De entre los enfants terribles del cine fantástico americano que comenzaron a despuntar en los años setenta, convertidos en mitos décadas después, y entre los que se encuentran con mejor o peor fortuna George A. Romero, John Carpenter, Brian De Palma, Tobe Hooper, Steven Spielberg, David Cronenberg y Wes Craven, es este último el que ha evolucionado de peor manera y el que más ha visto como el paso del tiempo ha servido para desenmascarar una falta de talento sólo redimida por el relativo carácter trasgresor de alguna de sus primeras películas y por haber creado un personaje mítico e icónico para el cine de terror moderno, como es Freddy Krueger. Dicen que a cada cerdo le llega su San Martín, y no cabe duda de que ya hace algunos años que sus menesterosos méritos le han colocado en el lugar que le corresponde: muy alejado del resto de representantes de tan insigne generación; eso sí, seguido de lejos por Romero (Hooper, pese a su irregularidad, tiene películas magníficas en su haber).
Si bien la muy rentable “La ultima casa a la izquierda” (The Last House on the Left, 1972) –ópera prima de Craven que parece costó unos ridículos 90.000 dólares y recaudó más de 10 millones en todo el mundo– debe ser considerada, en cierto modo, un puntal para el desarrollo del género en los años posteriores a su producción –haciendo compañía a la mucho más valiosa “La matanza de Texas” (The Texas Chain Saw Massacre, 1974), de Tobe Hooper–, un análisis estrictamente desvinculado de esa supuesta importancia histórica y del poso de influencia del que pudieron haber bebido algunos de sus colegas de generación, marcando un nuevo camino por el que transitar, define muy bien lo que es verdaderamente su cine, especialmente durante los primeros años de su carrera: un intento de contundencia huérfana de cualquier estilización, donde la tosquedad plástica y la desfachatez argumental se adentran peligrosamente en el terreno de la chapuza. Formalmente las hechuras de su cine evolucionaron hasta convertirse en productos dignos (dentro de un orden), plenamente integrados en los estándares de la industria hollywoodiense de género; lo cual dicho así tampoco significa necesariamente nada bueno. Otra cosa pasó con su talento, que más bien se viene mostrando escaso durante toda su filmografía.
Muy emparentada argumentalmente con la cinta de Hooper, la misma línea que inició con “La última casa a la izquierda” sigue Craven con “Las colinas tienen ojos” (The Hills Have Eyes, 1977), aunque disminuye la aspereza de su factura –que aun es mucha– y suaviza la crudeza de las imágenes, que en ninguno de los casos es tanta como pudiera suponerse según se le atribuye a menudo en algunos textos. Si en “La última casa a la izquierda” unos criminales fugados se entretenían haciéndoselas pasar canutas a un par de chicas, vengadas posteriormente por los padres de una de ellas, aquí el argumento se centra en el acoso que sufre una familia típica americana en viaje de vacaciones a manos de unos paletos salvajes y caníbales. Tanto en una como en otra Craven certifica su falta de sutilidad y su incapacidad para explotar y explorar conceptos y paisajes bien suculentos sobre el papel. Como ejemplo bien flagrante está el desaprovechamiento del desierto como escenario natural propicio para la angustia y el desasosiego, al que otras cintas posteriores, y algunas anteriores, se han ocupado de sacar mejor partido –se me ocurre pensar en ese Nuevo México infestado de hormigas gigantes de “La humanidad en peligro” (Them!, 1954), de Gordon Douglas, o en esa zona prohibida de “El planeta de los simios” (Planet of the Apes, 1968), de Franklin J. Schaffner, por no hablar, sin ir más lejos, de la mismísima “La matanza de Texas”–.
Quizás un análisis acertado de esta película debiera centrarse más en lo que no consigue, fruto de sus principales carencias –diversas y profundas–, que en lo que sí consigue. En el caso que nos ocupa, además, a modo de segunda oportunidad para las buenas posibilidades de la historia que Craven nos cuenta y que en cierto modo él no supo poner en valor, está el más que lustroso y eficaz remake que Alexandre Aja realizó en 2006 con el mismo título. Pese a esto, tampoco hay que olvidar que los parámetros y contextos que ven nacer a cada una de estas cintas son bien diferentes, jugando el director francés con ventaja desde el momento en que se beneficia de la perspectiva histórica y se nutre de la trascendencia que Craven con seguridad nunca soñó que tendría su película.
El montaje de Craven en “Las colinas tienen ojos” es basto como él solo, la inventiva visual tras la cámara es nula, y no puede encontrarse el más mínimo atisbo de intención de crear atmósfera alguna ni de un genio creativo preexistente que anticipara un hipotético desarrollo posterior calificable de valioso o mínimamente estimable. Al menos no repite el error de insertar estúpidos parches con pretendida finalidad cómica como había hecho en la previa “La última casa a la izquierda” –todo lo referente a la pareja de policías–, que destrozaron cualquier intento (si lo hubo) de constituir un tono equilibrado y centrado. “Las colinas tienen ojos” evoluciona a mejor en ese sentido, pero pierde la partida cuando desaprovecha ideas implícitas en la historia que deja demasiado de lado como para que adquieran el empaque más enriquecedor que sí hubieran tenido de haberse empleado Craven con más decisión en resaltarlas con los recursos que específicamente ofrece el cine. Hablo de la crítica o cuestionamiento de las armas nucleares y sus consecuencias –que parecen ser el origen de la familia de tarados caníbales–, del relativo aislamiento cultural del americano prototípico de los entornos rurales (ese tan trillado concepto de la “América Profunda”), del desprecio del urbanita por el potencial agresivo de la naturaleza, de un modelo de familia tradicional de férrea estructura jerárquica (llevada a su extremo con papa Júpiter –el patriarca de los tarados– y sus retoños), e incluso de la falsa estabilidad y coherencia del “American way of life”. Es cierto que todo ello está presente en la cinta de Craven de uno u otro modo, pero la laxitud empleada y el absolutamente inerte sentido de la sugerencia malogran el conjunto desde un punto de vista intelectual; y es que ese no es el objetivo que Craven busca en su cine. Desde ese mismo punto de vista, Craven no se muestra eficaz a la hora de presentar a Júpiter y Cía. como un recurso subversivo con el que atacar los fundamentos y convencionalismos sociales, culturales e incluso religiosos de América; donde la cosa da para mucho.
