jueves, 30 de diciembre de 2010

"EL JOVENCITO FRANKENSTEIN" (1974)


Mel Brooks tenía nueve y trece años, respectivamente, cuando se estrenaron “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935) y “La sombra de Frankenstein” (Son of Frankenstein, 1939). Es muy probable que las viera entonces y la huella de esos visionados con seguridad quedara bien impresa en su particular baúl de los recuerdos, entrando también a formar parte de su formación cinéfila –su discutible filmografía al menos no deja lugar a dudas sobre ese aspecto de su personalidad–. Posiblemente lo mismo le sucedió a Gene Wilder, algo más joven que Brooks, pero a quien según parece se debe la idea original de la película.

Antes de comenzar su carrera como director de exitosas comedias, Mel Brooks ya había atesorado experiencia como guionista en series de televisión adscritas a ese mismo género. Entre otros, ahí queda su trabajo en una serie muy conocida en nuestro país como “El superagente 86” (Get Smart) que tuvo sus primeras temporadas entre los años 1965 y 1970, para retomarse de forma más breve en 1995. La experiencia con éxito en esa y otras muchas series cómicas desconocidas en España le permitieron probar suerte en la dirección con “Los productores” (The Producers, 1968), trabajo por el que fue premiado con el Oscar al mejor guión original en 1969 y que posteriormente el propio Brooks adaptaría al teatro musical, estrenando en Broadway en 2001 y ganando doce premios Tony (el “Oscar” del teatro). “El jovencito Frankenstein” también tuvo su versión musical en Broadway, estrenándose en 2007 y estando en cartel algo más de un año. Aunque su concepto de la comedia pueda no ser bien valorado por algunos, entre los que me encuentro, no hay que quitarle mérito al éxito y prestigio que sus trabajos le han reportado entre el gran público.

El campo de actuación de Brooks es la parodia, de ahí que sea ineludible la referencia obvia a lo parodiado, en este caso en forma de homenaje sincero y cariñoso. Su humor bascula entre la existencia de auténticos momentos de brillantez y el chascarrillo más zafio. Es precisamente esa descompensación en el tono lo que puede hacer que el espectador o bien se mantenga en el bando de sus seguidores o bien opte por formar parte del también nutrido grupo de recelosos de su trabajo –más que detractores–, todo según los gustos de cada cual y el nivel de aversión a sus payasadas. De forma beneficiosa para él, eso abre un amplio abanico para el público, donde –de una u otra manera– casi cualquier espectador tiene su lugar.

En “El jovencito Frankenstein”, su cuarta película como director, centra la parodia en el cine de terror de la Universal de los años treinta, concretamente en el ciclo dedicado al monstruo de Frankenstein, y en particular, en lo que respecta a las tres primeras películas del mismo: “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931), “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935), ambas dirigidas por James Whale, y “La sombra de Frankenstein” (Son of Frankenstein, 1939), de Rowland W. Lee, de las que caricaturiza diversas escenas con mayor o menor gracia.

Esta comedia recrea una historia similar a la clásica que Boris Karloff interpretó para la Universal, sólo que utilizando la excusa de estar ahora protagonizada por descendientes directos de aquellos personajes. Frederick Frankenstein (Gene Wilder), nieto del famoso Victor Frankenstein, enseña medicina en la universidad. Allí recibe la visita de un abogado que le comunica que ha sido encontrada la herencia que le dejó su abuelo. Para tomar posesión de la misma, Frederick viaja a Transilvania (referencia tradicionalmente vampírica que aquí ve variado el objeto de evocación). Allí le recibe el jorobado Igor (Marty Feldman), descendiente también del ayudante del finado Victor. Frederick, pese a la antipatía que siente hacia los hechos llevados a cabo por su antepasado (incluso llega a introducir ciertos cambios en su apellido con el fin de no hacerlo reconocible) y una vez llega al castillo de quien fue su abuelo, comienza a sentir un impulso irresistible de continuar con los experimentos que aquel había emprendido. Esto le llevará a revivir las mismas situaciones por las que pasó su ascendiente en los clásicos de la Universal.

Aunque la mayoría de los críticos y comentaristas hacen referencia a la evocación directa y bien visible que “El jovencito Frankenstein” hace de las tres películas de la Universal ya citadas y que protagonizó Karloff en el papel de “la criatura”, hay diversos aspectos que también sirven de homenaje a otras cintas; en este caso las de la productora británica Hammer; esta vez, sobre todo, centrándose en el personaje de Drácula que encarnó Christopher Lee, como referencia quizá más escondida. El plano del castillo alzándose en lo alto de una colina, en el que se sobreimpresionan los títulos de crédito iniciales, es mucho más similar al habitual plano de apertura de tantos clásicos de la Hammer que lo que pueda serlo respecto a lo visto en las más antiguas películas de la Universal. Por otro lado, acto seguido, el travelling circular que la cámara hace en torno al féretro de Victor Frankenstein, en la secuencia de inicio, deja ver los símbolos en forma de águila que decoran el ataúd, figuras muy similares a las vistas en la entrada del castillo del vampiro en “Drácula” (Dracula, 1958) de Terence Fisher. Una vez terminado ese travelling, la cámara se detiene y se abre el ataúd; de nuevo típica escena del cine de vampiros. Ni que decir tiene que la constante muestra de encantos a la que parece tan proclive el personaje de Inga (Teri Garr) recuerda sobremanera a las jugosas starletes de generoso escote que tanto gustaban a la Hammer.

