miércoles, 21 de enero de 2015

"EL HUERTO DEL FRANCÉS", (Jacinto Molina, 1977)


Curtido ya como actor –de algo modestas cualidades cuando daba vida a personajes ausentes de caracterización– pero, sobre todo, como solvente guionista de un tipo de cine muy contextualizado dentro de un género, una época, un país y un entorno socioeconómico muy determinados, Jacinto Molina emprendía su carrera como director –la que más le hizo brillar si dejamos de lado sus aventuras licantrópicas– con la muy estimable “Inquisición” (1976). No tardaba en alcanzar, en mi opinión, su cima creativa con “El huerto del francés” (1977) y “El caminante” (1979), ambas cercanas a la perfección y dos obras necesitadas de una merecida revalorización. A partir de ese punto su filmografía como realizador sería irregular, con sus más y sus menos –de todo hubo–, pues no volvería a encontrar otro período de gracia como aquel con el que tanto destacó en aquellos sus primeros trabajos como director. Tengo que decir que no he visto “Madrid al desnudo” (1978), la película inmediatamente anterior a “El caminante” dentro de su filmografía, por lo que poco puedo opinar sobre si sirvió para dar continuidad o romper esa buena racha del director madrileño. Precisamente, quizás es la obvia y obligada mayor exposición del cineasta en su faceta de actor respecto a sus otras presencias en la sombra –como guionista y director– lo que ha ocasionado el vilipendio que a menudo ha sufrido Molina por parte del público y de algunos críticos y comentaristas (yo ya entoné en su día el mea culpa, que recuerdo aquí para lo que se tercie), quienes han opinado de una forma un tanto exagerada sobre sus carencias más visibles, derivadas de esa mayor exposición interpretativa, extrapolando esas sentencias a sus otras facetas creativas, en detrimento de una más justa valoración de sus mejores virtudes, que las tiene, aunque menos evidentes, estando como están situadas detrás de las cámaras.

Las tres cintas a las que me he referido con admiración en el párrafo anterior bien podrían entenderse como una trilogía involuntaria, dados los lugares comunes de los tonos en los que incide Molina y la, en cierta manera, relativa vinculación de sus argumentos; todos ellos parte de una visión –cada una desde un punto de vista bien diferente y centrado en épocas distantes– de la España más oscura. Un retrato el de Molina cuyas bondades críticas y descriptivas recrean las zonas de sombra de un país que no por despreciables son menos parte de la idiosincrasia de una cultura a la que todos los españoles pertenecemos. Sirva matizar que “Inquisición”, por mucho que esté ambientada en territorio francés, explora momentos bien similares a famosos episodios de nuestra historia patria, a los que sin duda podemos (y debemos) asimilar las andanzas del inquisidor Bernard de Fossey, a quien interpreta Naschy en la película.

Asumida ya por entonces, que no digerida, la muerte de Francisco Franco (noviembre de 1975) y lanzado gran parte del cine español a dar rienda suelta a la liberación de las hasta entonces restricciones más primarias (sexo, política), Molina opta por un discurso de mayor complejidad y calado intelectual, que logrando los mismos objetivos que sus colegas más directos, igualmente retrata, reprocha y utiliza con carácter terapéutico la representación velada de toda esa herencia retrograda y siniestra que el dictador consiguió oficializar y personificar en su propia figura. Sin embargo, Molina se enfrenta a ello remitiéndose a las fuentes. De ahí esa mayor capacidad para remover el subconsciente colectivo; algo, sin duda, más eficaz y poderoso que la simple alusión a problemas más concretos, que, ubicados en la superficie y excesivamente ligados a situaciones históricas muy puntuales, parecen haber olvidado el sustrato del que surgen.      

Valga decir, temiendo que las líneas precedentes y las que siguen no lo dejen suficientemente claro, que considero “El huerto del francés” como una de las películas más importantes de la historia del cine español desde los años setenta a esta parte, más aun dada su invisibilidad actual; derivada, según parece, de cierta problemática relacionada con la titularidad de sus derechos de propiedad, que impide el acceso a una facilidad de visionado que se estima necesaria, y que su excelencia merece tanto por sus valores cinematográficos –algunos superlativos, sobre todo los centrados en el apartado musical, éste magistral– como por su configuración como documento gráfico que registra tanto una parte de nuestra historia más reciente como una personalidad, la de nuestro país, parece que inalterable. Por otro lado, no siendo esa personalidad otra cosa que el reflejo de un ADN que siempre estuvo ahí y que únicamente se toma períodos de descanso para volver a aparecer en nuestras calles, en nuestros campos, en nuestras fábricas, en nuestros puertos de mar o alrededor de nuestras mesas camillas cuando uno menos se lo espera.

