Ya desde su anterior película, “Vampiros de John Carpenter” (John Carpenter´s Vampires, 1998), el título incluía el nombre de su autor como parte del mismo. El objetivo estratégico y comercial de ello es obvio cuando estamos hablando de uno de los últimos especialistas de renombre en el género, aún en activo y que hace ya tiempo se ganó a pulso estar en ese limbo difuso que todos llamamos “los clásicos”. Mayor importancia adquiere si tenemos en cuenta que la siempre esperadísima actualización de su filmografía (la expectativa ante la última entrega de turno siempre llena de ilusión al aficionado) no es precisamente un ejemplo de desenfreno productivo; nueve años han pasado ya desde el estreno de su último largometraje, precisamente el que nos ocupa, “Fantasmas de Marte de John Carpenter”. Es todo un consuelo saber que pronto podremos disfrutar de su siguiente película, ahora en postproducción y cuyo título actualmente es “The Ward”, la historia de una joven ingresada en una institución mental, aunque hace un año aproximadamente esperábamos lo mismo de otro proyecto que finalmente ha sido postergado en el tiempo.
Por otro lado, ese “estar hasta en el título” no deja de ser un símbolo de la característica autoría que Carpenter ha dispensado en casi toda su obra. El “casi” lo podemos achacar a algún grano molesto, como fuera el caso de “Starman” (Starman, 1984), donde la peste a encargo alimenticio –todo él una concesión al cine más comercial, en lo que éste tiene de despersonalizado– hedía por los cuatro costados; no obstante, película correctísima desde un punto de vista técnico y formal, pero muy alejada de los habituales tonos, estéticas, éticas y temáticas habituales en Carpenter, esas que han hecho de su cine un producto en cierta manera asumible como suyo –sería impropio calificarlo de “reconocible” en sentido estricto–, carencia que hace, en el caso de “Starman”, que fuera recibida y sentida como un producto decepcionante.
Ya tratamos, justo hace un año y en estas mismas páginas, el tema de la presunta “autoría” de Carpenter cuando hablábamos sobre “La cosa” (The Thing, 1982) en el número 10 de Scifiworld (enero 2009), pero “Fantasmas de Marte” (voy a recortar por decreto el título desde este punto) se presta igualmente a ahondar en el asunto. Carpenter, de alguna manera, es un postmodernista; no un revisionista de los géneros y un explotador de múltiples referencias casi aleatorias con las que sorprender o a utilizar con calzador, como sí pudiera ser el caso de Tarantino, sino un conservador –cinematográficamente hablando– apegado a la tradición. Es un artista que para nada pretende hacer evolucionar los elementos recurrentes y más enraizados de los distintos géneros, sino tan sólo utilizarlos como condimentos de su propia mixtura; hablando especialmente del caso que nos ocupa y de otros anteriores, como la ya citada “Vampiros de John Carpenter” o “Golpe en la pequeña China” (Big Trouble in Little China, 1986). Una mixtura que lo que hace es maquillar el verdadero origen –desde el homenaje y la reverencia– para tratar de crear una especie de monstruo de Frankenstein, cuyas piezas son bien reconocibles pero que, unidas, consiguen crear un nuevo ser, con una nueva vida propia –o prestada, según se mire– que desarrollar.
Con “Fantasmas de Marte” Carpenter recrea la mejor atmósfera de la serie B, del divertimento sin pretensiones, de la mezcolanza desprejuiciada de géneros, a los que domina desde el buen conocimiento de sus claves y de la adoración que les profesa. Son el western y la ciencia-ficción menos clásica (ya veremos el porqué al citar las referencias) aquellos géneros que combina con contundencia, sin desnaturalizar la mitología propia de los mismos, especialmente del primero. Algunas películas muy concretas, variadas en su género, vienen a la mente ante la visión de “Fantasmas de Marte”.
Sin ser la historia en sí misma nada excesivamente novedoso ni tener un desarrollo particularmente sorprendente, Carpenter consigue potenciarla gracias a la estructura que toma como punto de partida para encauzarla, y que es la clave que dota de tensión a la función. El relato nos cuenta la aventura de un grupo de policías enviados a una mina de Marte donde los colonos han sido salvajemente asesinados. La historia se plantea como una gran flash-back, dentro del cual se introducen otros. La única superviviente de la expedición policial, la oficial interpretada por Natasha Henstridge (que enamora con su espectacular belleza y su porte duro a la vez que simpático) es interrogada a su vuelta de la expedición. Es ella, ante una especie de comité que intenta aclarar los hechos acaecidos, la que comienza a relatar distintos pasajes de su misión desde los diferentes puntos de vista a los que ha tenido acceso gracias a sus compañeros de fatigas. Es esa serie de flash-backs, dentro de un gran flash-back que sirve como núcleo, lo que produce el interés adicional que le falta a un argumento escaso de recorrido y estrecho en matices. En este punto es donde viene a la cabeza el “Atraco perfecto” (The Killing, 1956) de Stanley Kubrick y su particular estructura narrativa.