Una película como “2000 maniacos” (Two Thousand Maniacs!, 1964), de Herschell Gordon Lewis, inauguraba una temática bien aprovechada por el cine años después, precisamente a partir de las cintas de Hooper y Craven, también con un buen representante en “La violencia del sexo” (Day of the Woman/ I Spit on Your Grave, 1978), de Meir Zarchi. En todas ellas, de alguna manera, los urbanitas prepotentes y orgullosos se las veían con los animalizados habitantes del submundo rural; no sin que dicha temática pasara también por un cine menos independiente, en su faceta más audaz, como el que representan “Perros de paja” (Straw Dogs, 1971), de Sam Peckinpah, y la por momentos perturbadora “Defensa” (Deliverance, 1972), de John Boorman, producidas antes que otras más integradas en el ámbito genérico, como son los films de Hooper y Craven. Sin conocer esa cronología pudiera suponerse que las películas de Peckinpah y Boorman no fueran más que el reflejo tardío en el cine comercial de antecedentes más indómitos, como muchas veces ha sucedido en la historia del cinematógrafo, donde los orígenes de muchas películas amparadas por los grandes estudios bebían de cintas menos difundidas y mucho más modestas que antes ya habían abierto brecha. Nada de eso hay si intentamos relacionar “Perros de paja” y “Defensa” con “La matanza de Texas” y “Las colinas tienen ojos” (recordemos, de 1974 y 1977 respectivamente estas últimas); con todo lo extraño que parece, lo que de alguna manera resta originalidad a la supuesta subversión e iniciativa de esos aparentes precursores del cine de terror, que sí lo son –sobre todo en el caso de Hooper– en cuanto a lo que significan como renovación de las formas –en buena medida obligada por las limitaciones presupuestarias y la frescura que aporta la inexperiencia– y el alejamiento de los caminos de ese otro cine más elaborado, estandarizado e industrial, con toda la libertad creativa que eso supone.
Como ya he apuntado antes, pasadas ya unas cuantas décadas desde su producción, la perspectiva nos ayuda a reconocer que el supuesto desasosiego y brutalidad que se imputa a “Las colinas tienen ojos” no es tal. En “La matanza de Texas” de Hooper toda la violencia ocurre fuera de plano, y ni una sola gota de sangre se representa en pantalla; aun así el desasosiego es cierto. Aquí, en cambio, no existe capacidad para esa eficaz recreación conceptual de la violencia, pues los métodos de los salvajes criminales son más bien convencionales (un cuchillo, una pistola) y no se sabe emplear recursos que sean capaces de aportar malestar a través de las imágenes. Incluso podría decirse que Craven reduce púdicamente su intención de mostrarse cruento respecto a lo visto en “La última casa a la izquierda”. Su etiqueta de “película de culto” es merecida, no cabe duda, y no podemos tildarla en ningún caso de aburrida, sí de muy irregular, pero eso no da bula para dejar de destacar como se merece su falta de calidad en muchos sentidos.
Sí se consigue al menos crear un icono para el género, como es el Pluto interpretado por el actor Michael Berryman, cuyo extraño aspecto consecuencia de una rara enfermedad le ha brindado una larga carrera en papeles secundarios “de carácter” que con seguridad le debe casi todo a la película de Craven. El resto de la familia de anormales está caracterizado casi rayando la parodia, por lo que se pierde potencial en cuanto a convertirlos en verdaderos monstruos terroríficos.
Craven repetiría la experiencia con una tardía secuela, “Las colinas tienen ojos, 2ª parte” (The Hills Have Eyes, Part 2, 1985), justo después de la exitosa “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on Elm Street, 1984), donde Craven ya exhibe una mejor factura técnica, dentro de esas limitaciones de su talento a las que ya he hecho referencia, pero donde se entrega a una historia reiterativa, tomada al asalto por todos esos lugares comunes habituales en el cine de terror más convencional, y donde ya pone las bases de ese cine para teenagers poco exigentes entregados a una despreocupada tarde de sábado que explotaría con la saga iniciada por “Scream: vigila quién llama” (Scream, 1996), donde ya encuentra cierto equilibrio en sus postulados y certifica el punto de vista desde el que accede al cine de terror; esto es, desde un cierto respeto, pero siempre entendiendo el terror como un género vinculado sobremanera al puro entretenimiento, como una diversión en el sentido más lúdico de la palabra, no escaso de humor, sin ánimo de trascendencia ni de servir de coartada para hablar de temas serios o más importantes que lo que supone pasar un rato divertido dentro de una sala oscura, acompañado de los amigos, unos refrescos y un buen saco de palomitas. El cine más reciente, ausente de ideas, también aprovechó para versionar esta segunda parte de la historia con “El retorno de los malditos” (The Hills Have Eyes 2, 2007), dirigida por Martin Weisz, quien ya había tocado el tema del canibalismo, basado en hechos reales y con connotaciones sexuales, en la película alemana “Rohtenburg” (2006).
(Originalmente publicado en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE", en la seccíon denominada "La máquina del tiempo")