jueves, 30 de diciembre de 2010

"EL JOVENCITO FRANKENSTEIN" (1974)


Mel Brooks tenía nueve y trece años, respectivamente, cuando se estrenaron “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935) y “La sombra de Frankenstein” (Son of Frankenstein, 1939). Es muy probable que las viera entonces y la huella de esos visionados con seguridad quedara bien impresa en su particular baúl de los recuerdos, entrando también a formar parte de su formación cinéfila –su discutible filmografía al menos no deja lugar a dudas sobre ese aspecto de su personalidad–. Posiblemente lo mismo le sucedió a Gene Wilder, algo más joven que Brooks, pero a quien según parece se debe la idea original de la película.

Antes de comenzar su carrera como director de exitosas comedias, Mel Brooks ya había atesorado experiencia como guionista en series de televisión adscritas a ese mismo género. Entre otros, ahí queda su trabajo en una serie muy conocida en nuestro país como “El superagente 86” (Get Smart) que tuvo sus primeras temporadas entre los años 1965 y 1970, para retomarse de forma más breve en 1995. La experiencia con éxito en esa y otras muchas series cómicas desconocidas en España le permitieron probar suerte en la dirección con “Los productores” (The Producers, 1968), trabajo por el que fue premiado con el Oscar al mejor guión original en 1969 y que posteriormente el propio Brooks adaptaría al teatro musical, estrenando en Broadway en 2001 y ganando doce premios Tony (el “Oscar” del teatro). “El jovencito Frankenstein” también tuvo su versión musical en Broadway, estrenándose en 2007 y estando en cartel algo más de un año. Aunque su concepto de la comedia pueda no ser bien valorado por algunos, entre los que me encuentro, no hay que quitarle mérito al éxito y prestigio que sus trabajos le han reportado entre el gran público.

El campo de actuación de Brooks es la parodia, de ahí que sea ineludible la referencia obvia a lo parodiado, en este caso en forma de homenaje sincero y cariñoso. Su humor bascula entre la existencia de auténticos momentos de brillantez y el chascarrillo más zafio. Es precisamente esa descompensación en el tono lo que puede hacer que el espectador o bien se mantenga en el bando de sus seguidores o bien opte por formar parte del también nutrido grupo de recelosos de su trabajo –más que detractores–, todo según los gustos de cada cual y el nivel de aversión a sus payasadas. De forma beneficiosa para él, eso abre un amplio abanico para el público, donde –de una u otra manera– casi cualquier espectador tiene su lugar.

En “El jovencito Frankenstein”, su cuarta película como director, centra la parodia en el cine de terror de la Universal de los años treinta, concretamente en el ciclo dedicado al monstruo de Frankenstein, y en particular, en lo que respecta a las tres primeras películas del mismo: “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931), “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935), ambas dirigidas por James Whale, y “La sombra de Frankenstein” (Son of Frankenstein, 1939), de Rowland W. Lee, de las que caricaturiza diversas escenas con mayor o menor gracia.

Esta comedia recrea una historia similar a la clásica que Boris Karloff interpretó para la Universal, sólo que utilizando la excusa de estar ahora protagonizada por descendientes directos de aquellos personajes. Frederick Frankenstein (Gene Wilder), nieto del famoso Victor Frankenstein, enseña medicina en la universidad. Allí recibe la visita de un abogado que le comunica que ha sido encontrada la herencia que le dejó su abuelo. Para tomar posesión de la misma, Frederick viaja a Transilvania (referencia tradicionalmente vampírica que aquí ve variado el objeto de evocación). Allí le recibe el jorobado Igor (Marty Feldman), descendiente también del ayudante del finado Victor. Frederick, pese a la antipatía que siente hacia los hechos llevados a cabo por su antepasado (incluso llega a introducir ciertos cambios en su apellido con el fin de no hacerlo reconocible) y una vez llega al castillo de quien fue su abuelo, comienza a sentir un impulso irresistible de continuar con los experimentos que aquel había emprendido. Esto le llevará a revivir las mismas situaciones por las que pasó su ascendiente en los clásicos de la Universal.