El western, tan habitual en la esencia de muchas de las películas de Carpenter, es la referencia de fondo más presente y determinante de “Fantasmas de Marte”. La correspondencia de elementos es, cuantitativamente y por tópica, brutal. El poblado minero podría ser cualquiera de esas localidades típicas con una única calle central que puebla casi todos los westerns de la historia del cine; el acecho al grupo de supervivientes, desde lo alto de los edificios, por parte de los que han sido infectados por la forma de vida marciana, sería un trasunto de esa situación tan típica en la que las tribus indias siguen desde lo alto de las colinas a la caravana que avanza por el fondo del valle, recurso que también vimos en la agraciada –vampiros de por medio– “30 días de oscuridad” (30 Days of Night, 2007) de David Slade; entroncado directamente con lo anterior, el terrorífico personaje que lidera a “los salvajes” arenga a “sus tropas” como un emplumado gran jefe indio cualquiera; el contexto general ayuda a pensar en las patrullas nocturnas de John Wayne, Dean Martin y Ricky Nelson por entre las calles desoladas y oscuras del “Río Bravo” (Rio Bravo, 1959) de Howard Hawks; por no decir de la caracterización de machito fanfarrón de Jason Statham, cercana a la de cualquier pistolero bravucón. Toda esa tradición recibida se intenta escamotear tras ciertos toques de “modernidad”, como la de introducir el anecdótico componente lésbico o la cita de la existencia de una sociedad matriarcal que, posteriormente, como idea que pueda aportar algo a la historia, no se desarrolla en absoluto; así como las continuas, directas e infructuosas insinuaciones sexuales de Jericho (Jason Statham) hacia Melanie (Natasha Henstridge), aunque en la última de ellas exista una especie de coitus interruptus, pues parecía que el tema finalmente tiraba para arriba (nunca mejor dicho).
Desde el punto de vista de la relación que se establece entre el grupo policial y el delincuente que aquel intenta trasladar para ser juzgado (“Desolation Williams” interpretado por Ice Cube), “Fantasmas de Marte” podría ser casi un remake parcial de “Asalto en la comisaría del distrito 13” (Assault on Precinct 13, 1976). Otra de las películas que evoca su visión, y reconozco que pueda ser una apreciación muy personal, es “Terror en el espacio/Terrore nello spazio” (1965) de Mario Bava, y no por la estética colorista tan habitual en el director italiano –aquí, aunque estudiada, más monocromática–, sino por la cierta atmósfera de abstracción que transpiran en muchos de sus pasajes estas dos historias de ciencia-ficción. Y si queremos seguir con este último género, el momento en que la oficial Melanie es invadida/poseída por el ente marciano y las alucinaciones que esto le provoca no pueden hacer más que recordar los efectos del sonido emitido por la nave alienígena de “Qué sucedió entonces” (Quatermass and the Pit, 1967), dirigida por Roy Ward Baker y escrita por, el admirado por Carpenter, Nigel Kneale, lo que lleva a pensar que sentirse presa de ese déjà-vu no es algo del todo casual ni forzado. También encontramos referencias a “La cosa”, tanto en la versión de Carpenter como en la original de Christian Nyby, “El enigma…¡de otro mundo!” (The Thing…from Another World, 1951).
Efectivamente, “Fantasmas de Marte” es todo un compendio de referencias más o menos veladas. Es precisamente por ello que su carencia de originalidad (que no de personalidad) se circunscribe a la no adopción de una excusa o discurso propio sobre el que desarrollar la historia, que al no existir se delata a sí mismo. De ahí la ligereza que muestra en ese sentido; cosa que intuyo no habrá satisfecho a muchos. No es mi caso, pues se trata de una de las películas de Carpenter con las que más me siento reconfortado al pasar una fría tarde de otoño en la oscuridad y caldeada tranquilidad de la sala de estar, delante del televisor.
Sí es muy criticable la elección del diseño (vamos a llamarlo así) de las escenas de acción, en especial en lo que se refiere a las explosiones y a los “explosionados”, que más recuerdan a una de esas hazañas bélicas de Chuck Norris perpetradas por Golan-Globus o a un episodio del “Equipo A” que a otra cosa.
La particular afición de Carpenter a hacerse cargo del apartado musical de sus películas no podía dejar libre ese crédito a la falta de originalidad. Así, se opta por una banda sonora tendente al rock duro, al heavy metal o a como quiera que deseen llamarlo los expertos en música moderna. Una banda sonora que subraya la brutalidad y el salvajismo del que van sobrados aquellos que han sido infectados por la forma de vida marciana. Grupo de guerreros cuyo punto de vista es abandonado a su suerte por el guión, tratados como monigotes, como simples elementos del paisaje, sin que se nos muestren sus motivaciones ni los detalles de su existencia (cualquier zombi moderno está más humanizado), tal cual como le ocurría a los indios en cualquier western anterior a los tiempos en que se comenzó a revisar la figura del nativo americano, ya a partir de los años cincuenta, con ejemplos como “La puerta del diablo” (Devil´s Doorway, 1950) de Anthony Mann o “El gran combate” (Cheyenne Autumn, 1964) de John Ford; otra vez el western.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su número 22, enero de 2010)