jueves, 13 de noviembre de 2014

OPERAZIONE PAURA (Mario Bava, 1966)





Once películas en tan solo seis años como director tenía ya en su haber Mario Bava (1914-1980) antes de rodar “Operazione paura”; quizás su mejor película y con seguridad la que con más exactitud sintetiza todo aquello (cualidades, peculiaridades e incluso defectos) que caracteriza a su cine. Entre ellas podemos encontrar no pocos hitos: dos obras maestras –“La máscara del demonio” (La maschera del demonio, 1960) y “Las tres caras del miedo” (I tre volti della paura/Les trois visages de la peur, 1963)–, otras dos que casi lo son “La frustra e il corpo (Le corps et le vouet, 1963) y “Terror en el espacio” (Terrore nello spazio, 1965)”–, había inaugurado un género, el giallo, con “La muchacha que sabía demasiado” (La ragazza che sapeva troppo, 1962), y había incluso tocado el western, el peplum fantástico y el peplum “a secas”, casi sin despeinarse; todas ellas con una indiscutible pátina de autor.

Aunque inició su carrera como director cuando poco le faltaba para cumplir cincuenta años, su bagaje como operador de cámara, director de fotografía y encargado de efectos especiales le aportaban veinte años de andadura profesional previa que no parecen mala escuela antes de lanzarse a la aventura de dirigir. Hoy por hoy, bastan tres cortometrajes que nadie ha visto para que alguien confíe en ti, empezando por uno mismo, y te cargue con la (ir)responsabilidad de rodar una superproducción. Y así nos va.

Mario Bava, Riccardo Freda y Antonio Margheriti deben considerarse las mayores personalidades de ese gótico italiano –como se le dio en llamar– cuyo momento de puesta en marcha la mayoría de comentaristas convienen en atribuir a “I vampiri” (1957), de Riccardo Freda, donde Bava también intervino como director de fotografía y efectos especiales, participando además en la dirección de la parte final del rodaje, una vez surgieron diferencias creativas entre Freda y los productores. Tan sugestivo y excitante subgénero, por llamarlo de alguna manera, iba a coincidir en el tiempo con el mejor momento artístico de la productora británica Hammer, que iniciaba casi en las mismas fechas su período de mayor gloria con “La maldición de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein, 1957), de Terence Fisher. Ambas corrientes cinematográficas –pues unidad y personalidad no les falta a ninguna de ellas– iban a revitalizar un género que había entrado en una etapa de cierta decadencia desde mediados de los cuarenta, y que pasó de estar un tanto dormido a convertirse en toda una explosión de color y frenesí; sin olvidar la exuberante capacidad crítica y subversiva de la que hizo gala entonces, sin que nunca antes ni después fuera a ser superada. Se trata de una fase que identificó definitivamente el auténtico potencial de un género, que encontraba de ese modo la manera de experimentar al máximo con sus todavía infinitas posibilidades y que, a través de la fantasía, conseguía estar unido como nunca antes a la realidad.

No hace falta que uno se considere demasiado exigente para concluir que la calidad de los argumentos no fue precisamente el punto fuerte de Bava. La complejidad de su puesta en escena, con la siempre elaborada fotografía como máxima expresión de ese esfuerzo y su mayor virtud, siempre contrastó con la sencillez argumental, que no dramática, de las historias que ponía en imágenes, que, salvo excepciones, bien pueden resumirse cada una de ellas en tres líneas, sin miedo a olvidar ningún detalle significativo. Otra cosa es la intensidad que denotan los sentimientos que recorren esas historias, siempre saturadas de pasión y zozobra.

Aunque los créditos relativos al libreto de sus películas suelen tener autoría compartida, en algunas ocasiones multitudinaria, son curiosamente aquellas en las que Bava figura también como guionista las que son consideradas como sus mejores películas. Las obras de Bava se escriben con la cámara, siendo esa belleza y sugestividad tan particular de sus imágenes –independiente al máximo de su soporte literario, por liviano que fuera y al que únicamente parece utilizar como pretexto con el que justificar con algo de coherencia lo que desea dibujar con su siempre extraordinaria iconografía–, no le quepa a nadie duda, aquello que ha hecho pasar al maestro de San Remo a la historia del cine. Pocos cineastas, por no decir ninguno, son, valga la redundancia, tan cinematográficos como Mario Bava. <El cine es forma no contenido>, defiendo siempre acaloradamente, y nadie como Bava ha sido capaz de materializar esa personal y discutible afirmación.

