martes, 25 de junio de 2013

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 63- ESPECIAL STAR TREK


Este mes de Julio SCIFIWORLD MAGAZINE ofrece otro especial, en este caso dedicado a una franquicia mítica, que en su renacimiento está dejando muy buen sabor de boca. En cuanto a mi aportación, como siempre en la sección "La máquina del tiempo", me he desmarcado con una película muy interesante, a pesar de los bodrios previos que tiene el señor Jodorowsky: "SANTA SANGRE".

Ideal para leerlo en la tumbona¡¡¡

lunes, 24 de junio de 2013

"LA BELLA Y LA BESTIA" (LA BELLE ET LA BÊTE, 1946, Jean Cocteau)


 


Los cuentos infantiles siempre han sido un buen lugar donde acudir para hacer que la fantasía se exprese; con sencillez, empero en toda su plenitud, cargada de sugerencia y significado. Incluso a pesar de la dañina influencia y el persistente trabajo de acoso, derribo y adulteración al que con uñas y dientes siempre se entregó ese ente maléfico llamado Walt Disney Productions –una de las mayores lacras del siglo XX y pionero de esa moda de considerar a los niños como retrasados mentales–, es posible encontrar en la historia del cine algunos otros –estos sí– bellos momentos que ponen de manifiesto, en su más pura esencia, el hábil formato que siempre fue el cuento de hadas; primero en la literatura y luego, con menor abundamiento, en el cine. Tanto “La noche del cazador” (The Night of the Hunter, 1955), de Charles Laughton, como “En compañía de lobos” (The Company of Wolves, 1984), de Neil Jordan, son ejemplos de las buenas derivaciones que debe tomar tan añejo modo de contar una historia, con el acento puesto en los temas más universales a modo de leitmotiv, a menudo a través del uso de la alegoría y siempre cargada de ese sentido de lo maravilloso que los anglosajones bautizaron como sense of wonder. Si bien en los anteriores filmes citados se potenciaban de una manera más adulta elementos que siempre habían estado presentes, quizás enmascarados bajo cierta dulcificación pero siempre morbosos o siniestros en su esencia, en el caso de “La bella y la bestia” (La belle et la bête, 1946), de Jean Cocteau, el director francés se esfuerza en ser tan sutil que convierte la cinta en toda una delicia de elegancia.
Aun siendo capaz de dirigir propuestas tan insolentes y marcianas como esos –a mi entender fallidos– experimentos intelectuales, cercanos al nivel de abstracción que suele caracterizar a la poesía –disciplina que también cultivaba Cocteau– que fueron “Orfeo” (Orphée, 1950) y “El testamento de Orfeo” (Le testament d´Orphée, 1960), el director se enfrenta a ésta la más conocida versión cinematográfica del cuento original, escrito por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont a mediados del siglo XVIII, con una sintaxis más convencional que en otras de sus obras, capaz en este caso de enfocar el interés en la riqueza de matices de la historia y de la puesta en escena, pero amoldándose a los postulados de una narrativa más tradicional. El cuento de Beaumont ya tuvo una primera adaptación cinematográfica en la cinta francesa producida en 1899 “La belle et la bête”, sin que se conozca el nombre del director pero sí su compañía productora, la casa Pathé.

Ya los títulos de crédito iniciales, escritos con tiza por un muy visible Cocteau sobre una pizarra escolar, significan toda una declaración de intenciones respecto a lo que el respetable va a ver en la pantalla y al tono de apariencia naif que se pretende dirija la propuesta. Por otro lado, la intromisión/aparición del cineasta en ese momento inicial de la cinta es la rúbrica que demuestra hasta qué punto el francés se siente autor y, como tal, no va a plantearse siquiera renunciar a exhibir su ego artístico (seguro que superlativo) a través de ese protagonismo forzado que impone en esos primeros segundos de metraje, algo tan distanciado de los usos y costumbres que, por ejemplo, se estilaban entre los más modosos artesanos del cine americano que le eran contemporáneos.

Como en todos los cuentos infantiles, la introducción de la anomalía en un contexto de trivialidad conforma un mensaje más o menos críptico. En este caso, dentro de un previo entorno campesino, un padre angustiado por las deudas se esfuerza en mantener a sus tres hijas; dos de las cuales se dedican a vivir la vida de forma descuidada e indolentes ante los problemas de su progenitor, mientras la tercera (Bella) se entrega al cuidado de los suyos cual fregona cenicienta en espera de príncipe. El azar o el destino harán que haga aparición ese contexto de fantasía que representa Bestia junto a todo su entorno de lujo y magia. El padre de Bella, obligado a viajar de noche a caballo a través de los tortuosos senderos de un oscuro bosque, termina arribando a los contornos del castillo de la criatura antropomorfa. La llegada a tan espectral paraje recuerda a ese primer encuentro de Jonathan Harker con el castillo del conde Drácula, especialmente en la versión que Terence Fisher dirigió en 1958 para la Hammer. Como dice Gérard Lenne, «las fantasías infantiles, inmensos castillos y bosques gigantescos, están en la base de la temática horrorífica»[1].

La fantasmagórica escenografía da paso a la magia cuando hacen su aparición, en esa misma secuencia, unas manos que –recordando al Polanski de “Repulsión” (Repulsion, 1965)– surgen de la pared sirviendo de soporte a los candelabros que iluminan los corredores del castillo al paso del recién llegado. Esos mismos orgánicos candelabros darán la bienvenida a Bella en el momento en que acude ante Bestia para saldar la deuda mortal de su padre, adquirida a raíz de arrancar una rosa del jardín de Bestia con la que regalar a Bella. Durante su avance, los ligeros cortinajes que cubren los ventanales se mueven por efecto del viento de manera similar a como lo hacían en “El legado tenebroso” (The Cat and the Canary, 1927), de Paul Leni, o en “El hundimiento de la casa Usher” (La chute de la maison Usher, 1928), de Jean Epstein, adquiriendo así cierto goticismo.

