La
violencia, ese instinto animal arraigado en el hombre desde tiempos remotos, se
institucionaliza a través del Estado, poseedor de su monopolio bajo el amparo
de la ley, para impartirla desde motivaciones supuestamente legítimas; entre
otras la de salvaguardar la paz social a través de esa represión que trata de
mantenernos alejados de la barbarie. Intrínseca a esa prerrogativa del Estado
está la facultad de obligar a sus ciudadanos a secundar esa violencia, aportando
su sufrimiento, e incluso su propia vida y la de sus seres queridos, para la
consecución de unos fines habitualmente pretenciosos y en apariencia justos,
tanto como esconden, bajo un manto idealista, otros definitivamente espurios,
en la mayoría de los casos relacionados con la protección del statu quo, la fortuna o la pura avaricia
de aquellos que la promueven, muchas veces para sumergirnos en esa barbarie
que, a priori, se trataba de evitar. El cine, reflejo de todas las facetas que
engloba la existencia del ser humano, nunca estuvo al margen de la
representación de la guerra, ya sea para apoyarla, para censurarla, para constituirse
en mero testimonio histórico o incluso para utilizarla como un espectáculo más con
el que distraer a la audiencia. La guerra es, por desgracia, ese elemento que siempre
estuvo, está y estará presente en el devenir del género humano (Texto de contraportada).