Con ánimo de hacer más llevadera "la caló" repesco mi crítica de "Canino" que fue publicada en SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 26, correspondiente a mayo de 2010.
El cine, hablando en términos generales, parece tener inactiva su capacidad de sorpresa, salvo en muy contados y siempre reconfortantes casos. “Canino” es uno de ellos. Ya se perciba con mayor o menor obviedad el verdadero sentido de esta comercialmente arriesgada comedia negra, la materialización fílmica de su propósito no debe calificarse más que como de aguda e inteligente. La probabilidad de que el espectador se sienta agredido por lo que algunos pueden intuir como una tomadura de pelo está bien presente; buena parte de ese riesgo comercial se debe imputar a ello, pero no es más que una consecuencia del adocenamiento al que el cine comercial ha (mal)acostumbrado al respetable y a su capacidad de raciocinio y superación, tan contrario como es este público –en cuanto que masa amorfa, por supuesto sin particularizar en las excepciones– al más pequeño esfuerzo intelectual que un discurso mínimamente formado y/o complejo exige.
“Canino” apela a la constante atención del público, el cual, por más que tome conciencia del estado de alucinación y estupefacción al que se le somete, siempre recibe el último empellón a trasmano. Tras unos primeros momentos, presos como estamos aun del propio pasmo, que hacen recordar el cine de Eric Rohmer como una muestra de la cartelera más adrenalítica, poco a poco se nos va llevando al riquísimo terreno que propone. Minuto tras minuto se nos sacude con la sorpresa de lo inesperado, de lo surreal y lo tragicómico; algo que a cada paso se irá transformado en un tono amargo, oscuro e incluso éticamente obsceno, lo que finalmente se conforma como el objeto final de toda la fabulación. Ese es su principal valor, la creación de un significado nuevo a través de la continua trasgresión de un significante aparentemente trivial, que se verá dislocado por los constantes y abruptos giros, no narrativos sino semánticos, con la rotura total de cada apriorística convención entre ambos, significante y significado. Y la parábola está ahí bien presente, acechante y cruda. La inicial estupefacción que provoca deja paso a la espera atenta de nuevos estímulos para nuestras neuronas, ya excitadas previamente y abiertas a cualquier cosa que pudiera suceder.
Su simplicidad formal –no consigo recordar ni un solo movimiento de cámara– apabulla por su eficacia, consecuente con la evidente inteligencia y la milimétricamente ajustada medida de los atributos con los que se quiere dotar al concepto que “Canino” representa. El cine, un arte eminentemente visual, aquí se rinde sumiso ante un contenido que incita a la reflexión, que únicamente necesita de las imágenes como un sustento físico imprescindible pero básico, sin más valor y categoría que el que recae en el nivel más primitivo de su función. Al igual que actualmente sucede en el mundo del cómic, donde el antiguo virtuosismo de un Hal Foster o un Will Eisner se ve sustituido por un dibujo feista aunque eficaz –carente de la maestría requerida en otros tiempos– pero al servicio de una buena historia, “Canino” se muestra formalmente esquemática, recayendo su fuerza en el propio guión más que en las imágenes que lo acompañan. Por otro lado, si el cine tiene una capacidad especial, particular, de la que carece la literatura o cualquier otro arte, aquí esa capacidad está muy bien representada, siendo “Canino” un ejemplar único y atemporal, despegado de cualquier (multi)referencia; y por eso mismo, tan alejado de la actual y tan sobada tendencia a la posmodernidad. En definitiva, un ejemplar genuino.
Una última cosa; dedicada a aquellos que necesitan de un bastón para guiar su ceguera. “Canino” es una película griega, reconocida con varios galardones en festivales como Cannes o Sitges, dirigida por Giorgos Lanthimos, y que cuenta cómo un padre y una madre de una familia acomodada sobreprotegen a sus tres hijos veinteañeros de un supuestamente perverso, peligroso y degenerado mundo exterior, al que trasforman de cara a sus ingenuos descendientes. Pero el remedio será peor que la enfermedad.