Aunque la deliciosa “Terror en el espacio” es también una de las cintas más significativas de Bava en cuanto a reflejar la esencia de su cine, que no una de sus mejores películas –aunque sobre gustos, ya se sabe–, a diferencia de “Operazione paura” aquella se ve más lastrada por la excesiva pobreza del argumento. En cambio, en el caso de “Operazione paura” se establece el equilibrio perfecto en cuanto a lo que un argumento con poca sustancia literaria en su superficie, que no en su profundidad dramática, puede ser sustentado e incluso trascendido por el desbordante empaque de una puesta en escena irrepetible. Aunque pudiera pensarse así, la plástica de Bava, al menos en esta oportunidad y en algunas otras, no es un fin en sí misma, sino que debiera interpretarse como una especie de ejercicio pictórico expresionista, como una forma extraña de utilizar el medio cinematográfico para experimentar con él, transformándolo en un modo de superar el estatismo del lienzo, dándole el dinamismo que sólo el cine es capaz de aportar con los recursos que atesora, liberando como resultado una obra híbrida, que no es ni lo uno ni lo otro, siempre subrayada por el recurso del sonido, tanto en su faceta musical como atmosférica. No en vano la original pasión de Mario, heredada de su padre Eugenio, era la pintura; que le llevó incluso a iniciar unos estudios de Bellas Artes que se vio obligado a abandonar cumplidos los veinte años de edad, ya casado, entregándose entonces a hacer sus pinitos en el mundo del cine junto a su progenitor, un auténtico pionero; en especial elaborando títulos de crédito y colaborando en la realización de los trucajes que le encargaban a su padre. La riqueza de las películas de Bava, con la que nos ocupa a la cabeza, no reside casi nunca en el interés de la historia, por bien trabada que estuviera, sino en las evocaciones tan intensas que despierta su contemplación y en el aprovechamiento que se hace de ellas como marco donde cultivar un ejercicio de creación de belleza y un fresco de emociones arrebatadas.

La producción de “Operazione paura” se iniciaba cuando Bava ya había realizado su mejor cine a ojos de muchos, por lo que ésta debe considerarse el más genuino y merecido colofón para una carrera que, aunque todavía iba a tardar unos diez años en terminar, no podía ya dar mejores frutos que los previos; con permiso de “Diabolik” (Diabolik, 1967), muy valorada por algunos pero que a mi no me hace especial gracia. Así, si el interés y la calidad de una película pudiera medirse –que no se puede–, la gráfica que obtendríamos, en una hipotética representación de su filmografía, tendría su pico más alto en esta “Operazione paura”.

“Operazione paura” cuenta la historia de una maldición. La pequeña hija de la baronesa Graps sufrió un accidente –fue atropellada por un caballo–, sin que ningún habitante de la villa acudiera en su ayuda. Tiempo después, ciertos días suenan las campanas de la iglesia y la difunta se aparece a aquellos a quienes la maldición dicta que terminarán suicidándose de forma truculenta. Una truculencia muy característica del cine italiano, no tanto latino, capaz de llegar a mostrar, como sucede en el peplum también de Bava “La furia de los vikingos” (Gli invasori, 1961), cómo una lanza atraviesa en el mismo envite a una madre y al bebe que protege entre sus brazos; algo impensable en una producción americana. Existe en la trama, por lo tanto, como justificación argumental definitoria y definitiva, un elemento tan mediterráneo como lo es la venganza, que unido al componente sobrenatural, pues es un fantasma quien busca satisfacción, recrea el poso ideal para un cuento de miedo. Si además el vengativo espectro es una niña, que tanto inspira pena su historia como aporta tenebrismo su presencia, y la falta de auxilio de los parroquianos parece esconder cierta revancha de clase –guante que recogerá la baronesa para darle un sentido a la maldición de dos direcciones–, los ingredientes para constituir el componente gótico está igualmente servido. El aspecto del fantasma de Melissa –interpretado de manera sorpresiva por un varón de nombre Valerio Valeri– influirá en cintas futuras de otros directores, como sucede en “Historias extraordinarias” (Histoires extraordinaires, 1968), concretamente en el episodio dirigido por Federico Fellini y titulado “Toby Dammit” que se integra en un conjunto de tres, o en “El resplandor” (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick. La baronesa, decrépita y vencida desde la muerte de su hija, malvive en una mansión convertida en ruina, entre polvo, telarañas y malos recuerdos, pero bien alimentada por el deseo de revancha, del que goza con cada nueva víctima. Una mansión que representa, como una segunda piel, la decadencia en que ha caído la aristócrata, escondiendo entre sus recias paredes, sus largos pasillos y las enormes estancias, el vivo reflejo de ese alma atormentada en que el destino la ha convertido. 

