Todavía
hoy recuerdo el día en que convencí a algunos amigos para alquilar el VHS de Acción
mutante (1993) –primer largometraje de Álex de la Iglesia tras su
desternillante y siniestro corto Mirindas asesinas (1991)–, que yo
había visto previamente en el cine y sobre el que sentía la necesidad y la
obligación de difundir su conocimiento entre mis allegados, compartiendo con
ellos todo el entusiasmo que despertó en mí su frescura y su carácter
subversivo, esperando, incauto yo, que les maravillara y divirtiera tanto como
a mí. La noche elegida para el evento fue nada menos que la de una Nochebuena
cercana a su estreno, pues nada mejor teníamos que hacer en momento tan
señalado y algo que, de algún modo, certificaba mi afinidad con Álex de la
Iglesia en vista del argumento de la posterior El día de la bestia. Las
expectativas no defraudaron: mis amigos me pusieron a caer de un burro y
continué tan incomprendido como siempre; o, desde mi punto de vista, casi todo
el resto del mundo continuaba siendo tan incomprensible para mí como siempre lo
había sido. La anécdota no es baladí desde el momento en que la aparición de Álex
de la Iglesia en el panorama cinematográfico español –por circunscribir
artificialmente un hecho que asumo de mayor alcance que el doméstico– significó
la puesta de largo, la presentación en sociedad, la salida del armario, o como
se le quiera llamar, de unos gustos y formas de mirar las cosas aparentemente
marginales que por la fuerza de la acumulación, persona a persona, friki a
friki, iban a dejar de serlo, o al menos comenzaban a adquirir una visibilidad
en los medios y una presencia y reconocimiento en el mundo de la cultura oficial que no habían tenido hasta
entonces. Hoy todo aquello ya está superado (espero), e incluso el Día del
orgullo friki merece cada año obligada referencia en noticiarios televisivos y
diarios de tirada nacional, lo mismo que las Tomatinas de la valenciana localidad
de Buñol, los carnavales de Santa Cruz de Tenerife o la Feria de Abril de
Sevilla; y hasta el señor Álex de la Iglesia tiene ya entre su currículo nada
menos que el haber sido presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias
Cinematográficas de España.
Y
es que De la Iglesia representa la personificación en carne y hueso (hace años
más en carne que en hueso, aunque el chico todavía hoy me siga comiendo bien)
de una realidad generacional –sí, marginal, de acuerdo, pero generacional al
fin y al cabo– que fue la de aquellos que tuvieron la oportunidad de hacer
coincidir esa etapa de formación vital, cultural, efervescente, receptiva y
creativa tan sensible, a veces insoportable, que es la adolescencia, con aquel
período tan mágico que demostraron ser los años ochenta; donde, especialmente
en lo que se refiere al cine, quienes tuvimos tamaña suerte pudimos
experimentar como espectadores y aficionados al cine fantástico los mejores
años de nuestra vida. Es por ello que Álex de la Iglesia no es (o fue) únicamente
uno de los nuestros, sino que se convirtió en el altavoz y portavoz de los que
no éramos tan pocos como parecía. En esa circunstancia reside el secreto del relativo
éxito y la importancia de sus dos primeras películas, integrantes de una carrera
que, aun con un par de bandazos por el camino, se ha mantenido con considerable
coherencia hasta el día de hoy, y que, cómo buena muestra de la autoconciencia que
presidía las decisiones de De la Iglesia, prácticamente todas las películas que
integran su filmografía han sido protagonizadas por seres marginales; de algún
modo perdedores, antihéroes, inspirando simpatía y lástima a partes iguales,
aludiendo esa condición de diferente
que ya institucionalizó el británico James Whale con sus dos cintas dedicadas
al monstruo de Frankenstein en el seno de la Universal durante la década de los
treinta.