Obviando lo anterior, el resto es un recital absoluto de evocaciones al cine de terror de la Universal consagrado al monstruo de Frankenstein. A partir de una fotografía en blanco y negro que ya intenta imitar la estética de aquellas películas, se busca la parodia cómplice de manera recurrente. Ahí tenemos el acecho y robo del cadáver del ahorcado que dará lugar al monstruo; la recreación del nacimiento de éste, un Peter Boyle de aspecto algo alejado del maquillaje de Boris Karloff que se utilizó en las distintas películas de la Universal, quizás por un problema de derechos –recordemos que ésta es una película Twentieth Century-Fox, no Universal–; la escena de la niña de las flores (aquí “al borde” de un pozo, lugar menos bucólico que el lago original); la escena en que el monstruo conoce a un viejo y ciego ermitaño que le da cobijo; o el peinado de la que finalmente terminará siendo novia del monstruo. En este punto, en referencia a la escena con el viejo ermitaño (un irreconocible Gene Hackman) y teniendo en cuenta el humor que se puede esperar de la pareja Brooks/Wilder, sorprende la alusión tan liviana a la homosexualidad que en cambio quedaba tan patente, aunque más sutil, en la escena original parodiada; aquella de “La novia de Frankenstein” a manos de James Whale, y que en manos de Brooks bien pudiera haber hecho esperar una alusión algo más grosera. Actitud que no es esquivada en el caso de las constantes alusiones al tamaño del miembro viril del monstruo y al musical efecto que éste (el miembro) produce en su partenaire.

Hay que destacar la utilización ya mentada de la fotografía en blanco y negro –opción arriesgada comercialmente para una producción destinada al gran público–, que se muestra como un elemento mágico y distanciador en algunas escenas (como por ejemplo la de la clase en la universidad) y que ayuda a crear la ilusión de que efectivamente estamos asistiendo a una rebelión del celuloide que da sustento físico a la película, una rebelión que surge desde el mismo interior de una historia propia de aquellas cintas clásicas y que desde una imaginaria autoconciencia se niega a discurrir por los cauces prefijados por la tradición, a transgredirla. El mismo sentido mágico tiene la elipsis conseguida con el encadenamiento de la escena en que Frederick Frankenstein viaja en tren hasta Nueva York, a la que sigue otra similar, esta vez en el tren que le lleva a Transilvania. Ambas escenas tienen en común la misma planificación y los mismos actores, sólo que interpretando distintos personajes, estos últimos trasuntos de aquellos primeros, pero en un marco bien distinto –idioma y decoración del vagón incluidos– y que evoca un viaje hacia atrás en el tiempo, desde la moderna urbe hasta el arcaico villorrio centroeuropeo, con sus leyendas y sus supersticiones.

Brooks trata aquí de homenajear tanto a esas películas como a los dos iconos culturales que de ellas surgieron: la imagen del monstruo según Karloff (éste sólo de alguna manera, no literal) y la de “la novia” según Elsa Lanchester. Sin embargo, consigue hacer su propia aportación a la plantilla de iconos populares del siglo XX gracias a la interpretación de Marty Feldman como Igor, el contrahecho asistente del doctor. La intención de recrear de forma minuciosa la atmósfera de las películas que parodia queda patente cuando sabemos (aparece en los créditos) que utilizó el equipamiento original del laboratorio del doctor Frankenstein que ya vimos en las películas originales, cedido por su autor, Kenneth Strickfaden, que aún lo mantenía en su poder.

Sin ser una gran comedia –aunque también tiene defensores respecto a su supuesta excelencia–, Brooks y Wilder (éste pletórico en su interpretación) encandilan por la sinceridad y el cariño desde el que enfocan la parodia, por las constantes referencias cinéfilas y por alguna escena auténticamente genial, como el número musical que se montan el monstruo y Frederick Frankenstein para presentarse en sociedad. En dicho numerito (desternillante, por cierto) se canta la canción “Puttin´ on the Ritz”, que aparece (no por primera vez) en la película “Cielo azul” (Blue Skies, 1946), dirigida por Stuart Heisler y protagonizada por Fred Astaire y Bing Crosby. El número de baile que Gene Wilder y Peter Boyle representan en “El jovencito Frankenstein” está inspirado en el que Fred Astaire interpreta en dicho musical mientras canta la misma canción.

Mel Brooks volvería a parodiar el género años después; esta vez de manera bochornosa y execrable con “Drácula, un muerto muy contento y feliz” (Dracula: Dead and Loving it, 1995), donde aprovecha el éxito de Francis Ford Coppola con su “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) para referenciarla sin ton ni son. Un subproducto disfrazado de otra cosa, que no tiene maldita la gracia y que sirve muy bien como medida del más que cuestionable talento de su autor.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 21, correspondiente al mes de diciembre de 2009 y dentro de la sección "La máquina del tiempo".



No hay comentarios:

Publicar un comentario