Pero Bava no actúa de espaldas al género que le dará fama, y enriquece su aportación con ecos de la tradición en su talante más cosmopolita, tanto el que pertenece a los clásicos de la Universal como a la reinterpretación de aquellos que formularon las películas de terror que la  Hammer produjo desde finales de los cincuenta hasta los albores de los años setenta. Ninguna necesidad había de establecer referencias tan claras, pero lo que no se puede dudar es de su eficacia dramática –si se quiere aprovechada en una suerte de precoz exploitation– y de la predisposición que tan conocidas situaciones son capaces de engendrar en el espíritu del espectador, que a partir de ahí ya sabe a donde se le dirige y lo que cabe esperar de la propuesta que tiene delante. Me estoy refiriendo, sobre todo, a esos dos recurrentes pasajes, hoy ya clichés, que son la llegada en coche de caballos de un visitante hasta una población rural, retirada y apariencia inhóspita, a partir de la cual el cochero abandona su servicial disposición para comunicar al viajero que desde ese punto sus caballos no darán ni un solo tranco más. La segunda situación ocurre invariablemente a continuación de la anterior en casi todos los casos. El despistado trotamundos –aquí un doctor que viene a realizar la autopsia a la última de las victimas de la maldición– buscará refugio en la taberna del villorrio, sacudiéndose el polvo, la nieve o el frío del camino, esperando ingenuamente reconfortar el cansancio que sufren su cuerpo y su espíritu en la cálida compañía de los parroquianos del lugar. La bienvenida, como no, nunca será digna de ese nombre, y el recién llegado, sintiéndose como un intruso non grato, sólo encontrará displicencia y malas caras como recibimiento, sino directamente rechazo. Similar artimaña utilizaría con el mismo éxito John Landis en su estupenda “Un hombre lobo americano en Londres” (An American Werewolf in London, 1981). El viajero, en ambos casos, así como en sus antecedentes previos, antes de que la repetición se convirtiera en tradición, es miembro de una clase social alta, más por la capacidad intelectual que se le supone pues suelen ser médicos o doctores en algún arte– que por el supuesto poderío económico que puedan detentar. Su llegada, por otro lado, simboliza el enfrentamiento entre la razón y la superstición, la confrontación entre lo terrenal y lo sobrenatural, el desnivel entre la realidad y la fantasía.       

Al igual que sucediera en el ciclo de terror que Val Lewton produjo para la RKO durante los años cuarenta, la atmósfera que recrea Bava en “Operazione paura” se asienta sobre una constante presencia de la naturaleza como fuerza viva dentro de la trama, con predominio del misterioso ulular del viento y de la desasosegante aunque romántica compañía de la noche como escolta inseparable. La naturaleza está así presente en todo momento como un protagonista más, influencia telúrica indisociable de todo el cine de Bava. No sólo de los hombres depende el transcurrir de su historia, y no sólo de los comportamientos humanos surge la tensión y el drama. Bava representa el entorno como un todo interrelacionado, expresionista, donde la atmósfera que recrea el paisaje no es más que un reflejo de aquello que sienten los personajes que lo habitan y alimentan, y que a su vez influye en los hombres desandando el camino. Así, imposibles escaleras de caracol, colores de pesadilla, oscuras esquinas y constantes neblinas configuran una escenografía dantesca, en ocasiones tan caligariana como el mejor cine mudo alemán de los años veinte. Bava no solo experimenta con los colores y la escena, sino que distorsiona tanto el tiempo, mediante la utilización de travellings circulares, por lo tanto sin fin, como el espacio, a cuyas reglas físicas desafía yuxtaponiendo dimensiones entre las que se mueve un mismo personaje; véase la carrera del doctor Eswai a través de las diversas e interminables estancias de la mansión de la baronesa, que como el Marty McFly de “Regreso al futuro” (Back to the Future, 1985, Robert Zemeckis) sufre esa desfiguración del tiempo y del espacio que le proporciona el dudoso placer de contemplarse a sí mismo. Bava, más unido a la pasión que a lo racional,  no duda en sacrificar la coherencia de las imágenes y la lógica del relato en favor de la sugerencia inacabable. Cine puro.     

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE).   

No hay comentarios:

Publicar un comentario