jueves, 2 de junio de 2011

"THE DEVIL RIDES OUT" (1968, Terence Fisher)


En 1957 la productora británica Hammer hacía historia con el estreno de “La maldición de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein) e inauguraba así una nueva época dorada para el cine de terror, la cual venía a significar una reinterpretación de todos aquellos monstruos clásicos que habían sido puestos en valor por la Universal durante los años treinta. Algo más de una década después, Terence Fisher –director de aquel primer éxito– seguía en activo y dirigía una aventura de sectas satánicas, “The Devil Rides Out” (1968); e incluso aun le quedaba alguna que otra obra maestra que aportar a su filmografía, como fue el caso de “Frankenstein and the Monster From Hell” [vd/tv/dvd: Frankenstein y el monstruo del infierno, 1973], por desgracia su última película.

Visto en perspectiva, 1968 es considerado como un año decisivo en la evolución del género, pues muchos consideran “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead), de George A. Romero, –película producida ese año– como la obra seminal de lo que se ha dado en llamar el cine de terror moderno. Atrás quedaban los tiempos góticos, los vetustos caserones, las telarañas, las tormentas, el ulular del viento, las noches aciagas, los candelabros, los pasillos oscuros, las cortinas movidas por la brisa, las sombras, el chirriar de una puerta,..., conceptos superados (de momento) en buena medida, que son apartados por la irrupción de elementos más terrenales, apegados a la rutina y al paisaje de una sociedad distinta de aquella que antaño se quería representar, capaces ahora de hacernos encontrar el terror en la casa del vecino de al lado. Elementos, no obstante, que representarán una sublevación de las contradicciones y las miserias inherentes a esa nueva sociedad. Llega así el turno de la modernidad, donde lo terrorífico pide paso como una violenta y desafiante incisión en la más trivial realidad de esos nuevos tiempos; ahí está la indispensable “La matanza de Texas” (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, como buena acompañante de la ópera prima de Romero. Enfocando en la misma dirección, pero anunciando el fin de una época más que el comienzo de otra, un año antes, en 1967, Roman Polanski dirige la risueña y extraordinaria “El baile de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers), película Metro-Goldwyn-Mayer que, desde el respeto, el conocimiento y la desmitificación, sirve para declarar el punto y final –quizás algo prematuro– a todo ese renacimiento del género que Hammer había protagonizado en su etapa más brillante, adelantándose con su caricatura al declive que aun tardaría en llegar unos pocos años más.

Dentro de aquellos viejos filmes de la Universal y compañía (no tanto en el caso de la Hammer) a nadie sorprendía, a nadie se le ocurría cuestionar, la existencia o la aparición de Drácula o del Hombre Lobo; pese a sus siempre inoportunas y nunca deseadas apariciones, eran personajes tomados como un componente más de los paisajes que componían la tradición, de las leyendas que formaban parte intrínseca de una cultura (más o menos real, más o menos ficticia) retratada en aquellas películas; figuras siempre reconocidas –ya digo, internamente en esas películas, por el resto de personajes, en la ficción– como algo que en todo momento estuvo y estará allí, de lo que había que huir y siempre evitar, pero nunca cuestionar como algo irreal. En cambio, en el nuevo cine de terror, sus protagonistas (o víctimas, mejor dicho, también en la ficción) no asumen la existencia de los nuevos monstruos que asolarán sus fotogramas, ante los que se muestran incrédulos y siempre extrañados. Persiste (o persistía) una posición de rechazo ante esa realidad fantástica que se precipita(ba) sobre ellos. Lo real se configura así como lo opuesto a lo fantástico, a diferencia de lo que ocurría en aquellos viejos tiempos, donde lo fantástico, sencillamente, era otra realidad.

“The Devil Rides Out” [tv/dvd: La novia del diablo, 1968] –como su contemporánea y compañera temática “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby, 1968), de Roman Polanski–, está a medio camino entre esa tradición sobrenatural anclada en el clasicismo terrorífico cinematográfico de ribetes góticos y esa nueva y aparentemente confortable modernidad, violentada por un elemento ajeno, asombroso, y, en su caso, incluso anacrónico. Basada en la novela de Dennis Wheatley (1897-1977) del mismo título, publicada originalmente en 1934 y traducida en España como “El talismán de Set” (Editorial Mondadori, 1991), su guión tiene un tratamiento muy típico al de toda la obra cinematográfica de Richard Matheson, autor del mismo, siempre aficionado a crear el horror a partir de la incursión brutal de lo inesperado en el más prosaico de los contextos.

