Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
miércoles, 24 de diciembre de 2014
MI REGALO DE NAVIDAD...
Ayer recibí esta foto como regalo de Navidad...llevaba tiempo esperándola, pero por unas cosas o por otras (el señor Del Toro nunca anda por casa) se iba demorando el momento. Pero por fin tengo este magnífico souvenir que me llevo a la tumba. Para mi es un orgullo saber que mi libro sobre James Whale forma parte de su biblioteca, dentro de Bleak House (más conocida como El gabinete de curiosidades). Gracias Guillermo.
lunes, 22 de diciembre de 2014
CINE-BIS Nº 3; Reseña en Ultramundo.
Desde hace unas semanas está a la venta la revista/fanzine/publicación (llamarla como queráis) nº 3 de CINE-BIS. Orgulloso no es suficiente adjetivo para describir lo ídem que me siento de haber colaborado en este número (y espero que no sea el único ni el último) con un artículo dedicado a todas las películas que han tratado las tribulaciones del navío británico BOUNTY. No menos interesantes (en realidad más) son las aportaciones de todos mis compañeros en estas páginas.
En la web ULTRAMUNDO le dedican una reseña muy capaz de dar más detalles sobre el contenido de la publicación. No os la perdáis, CINE-BIS es ya, sólo con 3 números, una obra de referencia en cuanto al cine de género se refiere; y tiene cuerda para rato, claro está, gracias a su editor/creador/alma mater JAVIER G. ROMERO, sin cuyo buen hacer, minuciosidad y excelencia en el detalle no sería posible llegar a esas alturas a las que CINE-BIS está llegando. Os la recomiendo.
Reseña en Ultramundo: pinchar aquí.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
PRESENTACIÓN DE "CADIZ OCULTO 2", de José Manuel Serrano Cueto
El pasado día 10 de diciembre, a las 19.30 horas, presenté junto a su autor, José Manuel Serrano Cueto, el último libro de su ya larga trayectoria: CÁDIZ OCULTO 2. Segunda parte del superventas "Cádiz oculto", que está ya preparando su sexta edición (un pajarito me ha dicho que de esta segunda parte ya está en marcha la segunda edición).
En un contexto tan maravilloso como la librería madrileña ESTUDIO EN ESCARLATA (cuyo nombre lo dice todo) y acompañado de buenos amigos -entre los más ilustres el director de cine Eugenio Martín (Pánico en el transiberiano) y su esposa y actriz Lone Fleming- pasamos un muy agradable rato hablando de las nuevas historias que José Manuel nos relata, siempre relacionadas con su querido y natal Cádiz.
domingo, 30 de noviembre de 2014
CINE-BIS Nº 3 , ya a la venta
Ya podéis pedir todos el nuevo número, ya el 3, de CINE-BIS, la publicación editada por Javier G. Romero con el nivel de calidad gráfica y de contenidos como sólo él sabe hacerlo. Le doy desde aquí las gracias por llamarme para colaborar en tan insigne y única publicación, a la que debemos desearle el mejor de los futuros. No os la perdáis, es pecado.
miércoles, 19 de noviembre de 2014
jueves, 13 de noviembre de 2014
OPERAZIONE PAURA (Mario Bava, 1966)
Once
películas en tan solo seis años como director tenía ya en su haber Mario Bava
(1914-1980) antes de rodar “Operazione paura”; quizás su mejor película y con
seguridad la que con más exactitud sintetiza todo aquello (cualidades,
peculiaridades e incluso defectos) que caracteriza a su cine. Entre ellas podemos
encontrar no pocos hitos: dos obras maestras –“La máscara del demonio” (La
maschera del demonio, 1960) y “Las tres caras del miedo” (I tre volti della
paura/Les trois visages de la peur, 1963)–, otras dos que casi lo son –“La
frustra e il corpo (Le corps et le vouet, 1963) y “Terror en el espacio” (Terrore nello spazio, 1965)”–, había inaugurado
un género, el giallo, con “La
muchacha que sabía demasiado” (La ragazza che sapeva troppo, 1962), y había incluso
tocado el western, el peplum
fantástico y el peplum “a secas”, casi sin despeinarse; todas ellas con una
indiscutible pátina de autor.
Aunque
inició su carrera como director cuando poco le faltaba para cumplir cincuenta
años, su bagaje como operador de cámara, director de fotografía y encargado de
efectos especiales le aportaban veinte años de andadura profesional previa que
no parecen mala escuela antes de lanzarse a la aventura de dirigir. Hoy por
hoy, bastan tres cortometrajes que nadie ha visto para que alguien confíe en ti,
empezando por uno mismo, y te cargue con la (ir)responsabilidad de rodar una
superproducción. Y así nos va.
Mario
Bava, Riccardo Freda y Antonio Margheriti deben considerarse las mayores personalidades
de ese gótico italiano –como se le dio en llamar– cuyo momento de puesta en
marcha la mayoría de comentaristas convienen en atribuir a “I vampiri” (1957),
de Riccardo Freda, donde Bava también intervino como director de fotografía y
efectos especiales, participando además en la dirección de la parte final del
rodaje, una vez surgieron diferencias
creativas entre Freda y los productores. Tan sugestivo y excitante subgénero,
por llamarlo de alguna manera, iba a coincidir en el tiempo con el mejor
momento artístico de la productora británica Hammer, que iniciaba casi en las
mismas fechas su período de mayor gloria con “La maldición de Frankenstein” (The
Curse of Frankenstein, 1957), de Terence Fisher. Ambas corrientes cinematográficas
–pues unidad y personalidad no les falta a ninguna de ellas– iban a revitalizar
un género que había entrado en una etapa de cierta decadencia desde mediados de
los cuarenta, y que pasó de estar un tanto dormido a convertirse en toda una
explosión de color y frenesí; sin olvidar la exuberante capacidad crítica y
subversiva de la que hizo gala entonces, sin que nunca antes ni después fuera a
ser superada. Se trata de una fase que identificó definitivamente el auténtico potencial
de un género, que encontraba de ese modo la manera de experimentar al máximo con
sus todavía infinitas posibilidades y que, a través de la fantasía, conseguía
estar unido como nunca antes a la realidad.
No
hace falta que uno se considere demasiado exigente para concluir que la calidad
de los argumentos no fue precisamente el punto fuerte de Bava. La complejidad
de su puesta en escena, con la siempre elaborada fotografía como máxima
expresión de ese esfuerzo y su mayor virtud, siempre contrastó con la sencillez
argumental, que no dramática, de las historias que ponía en imágenes, que,
salvo excepciones, bien pueden resumirse cada una de ellas en tres líneas, sin
miedo a olvidar ningún detalle significativo. Otra cosa es la intensidad que
denotan los sentimientos que recorren esas historias, siempre saturadas de
pasión y zozobra.
