Aparte de cierto personaje de crónica y pilosa problemática y de Alaric de Marnac, el diablo es otra de las celebridades terroríficas que Paul Naschy/Jacinto Molina frecuentó con cierta asiduidad; aunque sólo “El caminante” ha tenido el honor de contar con tan infernal presencia como protagonista absoluto e hilo conductor de toda una trama. Junto a “El huerto del francés”, “El caminante” fue otro de los fértiles intentos del director madrileño de hacer un cine menos circunscrito al terror más puro. En este caso se trata de un cine más abierto a todo tipo de público, con el elemento fantástico introducido sólo como un añadido enriquecedor del relato, el cual también funciona a otros niveles si se obvia la aportación fantástica. Pese a esto, esa apertura a otros públicos seguramente no fuera el objetivo buscado, sino más bien el de aventurarse en un cine con unos condicionantes más “serios”; algo totalmente lícito y lógico anhelo de cualquier creador que desee desarrollarse y experimentar hasta donde le deja llegar su propio talento. Los resultados obtenidos no pudieron alcanzarse de manera más satisfactoria. “El caminante” es la película de Naschy que más entronca con la cultura tradicional española, tomando la estructura y las formas de la novela picaresca, utilizando su envoltorio como pretexto para dar un enfoque fantástico a lo que podría haber sido tan solo una ilustración de aquellas satíricas y negras aventuras que se convirtieron en un género literario propio de nuestro país durante los siglos XVI y XVII.
Muchas veces ha declarado Jacinto Molina (y así lo ha dejado ver en sus películas) su especial querencia por los marginados, del que Waldemar Daninsky fue su máximo exponente. Los personajes de los guiones de Molina siempre sufren. Aunque capaces de los más altos logros o valentías, no existe un alegre disfrute aventurero, sino que es un sentido trágico de la vida el que sirve a los personajes, muy a su pesar, de imperativo vital. No son héroes, ni mucho menos virtuosos, sino seres apesadumbrados, estigmatizados, que cargan a sus espaldas con algo que les oprime, que les obliga a decantarse por la insatisfacción y el desengaño ante la vida, ya sea por motivos sobrenaturales (Daninsky otra vez) o trágicamente realistas, como el padre que trata de vengar la muerte de su hija en “El francotirador” (1977). Esta obsesión temática en el cine de Naschy no tenía más remedio que converger algún día con una tradición cultural que ya estaba ahí desde hacía siglos, la novela picaresca, que siempre se interpretó como crisol de todos los lastres o peculiaridades del carácter más genuinamente español, fruto del devenir de su propia historia, siempre acechada por la religión y la injusticia. ¿Y no es el diablo parte de esa religión?
Es la picaresca una literatura que trata de las andanzas de personajes que, sin que a priori anide la maldad en su interior, se ven abocados al engaño, al abuso y al aprovechamiento ilícito ante las penurias y las encerronas que la vida les proporciona y las malas enseñanzas que reciben de sus semejantes. Ahí tenemos novelas como “Vida de Lázaro de Tormes, de sus fortunas y adversidades” (el famoso Lazarillo de Tormes) de autor anónimo –al que existe referencia explícita en la película–, “Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños” de Francisco de Quevedo y Villegas o “El diablo cojuelo” de Luis Vélez de Guevara, siendo esta última con la que más emparenta “El caminante”. Mediante una estructura en forma de cadena, con pequeñas historias que son cada una de ellas el eslabón de una gran narración –no obstante separables e independientes entre sí–, “El caminante” trae al diablo a la tierra. Disfrazado de pícaro (hoy le calificaríamos simplemente como de “delincuente”) emprende una cruzada muy particular, la de recorrer el mundo intentando disfrutar de él sin importarle qué deba hacer para conseguirlo. Así, asesinatos, humillaciones, asaltos, violaciones, engaños, traiciones e infidelidades se sucederán con el único fin de dar satisfacción a la imagen del mal que representa Leonardo (Paul Naschy), trasunto del diablo sino el mismo en persona. Trastienda que a lo largo del metraje éste se encargará de reconocer varias veces, para explicitarse del todo en la última escena.
Existe en la película un afán por recrear la belleza del campo, de la luz de los espacios abiertos, bucólica por momentos, atributos dignos de ser disfrutados con entusiasmo, como el propio diablo reconoce al principio de la película, mientras camina tranquilo con un palo sobre sus hombros justo después de su primera fechoría (aquí existe un visible fallo de raccord, pues Leonardo aun no lleva puesta la ropa de su víctima, cuando en la escena siguiente si le vemos ya con ella). Hay una especie de canto a la vida, a pesar de todo, un alegato a favor del disfrute de lo que incluso aquel que viene del infierno sabe valorar en su justa medida. La belleza de las mujeres, de la naturaleza, de ese cielo crepuscular que tan bien supo fotografiar Alejandro Ulloa –un recurrente colaborador de Naschy–, marca el tono esperanzador de una historia llena de dureza y desengaño (la muerte de la niña pese a que su madre dio la posesión carnal de su cuerpo a cambio de la curación de la pequeña; la traición que sufre Tomás, el joven criado de Leonardo, emboscado para ser violentado a cambio de unas monedas que recibe su amo; la seducción de una campesina por parte de Leonardo, que como pago por la infidelidad a su marido recibe el robo de los ahorros fruto de años de trabajo, lo que les llevará sin remedio a la ruina la temporada siguiente). El diablo ha subido al mundo desde el infierno para dar al hombre su merecido, para servirle de espejo donde mirarse, para hacerle sentir como único responsable de toda la infamia y el dolor que él mismo causa a sus iguales.