Al igual que “La noche del demonio” (Night of the Demon, 1957), aunque tras un breve prólogo en el caso de esta obra maestra de Jacques Tourneur, “The Devil Rides Out” comienza con un avión en vuelo. Tal símbolo de modernidad, de la conquista y la domesticación de las leyes naturales por parte del hombre, sitúa al espectador en el lugar de los personajes que van a protagonizar ambas películas. El doctor John Holden (Dana Andrews), en la película de Tourneur, y el inquieto Rex Van Ryn (Leon Greene), en la de Fisher, son los pasajeros incrédulos que inician en ese punto una aventura por los caminos de la magia negra y la brujería. Una aventura cuyo devenir chocará con su inicial escepticismo, para ir poco a poco abriendo su mente ante lo que su razón se niega a creer, y que sólo el hecho de ser testigos directos de sucesos extraordinarios les hará superar.

Dos amigos, el duque de Richleau (Christopher Lee) y Rex (Leon Greene), dueños de una obvia posición social acomodada, se reúnen para visitar a Simon, hijo de uno de sus camaradas en la Primera Guerra Mundial, al que prometieron cuidar y proteger tras la muerte de su padre. Durante la visita, previamente fijada pero que Simon había olvidado, encuentran a éste celebrando la reunión de una supuesta sociedad astronómica de la que es miembro. La extrañeza que les inspira el comportamiento y las conversaciones de alguno de los asistentes –especialmente en el caso de un tal Mocata, interpretado por el siempre siniestro Charles Gray–, así como el interés de Simon en que los dos amigos de su padre abandonen la casa, casi a empujones, con el pretexto de no ser miembros de dicha sociedad, hace sospechar a Richleau –versado y con evidente experiencia en temas esotéricos– que Simon forma parte de una secta satánica. A partir de ahí su objetivo no será otro que el de salvar a su amigo del juego más peligroso que existe; y todo a un ritmo frenético, casi en tiempo real. Un argumento que recuerda a otra historia de sectas satánicas que produjo Hammer ya en su período de declive artístico, la menos interesante “La monja poseída” (To the Devil… a Daughter, 1976), dirigida por Peter Sykes y no por casualidad inspirada en otra novela de Wheatley publicada en 1953, donde Christopher Lee hace justamente el papel contrario al que interpreta en la película de Fisher.

1) Una vez presentada la base del relato, es curioso ver como una secuencia del mismo se asemeja, en su espíritu, a la historia que el propio Fisher contaba en “Drácula” (1958). Hablo de ese momento en que Simon, salvado en un principio de la influencia de la secta, es acostado en la cama para que descanse del ajetreo de una noche complicada, protegido por una cruz colgada al cuello que no debe serle retirada bajo ningún concepto. El ventanal de la habitación, premonitoria y amenazadoramente abierto, y la situación que lleva a que el mayordomo de Richleau retire la cruz de su cuello, recuerdan sobremanera una situación bien parecida en la adaptación que hizo Fisher de la novela de Stoker, donde Simon es intercambiado allí por la vampirizada Lucy y el crucifijo se transforma en ajos. No obstante, el concepto que se quiere representar es el mismo: la irreductible, poderosa y siempre emboscada amenaza del mal. Pese a la relativa modernidad que se le quiere dar al contexto en que transcurre el argumento (se supone que estamos en los años veinte del siglo pasado), Fisher no renuncia a utilizar una situación como esta, que tan inquietantes y eficaces resultados le había dado en una de sus mejores películas; se introduce así la sugerencia arraigada en la tradición gótica del cine y la literatura, por mucho que no sea ese el desarrollo posterior que tomarán los acontecimientos. La influencia de algunas de las mejores virtudes de “Drácula” no queda ahí. La climática y emocionante partitura que James Bernard compuso en aquel caso está presente en todo momento en este otro trabajo; al igual que la trepidante acción que viven los protagonistas en su lucha contra los adoradores de Satán, allí contra el conde vampiro. Por otro lado, el personaje de Mocata se comporta como el mismísimo Drácula cuando ejerce su influencia desde la distancia o a través de su hipnotizadora directa mirada. Un villano que tendrá como oponente (como si de un duelo Drácula versus Van Helsing se tratase) a Richleau; conocedor experto de todo aquello que trata de combatir, quizás a raíz de haber ocupado un puesto similar al de Mocata en el pasado; algo que Fisher parece querernos inspirar sin llegar a delatarse del todo. Christopher Lee, como ya he citado, interpretará un papel similar al de Mocata en el futuro, dando vida al sacerdote hereje de “La monja poseída” (1976). Siempre se ha destacado la capacidad y el ánimo de Fisher de criticar, aun de soslayo, la clasista e hipócrita sociedad victoriana británica. El personaje de Mocata es buen representante de esa forma de proceder. La elegancia en el vestir y los refinados modales de este maestro de ceremonias satánicas no esconden la maldad en estado puro y la persistente amenaza que supone su enigmática presencia.