Aunque
los créditos relativos al libreto de sus películas suelen tener autoría
compartida, en algunas ocasiones multitudinaria, son curiosamente aquellas en
las que Bava figura también como guionista las que son consideradas como sus
mejores películas. Las obras de Bava se escriben con la cámara, siendo esa belleza
y sugestividad tan particular de sus imágenes –independiente al máximo de su
soporte literario, por liviano que fuera y al que únicamente parece utilizar
como pretexto con el que justificar con algo de coherencia lo que desea dibujar
con su siempre extraordinaria iconografía–, no le quepa a nadie duda, aquello
que ha hecho pasar al maestro de San Remo a la historia del cine. Pocos
cineastas, por no decir ninguno, son, valga la redundancia, tan
cinematográficos como Mario Bava. <El cine es forma no contenido>, defiendo siempre acaloradamente, y
nadie como Bava ha sido capaz de materializar esa personal y discutible afirmación.
Aunque
la deliciosa “Terror en el espacio” es también una de las cintas más
significativas de Bava en cuanto a reflejar la esencia de su cine, que no una
de sus mejores películas –aunque sobre gustos, ya se sabe–, a diferencia de
“Operazione paura” aquella se ve más lastrada por la excesiva pobreza del
argumento. En cambio, en el caso de “Operazione paura” se establece el
equilibrio perfecto en cuanto a lo que un argumento con poca sustancia
literaria en su superficie, que no en su profundidad dramática, puede ser sustentado
e incluso trascendido por el desbordante empaque de una puesta en escena
irrepetible. Aunque pudiera pensarse así, la plástica de Bava, al menos en esta
oportunidad y en algunas otras, no es un fin en sí misma, sino que debiera
interpretarse como una especie de ejercicio pictórico expresionista, como una
forma extraña de utilizar el medio cinematográfico para experimentar con él, transformándolo
en un modo de superar el estatismo del lienzo, dándole el dinamismo que sólo el cine es capaz de aportar con los recursos que
atesora, liberando como resultado una obra híbrida, que no es ni lo uno ni lo
otro, siempre subrayada por el recurso del sonido, tanto en su faceta musical
como atmosférica. No en vano la original pasión de Mario, heredada de su padre
Eugenio, era la pintura; que le llevó incluso a iniciar unos estudios de Bellas
Artes que se vio obligado a abandonar cumplidos los veinte años de edad, ya
casado, entregándose entonces a hacer sus pinitos en el mundo del cine junto a
su progenitor, un auténtico pionero; en especial elaborando títulos de crédito
y colaborando en la realización de los trucajes que le encargaban a su padre. La
riqueza de las películas de Bava, con la que nos ocupa a la cabeza, no reside casi
nunca en el interés de la historia, por bien trabada que estuviera, sino en las
evocaciones tan intensas que despierta su contemplación y en el aprovechamiento
que se hace de ellas como marco donde cultivar un ejercicio de creación de belleza
y un fresco de emociones arrebatadas.
La
producción de “Operazione paura” se iniciaba cuando Bava ya había realizado su
mejor cine a ojos de muchos, por lo que ésta debe considerarse el más genuino y
merecido colofón para una carrera que, aunque todavía iba a tardar unos diez
años en terminar, no podía ya dar mejores frutos que los previos; con permiso
de “Diabolik” (Diabolik, 1967), muy valorada por algunos pero que a mi no me
hace especial gracia. Así, si el interés y la calidad de una película pudiera
medirse –que no se puede–, la gráfica que obtendríamos, en una hipotética
representación de su filmografía, tendría su pico más alto en esta “Operazione
paura”.
“Operazione
paura” cuenta la historia de una maldición. La pequeña hija de la
baronesa Graps
sufrió un accidente –fue atropellada por un caballo–, sin que ningún habitante
de la villa acudiera en su ayuda. Tiempo después, ciertos días suenan las
campanas de la iglesia y la difunta se aparece a aquellos a quienes la
maldición dicta que terminarán suicidándose de forma truculenta. Una
truculencia muy característica del cine italiano, no tanto latino, capaz de
llegar a mostrar, como sucede en el peplum
también de Bava “La furia de los vikingos” (Gli invasori, 1961), cómo una lanza
atraviesa en el mismo envite a una madre y al bebe que protege entre sus
brazos; algo impensable en una producción americana. Existe en la trama, por lo
tanto, como justificación argumental definitoria y definitiva, un elemento tan mediterráneo
como lo es la venganza, que unido al componente sobrenatural, pues es un
fantasma quien busca satisfacción, recrea el poso ideal para un cuento de
miedo. Si además el vengativo espectro es una niña, que tanto inspira pena su
historia como aporta tenebrismo su presencia, y la falta de auxilio de los
parroquianos parece esconder cierta revancha de clase –guante que recogerá la
baronesa para darle un sentido a la maldición de dos direcciones–, los
ingredientes para constituir el componente gótico está igualmente servido. El
aspecto del fantasma de Melissa –interpretado de manera sorpresiva por un varón
de nombre Valerio Valeri– influirá en cintas futuras de otros directores, como
sucede en “Historias extraordinarias” (Histoires extraordinaires, 1968),
concretamente en el episodio dirigido por Federico Fellini y titulado “Toby
Dammit” que se integra en un conjunto de tres, o en “El resplandor” (The
Shining, 1980), de Stanley Kubrick. La baronesa, decrépita y vencida desde la
muerte de su hija, malvive en una mansión convertida en ruina, entre polvo,
telarañas y malos recuerdos, pero bien alimentada por el deseo de revancha, del
que goza con cada nueva víctima. Una mansión que representa, como una segunda
piel, la decadencia en que ha caído la aristócrata, escondiendo entre sus
recias paredes, sus largos pasillos y las enormes estancias, el vivo reflejo de
ese alma atormentada en que el destino la ha convertido.