Jacinto Molina refleja en sus memorias que, intrigado por la expresión popular “te van a llevar al huerto”, indagó y descubrió que la misma hacía referencia a hechos verídicos acaecidos en la localidad sevillana de Peñaflor a principios del siglo XX, donde Juan Andrés Aldije “el francés”, de origen galo –de ahí su apodo–, conchabado con su amigo José Muñoz Lopera, utilizaba una huerta de su propiedad para asesinar y robar a incautos, a los que atraía organizando partidas de cartas clandestinas. Lopera hacía correr el rumor, por otros pueblos, de que “el francés” era un acaudalado pardillo digno de desplumar en una timba. Los inocentes avariciosos, cargados de billetes de recientes negocios, aparecían por el lugar guiados por Lopera; hasta que Juan Andrés les arreaba el estacazo, para luego enterrar los cuerpos donde pudieran servir de alimento a patatas y tomates. Parece que fueron seis los asesinatos que se cometieron entre 1898 y 1904, hasta que los criminales fueron descubiertos y detenidos por la Guardia Civil para ser ajusticiados por el castizo método del garrote vil en octubre de 1906.

Está presente en “El huerto del francés” todo aquello que siempre ha definido la España más rancia y genuina, ya, por fin, algo dejada atrás; o eso queremos todos creer. El cura, el médico y el marica del pueblo, el sargento de la guardia civil y las putas, conforman todos ellos un dramatis personae no por tópico menos realista. No se incorpora ese otro gran clásico que es “el tonto del pueblo”, pero a cambio Molina nos regala una bailaora enana y contrahecha, quizás incluso travestida, que ya hubiera querido Tod Browning para alguno de sus más siniestros elencos –una escena fascinante–. Del mismo modo que se introducen los caracteres antes citados, tampoco se olvidan instituciones tan arraigadas por estos lares como la hipocresía social –el marido con doble vida, el médico que hace la vista gorda, ese ir a misa los domingos como acto de limpieza colectiva–, el dominio de unas clases sociales sobre otras, que no la lucha de clases –el señorito andaluz que trata a la camarera/puta como a una yegua donde montar– y el machismo más típicamente mediterráneo: “el francés”, por generoso y protector que parezca, gestiona la casa de lenocinio como si de una cuadra con ganado de su exclusiva propiedad se tratara; eso sí, hasta que la meretriz de turno adquiere una enfermedad de transmisión sexual que la pone fuera de circulación durante un tiempo, sin posibilidad de ganar el dinero que necesita para comer; así es la vida, dice Aldije. Todo dibujado sobre el contexto de la época en que transcurre el relato, que no dejaría de ser habitual en la España más rural durante no pocas décadas después hasta casi nuestros días. Entre la ironía de la novela picaresca –extremadamente más vigente en “El caminante”– y el melodrama costumbrista de ribetes trágicos, e incluso con un cierto regusto de tenebrismo goyesco, su presentación en forma de flashback rechaza, ya de entrada, hacer hincapié en la posible intriga, pues incluso el espectador con desconocimiento previo de la historia real es informado desde la primera secuencia del modo en que termina todo. 

