jueves, 21 de julio de 2016

FUNDIDO A NEGRO (FADE TO BLACK, 1980, Vernon Zimmerman)




El actual revival del cine de los ochenta, se llegue al mismo por la vía de la inspiración directa en el espíritu de las cintas más emblemáticas de aquellos años –Super 8 (Super 8, 2011, J.J. Abrams)– o por la socorrida utilización de la fórmula del remake –opción, por desgracia, cuya nutrida representación tiende hoy hacia el infinito–, denota un sentir generacional que, si bien tiene mucho de ese romanticismo y melancolía surgido de la añoranza de una infancia o juventud perdida, se justifica sobradamente en su amplitud y profundidad gracias a la indiscutible calidad e importancia de un cine de género que convirtió dicho período en la última de las edades doradas del cine fantástico acaecidas hasta la fecha; todo sin olvidar la ingente cantidad de títulos –buenos, regulares, malos y detestables, de todo hubo– que se aportaron al género, pues aunque dicen que el tamaño no importa, al menos siempre servirá para llamar la atención, dando la oportunidad luego de separar el grano de la paja, con perdón.

Lo sorprendente de Fundido a negro (Fade to Black, 1980, Vernon Zimmerman), que no hizo más que inaugurar la década, está en cómo cultiva con precocidad antinatural ese mismo poderoso aliento reivindicativo del cine actual respecto al de los ochenta; sin embargo, en su caso, respecto al de épocas de gloria que a dicha cinta precedieron (el expresionismo alemán, el cine de la Universal de los años treinta, el cine de la Hammer, e incluso, yendo más allá y saliendo de la especialización genérica, el cine negro de los cuarenta o el western más vetusto). Y lo hace con exquisita idealización, respeto, reverencia y, sobre todo, con ternura y una enorme cantidad de cariño. La anticipación que demuestra Zimmerman le lleva incluso hasta el extremo de adjudicar el estatus de icono a una cinta que había sido estrenada tan sólo dos años antes de la producción de su propia película. Hablo, nada menos, que de La noche de Halloween (Halloween, 1978), de un John Carpenter, por entonces simplemente un principiante prometedor, que iba luego a conseguir cumplir sobradamente las expectativas puestas en él por los aficionados del momento, digno merecedor además de que, aun a estas alturas, se le sigan dedicando ejercicios de evocación como el visto en la maravillosa It Follows (It Follows, 2014, David Robert Mitchell), donde se recrean atmósferas e incluso pasajes completos de aquella segunda obra maestra carpenteriana –la primera es Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, 1976), para quien pueda interesar–. Si Fundido a negro representa el año cero del modo en que evolucionó el género a partir de un momento muy concreto de su historia, sin que en aquel punto pudiera intuirse siquiera su devenir en el futuro más inmediato, el paulatino distanciamiento de sí mismo, ya bien entrada la década, en virtud de la incorporación del humor como nueva carta de presentación del cine de terror –resultado de la sobreexplotación de códigos y temáticas– ha continuado su desarrollo hasta nuestros días inmerso en esa recuperación del cine ochentero que igualmente representa ese ejercicio intenso de metacine que es la muy encantadora Las últimas supervivientes (The Final Girls, 2015, Todd Strauss-Schulson), donde se recoge el testigo conjunto de La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985, Woody Allen) y Demons (Dèmoni, 1985, Lamberto Bava) –significativa coincidencia en el año de producción de ambas–  para introducir a un grupo de jóvenes en el interior de una película de terror ficticia, cuya similitud con Viernes 13 (Friday the 13th, 1980, Sean S. Cunningham), lejos de esconderse, no hace sino ser ampliamente promocionada. Desde Fundido a negro hasta Las últimas supervivientes se ha recorrido, por tanto, un largo trecho, cuyo círculo virtuoso bien podía quedar  entre los márgenes por ellas establecidos.

Hay películas con las que uno conecta inmediatamente, sin más preámbulos, consciente como espectador de estar asistiendo, en cierto modo, al retrato de parte de aquello que siempre ha considerado como uno de los elementos básicos y fundacionales de su propio Yo, de su más personal e intransferible esencia vital, causante de la forma más primigenia y genuina de relacionarse con el entorno. Eric Binford, personaje interpretado por un impagable Dennis Christopher, lleva hasta el máximo de sus límites imaginables esa misma condición. Pues es que Fundido a negro documenta ya en un temprano 1980 una actitud frente al mundo entonces todavía pendiente de bautizar por los popes de la cultura popular, aceptada y consentida después por la cultura oficial y convertida desde ese instante en un elemento más de la enmarañada estructura de referencias posmodernas dignas de ser explotadas por toda la industria puesta al servicio del entretenimiento de masas –cine, literatura, televisión, cómic,...–. La denominación que se le asignó, friki, se encuentra hoy tan sobada y carente de especificidad respecto a lo que realmente define que a punto está de perder cualquier sentido primigenio que hubiera atesorado en el pasado reciente. Esa capacidad mágica de Fundido a negro, por mucho que seamos capaces de distinguir sus defectos, desplaza carencias y limitaciones gracias a la irresistible fuerza de lo genuino, de lo honesto, de lo singular.

