Con
total seguridad la condesa Elizabeth Bathory de Nadasdy es, obviando ese icono
que representa el conde Drácula, el personaje vampírico más frecuentado por el
cine. Su figura, nacida en esas brumas donde se pierde el límite entre la
historia y la leyenda, tiene su origen en una condesa húngara nacida, según
parece, en 1560 y casada con Férenc Nadasdy –el llamado “caballero negro de Hungría”–.
Con cuna en una noble familia de Transilvania, el mismo lugar de procedencia
que Vlad Tepes, el gobernante centroeuropeo que inspiró a Bram Stoker para
crear su Drácula, se dice que al morir su marido, con motivo de los rigores de
la vida militar, se “abandonó a los más lujuriosos placeres que una mujer puede
conocer en brazos de otra, (...) se desprendió de sus últimas ataduras y,
ayudada por sus criminales sicarios, se dedicó a raptar jovencitas, mujeres y
niños. (...) Elizabeth Bathory creía que la sangre era el secreto definitivo
para conservarse joven y hermosa y no vacilaba en torturar y asesinar a cientos
de doncellas en cuyo líquido vital se bañaba al tiempo que sacrificaba niños en
orgiásticos ritos satánicos”[1].
Si la parte fantástica del personaje creado por Stoker procede directamente de
esa joya literaria escrita en 1897, es probable que la referida a esta noble
europea proceda de las acusaciones realizadas por sus enemigos políticos
contemporáneos con el fin de quitarla de en medio. No olvidemos que muchas de
las acusaciones de brujería, en los tiempos en que era un grave delito penado
con la muerte, procedían directamente de invenciones de quienes intentaban
hacer un ajuste de cuentas por cualquier otro motivo contra la caída en
desgracia. Como decía, no sabemos qué parte de leyenda y qué parte de realidad habrá
en su historia tal como la ha contado el cine.
Aunque
cierta inspiración en el personaje pudiera haber asumido la literatura más
antigua, especialmente “Carmilla” de Sheridan Le Fanu, a diferencia del caso de
Drácula, donde la novela de Stoker fue fundamental para la instauración del
mito, las apariciones de la condesa en la literatura han sido más frecuentes
durante las últimas décadas. Llama la atención que el personaje comience a
vivir para el cine en el mismo inicio de los años 70, y especialmente con más
dedicación en la cinematografía española, presente como está en ese hit del
género en nuestro país y en buena parte de Europa que fue La noche de Walpurgis
(1971, León Klimovsky), aunque renombrada como Wandesa Dárbula de Nadasdy en su
interpretación por Patty Shepard, en El retorno de Walpurgis (Carlos
Aured, 1973), en Ceremonia sangrienta (Jorge Grau, 1973) o en la más tardía El
retorno del hombre lobo (Jacinto Molina, 1981), donde Paul
Naschy/Jacinto Molina hacía un intento de alargar la vida del género en España
tal y como él lo entendía; un género que no es que por entonces estuviera
renqueante, sino directamente a punto de fallecer oficialmente, todo tras haber
sido guionista de las cintas previas dirigidas por Klimovsky y Aured
relacionadas más atrás. Antes de esa relativa densidad numérica en nuestro cine,
la Bathory ya había hecho su aparición en la coproducción italogermana Necropolis
(Franco Brocani, 1970) y en la conocida cinta de Hammer Film La
condesa Drácula (Countess Dracula, 1971, Peter Sasdy), donde Ingrid
Pitt es la condesa Elizabeth Nádasdy en una de aquellas incursiones en las que
la productora británica puso especial énfasis en la introducción de un erotismo
más explícito que aquel que siempre había atesorado como marca de la casa; un imprescindible
y comprensible intento de renovar su producción dedicada al terror, dada la
evidente necesidad de ofrecer algo nuevo que atrajera al aficionado a las taquillas
en los años setenta. Caso aparte es el cine del nefasto Jean Rollin, que desde
su ópera prima Le viol du vampire (1967) frecuentó sin cansancio aparente el
dueto vampirismo-erotismo más que nadie, demostrando hasta qué límites se puede
llegar intentando hacer cine sin conseguir más que bodrios inenarrables dignos
de toda sospecha; así como la deriva de nuestro Jesús Franco, que degeneró
hasta llegar a ese porno que cultivó con fruición, no sin antes dejar por el
camino la singular, atractiva y desconcertante Las vampiras (también
conocida como Vampiros Lesbos, 1971).
Esa
por aquellos años frecuente presencia de la condesa Bathory en el cine coincidía
con un tiempo histórico en que se vivía cierto aperturismo a los temas sexuales
y eróticos, fruto de la “revolución sexual” previa de los años sesenta, con la
mayor participación de las mujeres en el entorno laboral y la extensión del uso
de la píldora anticonceptiva como deflagradores necesarios, que alejaban al
sexo femenino de su tradicional concepción como madre, esposa y ama de casa.