El tema musical que interpreta Rosa León durante los títulos de crédito iniciales –junto con la partitura del gran Ángel Arteaga, algo sin lo que esta película no sería ni sombra de lo que es– ya descifra los dos sentimientos que revolotean en el tono que Molina imprime a toda la trama. Del mismo modo que la cantante madrileña intercala el romance poético con desgarrados fragmentos aflamencados, Molina, en clave de didáctico cuento moral, en cuanto a la peripecia de un asesino que finalmente encuentra su merecido, rodea el asunto con la siniestra y pesarosa esencia negra y más telúrica de nuestra cultura. El recorrido, por lo tanto, no es inocuo ni inocente, la intención de Molina no se esconde y la crítica que presenta bajo el subtexto de sus imágenes no es oblicua sino frontal. La vieja bruja –así la retrata el director en aspecto y expresión– que realiza el aborto a la desdichada Andrea –una María José Cantudo que no creo haya estado nunca más afinada– es fusilada por Molina con un zoom sobre su rostro, entre lascivo y sádico, donde deja claro que su espinosa tarea no es ni mucho menos un plato que le disguste. La arpía funciona así como metáfora cruel del contexto cultural y social que recrea Molina, de la idiosincrasia de un país que, seguramente, no la tiene en exclusiva, pero que no por ello ha dejado nunca de ejercitarla.

Producida en plena época del destape, no hay que achacar oportunismo a Molina cuando es un burdel el principal escenario de la película, mostrándose coherentes todas las escenas de ese talante y nunca mejor fundamentadas las escenas de carne por exigencias del guión; sobre todo si se cuenta en el reparto con una musa de aquellos años como fue Ágata Lys.

Molina, austero y preciso con la cámara, prudente con una fotografía que no quiere destacar sobre la historia sino subrayar su tenebrismo, y mejor director de sus actores que de sí mismo –curiosamente tanto sus mejores como sus peores interpretaciones se encuentran entre las películas que él mismo dirigió; a veces, creo yo, se equivocó en adjudicarse papeles que no correspondían con su físico–, consigue rodearse de un plantel de secundarios espectacular, donde no hay uno que desmerezca. El ascendiente más terrorífico de Molina se destapa en la representación de cada uno de los crímenes, donde la brutalidad y la frialdad de la ejecución dejan al Michael Myers carpenteriano a la altura del betún. Pero no hay terror aquí, sino un melodrama extremo, cargado de pasiones –bajas y altas– que desembocan en la climática pelea de gatas entre la Cantudo y la neumática Ágata Lys, que para nada era ficticia y para nada terminó nunca; aun décadas después –lo sé de buenas y agudas fuentes– María José Cantudo no tenía olvidado el enfrentamiento real con su adversaria. Los personajes de las dos actrices representan la lucha de esa España que se prostituye –de manera real o virtual– contra esa otra que lucha por mantener su dignidad, y que además lo hacen entre sí, no contra quienes son los causantes de sus penurias, que asisten al duelo como espectadores desde la barrera en busca de espectáculo. Naschy cuenta que, durante el rodaje de la escena del enzarzamiento, el cantante Manolo Otero, por entonces pareja de Cantudo, le susurraba al director al oído: “¡Déjalas que se zurren bien! Te quedará una escena cojonuda”[1]. También hay miseria moral, engaño y sufrimiento, como el que Juan Andrés Aldije reparte entre sus amantes y su propia esposa. El personaje, creyéndose por encima del bien y del mal, no repara en no poner límite a sus ambiciones, parece que originadas por sentimientos tan mediterráneos como el orgullo y la venganza, ambas enfocadas contra la figura de su suegro, nada contento con la pareja de su hija. En cambio, su socio Muñoz Lopera –interpretado por un José Calvo enorme– es retratado como un pobre hombre que se ve arrastrado por la ambición de su amigo “el francés”. A diferencia del siempre altanero Aldije, Lopera, físicamente derrotado, envejecido, de espalda arqueada y ojeroso, ve en el crimen la única oportunidad de cumplir el sueño de tener sus propias tierras y alejarse de esa vida gris e hipotecada. Pese a todo, la mayor víctima moral, que no mortal, de Aldije –la inocente Andrea/Cantudo– se convertirá a la postre en el elemento inquisidor, cobrándose lo sufrido con altos intereses. Una digna moraleja para tan siniestra fábula.          