2) En términos generales, el grueso de las escenas sucede a plena luz del día en el caso de los exteriores, y en decorados fuertemente iluminados, salvo excepciones muy concretas, sin sombras, sin recurrir a la creación de volúmenes o espacios a partir de claroscuros, cuando se trata de interiores. Esto puede interpretarse de dos maneras, las cuales intuyo no son en ningún caso excluyentes. Por un lado, la ausencia de sombras y de contrastes lumínicos acentúa o define la ausencia de una cierta estilización en la película; algo sorprendente en el caso de Fisher, y que, a priori, rebaja el atractivo plástico de las imágenes y la capacidad de sugestión de la que pudieran ser capaces, aunque por otro lado tenga su sentido dramático en el conjunto. Ello hace que esa incursión de lo sorprendente y lo inesperado en el contexto que se dibuja adquiera una mayor potencia de choque por simple contraste. Se describe así una realidad que es, de partida, trivial y nada amenazadora. Es más, existe un cierto regodeo en la exposición de esa confortabilidad que manifiestan todos los decorados y paisajes, en el placentero y despreocupado modo de vida que sus protagonistas exhiben. Desde otro punto de vista, la relativa discreción de su fotografía, un elemento siempre muy cuidado en el cine de Fisher –entendido esto en comparación con todas sus grandes obras– pudiera percibirse como una señal de desidia artística o el signo revelador de un escaso presupuesto. Sin ir más lejos, parece que el propio estudio, una vez terminada la película, se planteó si los resultados obtenidos estaban a la altura de los estándares de calidad barajados por la productora como mínimos a cumplir por cada uno de sus productos; algo que hoy por hoy podemos calificar como una valoración equivocada y tremendamente exagerada. Existe un caso similar en otra cinta británica, concretamente “Night of the Eagle” (1961), de Sidney Hayers, también con guión de Richard Matheson (poco curiosa coincidencia), donde se cuenta como la brujería irrumpe en la vida de un profesor universitario de la manera más insospechada que pueda pensarse, en su propio hogar, y donde se percibe un esfuerzo por situar el relato en un plano absolutamente realista, que deberá servir como un tapiz al que rasgar con la introducción inesperada de lo fantástico. Deliberada o no, esta postura adoptada por Fisher toma sentido como un elemento dramático a considerar en su eficacia más que a ser entendido como una falta de virtud.

3) Las incursiones del elemento sobrenatural, mágico, vienen determinadas por la aparición de los distintos demonios, ya sea el diablo de color (negro) –con aspecto de arcano nativo africano– que surge en forma de humo en el observatorio astronómico de la casa de Simon, ya sea el demonio con aspecto de macho cabrío invocado en la ceremonia del bosque, ya sea el terrible jinete de caballo alado (el ángel de la muerte), que entra en escena de manera sorpresiva cuando el grupo protagonista intenta protegerse dentro de un círculo mágico –dibujado con tiza en el suelo–, o ya sea en forma de esa araña gigante que hace aparición en es ese mismo lugar, siendo imposible que esta no nos haga recordar “El increíble hombre menguante” (The Incredible Shrinking Man, 1957) de Jack Arnold, con guión del mismo Matheson adaptando su propia novela. Son esas apariciones de pesadilla, antinaturales y anacrónicas, las que desvirtúan y pervierten la confortable y despreocupada vida del grupo de señoritos protagonista; habitantes de un ambiente donde el aburrimiento que da la comodidad, la vida sin emociones ni riesgos, lleva a la práctica de juegos prohibidos con los que aliñar con algo de salsa una vida segura pero carente de interés, una vida que se sustenta en la norma de una férrea sociedad clasista, donde la desviación de cualquier tipo (sexual, religiosa,..., pero siempre de espaldas a la sociedad) es la única forma de liberación, además siempre en el filo de la navaja. Ese medio natural que es la vasta y verde campiña inglesa interrumpe su extensión con la existencia de aisladas y lujosas mansiones, conectadas entre sí a través de sinuosas y estrechas carreteras comarcales. Islas de humanidad en plena naturaleza, residencias de la civilización más atildada, que en su interior, tras su aparente confortabilidad, en alguna de sus múltiples habitaciones o anexos, encierran la morada del Mal: el observatorio astronómico en el ático del domicilio de Simon, el sótano de Mocata donde la secta realiza sus sacrificios, la biblioteca de Richleau donde el grupo protagonista resiste los diabólicos envites dentro del círculo de tiza, el dormitorio en el que Simon sufre la influencia de Mocata o el establo mugriento y lleno de telarañas donde Tanith trata de esconderse de la acción del mismo villano. Todos, sin excepción, lugares alejados de los salones o los jardines expuestos a la vista de cualquier invitado. Son los espacios más íntimos, las estancias menos accesibles de la casa, solo transitadas por sus propietarios y por aquellos a los que se les concede tal privilegio; allí donde se refugia (oculta) la verdadera personalidad, con la que cada cual se muestra tal y como es realmente, ajena a cualquier servilismo social no consentido.