Aunque la mayoría de los críticos y comentaristas hacen referencia a la evocación directa y bien visible que “El jovencito Frankenstein” hace de las tres películas de la Universal ya citadas y que protagonizó Karloff en el papel de “la criatura”, hay diversos aspectos que también sirven de homenaje a otras cintas; en este caso las de la productora británica Hammer; esta vez, sobre todo, centrándose en el personaje de Drácula que encarnó Christopher Lee, como referencia quizá más escondida. El plano del castillo alzándose en lo alto de una colina, en el que se sobreimpresionan los títulos de crédito iniciales, es mucho más similar al habitual plano de apertura de tantos clásicos de la Hammer que lo que pueda serlo respecto a lo visto en las más antiguas películas de la Universal. Por otro lado, acto seguido, el travelling circular que la cámara hace en torno al féretro de Victor Frankenstein, en la secuencia de inicio, deja ver los símbolos en forma de águila que decoran el ataúd, figuras muy similares a las vistas en la entrada del castillo del vampiro en “Drácula” (Dracula, 1958) de Terence Fisher. Una vez terminado ese travelling, la cámara se detiene y se abre el ataúd; de nuevo típica escena del cine de vampiros. Ni que decir tiene que la constante muestra de encantos a la que parece tan proclive el personaje de Inga (Teri Garr) recuerda sobremanera a las jugosas starletes de generoso escote que tanto gustaban a la Hammer.

Obviando lo anterior, el resto es un recital absoluto de evocaciones al cine de terror de la Universal consagrado al monstruo de Frankenstein. A partir de una fotografía en blanco y negro que ya intenta imitar la estética de aquellas películas, se busca la parodia cómplice de manera recurrente. Ahí tenemos el acecho y robo del cadáver del ahorcado que dará lugar al monstruo; la recreación del nacimiento de éste, un Peter Boyle de aspecto algo alejado del maquillaje de Boris Karloff que se utilizó en las distintas películas de la Universal, quizás por un problema de derechos –recordemos que ésta es una película Twentieth Century-Fox, no Universal–; la escena de la niña de las flores (aquí “al borde” de un pozo, lugar menos bucólico que el lago original); la escena en que el monstruo conoce a un viejo y ciego ermitaño que le da cobijo; o el peinado de la que finalmente terminará siendo novia del monstruo. En este punto, en referencia a la escena con el viejo ermitaño (un irreconocible Gene Hackman) y teniendo en cuenta el humor que se puede esperar de la pareja Brooks/Wilder, sorprende la alusión tan liviana a la homosexualidad que en cambio quedaba tan patente, aunque más sutil, en la escena original parodiada; aquella de “La novia de Frankenstein” a manos de James Whale, y que en manos de Brooks bien pudiera haber hecho esperar una alusión algo más grosera. Actitud que no es esquivada en el caso de las constantes alusiones al tamaño del miembro viril del monstruo y al musical efecto que éste (el miembro) produce en su partenaire.

Hay que destacar la utilización ya mentada de la fotografía en blanco y negro –opción arriesgada comercialmente para una producción destinada al gran público–, que se muestra como un elemento mágico y distanciador en algunas escenas (como por ejemplo la de la clase en la universidad) y que ayuda a crear la ilusión de que efectivamente estamos asistiendo a una rebelión del celuloide que da sustento físico a la película, una rebelión que surge desde el mismo interior de una historia propia de aquellas cintas clásicas y que desde una imaginaria autoconciencia se niega a discurrir por los cauces prefijados por la tradición, a transgredirla. El mismo sentido mágico tiene la elipsis conseguida con el encadenamiento de la escena en que Frederick Frankenstein viaja en tren hasta Nueva York, a la que sigue otra similar, esta vez en el tren que le lleva a Transilvania. Ambas escenas tienen en común la misma planificación y los mismos actores, sólo que interpretando distintos personajes, estos últimos trasuntos de aquellos primeros, pero en un marco bien distinto –idioma y decoración del vagón incluidos– y que evoca un viaje hacia atrás en el tiempo, desde la moderna urbe hasta el arcaico villorrio centroeuropeo, con sus leyendas y sus supersticiones.

Brooks trata aquí de homenajear tanto a esas películas como a los dos iconos culturales que de ellas surgieron: la imagen del monstruo según Karloff (éste sólo de alguna manera, no literal) y la de “la novia” según Elsa Lanchester. Sin embargo, consigue hacer su propia aportación a la plantilla de iconos populares del siglo XX gracias a la interpretación de Marty Feldman como Igor, el contrahecho asistente del doctor. La intención de recrear de forma minuciosa la atmósfera de las películas que parodia queda patente cuando sabemos (aparece en los créditos) que utilizó el equipamiento original del laboratorio del doctor Frankenstein que ya vimos en las películas originales, cedido por su autor, Kenneth Strickfaden, que aún lo mantenía en su poder.