Todo ese novedoso contexto, como no, iba a verse reflejado en el cine de
vampiros; un cine que –como la literatura dedicada a la misma temática– siempre
tuvo a la sexualidad y al erotismo en su cadena genética. Algo en lo que ya profundizó
como merecía el cine de la Hammer desde los mismos años en que iniciara sus
pasos en el género con el revisionismo propio de la productora. Los nuevos usos
iban a generalizarse en muchas cinematografías en su más común utilización, llegando
incluso a extremos como los que ofrece José Ramón Larraz en Las
hijas de Drácula (Vampyres, 1974) –con próximo remake a cargo de Víctor
Matellano–, donde el festín sangriento y su relación directa con el sexo se
practicaba ya sin ambages, sin sutileza alguna, pero siempre con la belleza y
el morbo que a los varones (y doy por sentado que a algunas mujeres) aporta el
mundo lésbico. Por su parte, el cine español durante nuestra edad de oro del
cine fantástico, casi siempre en régimen de coproducción, aprovechaba la
coyuntura mediante la utilización de las dobles versiones; la más casta para su
estreno en un suelo patrio controlado todavía por la censura franquista, en
cuyas escenas el erotismo explícito prácticamente se limitaba a la inclusión en
el elenco de señoras de muy buen ver, vestidas con un más o menos escotado
camisón, una relativa ligereza de cascos y todo aquello por lo que uno quisiera
dejarse sugestionar; sin embargo, similares planos, ya dejando ver algo más de carnaza,
eran insertados en el montaje, en sustitución de aquellos más pudorosos que
veíamos aquí, en esas otras versiones destinadas a mercados cuya permisibilidad
oficial era menos estrecha que la nuestra. De entre todas estas incursiones de
la condesa Bathory en el cine es esta aportación del belga Harry Kümel una de
las más interesantes y originales.
El rojo en los labios cuenta como Stefan y Valerie,
unos apuestos recién casados que pretenden pasar su luna de miel en un
tranquilo hotel, conocen a dos atractivas e hipnóticas mujeres que también
parecen formar pareja. Una de ellas es la condesa Bathory (una magnética
Delphine Seyrig), a quien el recepcionista del hotel recuerda haber conocido en
ese mismo lugar hace cuarenta años, cuando él tan sólo era un botones y ella,
increíblemente, tenía el mismo aspecto que en este segundo encuentro. Su
acompañante es la también bella, sensual y aparentemente más joven Ilona. El
contacto entre ambas parejas hará surgir automáticamente en la condesa un
interés en sustituir a su actual partenaire con Valerie, todo con la
aquiescencia de Ilona, que por su parte tratará, sin mucho esfuerzo, de seducir
a Stefan. En ese contexto se desatará todo el poder de atracción de la condesa,
que se revelará como un ser sofisticado, poderoso e irresistible, que
perturbará la relación del matrimonio hasta romperlo. Se hecha en falta un
mayor desarrollo o explicación de cual es el motivo por el que Stefan evita a
toda costa presentar a su mujer ante su familia, sobre la que, a raíz de una
conversación telefónica, parece tener algo que esconder, algo que queda como un
decepcionante misterio sin resolver.
El rojo en los labios es una aproximación diferente,
valiente y original al mundo de los vampiros, sin colmillos, sin cruces, sin
murciélagos, sin castillos, sin ataúdes,.. Una precursora de intentos
posteriores que optaron por modernizar al personaje, actualizándolo e
integrándolo en un mundo urbano y moderno; ahí tenemos El ansia
(The Hunger, 1983, Tony Scott), Jóvenes Ocultos (The Lost Boys, 1987, Joel
Schumacher), Los viajeros de la
noche (Near
Dark, 1987, Kathryn Bigelow), 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007, David
Slade) o Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008,
Tomas Alfredson) –luego con una versión americana producida en el 2010–. Tanto El ansía
como Déjame entrar heredan de El rojo en los labios algunos de sus elementos argumentales, pues en ambos casos
el vampiro, femenino (o así…), intenta conseguir un nuevo acompañante capaz de
ser convertido en digno escudero y amante a la altura de una vida inmortal. Con
El ansia hay igualmente en común una evidente intención
esteticista, más coherente y equilibrada en el caso de la cinta de Kümel,
criticada como excesiva por muchos en la película de Scott. Sin embargo, no hay
decadencia en El rojo en los labios, ni tristeza, ni melancolía; al
contrario, se presenta la perversión casi como una virtud, como un privilegio,
un motivo de alegría, capaz de liberar al hombre y a la mujer de las ataduras
de la tradición y la cultura, convirtiéndolos en seres más vivos (valga el
contrasentido) y más felices. Hacia esa concepción camina el predominio de la
luz y la claridad cromática en perjuicio de la penumbra, que sólo se admite
para las escenas de sexo, que son pocas, creo que únicamente dos. Precisamente
eso es lo que más caracteriza a la película, la luminosidad de sus planos, que
alcanza su punto álgido en una de las últimas indumentarias que luce Delphine
Seyrig, un apretado vestido plateado que proyecta cegadores reflejos por
doquier como conveniente representación de su descomunal atractivo. Algo cuyo
significado no parecen haber tenido en cuenta los responsables del título
con que se estrenó en los Estados
Unidos: Daughters of Darkness, cuando
no es la oscuridad, para nada, aquello que se identifica con el visionado de la
película.