El cine, hablando en términos generales, parece tener inactiva su capacidad de sorpresa, salvo en muy contados y siempre reconfortantes casos. “Canino” es uno de ellos. Ya se perciba con mayor o menor obviedad el verdadero sentido de esta comercialmente arriesgada comedia negra, la materialización fílmica de su propósito no debe calificarse más que como de aguda e inteligente. La probabilidad de que el espectador se sienta agredido por lo que algunos pueden intuir como una tomadura de pelo está bien presente; buena parte de ese riesgo comercial se debe imputar a ello, pero no es más que una consecuencia del adocenamiento al que el cine comercial ha (mal)acostumbrado al respetable y a su capacidad de raciocinio y superación, tan contrario como es este público –en cuanto que masa amorfa, por supuesto sin particularizar en las excepciones– al más pequeño esfuerzo intelectual que un discurso mínimamente formado y/o complejo exige.
“Canino” apela a la constante atención del público, el cual, por más que tome conciencia del estado de alucinación y estupefacción al que se le somete, siempre recibe el último empellón a trasmano. Tras unos primeros momentos, presos como estamos aun del propio pasmo, que hacen recordar el cine de Eric Rohmer como una muestra de la cartelera más adrenalítica, poco a poco se nos va llevando al riquísimo terreno que propone. Minuto tras minuto se nos sacude con la sorpresa de lo inesperado, de lo surreal y lo tragicómico; algo que a cada paso se irá transformado en un tono amargo, oscuro e incluso éticamente obsceno, lo que finalmente se conforma como el objeto final de toda la fabulación. Ese es su principal valor, la creación de un significado nuevo a través de la continua trasgresión de un significante aparentemente trivial, que se verá dislocado por los constantes y abruptos giros, no narrativos sino semánticos, con la rotura total de cada apriorística convención entre ambos, significante y significado. Y la parábola está ahí bien presente, acechante y cruda. La inicial estupefacción que provoca deja paso a la espera atenta de nuevos estímulos para nuestras neuronas, ya excitadas previamente y abiertas a cualquier cosa que pudiera suceder.
Su simplicidad formal –no consigo recordar ni un solo movimiento de cámara– apabulla por su eficacia, consecuente con la evidente inteligencia y la milimétricamente ajustada medida de los atributos con los que se quiere dotar al concepto que “Canino” representa. El cine, un arte eminentemente visual, aquí se rinde sumiso ante un contenido que incita a la reflexión, que únicamente necesita de las imágenes como un sustento físico imprescindible pero básico, sin más valor y categoría que el que recae en el nivel más primitivo de su función. Al igual que actualmente sucede en el mundo del cómic, donde el antiguo virtuosismo de un Hal Foster o un Will Eisner se ve sustituido por un dibujo feista aunque eficaz –carente de la maestría requerida en otros tiempos– pero al servicio de una buena historia, “Canino” se muestra formalmente esquemática, recayendo su fuerza en el propio guión más que en las imágenes que lo acompañan. Por otro lado, si el cine tiene una capacidad especial, particular, de la que carece la literatura o cualquier otro arte, aquí esa capacidad está muy bien representada, siendo “Canino” un ejemplar único y atemporal, despegado de cualquier (multi)referencia; y por eso mismo, tan alejado de la actual y tan sobada tendencia a la posmodernidad. En definitiva, un ejemplar genuino.
Una última cosa; dedicada a aquellos que necesitan de un bastón para guiar su ceguera. “Canino” es una película griega, reconocida con varios galardones en festivales como Cannes o Sitges, dirigida por Giorgos Lanthimos, y que cuenta cómo un padre y una madre de una familia acomodada sobreprotegen a sus tres hijos veinteañeros de un supuestamente perverso, peligroso y degenerado mundo exterior, al que trasforman de cara a sus ingenuos descendientes. Pero el remedio será peor que la enfermedad.
Juan Andrés Pedrero Santos
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