Cocteau se esfuerza lo imposible en caracterizar lo maravilloso. Bella se transporta por esos pasillos como flotando sobre el suelo, deslizándose a través de ellos más que caminando; momento en que de nuevo nos viene a la mente más cine francés del bueno, pues de similar manera se desplaza la enmascarada Christiane (Edith Scob) de “Ojos sin rostro” (Les yeux sans visage, 1960), dirigida por Georges Franju, a través de las estancias del sanatorio de su padre. Un Franju que retomaría la imagen poético-fantástica que con tanto éxito plasmó aquí Cocteau, convirtiéndola ya en tradición en parte de su filmografía. Ante tanto contexto referencial no cabe duda de que el más histórico y escaso cine fantástico francés adquiere así un corpus con cierta personalidad y coherencia. Los momentos fantásticos no paran de sucederse a partir de este punto, y desde que mágicamente las ropas de campesina que viste Bella se tornan en un más noble vestuario una vez cruza el umbral de la puerta en brazos de Bestia, su belleza crecerá cada vez más ante nuestros ojos, sensualizándose –a partir de sus cada vez más lujosos vestidos y resaltada lozanía– a medida que el inicial rechazo por Bestia va transformándose en algo parecido al amor.

“La bella y la bestia” es el paradigma de un mito que insistentemente ha utilizado el cine fantástico, y cuyo más canónico exponente lo encontramos en “King Kong”, en cualquiera de las tres versiones estrenadas hasta la fecha (1933, 1976 y 2005). Además, no olvidemos lo vinculada que está “la Bestia” a la mitología licantrópica, donde sólo el amor de una fémina será capaz de anular la maldición del hombre lobo, quien no representa más que la liberación del instinto animal que atesora todo ser humano; mucho más cuando el aspecto de Jean Marais como Bestia parece una influencia bien notable para el maquillaje del licántropo interpretado por Oliver Reed en “La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf, 1961), de Terence Fisher, e incluso en menor medida para todas las diversas variantes del Waldemar Daninsky interpretado por el desgraciadamente finado Paul Naschy. Bestia representa la encarnación de la parte animal del hombre, especialmente en cuanto a lo sexual se refiere, parcela de la vida donde, en la intimidad, abrimos la jaula de ese ser salvaje y verdaderamente libre que (casi) todos llevamos dentro, dejándole de ese modo vagar por los páramos. En este sentido es didáctico acordarse de dos escenas claves; una es cuando Bella descubre a Bestia bebiendo en el río agachado como un perro; la otra acontece poco más tarde, cuando, mientras ambos pasean por el bosque, un gamo se cruza en su camino, y Bestia –visiblemente excitado– tiene que resistir el instinto cazador ante la mirada de su amada, que prevé inquisidora. Bestia sufre tanto con la visión de Bella y con la represión del deseo que se autoimpone que incluso echa humo –literalmente– ante su presencia, e insta a la mujer a desaparecer de su vista con celeridad, quizás para evitar así males mayores.

Bella (Josette Day), personaje que no se llama así por casualidad, se nos presenta por Cocteau como una mujer preciosa cargada de latente sex appeal. Pretendida por el joven Avenant (Jean Marais), sin que la doncella permita el paso a ese amor, será cuando Bella entre en los dominios mágicos de Bestia donde la alegoría primigenia del cuento será servida en bandeja. En ese lugar de ensueño Bella ve a los hombres (Avenant) como animales en celo, como monstruos feroces (Bestia), melosos de día pero cubiertos de sangre tras sus salvajes correrías nocturnas. Tanto Bestia como Avenant son interpretados por el mismo Jean Marais, lo que acerca su percepción ya no como las dos caras de una misma moneda, sino como el dúo formado por una realidad física (Avenant) y la materialización de su falso reflejo psicológico (Bestia) a ojos de Bella; y vuelvo a citar a Lenne: «la monstruosidad no es tributaria de sus apariencias, fealdad física no significa fealdad moral»[2]. Y sólo cuando Bella madura y acepta a los hombres como tales, la Bestia desaparecerá dejando paso a un príncipe azul. Como en la ya citada “En compañía de lobos”, la metáfora trata de hacer reflexionar tanto sobre lo que implica la primera menstruación de una adolescente, su despertar a la sexualidad, como sobre el subtexto que conforman los miedos incorporados a todo ese proceso de reconocimiento y superación del hecho biológico.

En 1994 el compositor norteamericano Philip Glass compuso una ópera cuyas canciones se amoldaban a los diálogos de la película. La representación en escena se acompañaba con la proyección de la cinta, ausente su banda sonora original y siendo ilustrada sonoramente por la ópera que se interpretaba al tiempo de su proyección en pantalla. Incluso se sincronizaban las voces de los cantantes respecto al movimiento de los labios de los actores cinematográficos. La versión restaurada de la película, acompañada de la opera de Glass como banda de sonido, se encuentra editada en dvd, convirtiéndose su visionado en una curiosa experiencia.


[1] LENNE, Gérard: El cine “fantástico” y sus mitologías. Editorial Anagrama (Barcelona, 1974); pág. 95.
[2] Ibídem; pág. 120.

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE).

Juan Andrés Pedrero Santos