Sin ser una gran comedia –aunque también tiene defensores respecto a su supuesta excelencia–, Brooks y Wilder (éste pletórico en su interpretación) encandilan por la sinceridad y el cariño desde el que enfocan la parodia, por las constantes referencias cinéfilas y por alguna escena auténticamente genial, como el número musical que se montan el monstruo y Frederick Frankenstein para presentarse en sociedad. En dicho numerito (desternillante, por cierto) se canta la canción “Puttin´ on the Ritz”, que aparece (no por primera vez) en la película “Cielo azul” (Blue Skies, 1946), dirigida por Stuart Heisler y protagonizada por Fred Astaire y Bing Crosby. El número de baile que Gene Wilder y Peter Boyle representan en “El jovencito Frankenstein” está inspirado en el que Fred Astaire interpreta en dicho musical mientras canta la misma canción.

Mel Brooks volvería a parodiar el género años después; esta vez de manera bochornosa y execrable con “Drácula, un muerto muy contento y feliz” (Dracula: Dead and Loving it, 1995), donde aprovecha el éxito de Francis Ford Coppola con su “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) para referenciarla sin ton ni son. Un subproducto disfrazado de otra cosa, que no tiene maldita la gracia y que sirve muy bien como medida del más que cuestionable talento de su autor.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 21, correspondiente al mes de diciembre de 2009 y dentro de la sección "La máquina del tiempo".



lunes, 27 de diciembre de 2010

"THE WARD", lo último de John Carpenter


Tras ver “The Ward” y después de esperar casi una década para contemplar una nueva película de John Carpenter –“Fantasmas de Marte de John Carpenter” (John Carpenter´s Ghosts of Mars, 2001) fue la última aportación a su filmografía si obviamos las dos entregas televisivas integradas en las dos temporadas de la serie “Masters of Horror”– la primera sensación que le embarga a uno puede definirse como la tristeza de una inesperada decepción; más cuando personalmente soy incluso defensor de las virtudes de su ya citada anterior película, la que a no pocos sirvió para comenzar a perder las esperanzas en una evolución futura positiva de la carrera del director; no es mi caso. Dicha sensación de decepción, aunque posteriormente remite en buena parte, no obstante, no acaba de desaparecer del todo.

Carpenter siempre fue una cineasta directo, cuyo cine era básicamente aquello que se veía a primera vista, por mucho que fuera lo que también hubiera detrás; trasfondo que únicamente servía para dar más densidad y empaque a la aparente sencillez y superficialidad de su contundencia. Esto no sucede aquí. Bajo una factura formal sin tacha, más cercana a los productos plásticamente más estandarizados de su filmografía –“La cosa” (1982), “Starman” (1984), “Village of the Damned: el pueblo de los malditos” (1995),…– que a aquellos que devinieron en más personales y estilizados, de nuevo plásticamente hablando –“1997: rescate en Nueva York” (1981), “Vampiros, de John Carpenter” (1998), “Fantasmas de Marte de John Carpenter” (2001),…– y todo con independencia de los resultados globales de unos y de otros, Carpenter se entrega aquí a un juego argumental cuya explicación racional aclarará finalmente y disolverá después algunos de los aparentes defectos, incongruencias e incredulidades que genera su visión en primer término: ese manicomio lleno de chicas jóvenes y guapas siempre perfectamente vestidas y maquilladas; el supuesto fantasma que pulula por los pasillos con nocturnidad y que se presta a ser una propuesta manida y obvia que nos negamos a asimilar; la facilidad con la que el personaje protagonista (Kristen) consigue eludir los cerrojos de su celda/habitación y la vigilancia de los celadores intentando escapar,… ; todo muy en la línea del último Scorsese, “Shutter Island” (2010), con lo que se imaginarán ustedes que hasta aquí puedo leer.

El problema es que el viaje hasta alcanzar ese sentido que adquiere todo –última estación que no es un prodigio de originalidad a estas alturas– no mantiene el interés lo suficiente como para que lleguemos hasta él capturados por la historia. Por ello, cada minuto que pasa desde que se inicia la proyección hasta que todo comienza a ser explicado no satisface aquello que esperamos de quien nos ha dado tantas horas de buen cine. Así, lo que es su mayor virtud, al dar sentido en última instancia a una historia que no nos estábamos creyendo, es a su vez su peor defecto, pues elude esa contundencia de la que habitualmente rebosan las historias de Carpenter. Un truco de magia no es interesante por su resolución sino por la forma en que el mago es capaz de engatusarnos para hacernos creer que aquello que estamos viendo es real, o al menos lo parece. Hay por ello un exceso de sutilidad –no voy a llamarle desidia– que se desvanece en su ligereza, que no consigue crear la complicidad y la inercia necesarias a la hora de dejarnos llevar por la historia. Falta chispa, el discurso es perezoso y conformista, preocupado por la virtud de la apariencia pero indolente ante la falta de inteligencia y compromiso de la estructura de su guión y del marco conceptual de su argumento.