Cosa nada habitual, dos son los clímax que recoge el argumento. El primero de ellos lo encontramos en la misa negra que los componentes de la secta satánica celebran en un claro del bosque, donde aspiran a bautizar ante Satán tanto a Simon como a otra candidata a entrar en la sociedad secreta, Tanith, quien luego se emparejará sentimentalmente con Rex; una relación cuya evolución no está muy bien urdida en el guión y que es el punto más flojo de la película; pareja, por cierto, interpretada por un actor y una actriz de insuficiente empaque para ser acompañantes que sepan estar a la altura de Lee o Gray. Una escena la que supone este primer clímax que he recordado al presenciar el sorprendente e imprevisto final de la muy interesante “The Last Exorcism” (2010), de Daniel Stamm. Los indómitos Richleau y Rex observan desde la lejanía el transcurrir de la ceremonia; hasta que deciden entrar en acción, creyendo que la luz de los faros del coche es la única solución para acabar con el ritual. Esa luz –que antes y después inunda toda la campiña y el interior de las aristocráticas mansiones– servirá como principal arma de lucha contra el Mal, tal cual la luz del sol actúa contra el vampiro. Tras esto, el argumento se complica, casi en tiempo real, hasta llegar a un nuevo intento de rescate que interrumpirá el inminente sacrificio de una niña, hija del matrimonio amigo de los protagonistas, quienes también se han visto metidos en el ajo desde el momento en que prestaron su ayuda ofreciéndoles refugio. Le sigue un segundo y definitivo clímax, que recuerda igualmente al también ofrecido en otra de las más interesantes películas de la Hammer, “Kiss of the Vampire” [El beso del vampiro, 1964], de Don Sharp. Así, la tradición genérica del principal ciclo de la productora británica –el del vampiro– termina por encontrarse intrínseco, de principio a fin, en lo que a priori quería ser una nueva derivada en su cine de terror, curiosamente sin que la presencia de Lee influya en ello. Este segundo clímax (y la propia película) finaliza con un guiño espiritual, delator de una determinada concepción del Bien y el Mal, algo simplista y adocenada, que desilusiona.

Algunos críticos califican “The Devil Rides Out” como una de las mejores películas de la Hammer, lo cual, personalmente, me parece sobrevalorarla un tanto, precisamente por alguno de sus defectos. Sin duda es una muy buena película, pero se encuentra lejos de lo conseguido con otras cintas de la casa, como las superlativas “Drácula” (Dracula, 1958), “The Revenge of Frankenstein” [tv: La venganza de Frankenstein, 1958], “Las novias de Drácula” (The Brides of Dracula, 1960) o “La maldición del hombre lobo” (The Curse of the Werewolf, 1961), todas ellas obras redondas también dirigidas por Fisher. Sí es verdad que Fisher consigue crear un poso de sugerencia, siempre latente, que aporta un clima muy especial a esta cinta; siempre más débil en su intensidad que en sus mejores obras, y por ello con riesgo de ser devorado ese clima por elementos más pedestres pero también más visibles y con un mayor peso objetivo en la trama.

Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)





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