miércoles, 17 de julio de 2013

"STAR CRASH, CHOQUE DE GALAXIAS" (1978, Luigi Cozzi)

                       


Hubo un tiempo en el que la ingenuidad del público, todavía con tragaderas suficientes como para soportar ciertas cosas, era capaz de dejarse engatusar –parece que incluso con relativo gozo– por propuestas que ni siquiera contaban con la dignidad mínima para hacerlas merecedoras de algo de respeto. Yo, que por aquel año 1978 aun andaba fascinado con “La guerra de las galaxias” (Star Wars, 1977), no tuve el (dis)gusto de disfrutar en la fecha de su estreno de las virtudes de este “Star Crash, choque de galaxias” que llegaría tan solo un año después. Pensar que, como declara su propio director, Luigi Cozzi –Lewis Coates era el alias que utilizaba entonces para incorporar un poco más de engaño al asunto–, fue “la película italiana de ciencia-ficción de mayor éxito internacional de todos los tiempos” es algo que no hace justicia al engendro que hoy por hoy se muestra tal y como es.

Si bien el exploitation es una deriva asumida como lícita desde su cualidad de subproducto industrial (los ochenta fueron su época de mayor esplendor), con sus carencias (la escasez de presupuesto económico, siempre, y de talento, a menudo, obligaban) y con sus particularísimos objetivos (más crematísticos que otra cosa), algunas de las películas que podemos englobar dentro de ese fenómeno de raigambre especialmente italiana, dentro del contexto que representan, han sido capaces de alcanzar un estatus que en ocasiones ha llegado incluso al de “de culto”. Sus artífices, por empujados que estuvieran a sacarle un duro –decir una lira sería más apropiado– al éxito internacional del momento, ya sea éste “La guerra de las galaxias” (Star Wars, 1977), de George Lucas, “Los amos de la noche” (The Warriors, 1978), de Walter Hill, “Mad Max. Salvajes de autopista” (Mad Max, 1979), de George Miller, “Conan, el bárbaro” (Conan the Barbarian, 1982), de John Milius, o lo que se terciara, demostraron en ocasiones ser capaces de aportar cierto grado de intención artística, de innovación, de originalidad –dentro de unos límites– y de lo que debiera entenderse como lo más importante de todo, un poco de respeto hacia sí mismos primero y hacia su público después. Nada de eso encuentro en “Star Crash, choque de galaxias”, que ya en el mismo título utilizado para su explotación internacional –“Starcrash”, a secas, donde se intuye un ataque de perspicacia de sus distribuidores– parece tomarse a cachondeo su propia identidad en lo que respecta a la obligada comparación con la cinta de Lucas, cuyo éxito trata de aprovechar de forma desvergonzada y vergonzante.

La maniobra parasitaria perpetrada por Cozzi –que dirige y también guioniza– es de tal envergadura que incluso comienza su travesura del mismo modo que el éxito que le sirve de huésped: un plano del espacio estrellado es roto desde su margen superior con la entrada de una nave que lo atraviesa de parte a parte. Quizás como un síntoma de algo de pudor espera unos minutos para incorporar sobre el mismo fondo espacial, a modo de prólogo, una leyenda similar a la que iniciaba la icónica cinta que trata de imitar tan chapuceramente. Sólo comparables en su extrema modestia, los más escuetos recursos con los que contó John Carpenter en su ópera prima “Dark Star” [tv: Estrella Oscura; vd: Dark Star (Aluniza como puedas), 1972] tuvieron muchísima más prestancia, por no decir de una dignidad acorde a sus pretensiones. El resto de la trama no merece la más mínima atención; tanta es su miseria. Cozzi confunde la dirección cinematográfica con plantar una cámara moribunda ante un decorado ridículo, donde unos actores, que o no saben bien cual es su papel o no se creen nada de lo que hacen, representan estúpidas escenas huérfanas de pasión, credibilidad y sustancia, donde el único verdadero interés parece ser el de rellenar una serie de minutos con imágenes que algo tendrán que ver con lo plasmado previamente en un guión infecto, ofensivo por su falta de respeto al público e indigno para cualquiera que ame mínimamente el cine, intentando dar justificación al precio de esa entrada que el respetable, engañado o despistado, pagó en las taquillas de los años setenta.