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE"

             
Juan Andrés Pedrero Santos


[1] Molina, Jacinto: Paul Naschy. Memorias de un hombre lobo. Alberto Santos, editor (Madrid, 1997); pág. 122.

domingo, 4 de enero de 2015

EL HÉROE ANDA SUELTO (TARGETS, 1968, Peter Bogdanovich)




Que 1968 fue el año en que “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead), de George A. Romero, inauguraba la era moderna del cine de terror es algo que pocos discuten y que se ha convertido ya casi en un axioma. Por otra parte, era en 1971 cuando Don Siegel dirigía “Harry el sucio” (Dirty Harry), siendo quien comenzaba a explotar la figura del francotirador psicópata; un espécimen made in USA de pura raza. El contexto marcado por ambas películas no hará más que destacar la importancia y el significado con el que merece ser valorada “El héroe anda suelto” (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich, como gran testimonio que es de la evolución de un género, en alguna medida desde fuera del mismo además; e incluso, por extensión, de los tiempos que estaba a punto de vivir el mundo del cine en general durante los años setenta.

1.- Peter Bogdanovich era un apasionado cinéfilo cuya vida había seguido el mismo camino que algunos de sus más destacados colegas franceses una década antes, donde la pasión por el Séptimo Arte iba a derivar en el ejercicio de la crítica de cine como paso previo a la dirección cinematográfica. Reproche recurrente es decir que el cine de Bogdanovich está encerrado en su impenitente cinefilia, ausente de otras motivaciones y limitado a esa constante evocación y homenaje al cine clásico que tanto amaba, incapaz de expresarse a través de ningún otro sentimiento o de desnudar su intelectualidad más allá de ese propósito y alcance. Sin embargo, de alguien que en sus mejores tiempos llegaba a ver ocho películas a la semana no es difícil decir que sí era de su propia vida de la que hablaba en sus películas, pues –como en el caso de tantos cinéfilos– hasta ese momento había sido el cine el protagonista absoluto de su existencia. Bogdanovich no tardaría en reincidir en esa evocación del objeto de su pasión con “La última película” (The Last Picture Show, 1971); aunque esta vez de manera más tangencial, pues sitúa una modesta sala de cine de un pueblucho como símbolo del inicio y final de la historia que cuenta; reflejo asimismo de la decadencia (más moral que física) y del paso del tiempo. Respecto a “El héroe anda suelto” comparte ese contexto paisajístico de soledad e incomunicación, con un cierto aire melancólico y sórdido a la vez; un descorazonador canto al fin de la inocencia en el caso de “La última película”. Algo que por ejemplo George Lucas también tocó, aunque de forma más festiva, positiva y carente totalmente de esa sordidez, en su “American Graffti” (American Graffiti, 1973).

Si fueron los críticos de “Cahiers du Cinéma” –en Francia y en los años cincuenta–, quienes acercaron a la categoría de autores a tantos directores clásicos, que incluso respecto a sí mismos sólo se habían considerado hasta ese instante como artesanos a sueldo de los estudios de Hollywood –responsables de un trabajo profesional que hacían lo mejor que podían pero sin sentirse artistas de ningún modo–, fue en la década de los setenta donde iban a despuntar en los Estados Unidos una serie de directores, luego venerados por todos, que revolucionarían el cine americano y su industria. Por un lado iban a tratar los temas de una manera más fresca y muy alejada de los corsés a los que se había autosometido Hollywood en toda una etapa clásica que todavía se resistía a perecer y a dejarse arrollar por los nuevos tiempos. Por otro, abrazaban la consideración de autores de una forma plenamente consciente y reivindicativa. Ya no eran meros practicantes de un oficio al que les había llevado el azar o ciertas tendencias artísticas, sino seres enamorados de un mundo y de una tarea a la que querían dedicar sus vidas y sus esfuerzos –y, ¿por qué no?, también con el pensamiento puesto en el lícito anhelo de sacar algo de provecho económico de un mundo que todavía destacaba por su glamour–.

La nómina de cineastas surgidos en ese nuevo contexto contaba con nombres como Martin Scorsese, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, William Friedkin, Robert Altman, Arthur Penn, Stanley Kubrick, George Lucas, Brian de Palma, Peter Bogdanovich,…, es decir, todos los que –salvando las distancias– tomaron el testigo de aquellos grandes del cine clásico que eran los John Ford, Fritz Lang, Howard Hawks, Raoul Walsh, Alfred Hitchcock,…; un justo relevo desde todos los puntos de vista. Esta nueva remesa de supuestos genios representaba lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood; donde los directores se habían convertido en estrellas e iban a hacer y a deshacer a su antojo todo el funcionamiento de la industria del cine americano. Aunque, como en casi todo, también hubo un final; que llegó cuando ciertos despropósitos presupuestarios dañaron más de lo soportable las cuentas de resultados de las grandes productoras, puestas como estaban al servicio de tan prometedores directores; siendo el caso más flagrante el de “La puerta del cielo” (Heaven´s Gate, 1980), de Michael Cimino, que con un presupuesto de 44 millones de dólares recaudó tan solo 1,3.