En
El
día de la bestia De la Iglesia traza con una mayor perfección formal,
un ritmo estable y un más afinado tino conceptual el camino que ya había
iniciado en toda su todavía escasa obra previa, comprometido desde la sátira
con la representación de la sociedad donde creció, adaptando un discurso de
género a su visión tragicómica y berlanguiana
de la realidad, a menudo evocando el tratamiento que el dibujante Francisco Ibáñez
hace de las aventuras de sus ilustres personajes Mortadelo y Filemón. Álex
Angulo es Ángel Beriartúa (un triste y recientemente fallecido Álex Ángulo a
quien nadie supo sacarle la vis cómica mejor que De la Iglesia), un sacerdote
catedrático en teología por la Universidad de Deusto, nada menos, convencido de
haber desentrañado en la profecía del Apocalipsis un mensaje en clave que no
hace sino anunciar el nacimiento del anticristo; teniendo lugar tan aciago
evento en tal día como aquel en el que transcurre la trama de la película, para
más señas día de Nochebuena. El cura toma conciencia de que su descubrimiento
es conocido por las fuerzas del mal, pues ya recibe señales mortalmente negativas
en el templo donde confiesa tan terrible revelación a un compañero de fe –con
exteriores rodados en el arquitectónicamente singular Santuario de Nuestra
Señora de Arantzazu, de Oñate (Guipúzcoa), incomprensiblemente no acreditados–.
Para conseguir contactar con Satanás, y así tener una oportunidad de conocer el
lugar exacto del acontecimiento y la oportunidad de evitarlo, viaja a Madrid, relacionándose
de ese modo la moderna urbe con todo aquello que significa el diablo. Allí, el sacerdote
empleará sus esfuerzos en hacer el mal todo lo que puede (roba a mendigos, raya
la pintura de los coches con una llave, niega la extremaunción a moribundos,
descuelga de la pared y esconde un crucifijo de la habitación, trata de dormir
con sobredosis de medicamentos a una supuesta doncella con el fin de extraer la
sangre de virgen necesaria para el ritual con el que invocar a Satanás,...,
maldades todas muy inocentes), y será entonces cuando descubre la figura del
profesor Cavan (Armando De Razza) en la televisión del escaparate de una tienda
de electrodomésticos, un charlatán sensacionalista de un programa de televisión
que se vende a sí mismo como una especie de doctor Jiménez del Oso, y en quien
el padre Ángel verá a alguien capaz de ayudarle en su misión de salvar al mundo.
Acompañará
a ambos el grotesco José María (Santiago Segura), un heavy gordo, sucio,
musicalmente satánico y de Carabanchel que les ayudará voluntariamente en sus
correrías –no como Cavan, que es torturado por el sacerdote hasta que accede a
prestarle sus conocimientos– en pos de la resolución de la incógnita a partir
de la cual el clérigo pretende proteger a la humanidad. Reincidiendo en la
correspondencia entre la gran ciudad y el reino del mal, se asemejan los
edificios Puerta de Europa de la madrileña Plaza de Castilla (más conocidos por
los oriundos como las Torres Kio) con el símbolo del anticristo. Dada la
identificación de una de las torres con la entidad de crédito Bankia (antigua
Caja Madrid), cuyo emblema preside las alturas del edificio y pese a lo
premonitorio del asunto respecto a los tiempos que vivimos y a la acertada e
irónica e inconsciente coincidencia que supone, no deja de ser una eventualidad
a medio camino entre lo siniestro y lo ocurrente, aparentando más que una casualidad
un acertado barrunto por parte de De la Iglesia y de su afamado guionista de
cabecera, Jorge Guerricaechevarría, cuando además son una pandilla de fachas de libro quienes actúan como sicarios de
Satanás.