Pero
Bava no actúa de espaldas al género que le dará fama, y enriquece su aportación
con ecos de la tradición en su talante más cosmopolita, tanto el que pertenece
a los clásicos de la Universal como a la reinterpretación de aquellos que
formularon las películas de terror que la
Hammer produjo desde finales de los cincuenta hasta los albores de los
años setenta. Ninguna necesidad había de establecer referencias tan claras,
pero lo que no se puede dudar es de su eficacia dramática –si se quiere
aprovechada en una suerte de precoz exploitation–
y de la predisposición que tan conocidas situaciones son capaces de engendrar
en el espíritu del espectador, que a partir de ahí ya sabe a donde se le dirige
y lo que cabe esperar de la propuesta que tiene delante. Me estoy refiriendo,
sobre todo, a esos dos recurrentes pasajes, hoy ya clichés, que son la llegada
en coche de caballos de un visitante hasta una población rural, retirada y
apariencia inhóspita, a partir de la cual el cochero abandona su servicial
disposición para comunicar al viajero que desde ese punto sus caballos no darán
ni un solo tranco más. La segunda situación ocurre invariablemente a
continuación de la anterior en casi todos los casos. El despistado trotamundos
–aquí un doctor que viene a realizar la autopsia a la última de las victimas de
la maldición– buscará refugio en la taberna del villorrio, sacudiéndose el
polvo, la nieve o el frío del camino, esperando ingenuamente reconfortar el cansancio
que sufren su cuerpo y su espíritu en la cálida compañía de los parroquianos
del lugar. La bienvenida, como no, nunca será digna de ese nombre, y el recién
llegado, sintiéndose como un intruso non
grato, sólo encontrará displicencia y malas caras como recibimiento, sino
directamente rechazo. Similar artimaña utilizaría con el mismo éxito John
Landis en su estupenda “Un hombre lobo americano en Londres” (An American
Werewolf in London, 1981). El viajero, en ambos casos, así como en sus
antecedentes previos, antes de que la repetición se convirtiera en tradición, es
miembro de una clase social alta, más por la capacidad intelectual que se le
supone –pues suelen ser médicos o doctores en algún arte– que por el supuesto poderío
económico que puedan detentar. Su llegada, por otro lado, simboliza el
enfrentamiento entre la razón y la superstición, la confrontación entre lo
terrenal y lo sobrenatural, el desnivel entre la realidad y la fantasía.
Al
igual que sucediera en el ciclo de terror que Val Lewton produjo para la RKO durante
los años cuarenta, la atmósfera que recrea Bava en “Operazione paura” se
asienta sobre una constante presencia de la naturaleza como fuerza viva dentro
de la trama, con predominio del misterioso ulular del viento y de la
desasosegante aunque romántica compañía de la noche como escolta inseparable.
La naturaleza está así presente en todo momento como un protagonista más,
influencia telúrica indisociable de todo el cine de Bava. No sólo de los
hombres depende el transcurrir de su historia, y no sólo de los comportamientos
humanos surge la tensión y el drama. Bava representa el entorno como un todo
interrelacionado, expresionista, donde la atmósfera que recrea el paisaje no es
más que un reflejo de aquello que sienten los personajes que lo habitan y
alimentan, y que a su vez influye en los hombres desandando el camino. Así,
imposibles escaleras de caracol, colores de pesadilla, oscuras esquinas y
constantes neblinas configuran una escenografía dantesca, en ocasiones tan caligariana como el mejor cine mudo alemán
de los años veinte. Bava no solo experimenta con los colores y la escena, sino
que distorsiona tanto el tiempo, mediante la utilización de travellings circulares, por lo tanto sin
fin, como el espacio, a cuyas reglas físicas desafía yuxtaponiendo dimensiones
entre las que se mueve un mismo personaje; véase la carrera del doctor Eswai a
través de las diversas e interminables estancias de la mansión de la baronesa,
que como el Marty McFly de “Regreso al futuro” (Back to the Future, 1985,
Robert Zemeckis) sufre esa desfiguración del tiempo y del espacio que le
proporciona el dudoso placer de contemplarse a sí mismo. Bava, más unido a la
pasión que a lo racional, no duda en
sacrificar la coherencia de las imágenes y la lógica del relato en favor de la sugerencia
inacabable. Cine puro.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE).
miércoles, 12 de noviembre de 2014
PRESENTACION DE LA REVISTA "CINE-BIS" EN FILMOTECA ESPAÑOLA
Os anuncio que el próximo día 20 de este mes de noviembre, jueves, a las
19:30 h., presentamos los números 2 y 3 de CINE-BIS en Filmoteca
Española (Madrid). En la Sala 1 del Cine Doré estaremos los escritores Carlos Aguilar y Juan Andrés Pedrero Santos, además del también escritor y editor de la misma Javier G. Romero. Tras la presentación se proyectará el mítico western
contemporáneo "Los valientes andan solos" (Lonely Are the Brave, 1962),
una de las mejores películas protagonizadas por el gran Kirk Douglas. ¡Estáis todos/as invitados!
El nº 3, por cierto, saldrá de imprenta en muy pocos días y lo
anunciaremos debidamente en Facebook.
sábado, 18 de octubre de 2014
"LA MATANZA DE TEXAS" (Tobe Hooper, 1974)
Necesario
es reconocer que en los márgenes es donde se gesta lo que luego marcará
tendencia. Así sucede en la moda, en la literatura, en la pintura, en la música
o en el cine. Pero también es justo atribuir la esencia más genuina a esos
primeros ejemplos revolucionarios, pues en ellos está el origen más profundo e
impresas las causas últimas de aquello en lo que se convierten. Lo que el
devenir de los tiempos traiga detrás podrá ser más o menos fiel o hacer
evolucionar hacia uno u otro lado la fuente original, manteniendo su esencia,
desvirtuándola, pervirtiéndola u olvidándola del todo; y según sea el camino
que se tome, mayor o menor valor retroactivo merecerá aquel primer paso. “La
matanza de Texas” es una de esas fuentes primigenias de mucho de lo que vino
detrás, así como una clara culpable del modo en que el género de terror en el
cine iba a evolucionar a partir de los años setenta.
Tampoco
debe olvidarse que cintas previas underground
como “Blood Feast” (1963) y “2000 Maniacos” (Two Thousand Maniacs¡, 1964),
situadas estas en los márgenes de los márgenes y ambas dirigidas por Herschell
Gordon Lewis, se adelantaron a “La matanza de Texas” toda una década, no
debiendo quedar su segura influencia sin reconocimiento. Empero su carácter
puramente alternativo, la falta de visibilidad propia de su estrecha explotación
comercial y el escaso o nulo conocimiento de las mismas por parte del público
son atributos que las posicionan en un lugar muy diferente al que ocupó ya
desde un primer momento “La matanza de Texas”. Sin duda los tiempos eran
distintos, y ya se había encargado “La noche de los muertos vivientes” (Night
of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, de establecer el punto de
partida del cine de terror moderno, sirviendo de avanzadilla sobre la que
construir toda una nueva etapa para el género, en la que “La matanza de Texas”
tuvo mucho que decir. La cinta de Romero, a pesar de su relativa capacidad
renovadora, aun podía asumirse como el resultado de una lógica conexión entre
la tradición fílmica previa y aquella a la que ella misma se encargaría de dar
paso. Pero el caso de “La matanza de Texas” es bien distinto, pues significa la
ruptura total, tanto en su forma como en su alcance o sus pretensiones respecto
a todo lo anterior.