Es censurable igualmente (recordemos, estamos hablando de John Carpenter) la dependencia que se instaura respecto al susto fácil, a veces cantado (ese final…), como único y menesteroso recurso genérico. Algo impropio de un maestro de la narración y de las claves del cine de terror, que aquí, de alguna manera, como mínimo, peca de falta de eficacia y desgana, y, como máximo, se entrega al adocenamiento que genera la invisibilidad de aquellos elementos que hicieron de su cine un ejemplo de personalidad. Por otro lado, la temática tan oscura, triste y desagradable desvelada en su final viene cargada de un potencial siniestro que se pierde sin intento alguno de sacarle mayor partido; no se aprovecha en absoluto para aportar algo de atmósfera o unas necesarias briznas de sugerencia durante la trama, que al menos –considerada como una segunda opción– podría haber tenido la oportunidad de ser desarrollada con más detalle con posterioridad a toda la justificación argumental, ésta quizás precipitada en su exposición casi telegráfica, quedando esas ideas como cromos despegados en un álbum aun con muchas casillas vacías que rellenar.

Bien es cierto que los no defensores de “Fantasmas de Marte de John Carpenter” (2001) tenían motivos con los que avalar su disgusto/discurso; entre ellos –seguro que el más determinante– la escasa profundidad de la historia, con algunos de sus elementos representados tan solo por un grueso brochazo, así como una suerte de despreocupación o desinterés a la hora de insuflar de mayor empaque a un argumento que parecía tan solo hilvanado; cosa que en aquel caso hacía buenas migas con su aspecto formal, definitivamente pulp. Esto no sucede en “The Ward, donde esa aparente sujeción con pespuntes de los elementos integradores del guión desentonan con la factura realista, estándar y despersonalizada, carente de estilización aunque siempre correcta, que Carpenter nos regala en esta ocasión. Atributos estos –ligereza e impersonalidad– que, unidos sin más aditamento, sólo consiguen derivar en una película muy floja.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE Nº 32 (Noviembre 2010)

viernes, 17 de diciembre de 2010

LE VIOL DU VAMPIRE (1967), de Jean Rollin


Ha muerto Jean Rollin. Hace un tiempo publiqué una reseña sobre una de sus películas en la web Pasadizo.com. Aquí la reproduzco. Cuando se quiere homenajear a alguien se suelen decir cosas bonitas, pero ¿es Jean Rollin alguien que merezca un sentido homenaje? Creo que no. No obstante, descanse en paz.

Primer largometraje del francés Jean Rollin, quien será siempre recordado por mezclar de forma recurrente el erotismo más explícito con el tema del vampirismo, todo enmarcado en una estética a medio camino entre lo kitsch y el sadomaso. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, este recuerdo dudo mucho que sea agradable si el espectador no fue testigo directo de la novedad que aportara su erotismo en los días de su estreno. Hoy, superadas las carencias a las que se sometía a la libido entonces, la opinión que se pueda tener de esta película no puede ser muy afortunada, pues sus rotundos defectos anulan cualquier otra consideración.

El cine, como un tipo de lenguaje muy concreto que es, tiene su propia ortografía, su forma correcta de hacer ciertas cosas, ya no por ser éstas generalmente aceptadas como tales, circunstancia que siempre debe ponerse en entredicho, sino porque la fuerza de la estética se impone por sí sola ante cualquier intento de contradecirla, por muy subversivos, revolucionarios, novedosos o sencillamente torpes que pretendan ser dichos intentos. Pues bien, aquí Rollin da todo un recital de analfabetismo funcional y mal gusto en cuanto a lo que a esa ortografía cinematográfica respecta. Obviando la falta absoluta de sustancia del relato, la inexistencia de personajes que puedan denominarse como tales y el aburrimiento tan desasosegante al que nos vemos sometidos, asistimos a la debacle que provocan la interminable sucesión de encuadres chapuceros hasta límites increíbles, un montaje que no merece tal nombre y continuas y desconcertantes roturas de eje.