Eric es un joven habitante de Los Ángeles –ciudad que durante aquella época, como tantas grandes urbes de los Estados Unidos, no refleja más que decadencia, un lindo contraste con el de estar convertida en la residencia oficial de la industria de los sueños–, apasionado por el cine, desplazado socialmente, asediado por sus compañeros de trabajo, cuestionado por su jefe, sin mucho éxito con las chicas y que comparte casa con su inválida tía Eve. Por su parte, la citada tía está doblemente discapacitada, por un lado físicamente, confinada a una silla de ruedas, pero del mismo modo se encuentra menguada psíquicamente, pues su comportamiento evidencia una frustración existencial y un permanente estado de irritación que transmutan su limitación física en una castración emocional –luego sabremos lo que Eric nunca supo, la tía Eve es en realidad su madre, lo que envilece más su relación–. Su trabajo de recadero en una empresa dedicada al alquiler de rollos de películas es lo más cerca que espera encontrarse del mundo del cine entendido como industria. Aunque sin antecedentes claros, la presentación del personaje evidencia un pasado poco feliz –quizás traumático, incluso se sobreentiende una posible relación incestuosa forzada por su tía/madre–, un presente anodino y un futuro incierto; todo un paradigma del original y peyorativo significado que el vocablo friki tuvo en su origen, siendo hoy ya, por otra parte, un estigma del todo superado, una vez, a pesar de su actual desenfoque, el adjetivo ha recuperado la honorabilidad que no incluyó entre sus atributos en el instante de su nacimiento como categoría cultural y social.

Pero no todo está perdido; la verdadera vida de Eric está en el cine, en el reverencial entusiasmo con el que expresa toda su existencia en esos términos: su caótica habitación parece un museo dedicado al séptimo arte, cae rendido de sueño viendo cine en televisión para despertarse del mismo modo, recita frases de sus películas favoritas como banda sonora de su vida, enuncia repartos completos, convierte diálogos de cine en respuestas a las preguntas de aquellos con quien interacciona –sabedor de lo oculto de esas referencias para su interlocutor–, hace apuestas arriesgadas con sus compañeros de trabajo sobre éste o aquel detalle de cualquier película,..., todo bajo la despreciativa vigilancia de su tía.

Sin embargo, todo parece cambiar cuando Eric es recogido en autoestop por un famoso productor cinematográfico, a quien da la idea para un guión del que luego aquel tratará de apropiarse, así como cuando conoce a una chica con sorprendente parecido físico con Marilyn Monroe, a quien acerca en Vespa hasta el trabajo, conviniendo ambos acudir juntos al cine esa misma noche. Un despiste involuntario hace que la chica llegue tarde a esa primera cita. Eric, profundamente entristecido y defraudado, vuelve a su casa para descubrirse incapaz de soportar los recurrentes requerimientos de su tía, a la que termina lanzando escaleras abajo a bordo de su silla de ruedas, imitando con ese acto a Richard Widmark en El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947, Henry Hathaway), una de sus películas de cabecera. Liquidado el elemento represor, la pasión desatada devendrá en locura, inaugurando Eric una serie de crímenes contra todos aquellos que le habían tratado mal en su historia más reciente: un compañero de trabajo que no le quiso pagar la apuesta que perdió, una prostituta que le insultó, el productor que quiso aprovecharse de su idea, el jefe que tanto le presionó. Y el procedimiento no podrá ser más original; disfrazado de diversos personajes (el conde Drácula versión Lugosi, la momia, el cowboy Hopalong Cassidy, el gangster interpretado por Richard Widmark en la ya citada El beso de la muerte) vengará una a una todas las ofensas recibidas en una suerte de huida hacia delante que le llevará, de nuevo, a emular a otro de sus iconos, el Cody Jarrett (James Cagney) de Al rojo vivo (White Heat, 1949, Raoul Walsh), para terminar sus días acorralado y acribillado por la policía en la azotea del mítico Teatro Chino de Hollywood Boulevard.

Con todo, la película juguetea en los márgenes del cine de terror sin pasar realmente a formar parte de él. Esto es así puesto que no se utilizan los códigos del género, y la puesta en escena, salvo la puntual, fantasmagórica e inquietante aparición de Eric disfrazado como el vaquero Hopalong Cassidy, antes citado, circula de forma funcional por un trivial naturalismo, centrado en poner en imágenes el retrato agridulce de un ser marginal, desde donde se censura, como suele ser habitual, el peligro que supone ser diferente, tanto para los demás como para uno mismo, eligiendo no ensalzar a aquel que elige una opción de vida regida por una escala de valores alternativa a la del resto, y donde la realidad no está precisamente en la cima de la pirámide. Sobre el papel podría pensarse en Fundido a negro como uno de tantos slashers, pues teóricamente tiene muchos de los elementos que componen la urdimbre argumental de ese subgénero: joven marginado, personajes periféricos que de un modo u otro le atormentan, infancia traumática, cierta tensión sexual insatisfecha, una chispa que enciende toda esa yesca y asesinatos de ejecución más o menos creativa y sistemática. Pero no lo es; muy especialmente porque no hay sorpresas ni efectismos, porque  no son los otros personajes los que nos guían para verse uno a uno sorprendidos por el asesino, sino que es el demente protagonista quien nos lleva de excursión, además con el punto a su favor de poner al espectador en contra de sus futuras víctimas, y por tanto de su lado. Tampoco se trata de un thriller, entre cuyas coordenadas tampoco se sitúa. Fundido a negro es más un drama de resolución trágica cuyo protagonista nos sirve de hilo conductor, siendo éste el único integrante del elenco con la personalidad adecuada como para conseguir nuestra identificación con su personaje. Desde ese punto de vista, se trata de un caso similar, aunque en un tono y con un discurso bien distinto, a las tribulaciones del Patrick Bateman (Christian Bale) de American Psycho (American Psycho, 2000, Mary Harron), que igualmente está tratada con una puesta en escena que distancia la cinta de ese género al que la literalidad de los elementos que la configuran parece querer acercarla.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE