Por más que le pese a quien no quiera asumir la idea, Steven Spielberg es la prueba fehaciente, el paradigma, de que es posible conjugar –sin fricciones– el cine más comercial con el cine de máxima calidad; aunque sí es verdad que, al menos al nivel que él lo consigue, se trata prácticamente de un caso único.
Tras “Loca evasión” (The Sugarland Express, 1973), continúa ya de forma espectacular su filmografía con “Tiburón” (Jaws, 1975) –recordemos que la previa “El diablo sobre ruedas” (Duel, 1971) es en realidad un telefilm, no obstante estrenado en España y en muchos otros países en salas comerciales–, y llega un largo período en que saboreó las mieles del éxito y donde se encuadra la parte más conocida, característica y ya clásica de su carrera: “Encuentros en la tercera fase” (Close Encounters of the Third Kind, 1977), “En busca del arca perdida” (Raiders of the Lost Ark, 1981), “E.T., el extraterrestre” (E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982) e “Indiana Jones y el templo maldito” (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984). Continuó con un grupo de películas, de irregular empaque y atractivo, donde intentó probar temáticas fuera del cine fantástico o que solo lo contemplaban como una anécdota con la que dar paso a una trama dramática. Es ahí donde encontramos “El color púrpura” (The Color Purple, 1985), “El imperio del sol” (Empire of the Sun, 1987) o “Para siempre” (Always, 1989); época donde su nivel baja, donde se quiebran algunas expectativas y donde sus defectos o tics más distintivos (el sentimentalismo empalagoso y las marrulleras pinceladas argumentales más premeditadas; ambas una suerte de trampa para elefantes) se hacen más visibles y, a menudo, incluso irritantes. Películas estas últimas que tienen un considerable lastre en la falta de verismo del que adolecen las imágenes creadas por Spielberg, cuyo manierismo estético y formal sienta muy bien a su cine de fantasía pero, en cambio, chirría en las películas “serias” de este período, a las que da una pátina de artificiosidad; cosa que más adelante ya conseguirá matizar con soltura, alcanzando un buen equilibrio entre lo que siempre será su particular estilo y las necesidades propias de la historia concreta que nos trata de contar.
1993 será un año de plena madurez, donde consigue dos sonoros éxitos a todos los niveles y, además, cada uno de ellos digno representante de las dos derivas por las que había decidido encaminar su cine: “Parque Jurásico” (Jurassic Park) y “La lista de Schindler” (Schindler´s List); esto es, el cine fantástico, puro y duro, y el drama “adulto” (ténganse en cuenta las comillas). A partir de ahí, su genio se mantendrá al más alto nivel, con la consecución de obras mucho más complejas. Su maestría ya no dejará lugar a dudas y su nombre será registrado para siempre en la relación de los más grandes directores de la historia del cine. Esa inquietud por acercar su filmografía a estándares más dramáticos queda claramente expuesta –cuando es la fantasía lo que toca– en sus películas de ciencia-ficción, que no dejan por ello de tener una lectura social o humana de considerable calado y siempre oscura; véase “A.I. Inteligencia artificial” (Artificial Intelligence: A. I., 2001), “Minority Report” (Minority Report, 2002) o la que aquí nos ocupa, “La Guerra de los mundos” (War of the Worlds, 2005); la cual, yendo más allá de su aparente sencillez, la considero una de las cumbres de su carrera junto a “Tiburón” (Jaws, 1975) y a “Salvar al soldado Ryan” (Saving Private Ryan, 1998).
Herbert George Wells publicó su novela “La guerra de los mundos” en 1898, sirviendo de inspiración para el clásico de la ciencia-ficción cinematográfica de los años cincuenta, del mismo título, que dirigió Byron Haskin en 1953. No menos famoso es el programa radiofónico emitido en 1938 por Orson Welles, que aterrorizó a unos inocentes radioyentes en un tiempo en que no existía aún la televisión. Otras adaptaciones posteriores las tenemos en una serie de televisión titulada “War of the Worlds”, emitida entre 1988 y 1990, y en dos direct to dvd producidos, como la película de Spielberg, en 2005, “War of the Worlds” y “The War of the Worlds”, dirigidas por David Michael Latt y Timothy Hines respectivamente. Como curiosidad, ya dentro de otro ámbito de las artes, en 2006 se grabó una adaptación musical titulada “Jeff Wayne´s Musical Version of The War of the Worlds”, que fue distribuida en disco además de representada en vivo.
Interpretada como una más de aquellas supuestas pesadillas alegóricas del terror al comunismo que se perpetraron durante la Guerra fría, la película de Byron Haskin retiene todavía gran fama y sirve de indudable inspiración plástica y objeto de homenaje para esta versión dirigida por Steven Spielberg; mucho más profunda y compleja que aquella, a la que supera con creces en todos los sentidos. La versión de Haskin, pese a sus bondades, y como buen espécimen de la serie B de ciencia-ficción de esa década, carece de la potencia dramática de la que Spielberg dota a su remake, incluso cuando “La guerra de los mundos” de Byron Haskin destaca sobre sus contemporáneas precisamente por superarlas en esa intensidad dramática; virtud normalmente ajena al cine propio de ese género y década si exceptuamos casos como el de “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, 1956) de Don Siegel. En realidad, “La guerra de los mundos” de Spielberg –por su particular tratamiento– es una película de terror maquillada como “película de marcianos”. Las últimas películas que Spielberg ha dedicado al género de la ciencia-ficción han mantenido siempre un hálito siniestro muy característico, convertido ya en “marca de la casa” y posiblemente en una de las virtudes más sobresalientes del “rey midas” en toda su filmografía. Sorprendente igualmente ante el contraste que supone ese tenebrismo en comparación con el cargante merengue al que era aficionado en algunas de sus primeras películas, ya fueran dirigidas por él mismo o producidas bajo su estricto control (aquello del “Steven Spielberg presenta…”). Y es aquí donde ese atributo se muestra en su total plenitud, amplificando lo siniestro hasta los límites de la pesadilla.
Pese a su comercialidad innata, premeditada y asumida, el cine de Steven Spielberg siempre será un cine “de autor”. Existen ciertas constantes, siempre presentes como aparentes anécdotas argumentales, que de alguna manera hacen que gran parte de su obra no deje de hablar de ciertos temas que parece le preocupan; muchos de ellos relacionados con el concepto tradicional de familia, sus problemas y sus fracasos, siendo el amor entre padre e hijo (casi nunca el romántico entre hombre y mujer), la amistad (incluso tiene una película con ese título) o el fracaso de la institución del matrimonio algunos de los pilares temáticos sobre el que se construye toda su filmografía. A pesar de esto, su visión nunca es pesimista, mantiene un espíritu inquebrantable en su perspectiva sobre esos problemas que tanto le obsesionan y, de alguna manera, siempre encuentra motivo para la esperanza.
Ray Ferrier (el personaje que interpreta Tom Cruise en uno de los mejores y más contenidos trabajos de su carrera, a pesar de ser un actor cuyo carisma siempre sobrevuela por encima de sus dotes para la interpretación) no es el típico fracasado, padre separado, que vive en la penuria económica, incapaz de mantener una relación solvente con sus hijos –que parecen vivir una existencia más segura y confortable junto a su madre y la, más potente económicamente, nueva pareja de ésta–. Ni mucho menos; esa descripción es tan solo aparente. Spielberg se preocupa, ya desde el inicio de la película, de dignificar al personaje, de dejar en entredicho esa primera impresión y de subrayar la pericia de Ray para llevar a cabo de forma excepcional un trabajo, sólo a primera vista sencillo, como el de manejar grandes contenedores de mercancía con una inmensa grúa en el puerto de Nueva York; a lo que se suma ser todo un experto mecánico. Al menos en eso es el mejor. Es cierto que esas parecen ser unas de sus pocas virtudes; la otra, que ya se verá más adelante, es mantener a su hija pequeña sana y salva, cueste lo que cueste, para entregarla a su madre y a sus abuelos; lo que finalmente servirá para redimirle de sus errores anteriores –que no sabemos concretamente cuales son– ante toda su familia y, lo que es más importante, ante sí mismo.
La supuesta presencia del temor al peligro comunista en la película de Byron Haskin, se asimila aquí al miedo de dimensiones antropológicas que se instauró en los Estados Unidos de forma particular, y en el resto del mundo occidental de manera general, tras el atentado al “World Trade Center” el 11 de septiembre de 2001. Las alusiones son precisas e inequívocas. Cuando Ray huye en coche, junto a sus hijos, del lugar donde se han sufrido los primeros ataques marcianos, el hijo mayor de éste pregunta si son los terroristas los causantes de la agresión (pregunta imposible de oír en boca de ningún personaje en ninguna película norteamericana anterior a tan infausta fecha, si es en el contexto geográfico de su propio país donde todo sucede). La inconcreta respuesta de Ray (“¡no!, son de fuera”) no deja de tener una graciosa réplica cargada de crítica al ombliguismo y a la mentalidad provinciana tan típicamente americana: “¿de fuera?, ¿de Europa?”, le vuelve a preguntar de nuevo su hijo. En ese contexto, igual de evocadora a la tragedia de las Torres Gemelas es la escena del accidente aéreo en el mismísimo jardín de casa. Y si buscamos bajo tierra –nunca mejor dicho–, la idea de una conspiración tramada mucho tiempo antes de los ataques (del 11 de septiembre) existe igualmente desde el momento en que parece que los marcianos plantaron la semilla de su futura invasión hace ya millones de años.
La relación entre unos hijos que sienten a su padre como alguien que no se ha preocupado de ellos como debiera, que no conoce siquiera sus alergias de nacimiento, que siempre parece haberse comportado con ellos de manera egoísta, comenzará a cambiar cuando es la vida de un hijo lo que se trata de proteger. Queda así muy presente ese instinto de supervivencia y de protección de los tuyos que sale a relucir en las situaciones límite.
En su huida hacia Boston se suceden los pasajes dramáticos y angustiosos, como cuando la multitud trata de arrebatarles el coche (el único que funciona) y la gente comienza a olvidar los patrones que rigen la vida en sociedad convirtiéndose en auténticos salvajes. Pero Spielberg, siempre optimista, deja ver algo de luz al final del tunel. Robbie (Justin Chatwin), el hijo mayor de Ray, mantendrá durante los peores momentos el espíritu vengativo y de revancha contra los marcianos, luchando por seguir al ejército en sus contraataques, sin perder nunca de vista ese inocente y osado idealismo propio de la juventud. Es en ese trance en el que Ray tiene que decidir entre proteger a su pequeña niña (Dakota Fanning) o dejar marchar a su hijo a la aventura –que suplica le deje hacerlo, arrastrado por una irrefrenable curiosidad vital que le lleva a no saber renunciar a quizás la única y última oportunidad de ser testigo de algo tan excepcional como lo es una invasión marciana–, momento en que Ray comienza lo más duro y valioso de su transformación. Para Ray toda esta peripecia se convierte, muy a su pesar, en una prueba de fuego, en un viaje iniciático, y es ese acto de dejar ir a Robbie en dirección a la batalla (no es una guerra, dice el personaje que interpreta Tim Robbins, es un exterminio, como una pelea entre humanos y gusanos) lo que demuestra en cierta forma su mayor generosidad. Olvida su egoísmo como padre que quiere a su hijo y le deja hacer aquello que cree le hará más feliz, por duras que puedan ser las consecuencias. Dentro de ese mismo objetivo que pretende mostrar algo de fe y esperanza en la sociedad (en el sistema) y en sus valores, está la forma tan educada y solícita con que el ejército trata a los civiles. Quizás existe aquí una intención por parte de Spielberg de dejar constancia de ese sentimiento colectivo de agradecimiento –motivado por su capacidad de sacrificio– hacia los cuerpos de seguridad del estado (policías, bomberos, ejército) que afloró de manera espectacular tras los sucesos del 11 de septiembre, y que cualquiera que haya viajado a Nueva York poco tiempo después de esa fecha ha podido percibir por las calles. Un punto de vista del papel del ejército –el de Spielberg– tan diferente al informado en otras apocalípticas visiones, como es el caso, entre otras, de “28 días después” (28 Days Later, 2002) de Danny Boyle, “La tierra de los muertos vivientes” (Land of the Dead, 2005) de George A. Romero, o “The Crazies”, tanto en la versión dirigida por el mismo Romero en 1973 como en el recientísimo remake de Breck Eisner en 2010. Incluso es un soldado el que toma la iniciativa de ayudar a Ray en una de esas jaulas que utilizan los trípodes para encerrar a los humanos antes de pasar a utilizarlos como fertilizante, movilizando al resto de ocupantes de esa antesala de la muerte para unirse todos a una. A muchos les gustaría pensar que existe cierto poso reaccionario/conservador en todo ello, como induciendo a pensar que son las fuerzas armadas –el poder del gobierno organizado, en definitiva– la única esperanza de restablecer el orden perdido, de dejar a un lado las necesidades individuales y de anteponer a ello el bien de la comunidad; la necesidad inevitable del uso de la fuerza. Un orden establecido del que forma parte incluso ese otro ejército que representan los millones de microscópicas bacterias, aliadas a los hombres tras miles de años de luchas, y que serán, en última instancia, el arma definitiva contra el ominoso invasor.
El parecido argumental, e incluso plástico –sólo hay que recordar aquel esplendoroso Technicolor– entre la película de 1953 y ésta es considerable, como no podía ser de otra manera ante la nada disimulada intención de Spielberg de homenajear a la obra original. Spielberg toma la feliz decisión de mantener todo aquello que funcionaba tan bien en la película de Haskin y de potenciarlo. Así, la evidente inspiración en ella nunca es dejada de lado por parte de Spielberg, que sí trata de aportar algo nuevo con un mayor enfoque dramático, al que se empuja hasta los márgenes del terror. La escena más terrorífica acontece en el sótano de la casa de Ogilvy (Tim Robbins), donde el acoso marciano muestra al más típico Spielberg, con sus trucos y sus giros tradicionales; y en la que asistimos a un homenaje a su propia filmografía: recordemos la escena de “Parque Jurásico” donde los dos niños protagonistas tratan de eludir a los velociraptores en la cocina del parque temático. Marcianos aparte, el asesinato de Ogilvy a manos de Ray –la única solución posible para que su locura no provoque la muerte de padre e hija–, todo él fuera de plano, tras una puerta cerrada, recuerda al asesinato de un confidente, ejecutado por el personaje que interpretó Boris Karloff, en “The Criminal Code” (1931), de Howard Hawks.
Prólogo y epílogo, narrados por una voz en off, consiguen al unísono tanto aportar cierto tono de fábula oscura, moraleja incluida, como desdramatizar la historia de esta invasión marciana, haciendo un optimista alegato final en favor de la raza humana; que Spielberg parece entender auspiciada por Dios, lo que da al conjunto un empaque de misterio sobrenatural, fantasmagórico, que no deja de percibirse como un toque de atención ciertamente siniestro e inquietante visto por un espectador agnóstico o ateo, ajeno a la fe. Se predica con ello una curiosa legitimación de la existencia del hombre en la tierra que parece pertenecer a otro tiempo ya pasado –más idealista– y no al siglo XXI, donde el individualismo y el egoísmo más exacerbados campan a sus anchas y la espiritualidad ya no cotiza en bolsa. Los trípodes –máquinas de guerra marcianas– anuncian su llegada mediante un atronador sonido que pone los pelos de punta; más si es un paisaje pesadillesco –de pura desesperación y devastación– el que sirve de fondo y el que acrecienta la adscripción al más puro terror de esta epopeya en la que descubrimos los usos vampíricos que se gastan los hombrecillos verdes.
Que se trate de una película aparentemente sencilla en cuanto a su eje argumental, contenida en todos los aspectos excepto en su dramatismo, no entorpece que igualmente sea profundamente compleja y sugerente, donde no existen tramas superficiales, ni de segunda o tercera línea; donde cada escena, cada inserto, tiene su objetivo en un muy bien diseñado edificio. Todo está medido (como es habitual en este cineasta) y predispuesto para servir e imbuir de sustancia a la película. La única concesión de Spielberg –merecida, coherente y gratificante por otro lado– está en ese último plano de la mirada satisfecha de Tom Cruise mientras abraza a su hijo, puro optimismo Spielbergiano.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE".
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