La pesadilla que sufre Tomás, incitada por Leonardo, en la que ve escenas de las guerras mundiales, de la bomba atómica, de los campos de concentración de la Alemania nazi (escenas de noticiario o documental en blanco y negro), descontextualizan la narración de época para actualizarla al día de hoy, haciéndola universal y siempre contemporánea, dándole así un más ancho, profundo y explícito sentido que el que tuviera un sencillo discurso picaresco, cargado de humor por otro lado de forma permanente (algo tosco pero eficaz), además de sombrío y moralizante a la vez. Tomás, un joven ingenuo y confiado al principio, aprenderá para su desgracia y la del mundo –pues él no es más que una alegoría de la humanidad al completo– que todo tiene un precio (hasta su culo), que cualquiera está en riesgo de ser traicionado por quien creía su amigo y que poco vale la dignidad y la honra en un mundo dominado por el dinero; un mundo donde el hombre nace solo y muere solo. Triste y desencantada visión ésta de Naschy, opinión personalmente mantenida durante su vida, espero que dicha con la boca pequeña a pesar de todo. Si las filias y fobias de Paul siempre estuvieron presentes en sus guiones, nunca encararon de manera tan frontal al espectador. Con riesgo a ser impugnado por algunas mentes obtusas, diré que existe algo del cine de Bergman e incluso de Buñuel –salvando las distancias– en esta incursión de Naschy en un cine más animoso por la trascendencia (sin llegar a ser pretencioso) que el que habitualmente sirvió de emblema de gran parte de su filmografía. Una línea de trabajo que sin duda debió ser más desarrollada en vida. Hoy, ya no estamos a tiempo.
Clasificada “S” en los días de su estreno dada la abundancia de escenas eróticas –nada gratuitas y que cumplen su función en más de un sentido–, el ritmo de “El caminante” es tan redondo como el círculo que cierra la narración en sí misma; en cuyo final, Leonardo termina en un lugar semejante al de su primera víctima. Ya se encargó Leonardo de hacérselo ver a Tomás, su criado, en una de sus conversaciones: los tiempos y las costumbres cambian, pero el hombre siempre será el mismo, con todas sus miserias y virtudes. “El caminante” es campo abonado para aquellos que siempre tildaron su cine de “misógino”, algo que sólo puedo interpretar como un rizar el rizo en cuestiones imputables a la tan sobada y estúpida corrección política que impera desde hace años; opinión que demuestra en los que la defienden una incapacidad de asumir la fantasía (erótica en este caso) que cualquier hijo de vecino tiene a bien incorporar a sus experiencias vitales, o una hipocresía superlativa, lo que prefieran.
La interpretación de Naschy es una de las más solventes y dignas de su filmografía, aunque se sigue echando de menos su verdadera voz, tan pocas veces escuchada debido a los usos típicos del cine que se hacía en España en la época más productiva de su carrera. Rodada de forma templada y elegante, sin ningún afán de protagonismo detrás de la cámara y demostrando estar por encima de muchos de los que en otras ocasiones le dirigieron, sorprende la sugestión conseguida por el plano –espectacularmente fotografiado– en el que Leonardo es crucificado ante una imagen de Jesucristo; acierto no obstante que no estaba en el guión original y que fue una ocurrencia de última hora al descubrir esa localización en los montes de Toledo. Otro plano que sorprende, en sentido contrario al anterior, es el plano fijo que muestra la lucha de Leonardo, espada en mano, contra unos asaltantes emboscados en el camino. En dicho plano aparece en primer término el ramaje de un arbusto que estorba la correcta visibilidad de la acción que ocurre en segundo término, al fondo del plano. Quiero pensar que el origen de tan poca afortunada composición está en un intento de enmascarar la intervención de un hipotético especialista y que no se trate de una simple torpeza de su director.
Siendo la cuarta película dirigida por Naschy –tras “Inquisición” (1976), “El huerto del francés” (1977) y “Madrid al desnudo” (1978)–, “El caminante” obtuvo un premio especial por el intento de renovación del cine fantástico en el Festival Internacional de Cine Imaginario y Ciencia Ficción de Madrid (IMAGFIC 79) y el premio al mejor actor en el IX Festival Internacional de Cine Fantástico de París.
Juan Andrés Pedrero Santos
Originalmente publicado en la sección "La máquina del tiempo" del nº 23 de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, correspondiente al mes de febrero de 2010.
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