La cosa no para ahí; un ridículo robot llamado “Thor” –quien convierte al “Robby” de “Planeta Prohibido” (Forbidden Planet, 1956), de Fred M. Wilcox, en un dechado de intelectualidad– tristemente trata de servir de correspondencia al C3PO de “La guerra de las galaxias”; y un villano de nombre “conde Zarth” –que rima con Darth [Vader]–, interpretado por un aquí patético Joe Spinell, son algunos de los despropósitos que hilvanan el conjunto. La abominación también se ceba, en menor medida, en otras obras importantes previas, en su caso ya desde los márgenes del homenaje cinéfilo –cosa que Luigi Cozzi era a pesar de todo–, evocando a “Invasores de Marte” (Invaders from Mars, 1953), de William Cameron Menzies, con esa cabeza pintada de purpurina verde y con tentáculos que hace de juez, así como a “El planeta de los simios” (Planet of the Apes, 1968), de Franklin J. Schaffner, a través del paisaje de la escena con las amazonas a caballo, o a algunas de las creaciones de Ray Harryhausen, que los diversos peligros animados mediante el stop motion (algo que al menos sí hay que agradecer a Cozzi) se encargan de recordarnos, del mismo modo que ya lo hacía de hecho la presencia de la bella Caroline Munro, que participó en “El viaje fantástico de Simbad” (The Golden Voyage of Simbad, 1973), de Gordon Hessler.

Precisamente es Caroline Munro y sus modelitos a lo “Vampirella” (la vampira extraterrestre originaria del planeta Drakulón que tan bien dibujo Pepe González y otros para los cómics de Warren Publishing) prácticamente lo único destacable de la cinta. Una intérprete más que discreta pero que siempre destiló una sincera simpatía y un singular encanto, además de una belleza que pese a sus entonces escasos treinta años de edad comenzaba ya a dejar entrever síntomas de cierta decadencia física en forma de amagos de michelín en glúteos y abdominales –decadencia que ya quisieran muchas para sí mismas–. En cuanto al resto de presencias glamourosas, imaginamos que el pobre Christopher Plummer se dejó engañar creyendo que la jugada iba a tener la trascendencia mediática y seguro que económica que reportó para Alec Guinness su participación en “La guerra de las galaxias”. Sorprende la presencia de un discreto John Barry en la banda sonora de este bodrio infumable, imagino que también engañado o con ganas de hacerle la competencia al John Williams de la cinta de Lucas, si no era para dar otras muestras de la generosidad que ya demostró grabando gratis la música del famoso primer corto de Ridley Scott “Boy and Bicycle” (1965); otra explicación no cabe. En cuanto a David Hasselhoff no se puede decir que su colocación en el reparto respondiera a su fama televisiva, aun inexistente, pues éste recién acababa de comenzar su carrera ¿artística? y aun le quedaban algunos años para protagonizar la serie televisiva que le dio fama, “El coche fantástico” (Knight Rider, 1982-1986), a la que le seguiría en visibilidad “Los vigilantes de la playa” (Baywatch, 1989-2001).

Aunque lo peor de la función es lo tremendamente aburrida que es la película por inerte, anodina y nula en esfuerzo narrativo e interpretativo, no se debe olvidar algo como los decorados y el vestuario –de la modestia de los efectos especiales no hablaré más, pues están dentro de lo que se supone en un producto de sus características y de su tiempo–. Cualquier televisivo programa infantil de media tarde, con ánimo de entretener a los niños antes de un bien merecido descanso nocturno y que asuma con deportividad su carácter casi paródico respecto al género, destila mayor imaginación, originalidad y empaque en esas dos disciplinas. En cambio, los decorados y el vestuario utilizados en el monstruo fílmico que tratamos aquí –dejando a un lado el que luce Caroline Munro– parece directamente elegido de entre lo disponible en el chino de la esquina (¡qué cascos!), de esos que compran hoy por hoy nuestros hijos para las fiestas de Halloween que organizan sus colegios.

Como la apuesta le salió tan bien, económicamente hablando, Cozzi (perdón, Coates) volvió a repetir similar estratagema a la sombra, primero, de “Alien, el octavo pasajero” (Alien, 1979), de Ridley Scott, y después, al rebufo del resurgir de la fantasía heroica auspiciado por el éxito de “Furia de titanes” (Clash of the Titans, 1981), de Desmond Davis, y del ya citado “Conan, el bárbaro” (1982). Así surgían de su estilizada pluma los libretos de “Contaminación: Alien invade la tierra” (Contamination, 1980) y “El desafío de Hércules” (Hercules, 1983), respectivamente, que por supuesto no dudaría en dirigir, o así. Los resultados, como no podía ser de otra manera, dentro de lo bochornoso no lo fueron tanto como en el caso de “Star Crash, choque de galaxias” –el listón estaba muy alto–, y la primera al menos tenía esa misma gracia que uno le puede atribuir al cine de Juan Piquer Simón.

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)





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