2.- Contextualizado el momento histórico en el que Bogdanovich iba a dirigir “El héroe anda suelto”, es hora de volver sobre su valor testimonial  como representación del fin de una era y del inicio de otra. La película comienza con un ejercicio de metacine, mostrando imágenes de “El terror” (The Terror, 1963), una producción de Roger Corman –en la película de Bogdanovich también productor ejecutivo sin acreditar– dirigida cuando estaba a punto de dar por terminado su ciclo inspirado en Poe con la realización de “La tumba de Ligeia” (The Tomb of Ligeia, 1964). “El terror” –que de alguna manera aprovechaba la estela del citado ciclo gótico dedicado al escritor de Boston– puede ser visto igualmente como un encuentro entre el clasicismo y esos nuevos tiempos, simbolizados respectivamente por sus dos protagonistas: la vieja gloria que es Boris Karloff y un juvenil Jack Nicholson (que parece también intervino en parte en su dirección, aunque sin acreditar). Ambos intérpretes, indiscutibles iconos cada cual de una época bien diferente.

Con un desconcertante y subyugador sentido mágico, dichas imágenes se descubren como parte del visionado de esa película de Corman en una sala de proyección privada, aparentando ser la última película del actor Byron Orlok (Boris Karloff), cuyo nombre y apellido en la ficción no dan lugar a equívoco respecto a aquello que intentan evocar: Lord Byron, uno de los asistentes a la famosa reunión de Villa Diodati, y Orlok, nombre que Murnau dio a su vampiro en “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922). Bogdanovich riza así el rizo y eleva al cuadrado esa propuesta de metacine, como si de un juego de muñecas rusas se tratara; un efecto pensado de un cinéfilo para otro, con quien poco camino le queda a partir de ahí para conectar hasta el final. Pese a la obvia pobreza presupuestaria de la película, existe un evidente y muy serio intento de su director de compensar esas carencias con unas muy afinadas planificación y edición, que consiguen aportar al conjunto el empaque que le niegan los escasos medios que también se vislumbran en cada encuadre.

Dos historias corren paralelas, convergiendo únicamente en dos momentos; justo al principio y al final del metraje. Y recorriéndolas asistimos a los últimos días de un profesional del cine que se siente todo un dinosaurio de tiempos remotos, aun sin rechazar tomarse el asunto con un irónico humor (cuando aparenta asustarse de su propia imagen en el espejo). Del mismo modo somos testigos de la caída a los infiernos de quien va a convertirse en la personificación de aquello que todos vamos a reconocer luego como uno de los arquetipos de monstruo de los nuevos tiempos.

3.- Por otra parte, la sencillez y el minimalismo de paisajes y decorados actúan en una misma dirección. Ese fondo esquemático sobre el que se desarrolla el argumento –que en ningún caso creo intencionado sino fruto de la escasez– causa una sensación de abstracción que recuerda al Jean Renoir de “El testamento del doctor Cordelier” (Le testament du docteur Cordelier, 1959), donde, como aquí, los espacios casi vacios y planos concentran la atención sobre los personajes y multiplican su importancia relativa. Aunque modesto, se trata de buen cine; y como tal, el continente es más atractivo y sugerente que el contenido, pese a que éste atesore algunas pocas buenas ideas. Entre ellas la de esa familia de clase media americana a la que pertenece el asesino, viviendo en una aparente armonía entre paredes pintadas de color pastel, reuniones familiares en torno a la mesa del salón o delante de la caja tonta, e inmersa en un simulado equilibrio que no hace más que esconder frustraciones existenciales y disfunciones emocionales diversas; cuyo origen se intuye procede del vacío emocional que sufre la figura de ese francotirador, que bien podría ser, a primera vista, el inofensivo vecino de al lado de cualquiera de nosotros. Significativo es destacar el título original de la película: “Targets”, cuya acepción en español es “objetivo”, “meta” o “diana”.  Su sentido, por tanto, tiene un doble sentido. Por un lado haría referencia a esa (falta de) meta vital que determina el comportamiento y la penuria de motivaciones del francotirador; y, por otro, encontramos la obviedad que relaciona, de manera más pedestre, “diana” con “francotirador”.