«El cine de
terror hasta finales de los 60 y principios de los 70, salvo excepciones, venía
enmarcando sus historias básicamente en la fantasía, ya fuera a través de los
monstruos clásicos o de la inmersión en contextos que todos podíamos reconocer
como integrantes de un mundo producto de la imaginación; conectados muy directamente
con la literatura y las leyendas populares a pesar de poderse vislumbrar tras
ellos un reflejo del subconsciente o la materialización de miedos atávicos o
recientes, naturales o concebidos en el seno de la sociedad.
«Los monstruos
clásicos dejan paso, aún sin desaparecer nunca, a nuevos monstruos surgidos de
la sociedad de estos nuevos malos tiempos, sobre todo de la norteamericana. Los
modernos integrantes de la plantilla de terrores son seres humanos que habiendo
sufrido una transformación o alteración mental, ya sea transitoria o
definitiva, podrían ser cualquiera de nuestros vecinos o conocidos. De esta
circunstancia surge su capacidad principal de horrorizarnos, de su cercanía en
el tiempo y en el espacio; ya no son personajes puramente de fantasía,
sugerentes o sugeridos, sino productos de la más pura y dura realidad.
«La sociedad
rural estadounidense, la América profunda
como se le ha dado en llamar, con su falso puritanismo e hipocresía, cierto
primitivismo y una supuesta tendencia a la brutalidad, generada por el
aislamiento y la ignorancia, es una gran fuente de inspiración para guionistas
y directores, sobre todo de esa misma nacionalidad; en muchos casos dando a luz
historias que plenamente pueden enmarcarse en lo que»[1] se suele
llamar “gótico americano”.
Serial Killers ya habían existido antes en el mundo del
cine, como –por poner unos ejemplos– aquellos que protagonizaron “M, el vampiro
de Düsseldorf” (M, 1931, Fritz Lang), “El fotógrafo del pánico” (Peeping Tom,
1960, Michael Powell), “Psicosis” (Psycho, 1960, Alfred Hitchcock), “El
estrangulador de Boston” (The Boston Strangler, 1968, Richard Fleischer), “El
estrangulador de Rillington Place” (10 Rillington Place, 1971, Richard
Fleischer) o “Frenesí” (Frenzy, 1972, Alfred Hitchcock); pero hasta ese momento
sus motivaciones trataban de explicitarse, y solían residir en un móvil sexual
o en una insana pulsión generada durante la infancia, componiéndose los
personajes por guionistas y directores con la intención de explicar su desviado
y peligroso comportamiento, tratando de humanizarlos, en suma. A partir de este
segundo largometraje de Tobe Hooper –aun con el paréntesis que dejó tiempo a
John Carpenter para hacernos llegar la más estilizada “La noche de Halloween”
(Halloween, 1978), con la que institucionalizó en las pantallas de todo el
mundo aquello que Hooper ya apuntaba– el psicokiller moderno traerá oculto su
rostro, que como el “Leatherface” de “La matanza de Texas” esconderá tras una
máscara, más o menos grotesca, convirtiéndose en una idea abstracta, en un
concepto más que en un ser humano; como decía el doctor Loomis (Donald
Pleasence), que se afanaba en perseguir a Michael Myers, en algo así como la personificación
del mal en estado puro. La idea de la máscara contiene un doble objetivo; por
un lado ayuda a deshumanizar al personaje para conseguir la citada abstracción,
pero también existe en ella un efecto simbólico que sirve para criticar a esa
sociedad cuyos integrantes viven una vida en su fuero interno, pero muestran
otra muy distinta de cara a la galería. En el caso de “Leatherface” la máscara
está elaborada de piel humana corrompida, exteriorizando esa putrefacción
interior, extendiendo –como si se tratara de un recurso literario– la cualidad
de una parte hasta el todo. Además, las apariciones de “Leatherface” son
singulares, pues éste surge de cualquier rincón oscuro o tras una puerta que se
abre, al igual que desaparece tras otra que se cierra de imprevisto. Su
presencia adquiere de ese modo una condición casi sobrenatural que en mayor
medida iba luego a desarrollarse en el Michael Myers carpenteriano.
Llegaba así
igualmente la capacidad del asesino en serie de convertirse en metáfora, en un
hijo putativo (o en un hijo de puta, que también) arrojado por la sociedad
desde su seno como un elemento indeseable, lo mismo que la piel del rostro de
un adolescente expulsa un grano de grasa en un intento de purificarse; ambas
cosas son residuos despreciados por el lugar que los vio nacer, que los hizo
crecer y a quien en ultima instancia deben su existencia. El psicokiller es la
representación de una disfunción que adquiere cuerpo en los luego casi
sobrenaturales e icónicos Michael Myers o Jason Voorhees –luego seguidos por
decenas de embrutecidos descendientes que llevarían el mito a la decadencia– o
en los directamente venidos del mas allá, como Freddy Krueger. Así es como el
deseo reprimido, la deshumanización de la vida moderna o la desaparición de los
valores más básicos, como coartadas principales, adquieren cuerpo y alma con los
que manifestarse y asumir su condición de vengadores de causas perdidas. En
todo este entramado genérico “La matanza de Texas” atesora algo muy original
dentro de los slasher, y es la virtud
que tiene de obviar ese elemento tan recurrente en el subgénero que es la
motivación aparentemente sexual del asesino, que aquí pierde todo su valor para
hacer recaer el énfasis en la disfunción social más general que metafóricamente
representa.
