche (L´horrible dr. Orloff, 1961) –que a ojos de casi todos inaugura el género de terror en nuestro país, pese a su evidente condición de thriller– y la elegante, abstracta, todavía valiosa y a solo un paso del disparate Las vampiras (Vampiros lesbos, 1970), todo un monumento a su musa Soledad Miranda. Sería poco después cuando Franco daba ese paso temerario y definitivo que le faltaba aun para saltar hacia el abismo; cosa que –según se intuye– tanto parecía desear, como parte del anhelo personal de manifestar su libertad a toda costa y de su interés innato por la provocación. Ese salto al vacío, y sin red, se materializa en la increíble y descacharrante –hay que verla para creerla– Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein, 1971) –primera película que recuerdo con claridad, y no poco estupor, haber visto en una sala de cine a mis tan solo cinco o seis años de edad–, para, seguidamente, estrellarse con resultado fatal gracias a la abominable La maldición de Frankenstein (Les expériences érotiques de Frankenstein, 1971), cuyo título en francés, más arriesgado que el español, hace ya temer lo peor de lo peor. A partir de ahí el despelote –nunca mejor dicho– fue total.

La relación autor-espectador entre Franco y un servidor detenta igualmente otro hito en la historia de mi personal cinefilia, por supuesto no tan importante como aquel bautismo previo, y, además, infrecuentemente repetido en mi caso. Es entonces sobre uno de sus filmes donde recae el dudoso honor de ser el primero que consiguió hacerme abandonar prematuramente una sala de cine –antes de terminar la proyección, se entiende–, algo que únicamente he vuelto a experimentar un par de veces más en mi ya relativamente larga existencia, si la memoria no me falla. La película capaz de tamaña afrenta a mi incombustible y precoz afición fue, creo, El tesoro de la diosa blanca (Les diamants du Kilimanjaro, 1983), evento que debo reconocer basa su recuerdo en una mixtura, no del todo sostenible en cuanto a su certeza, entre la remenbranza neblinosa de un hecho pasado y la intuición positiva respecto a la realidad de tal acontecimiento. La autoría que ostenta su filmografía, algo incuestionable, atesora en cualquier caso una frecuente y extraña poesía –no se me ocurre otro modo de denominarla, muy a mi pesar–, para nada incompatible con la cualidad de producto infecto de muchas de sus propuestas. No es el caso de Miss muerte, entre lo mejor de su autor.

De bastante parecido argumental –en sus líneas básicas– con Gritos en la noche, donde el motivo de los crímenes del doctor Orloff (Howard Vernon) era abastecerse de piel de jóvenes muchachas con el fin de practicar implantes en el desfigurado rostro de su hija –lo que ya era una referencia directa a Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960, Georges Franju)–, aquí, por el contrario, cambia el género del personaje protagonista. Algo que ya de entrada la convierte en una película de mirada muy femenina. La argentina Mabel Karr interpreta a Irma Zimmer, hija del doctor Zimmer –quien evoca a otros mad doctors previos, como Strangelove, Mabuse o el Dr. Frankenstein–, que tras ver fallecer a su padre, incapaz de soportar éste la mofa y la humillación recibida de manos de sus colegas en un congreso científico, promete a su progenitor continuar fielmente con sus experimentos. Estos, entregados a localizar el lugar del cerebro que controla el bien y el mal, una vez ya había sido obtenido cierto éxito con animales, acababan de inaugurar las pruebas con humanos. Un sádico condenado a muerte que logra escapar de un penal cercano al hogar del invalido científico –se mueve en una silla de ruedas–, donde tiene la mala fortuna de recalar, será su primer conejillo de indias. La trama, a partir de ahí, seguirá los crímenes perpetrados por Irma con el fin de continuar la serie de experimentos, no sin que se crucen por el camino tensiones sexuales tanto de signo heterosexual como lésbico y, por supuesto, un sentimiento de venganza que le llevará a asesinar a las tres eminencias científicas que comandaron la crítica hacia el trabajo de su padre.

Algo en lo que siempre destacó Franco, al menos antes de su dedicación casi exclusiva al cine erótico y pornográfico –faceta sobre la que no puedo opinar por mi total desconocimiento; qué le vamos a hacer, uno es así de estrecho–, fue en la elección de sus actrices, algunas de las cuales sobresalían por su elegancia aparentemente natural, su sofisticada belleza y, como no, por su capacidad de transmitir un morbo muy especial. En esa liga juegan la ya citada Mabel Karr y Estella Blain; sobre todo la segunda, que por su papel como artista de cabaret cuenta con más opciones para exhibir sus encantos; en esa misma línea Franco trabajó con Diana Lorys y, especialmente, con la recordada Soledad Miranda. Otro tipo de mujer, algo más excesiva, también fue siempre requerida por el cineasta; en su caso más sexual que sensual, de rasgos más duros y con otro tipo de atractivo, como fueron Rosanna Yanni, Kali Hansa, Britt Nichols, Maria Röhm, Rosalba Neri o Janine Reynaud; a estas y a las anteriores sentándoles muy bien los looks de los años sesenta y setenta.

Miss muerte cuenta con ideas y momentos muy sugerentes que enriquecen una trama poco original, cuyo interés reside, sobre todo, en el apartado plástico, dotado como está de bellos y trabajados encuadres que reflejan un esforzado trabajo de planificación e iluminación –Alejandro Ulloa es su director de fotografía–, sin olvidar la segunda lectura del quehacer de algún personaje. Destaca, desde este último punto de vista, la encubierta presencia del elemento lésbico focalizado en el personaje de Irma –tan recurrente luego en el cine más desenfadado de Franco–. Tras la muerte de su padre, Irma acompaña a su amigo Philippe (Fernando Montes) a un cabaret donde distraer su pena. Allí contemplarán la sensual actuación de Nadia (Estella Blain), quien vestida con una ajustada malla decorada con motivos arácnidos, a juego con el escenario, practica un baile de seducción hacia la figura de un maniquí, un hombre objeto en toda regla. Durante el espectáculo, la mirada de Irma es sorprendida en su expresión con algo parecido al deseo, y no hacia su compañero de mesa, sino hacia la bailarina a la que luego tratará de dominar. Al término de la velada, Philippe acompañará a Irma hasta su apartamento, a la puerta del cual él intentará un beso furtivo que Irma, algo airada, sortea ladeando la cara ligeramente. Cuando aun Philippe no ha abandonado el rellano, Irma entreabre la puerta de su domicilio para vislumbrar entre las sombras la presencia de la solitaria silla de ruedas de su padre. Esa visión le hace recular, volverse hacia Philippe e invitarle a pasar al interior, donde suponemos pasa lo que tiene que pasar. Ese comportamiento, aparte de expresar el lógico y doloroso recuerdo de su padre recientemente fallecido, quizás simboliza igualmente ese sentimiento lésbico que Irma se esfuerza en reprimir, y por lo tanto asimilable a una suerte de castración que bien pudiera venir representada por la presencia de la silla de ruedas como símbolo inequívoco. Más adelante, cuando recoge a una bella autoestopista, parece mediar cierta atracción entre ambas, sobre todo cuando deciden bañarse juntas en un lago que encuentran a su paso. El argumento lleva a Irma a asesinar a la chica atropellándola, para luego introducir el cadáver en el coche, prenderle fuego y tirar el vehículo al lago, todo con objeto de aparentar su propia muerte, desapareciendo de ese modo de cara a terceros y disponiendo así de mayor impunidad para continuar con los experimentos que inició su padre. La lógica del incidente no impide que, yendo un poco más allá, podamos también interpretar la escena como otra acción represora de su propia sexualidad, a la que castiga eliminando a quien en ese momento es su objeto de deseo. Más insistencia se debe hacer en afirmar esa presencia velada de la homosexualidad femenina cuando presenciamos como Irma inmoviliza a las chicas que caen en sus redes con una especie de robot (aunque consista en tan solo dos largos brazos metálicos y articulados, cuyo acabado pulp canta a plástico una barbaridad, aun más risible que aquellos que surtían al cine americano de ciencia ficción de los años cincuenta), situando a sus víctimas de espaldas a ella, dispuestas para una sodomización virtual que Irma ejecuta al introducirles con parsimonia una especie de estilete en la nuca, a través del cual será conducida la corriente eléctrica que las postrará a sus pies; toda una penetración en clave metafórica. La relación entre Irma (Karr) y Nadia (Blain) tiene otro momento no exento de chufla –adelanto también de otro de los talentos más característicos de Franco en el conjunto de su filmografía– cuando la vengativa científica se vale de una silla y de un palo para acorralar a una Nadia rugiente y de afiladas uñas, tal cual la imagen canónica de domador y fiera respectivamente.

Aunque no debiera dársele mayor importancia, no es oro todo lo que reluce. La ya mentada excelencia formal conseguida por Franco en Miss muerte –rayana con la sofisticación–, deja, sin embargo, huecos donde intuir que la querencia por la chapuza, a la que luego dedicó parte de su carrera, no fue un cambio sorpresivo de tendencia, sino la liberación de un vicio que ya existía, acaso latente. Estoy hablando de la utilización de sonidos enlatados, repetidos de forma impúdica unos (los truenos durante la escena de la fuga del penal) y demostrando un desprecio por el detalle otros (se utiliza el aullido de un lobo para ilustrar la imagen de un zorro y el chillido de un chimpancé para hacer lo propio con un babuino en el laboratorio de Zimmer); detalles (o falta de ellos) que para nada tienen que ver con la escasez de medios, sino con la falta de interés por la verosimilitud y la complacencia con el destajismo que practicaría luego el tío Jess sin ambages y no tardando mucho.       

                                                                                                         Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)