De algún modo –eso sí, muy poco definido–, Bogdanovich censura la falsedad manifiesta del American way of life; también vista unos veinte años después de manera más detallada por Oliver Stone en “Nacido el cuatro de julio” (Born on the Fourth of July, 1989), que versa sobre un conflicto bélico impopular y especialmente terrible como lo fue la Guerra de Vietnam, con trascendentales consecuencias sociales, y que precisamente estaba casi en su ecuador durante la realización de “El héroe anda suelto”; sobre la que inciden subrepticiamente los vapores de las secuelas morales, sociales y culturales de tan singular momento histórico, aunque aquí sin hacerse explícitos.

Existe así, en cierta manera, el retrato espiritual de una época; muy circunscrita al territorio físico y psíquico de los Estados Unidos y a las vivencias que estaba experimentando esa sociedad durante aquellos años.

4.- Volviendo al tema del metacine, hay una escena que es vital –por reveladora y extraordinariamente inteligente– respecto al primero de los dos temas fundamentales que se tratan en la cinta: el traspaso de poderes entre dos diferentes etapas del cine y la confusión existencial que sufre el villano protagonista. Hablo del clímax de la narración, cuando el desequilibrado Tim (el francotirador interpretado por Bobby Thompson) se refugia bajo la pantalla del autocine en que se proyecta “El terror” –una vez ha sido descubierto y viéndose perseguido–, donde es acosado por un Orlok (Karloff) que con decisión se lanza a su captura apoyándose en su bastón de jubilado. En ese lance Tim experimenta lo que casi podrá considerarse una visión de pesadilla; pues ve, sintiéndose acorralado, como la imagen de Karloff en la pantalla se le acerca por un lado, y, por el otro, observa como el auténtico actor emula simétricamente a su personaje en la gran sabana blanca. Para el espectador, que lo es de las dos historias paralelas (la del actor en declive y la del asesino en serie), no parece mayor sorpresa; pero desde el punto de vista del asesino –que ha estado ausente de la subtrama dedicada al personaje que interpreta Karloff– el desconcierto es mayúsculo y desasosegante. 

La interpretación metafórica de la escena anteriormente descrita, aunque intuitiva, queda patente ante las palabras que musita un Karloff cansado mientras contempla al vencido y humillado criminal, ya en manos de los agentes de policía: “Estos son los monstruos que dan miedo”. Él, que tanto en la vida real como en la ficción simboliza a los monstruos creados a partir de la fantasía –aquellos que protagonizaron el ciclo terrorífico de la Universal en los años treinta y (aunque menos) en los cuarenta–, ve llegar su definitivo declive desplazado por nuevas representaciones de la maldad, más tristemente cercanas a la realidad que las que él personificó: dementes y serial killers de toda especie que azotarán las pantallas tomadas por el cine de terror desde mediados de los setenta, con “La matanza de Texas” (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, como principal exponente –previo al boom del subgénero que disfrutaríamos durante la década de los ochenta–; no obstante con ascendientes tan sonados e influyentes como “M, el vampiro de Dusseldorf” (M, 1931), de Fritz Lang, “El cebo” (Es Geschah am Hellichten Tag, 1958), de Ladislao Vajda, o “Psicosis” (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, por poner algunos de los ejemplos más vetustos.

5.- Citaba al principio “La noche de los muertos vivientes” y “Harry el sucio”. Ambos son ejemplos de hacia dónde iba el cine de género a partir de la década que las vio nacer. Un cine que se descubrirá cargado de cinismo y falto de pudor respecto a todo lo que había acontecido previamente, siendo increíble darse cuenta hasta qué punto Bogdanovich utiliza el argumento de “El héroe anda suelto” para articular un discurso racional, esclarecedor y visionario; tan tierno como melancólico.

Juan Andrés Pedrero Santos

PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LA REVISTA "SCIFIWORLD MAGAZINE".