De ese modo la
excursión veraniega en furgoneta de dos parejas y un tullido –hermano de una de
las chicas, y cuya condición física pudiera simbolizar castración o impotencia–
termina convirtiéndose en la pesadilla de una sociedad que corre a enfrentarse con
sus fantasmas para salir mal parada del lance. Uno a uno los corderitos van
siendo ajusticiados bajo el martillo o la sierra del matarife, miembro de una
familia de tarados caníbales que debieran interpretarse también como la imagen
oculta tras el espejo de aquellos mismos a quienes liquidan con saña. La
precariedad y la tosquedad del acabado formal de la cinta de Hooper –entre la
voluntad y el fruto de una obligada precariedad de medios–, el sudor, la
herrumbre, la suciedad, los sonidos chirriantes y unos colores predominantes
muy poco dados a ilustrar algo que parezca saludable, configuran una atmósfera
malsana, opresiva y angustiosa que es una de las principales bazas de la
película. Un entorno abiertamente hostil, el calor pegajoso, una gasolinera
destartalada y sin gasolina, grandes mansiones antes señoriales ahora abandonadas
o echadas a perder, viejos vehículos achatarrados en las inmediaciones –en
cualquier caso lugares u objetos más allá de la mera decadencia y que hace
tiempo ya perdieron la función para la que se crearon–, restos todos de una
civilización que ya no es tal, si es que alguna vez lo fue. Implícita está la
visión realista –ni optimista ni pesimista, simplemente realista– de una
sociedad cuyo estado de descomposición es el mismo que el del cadáver que
Hooper se empeña en mostrarnos en fugaces y casi subliminales visiones durante
los créditos iniciales, iluminadas por el flash de la cámara de fotos del
primero de los lunáticos que aparecerá en escena. Otras películas han intentado
el mismo camino después –“Las colinas tienen ojos” (The Hills Have Eyes, 1977),
de Wes Craven), o el mismo Hooper años después con “Trampa mortal” (Eaten
Alive, 1977) o “La casa de los horrores” (The Funhouse, 1981), entre tantas,
pero nunca de una forma tan espontánea, natural y subversiva como dio de sí en “La
matanza de Texas”. Un plano concreto es bien significativo y nada inocente: la
pantalla se divide longitudinalmente
gracias a la profundidad de campo; en la mitad de abajo se ve un rebaño
de vacas, ganado, y en la parte de arriba, recorriendo la línea imaginaria que
separa la parte inferior del plano de la superior, vemos como la furgoneta
recorre el espacio fílmico de lado a lado. Con ese plano, y desde un punto de
vista puramente formal, los cinco muchachos turistas son asimilados a vacas o
cerdos, simplemente cabaña que sacrificar, dotando así de contenido a la parte
más superficial del argumento, enriquecida luego con la lectura más profunda
que sin duda tiene.
También debe
llamarse la atención a que entre el grupo de personajes no está ese tan tópico
en muchas propuestas similares, como lo es el de algún representante de la ley,
habitualmente un sheriff, pues solemos estar en los Estados Unidos y además en
un entorno rural. En esta oportunidad parece que pudiera haber cierto interés
deliberado en mostrar ese paisaje como un contexto con sus propias reglas no
escritas, donde la existencia se vive dentro de algo más asimilable a una
jungla que a una sociedad reglada, y donde, perdida la compostura, toda
relación entre los hombres es sobre todo primaria, instintiva, bajo ningún tipo
de norma, subrayándose un contexto de animalidad desatada, primitiva –véase esa
danza casi ritual de “Leatherface” al amanecer, gesticulando con su sierra mirando
hacia el cielo, tras fallar la caza de su última presa–.
Aunque una
leyenda previa al inicio de la película hace referencia a unos supuestos hechos
reales en los que se basa, estos no son tales; pero sí encuentra el argumento
cierta inspiración en los «acontecimientos ocurridos en la década de los cincuenta
en el norteamericano Estado de Wisconsin, en una población rural, donde en 1957
fue arrestado Ed Gein, de 51 años, sospechoso de tener algo que ver en la
desaparición de un comerciante. El sheriff
encontró en la granja donde vivía Ed todo tipo de ornamentación fabricada con
huesos, piel y órganos sexuales, todos ellos humanos.
«Tras su
detención, las investigaciones e interrogatorios llevaron a la conclusión de
que dicho individuo había sido el responsable de varios asesinatos, además de
la profanación de varias tumbas, de las cuales había sustraído partes de los
cuerpos allí enterrados para construir la tenebrosa decoración de su casa. El
tarado llegó a confesar que por las noches se paseaba por la casa vestido con
una camisa fabricada con piel humana. Parece ser que su madre, una fanática
religiosa, represora y puritana, había ejercido una nefasta influencia sobre
Ed, instruyéndole en los maléficos daños que el alcohol, las mujeres ligeras de
cascos y el deseo carnal podían ocasionarle. Cuando en 1945 ella murió de
cáncer, éste empezó pronto a dar rienda suelta a su complejo de Edipo y a las
perversiones que dicha educación represora había engendrado en su mente.
«Ed Gein fue
internado en un hospital psiquiátrico donde fue un dócil paciente dedicado a la
terapia ocupacional. En Julio de 1984 murió de cáncer y fue enterrado en el
cementerio de la localidad de Plainfield (Wisconsin), junto a la tumba de su
madre y cerca de las tumbas donde 30 años antes había hecho de las suyas. Estos
sucesos inspiraron igualmente otras películas como “Psicosis” (Psycho, 1960,
Alfred Hitchcock), la menos conocida “Deranged” (1974, Jeff Gillen y Alan
Ormsby), “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991,
Jonathan Demme) y, derivada sobre todo de ésta última, pero en un plano mucho
más fantástico, la sugerente “Jeepers Creepers”, (Jeepers Creepers, 2001,
Victor Salva). Como retrato supuestamente literal de la historia de este
psicópata se produjo “Ed Gein” (Ed Gein, 2000, Chuck Parello)»[2].
El final
rupturista, tan alejado del típico happy
end, parece tener también entre sus objetivos el de pervertir las
estructuras y definiciones establecidas dentro del género, que aquí, más que
poseer un valor catártico promueve precisamente lo contrario, agudizando su
afán censor y ofreciendo alternativas más desasosegantes. En “La matanza de
Texas” la heroína a muy duras penas conseguirá salvarse, pero eso no quiere
decir que se haya vencido al monstruo; sólo es una batalla perdida, pero la
guerra continúa, y aquel seguirá acechando, bajo el sol de justicia o bajo la
oscuridad de la noche, a la espera de otra pieza sobre la que descargar su
sierra justiciera: la maldad siempre estará ahí y existirá mientras exista el
último hombre vivo, quien siempre la llevará dentro de sí como parte
indisociable de su personalidad, por mucho que sea su esfuerzo o el de quienes
le rodean de intentar reprimirla; así lo certifica la historia del mundo,
plagada de guerras y atrocidades.
Varias secuelas,
precuelas y remakes se han producido hasta la fecha: “Masacre en Texas 2” (The
Texas Chainsaw Massacre Part Two, 1986, Tobe Hooper), “La matanza de Texas III”
( Leatherface : The Texas Chainsaw Massacre III, 1989, Jeff Burr), “La matanza
de Texas: La nueva generación” (Texas Chainsaw Massacre: the Next Generation,
1994, Kim Henkel), “La Matanza de Texas” (2004) (Texas Chainsaw Massacre, 2003,
Marcus Nispel), “La matanza de Texas: el origen” (The Texas Chainsaw Massacre:
The Beginning, 2006, Jonathan Liebesman), “La matanza de Texas 3D” (Texas
Chainsaw 3D, 2013, John Luessenhop).
lunes, 25 de agosto de 2014
SCIFIWORLD MAGAZINE Nº 77 (SEPTIEMBRE 2014)
A primeros de septiembre estará a la venta el nuevo número de la revista. Mi aportación en la sección "La máquina del tiempo" está dedicada a EL HOMBRE DE LAS FIGURAS DE CERA, una interesante película silente dirigida por el alemán Paul Leni en 1924.
sábado, 9 de agosto de 2014
VIY (1967)
Probablemente,
de entre las cinematografías de los países considerados como más importantes
dentro del continente europeo sea la soviética una de las más desconocidas, así
como, por otro lado, una de las más estigmatizadas por el gran público; ese
cuya miopía sólo le permite mostrar interés por el cine cuando es americano, y
si está doblado miel sobre hojuelas. Con mucho en común con el cine oriental,
al menos en cuanto a la fuerte personalidad que lo independiza de las siempre
potentes influencias del cine más comercial procedente de los Estados Unidos,
el cine ruso se ha presentado, ya no ante ese gran público que lo evita o lo
rechaza –como en otros tantos casos– sino ante el verdadero aficionado al cine,
como poseedor de una deriva intelectual, en lo que respecta a su alcance o a su
presunción de trascendencia, que casi siempre se ha visto acompañada por un
sentido del ritmo muy alejado de los estándares a los que Hollywood ha
acostumbrado a su público más fiel. Al menos eso es lo que sucede en el caso de
las escasas películas que han conseguido tener cierta visibilidad en nuestro
país desde hace ya décadas. Ambas características aportan a su existencia el
atributo de tratarse de un cine que parece nacer frente el espectador ya directamente
convertido en carne de cañón para filmotecas, cinestudios o cineclubes –donde
la suerte de existir tales foros les de esa oportunidad–. Si llevamos más allá tal
acopio de autolimitaciones comerciales y aterrizamos en esa parcela mucho más
concreta que es el cine fantástico, entonces, el desconocimiento por parte de
la mayoría del público es ya casi absoluto.
Esa
personalidad del cine ruso se impregna además de excelencia cuando, como sucede
en este caso, es el cineasta Aleksandr Ptushko quien ha tenido algo que decir
en el asunto; momento a partir del cual se convierte en un cine preciado y
precioso al mismo tiempo, digno y más que justificado objeto de estudio y capaz,
como el que más, de deleitar los sentidos; aunque sólo sea por la originalidad,
la inventiva y la belleza que destilan los trabajos del técnico ucraniano.
Citar sus películas más conocidas –al menos entre nosotros, los españoles– no
deja de ser un irónico juego de palabras, pues cintas como “Sadko” (1953) o
“Ilya Muromets” (1956), también conocida como “La espada y el dragón”, parecen
no haber disfrutado de estreno comercial en suelo patrio –salvo error u
omisión–, tratándose de obras que sólo por contar con la participación del
cineasta soviético merecen tener todo el crédito, la oportunidad y la necesidad
de reivindicación que con creces se han ganado. Y así sucede con la singular “Viy”
(1967), donde Ptushko ejerce como director artístico, encargado de los efectos
especiales, guionista y supervisor –lo que sea que eso signifique– del trabajo
de los dos directores acreditados como tales, unos estudiantes de cine pendientes
de graduación en el momento de su producción: Konstantin Ershov y Georgi Kropachyov.
La
película adapta muy fielmente, respetando todo tipo de detalles descriptivos y
argumentales, el relato de Nikolai Gogol (1809-1852) del mismo título,
publicado en 1835 dentro de una colección de narraciones llamada “Migorod”.
Esta versión cinematográfica, que tiene un remake
fechado en el 2014 aun pendiente de estreno por estos lares –si es que algún
milagro hace que eso llegue a ocurrir en algún momento–, apuesta por una
intención muy alejada de la de querer interpretar el original literario a su
libre albedrio; por el contrario, se desvive en alzarse como una ilustración
respetuosa y rigurosa del texto escrito por Gogol tanto en el tono como en la
forma, donde el humor y una aparente ligereza está presente incluso en sus
momentos más terroríficos. Eso sí, concretamente en ese punto que afecta a la representación
del terror, la película, aprovechándose de la mayor capacidad visual de la imagen
respecto al más limitado potencial del texto, atesora ambiciones más elevadas
que le llevan a lograr unos resultados espectaculares y, créame el lector,
inolvidables. Tanto que, muy posiblemente, sin la última media hora de metraje
estaríamos ante una película completamente olvidada en cualquier polvoriento
rincón de una filmoteca. Pero es que esa última media hora redime de cualquier
irregularidad previa, consiguiendo unos minutos de auténtico cine fantástico en
el que se conjugan los mejores atributos que el género puede aportar: auténtico
sense of wonder, o, lo que es lo
mismo, imaginación, belleza plástica, capacidad de sugerencia, fascinación,
virtuosismo técnico, capacidad para resolver eficazmente y con escasos recursos
los requerimientos exigidos a un artesanal departamento de efectos especiales,
un extraordinario uso de los decorados y una inventiva escenográfica
superlativa, procedente directamente del teatro más intrépido. Pinturas matte
por doquier, transparencias, decorados imitando exteriores y que giran sobre un
eje para dar la sensación de movimiento del personaje; todos ellos recursos
puros del cine más arcaico, casi de barraca de feria, que, no obstante,
demuestran su vigencia cuando se utilizan con tanto gusto y se encaminan
adecuadamente para insuflar de magia a unas imágenes en muchos momentos de
apariencia pictórica. También interesa resaltar su capacidad para evocar las maneras
del cine silente gracias al registro mantenido por los actores, pues sus
planos, si nuestra mente nos permitiera obviar el sonido y el color, destilan
el rancio regusto no exento de eficacia del cine más primitivo.
Tres
jóvenes seminaristas rusos abandonan la escuela con motivo de sus vacaciones de
verano. En su vuelta a casa consiguen pasar la noche en una granja regentada
por una decrépita anciana –interpretada por un varón, el actor Nikolai Kutuzov–.