Salvo
algunos dislates tardíos en el metraje –esa capa draculiana de última hora o un
final desconcertante y contradictorio, canónico respecto al género a pesar de
que se entiende como un desprecio al equilibrio, a la coherencia y a la moderación
previos, con el premio de no alcanzar nunca la redondez– Harry Kümel caligrafía
una narración pausada, sensual, inteligente y elegante, dotada de un acompañamiento
cromático muy estudiado y unas interpretaciones alineadas con un objetivo
preciso –aunque esos detalles finales de la trama le hagan perder el norte en
el último segundo–, con Delphine Seyrig como maestra de ceremonias y principal
atractivo del reparto, sin seguir tradición o inercia algunas, recorriendo un
camino que él mismo construye mientras hace caso omiso a cualquier
condicionamiento genérico si obviamos, en el lado positivo, la incapacidad del
vampiro para verse reflejado en los espejos –que se usa como una señal inequívoca
de la condición vampírica de la condesa– o la peligrosidad del agua corriente
–que adquiere una importancia clave en cierta escena–, y, ya en el lado
negativo, los detalles finales que estropean toda la sugerencia previa, que echan
tierra encima de lo que venía siendo una aportación diferente. Todas sus
virtudes están del lado de la valentía, de la originalidad y de la más genuina
creación que en términos generales dominan la propuesta, al igual que,
justamente por la fuerza del contraste, es en la carencia puntual de esos
atributos donde residen sus contados defectos. No hay sorpresas argumentales,
ni siquiera complejidad dramática, pues la historia es bien simple y tampoco
los personajes tienen gran profundidad, pero sí un intento muy interesante de
dar una nueva visión, nada forzada, un punto de vista diferente dentro de una
coherencia notable entre la novedosa estética y el planteamiento de la
historia. Unos resultados muy diferentes a la previa de su director, la
indigesta Malpertuis (1971), que pese a tener una concepción visual muy
atractiva y personal desarrolla un relato críptico y aburrido hasta el hartazgo.
Fruto
de la modestia de su presupuesto –como reconoce su autor en una entrevista
realizada por Carlos Aguilar en el número cuatro, y último, de su ya legendario
fanzine “Morpho”–, las desangeladas calles y el deshabitado hotel conforman un
escenario de apariencia onírica, que focaliza toda la atención del espectador
en los escasos personajes que habitan la película, que parecen vivir en un
mundo donde no se mueve el tiempo, tal cual debe vivir la percepción del mismo
la centenaria condesa. Sólo la presencia anecdótica de un ubicuo policía
retirado, que trata de esclarecer la muerte de varias jóvenes de la región en
extrañas circunstancias –nosotros sabemos bien quien es la culpable–, servirá de
liviana conexión con la mundana trivialidad, muy en la línea de la función de
semejantes personajes aparecidos en Las diabólicas (Les diaboliques, 1955,
Henri-Georges Clouzot) o El exorcista (The Exorcist, 1973, William
Friedkin), quien será oportunamente quitado de en medio por el atropello que
sufre a manos de la condesa cuando aquel circula en bicicleta. Tal minimalismo
redirige nuestra percepción hasta la abstracción, adoptando cada uno de los
personajes una entidad categórica, arquetípica. La pareja de recién casados
bien podría entonces asimilarse al matrimonio como institución, que tras su
unión ceremonial viaja en ese tren –literal– que es la vida en pareja, acechada
siempre por la amenaza del hedonismo más liberal, contrario por definición al
compromiso mutuo adquirido entre marido y mujer. Un hedonismo que se
personifica en la condesa Bathory, que –como buena vampira, sabedora de su
función subversora– no cejará en sus embates hasta corromper el vínculo de por
vida que significa el enlace matrimonial; mayor corruptela si cabe cuando el
objeto de sus deseos es la mujer, y no el hombre, alterando de ese modo el
orden natural de las cosas.
Juan Andrés Pedrero Santos
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