Lo
más representativo del cine de De la Iglesia, especialmente notable en El
día de la bestia, es su capacidad para impregnar de casticismo
cualquier temática de la que se ocupe, por foránea que pudiera parecer dada la
lógica tendencia a identificarla con el cine americano, como es el caso,
demostrando que también las calles de Madrid pueden ser un escenario creíble
para cualquier historia, por extravagante y fantástica que sea. Inspirándose en
la visión sucia y degradada del Nueva York de los setenta durante la crisis del
petróleo que fue utilizada por Martin Scorsese en su Taxi Driver (Taxi Driver, 1976), Alex de la Iglesia
acomoda esa misma experiencia visual a un Madrid que realmente existe –como en
cualquier otra gran ciudad, aunque hubiera que buscarla con lupa– y lo
convierte en un escenario idóneo para una historia satánica como la que
propone. El acercamiento del tema al espectador español se hace así más
digerible que si transcurriera en cualquier lugar anónimo o localizado en otro
país; más si ese marco general se concreta luego en pensiones de mala muerte,
cutres establecimientos de venta de vinilos y cintas de casete, tiendas abiertas
veinticuatro horas o siniestros, oscuros y sucios callejones. Todo hasta el
punto de convertir el anuncio luminoso de Schweppes de la Plaza del Callao en
un icono cinematográfico –como King Kong (King Kong, 1933, Ernest
B. Schoedsack, Merian C. Cooper) hizo con el Empire State Building de Nueva
York– que ya desde antes era popularmente aceptado como uno de los símbolos
identificativos de la ciudad de Madrid.
De
la Iglesia, que se anticipa al relativo resurgimiento del fantástico en el cine
español en las puertas del siglo XXI, sin embargo contradice la tendencia que
ya había sido protagonista durante la época gloriosa de las coproducciones de
los setenta y que sería repetida luego por aquel experimento surgido de la
catalana Filmax y bautizado como Fantastic Factory, quienes tenían como pilar
básico el de producir películas que no parecieran españolas, dándoles un
artificial barniz cosmopolita que las deslocalizara y contribuyera a su mejor
exportabilidad y a una más rentable explotación comercial de ámbito
internacional. Álex renuncia a tan facilona opción y defiende la alternativa de
construir un cine fantástico español no sólo que parezca español –para bien o
para mal– sino que base precisamente en esa personalidad propia uno de sus
principales atractivos y elementos diferenciadores. De ese modo el director
asume y fagocita el legado de todo el cine español previo, especialmente el que
obtuvo de la comedia crítica sus mayores réditos, a veces mal entendidos o
minusvalorados, modernizando la mirada y adaptándola a su generación; algo que
igualmente ha sabido hacer Santiago Segura en sus labores como director –hablo
de la saga dedicada al casposo e irreverente ex-policía José Luis Torrente–
que, pese a su enorme éxito comercial, es despreciado por buena parte del
público y de la crítica, cuyo envaramiento intelectual y el escaso sentido del
humor que demuestran les incapacita para comulgar con premisas tan groseras y
políticamente incorrectas, a la par que divertidas, haciendo tanto de la falta
de moderación y del humor negro más descarnado sus principales bazas, así como introduciendo
como requerimientos de su tono un poco de masoquismo respecto a la esencia
patria y cierta falta de condescendencia con nuestros defectos e idiosincrasia,
tanto como individuos tanto como sociedad.
Tras
su aventura, los ahora inseparables padre Ángel y Cavan quedan más marginados
aun de lo que lo estaban antes, viviendo en la indigencia pero todavía
sintiéndose los orgullosos responsables de haber salvado a un mundo que según
ellos vive en la inopia, ofreciendo un final agridulce alimentado en los dos
contradictorios sentimientos que lo configuran por la evocación tanto del paseo
de espaldas a la cámara que nos ofrecen el capitán Renault (Claude Rains) y
Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca (Casablanca, 1942, Michael Curtiz) como de la triste y desesperanzada
forma en que se pierden entre la multitud un padre en paro y su hijo en el
plano final de esa maravilla atemporal que es Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948, Vittorio De
Sica).
Juan Andrés Pedrero Santos
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