La anciana, que resulta ser una bruja, se encapricha de uno de los mozos e
intenta, libidinosa, conseguir unos favores sexuales que le son negados. Al
menos sí conseguirá utilizar al desdichado jovenzuelo como transporte para uno
de sus vuelos nocturnos, montando sobre los hombros del incauto como si de un
rocín volador se tratara y arreándole con la correspondiente escoba a falta de
espuelas. El muchacho, tras conseguir
escabullirse de la influencia de la bruja, le da como compensación al susto una
soberana tanda de golpes que le ocasionan la muerte. La vieja, revelándose tras
su fallecimiento como una bellísima muchacha, solicita a su padre en su lecho
de muerte que sea ese seminarista y no otro quien la acompañe con sus oraciones
durante tres noches, encerrados ambos, seminarista y el cuerpo de la difunta,
en el interior de una cochambrosa iglesia. Obligado por el padre de la chica,
toda una autoridad local con posibilidades de ejercitar cierta coacción entre
sus semejantes, y aunque a regañadientes, el estudiante accede a tan
sorprendente tarea; no sin las constantes dudas que le asaltarán durante el
camino. Una tarea en la que sufrirá el pavor que la bruja revivida y una serie
de monstruos horripilantes a los que aquella invoca le obsequiarán, sobre todo
en la última de las tres jornadas.
Ese
mayor hincapié que la película manifiesta en su faceta terrorífica respecto a
la narración original, la que se distrae y entretiene en aspectos más
costumbristas, se describe por sí solo cuando en la comparación de ambas obras
observamos que lo que Gogol despacha con un escueto “centenares de diabólicos
monstruos”, en cambio, Konstantin Ershov y Georgi Kropachyov –responsables
oficiales–, por no decir directamente Aleksandr Ptushko –su aparente oficioso
director–, lo convierten en la aparición de toda una sinfonía de espectros
horripilantes difícilmente olvidables por quien ha tenido la suerte de
descubrir esta joya del cine ruso. Insisto, la relativa irregularidad de la
primera hora –aplíquese aquello de que sobre gustos no hay nada escrito– es
compensada, con creces, con los últimos treinta minutos, todos ellos configurando
un absoluto y magistral espectáculo de fantasía y horror. En su faceta más
lúdica la cinta es todo un ejemplo de jovialidad, pues igualmente retrata la
vida desde una perspectiva optimista y despreocupada, supeditando la aventura a
cualquier visión oscura de la existencia; un tanto naif si se quiere, pero sin duda reconfortante y positiva. Aunque a
veces falsa –tampoco faltan bellos y verdaderos paisajes–, la naturaleza, con
sus campos verdes, con los meandros de sus ríos y con sus azules cielos
cargados de nubes, junto con la velada exaltación de las formas de vida populares
y tradicionales frente a cualquier atildamiento o apostura moderna, se presenta
como un contexto en el que el hombre está inmerso y del que forma parte, más
que como algo ajeno junto a lo que está obligado a vivir. Por maliciosos o
prepotentes que aparezcan algunos de los personajes todos ellos disfrutan de un
retrato simpático. De nuevo recordando a cierto cine oriental, hasta la más
extraña de las criaturas que pueblan la iglesia durante esa última noche es
mostrada de una forma humorística –tanto en su morfología como en sus
expresiones–, para nada reñida con la función de manifestar ese horror que
siente el seminarista y la abrumadora sorpresa del espectador, que casi no
puede creer lo que ve cuando todo el espectáculo llega a su punto más álgido.
Perlas
como “para mí, todas las mujeres viejas son brujas” o “se asustó mucho, pues
era tonta de remate, como todas las mujeres”, con las que nos deleita Gogol en
su texto, delatan una cierta misoginia que sin embargo no trasciende de ningún
modo en la película, si obviamos la estrecha relación que se establece entre la
iniciativa sexual desvergonzada de la mujer y la idea de que es una bruja quien
así se muestra, o la venganza diabólica que pergeña la arpía como pago de los
favores carnales no recibidos. Ambas representaciones de la misma historia
–relato y película– sí logran pintar un retrato de la Rusia más popular y
folclórica anterior a la revolución bolchevique –ese simpático baile del
filósofo Khoma–, sumido el país en un mundo predominantemente rural, con sus
cosacos, sus religiosos ortodoxos y la modestia –o pobreza, si se quiere– de
sus gentes. Que el seminarista protagonista sea un aspirante a filósofo (según
la RAE; filosofía: “conjunto de saberes que busca establecer, de manera
racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento
de la realidad, así como el sentido del obrar humano”) quien se enfrente a la
superstición (según la RAE; superstición: “creencia extraña a la fe religiosa y
contraria a la razón”) convierte el clímax final en una lucha a muerte entre la
razón y lo sobrenatural, donde no se sabe muy bien quien sale vencedor y se pone
en duda tanto la lógica del pensamiento racional como la fe ciega en la
existencia de una divinidad o de un más allá oscuro. Incluso podría
interpretarse todo el show final como digno colofón para un delirio ocasionado
por las contradicciones humanas respecto a la creencia de una vida más allá de
la muerte, donde es el joven futuro filósofo Khoma quien actuará como caja de
resonancia de ese conflicto interno que muchos tienen. Ahondando en la idea de
que todo pueda ser una experiencia íntima pero imaginaria, valga indicar que la
bruja revivirá, demostrando sus poderes y volando sobre su ataúd por el
interior de la vieja iglesia, y los vampiros y demás monstruos aparecerán únicamente
cuando Khoma está solo. En el momento en que amanece tras cada una de las tres
noches y se le abren las puertas desde el exterior, antes cerradas a cal y
canto, es cuando todo lo sobrenatural se esfuma y aparenta nunca haber sucedido;
cuanto hacen recordar esos momentos al grabado de Goya titulado, “El sueño de
la razón produce monstruos”. Pese a todo, el ser un estudioso de la razón no le
sirve a Khoma para protegerse de los continuos embates de la bruja, sí
precisamente aquello en que se materializa todo lo contrario a lo que dedica su
tiempo de estudio, consiguiendo una defensa eficaz con un círculo de tiza pintado
en el suelo como barrera infranqueable para la hechicera y su ominosa
corte.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
domingo, 20 de julio de 2014
"¡ZARPAZOS!" (2014, Víctor Matellano)
En 2009 Víctor Matellano publicó
un librito titulado “SPANISH HORROR” (T&B Editores), a cuya presentación en
el Museo de Cera de Madrid acudí, por cierto, y donde el recordado Paul Naschy se sentaba al lado de
Víctor como maestro de ceremonias, rodeado de todas esas figuras de monstruos
clásicos que presiden la sala dedicada al terror del citado establecimiento. El
objetivo del volumen era y es hacer un repaso rápido, somero y didáctico a lo
que fue la época dorada del cine de terror español durante el período 1967-1976,
por poner unas fechas de referencia. Ahora, una vez que la carrera de Víctor anda
discurriendo más en la realización de películas y documentales que en la
escritura –seguramente un sueño cumplido y deseado desde siempre–, estrena un
documental basado en el mismo concepto que aquel libro representaba y en el que
reconoce estar basado, pero ahora, aprovechando el distinto medio, dando voz a
los propios protagonistas o a quienes muy bien pueden hablar de aquella época,
a la que les une profesión, época, afición o pasión. Así asistimos a una serie
de testimonios de Joe Dante, Jorge Grau, Paul
Naschy, José Ramón Larraz, José Luís Alemán, Ángel Agudo,
Lone Fleming, Jack Taylor, Antonio Mayans, Carlos Aguilar, Eugenio Martín,
Colin Arthur,… en los que cada uno, desde su particular punto de vista, de
acuerdo a sus más personales vivencias, configuran un relato de aquellos
tiempos que no sabe esconder la añoranza que para todos representa su recuerdo,
último eslabón de un camino trufado de tantos éxitos comerciales y personales,
también de algunos fracasos, pero siempre como un momento de obligada presencia
y mayor importancia de la que hasta hace poco se le reconoció en la historia
del cine de nuestro país. Las intermitentes apariciones de los citados van
siendo ilustradas con imágenes de películas representativas del fenómeno, hilándose, como quien no quiere la cosa, una
especie de relato cronológico y contextualizado de lo que representó todo aquel
cine.
La arcaica sintonía y el
recordado logotipo típicos de las antiguas producciones de José Frade abren el
metraje de “¡Zarpazos! –“un viaje por el Spanish Horror” reza el subtítulo–;
todos los recuerdos que trae a la mente ese momento son pocos en comparación
con los últimos minutos que nos ofrece el documental. Los títulos de crédito
finales vienen acompañados, situado en el lado izquierdo de la pantalla, de un recuadro
en el que, alejándose poco a poco, casi imperceptiblemente, perdiéndose en una
virtual lejanía, como un recuerdo cada vez más lejano pero no por ello menos
cálido y complaciente, podemos ver una escena de la película “Buenas noches,
señor monstruo” (Antonio Mercero, 1982). En ella, el grupo infantil “Regaliz” interpreta,
en clave de twist, la canción “El show del Hombre Lobo”. La dimensión que
adquiere el documental en ese preciso instante desborda todas las expectativas
y supera todos los logros a los que no hubieran podido llegar los minutos
precedentes. No sabemos si la intención y la oportunidad han sido premeditadas
y conscientes por parte de Víctor Matellano, pero el mundo de sensaciones que
transmite la mera inserción de ese fragmento y su significado tan profundo,
como digno colofón final de su documental, es tan inmenso, tan sensitivo,
insufla tanta melancolía, recupera tantos recuerdos de la juventud, de la
infancia, de lo que ya somos muchos de nosotros y nunca dejaremos de ser,
acredita tanta vitalidad gastada en una pasión –nunca perdida, sino invertida–
que se convierte en el mejor momento –no tiene otro calificativo que lo defina
mejor que el de magistral– de todos los que Víctor nos regala. Un documental
que se hace muy corto, que sabe a muy poco, más si cabe con semejante cierre, y
que deja ganas de mucho más. Las malas lenguas aseguran que habrá nueva edición
en formato doméstico con muchos extras. Esperemos que el rumor se convierta en
realidad; de momento, por si los rumores fallan, ya se puede comprar la edición
simple: "Zarpazos" en Amazon.es
Aquella producción de José Frade
–como ésta– que aprovechaba la fama del grupo infantil, se asemejó, respecto a
nuestra edad de oro del cine de terror, a aquellas incursiones de Abbott y
Costello que pusieron punto y final a los ciclos dedicados a los monstruos
clásicos que Universal inició a principios de la década de los treinta del
pasado siglo. Tanto la película de Mercero como aquellos últimos estertores que
los dos cómicos americanos ofrecieron a la Universal supusieron una deriva
decadente, a medio camino entre el homenaje y la ridiculización, que, no
obstante, siempre será recordada con cierto cariño. El incombustible Paul Naschy, cuyo sufrimiento
imaginamos al participar en el citado musical infantil, había intentado por
todos los medios alargar la vida moribunda del género en España con la
dirección de “El retorno del hombre lobo” (1981); un intento que no sería el
último, pero sí el más respetable, de continuar con un cine de género tal cual
el propio Molina lo entendía. Justo un año después llegaba la certificación
oficial de la muerte de todo género o subgénero en una época determinada: la
caída en la parodia perpetrada por sujetos ajenos al mismo pero valiéndose de
los propios protagonistas a modo de chanza; en nuestro caso tal certificación
la ofreciá el grupo “Regaliz”, contando con la presencia de Paul Naschy –icono de la época, una vez más caracterizado como
el Hombre Lobo, que no como Waldemar Daninsky– y Fernando Bilbao –quien hizo
sus pinitos en el género, conocido sobre todo por encarnar al monstruo de
Frankenstein en la descabellada “Drácula contra Frankenstein” (Jesús Franco,
1972), entre otras–. Desde ahí ya todo iba a ser cuesta abajo, incluso a pesar
de que Juan Piquer Simón ofreciera algo de dignidad en algunas ocasiones más.
Dignificado en los últimos
tiempos por algunas voces, como suele suceder cuando algo se convierte en parte
de la vida de aquellos que ya comenzamos, por edad, nuestra propia decadencia,
el documental de Matellano aporta un granito de arena más para que el ímpetu de
aquel período no quede en el olvido, reciba un sentido y merecido homenaje y
abra las puertas a intentos venideros de seguir por el mismo camino.
Gracias Víctor.
Juan Andrés Pedrero Santos
Juan Andrés Pedrero Santos
lunes, 7 de julio de 2014
"PELUCAS", EN EL FESTIVAL DE CINE DE ELCHE, NECESITA VUESTROS VOTOS
El cortometraje de José Manuel Serrano Cueto, "Pelucas", que ya lleva un buen recorrido exhibiéndose en distintos festivales y foros, está ahora presente en el
Festival de Cine de Elche. Conseguir el premio on-line es importante para
sus responsables, y por añadidura para todos aquellos que somos conscientes de tantos valores que tiene para mostrar. Lo que os pido es que votéis el corto si os gustó y que se lo paséis
a vuestros contactos para pedirle que lo voten si les gusta. Es un pequeño esfuerzo que puede servir para dar una satisfacción para quien tanto la merece:
Para
votar:
1. Hay que registrarse.
2. Ir al correo para confirmar registro.
3. Entrar en la web del Festival con usuario y contraseña.
4. Se ve el corto hasta el final.
5. Cuando está a punto de acabar aparece debajo de la pantalla reproductora el botón Votar. Justo donde antes ponía Regístrese.
5. Se pulsa Votar y listo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)