Rollin intenta llevar al cine lo que bien podría haber sido una obra de teatrillo universitario de ínfulas rupturistas con derivas hacía el surrealismo muy propias de los turbulentos tiempos que vivía la cultura francesa de aquellos años sesenta, siempre siendo esto utilizado como excusa para la exhibición de señoritas ligeras de ropa; única razón a la que se le puede atribuir el relativo éxito comercial en los días de su estreno parisino. Sólo una cosa, sólo una, aporta algo de leve deleite a la visión de este engendro, y es cierta estética decadente que emana de los exteriores del castillo y del bosque donde se encuentra éste, diurnos todos ellos además, para contradecir la tópica codificación vampírica sin ni siquiera intentar el uso del fácil recurso a la noche americana; nada más.

Una cosa sí llama poderosamente la atención, y es que pese a ser una película realizada justo un año antes del estreno de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968, George A. Romero), los primeros planos que nos ofrece Rollin recuerdan muchísimo a los minutos iniciales de la película de Romero, cosa que dada la cronología temporal de ambas no puede ser más que el fruto de una curiosa casualidad. En esta misma línea está cierto personaje al que vemos cruzar un rio y que bien podría haber sido uno de aquellos primeros muertos vivientes antropófagos que ya estaban a punto de llegar a las salas. Para redondear si cabe aun más su encanto, su visión nos hará recordar también ciertos bodrios a los que nuestro compatriota Jesús Franco nos tenía acostumbrados.

Juan Andrés Pedrero Santos


lunes, 13 de diciembre de 2010

DUBLINÉS, de Alfonso Zapico.

 ¿Será éste uno de los mejores comics del 2011? Papeletas tiene todas...,veremos. Después de "La guerra del profesor Bertenev" y "Café Budapest", yo, al menos, lo espero todo de Alfonso.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Página original de Richard Corben: Hellboy Makoma

Hace ya tiempo compré un sueño ansiado desde hace décadas (a veces los sueños se pueden comprar): tener un dibujo original firmado por Richard Corben. Aquí la tenéis.

martes, 30 de noviembre de 2010

"SCIFIWORLD MAGAZINE" 33 (DICIEMBRE 2010)

Ya está a punto de aparecer en los kioskos (concretamente la semana que viene) el nuevo número de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, ya en su número 33, muy cerca de los tres añitos y correspondiente al mes de diciembre de 2010. Para no seguir la corriente de las fiestas navideñas y ser un poquitos subversivos (y tocapelotas, si se quiere, también), la revista dedica su número a un monográfico sobre el demonio en el cine. Mi aportación de este mes se centra, como siempre, en la sección "La máquina del tiempo", que en esta ocasión versa sobre una película Hammer dirigida por Terence Fisher, "The Devil Rides Out" (1968).

lunes, 29 de noviembre de 2010

UN SALUDO PAUL...


Hoy 30 de noviembre de 2010, sobre las 23.30 horas, hará ya un año que falleció Jacinto Molina Álvarez, Paul Naschy. Yo le recuerdo con el orgullo de haberle llegado a conocer, someramente, pero lo suficiente como para que su presencia ya forme parte de mí el resto de mi vida. No puedo decir que desde aquí le mando un saludo, pues tengo claro que no me va a escuchar. Por desgracia estoy convencido de que ya sólo existirá en el recuerdo, y ese es el único lugar donde permanecerá siempre, que no es poco. El recuerdo es el único lugar sin fecha de caducidad, pues cuando termine el mio (el día que termine yo), otros seguirán manteniendo la llama encendida; otros, de una u otra manera, reavivarán ese recuerdo dentro de sí mismos, y eso hará que Paul Naschy continúe siendo inmortal. Me gustaría poder decir otra cosa, pero se que no hay nada más que decir (otros creerán de forma diferente,..., si les sirve de algo, allá ellos). Gracias Paul por todo. Al menos yo puedo decir que mi nombre ya estará siempre unido al tuyo en las bibliografías, gracias al prólogo que tuviste el detalle de concederme para mi libro "Johnny Weissmuller. Biografía". Sirvan estas líneas como sentido homenaje a un hombre que a todas luces merece eso y más. Hasta siempre Jacinto.

sábado, 13 de noviembre de 2010

"MIEDOS"

El cine fantástico de Joe Dante, con la excepción de dos de sus primeras obras dentro del género –“Piraña” (Piranha, 1978) y “Aullidos” (The Howling, 1981); estupendas ambas, pero que el tiempo parece haber definido como las menos personales de su autor– siempre ha estado dotado de un cierto cariz infantil; ahí están como muestra “Gremlins” (Gremlins, 1984), “Exploradores” (Explorers, 1985) o “Pequeños guerreros” (Small Soldiers, 1998) por citar los ejemplos más conocidos, que no únicos. No obstante, decir infantil no las lleva directamente a estar dirigidas a los menores de edad, sino a esos niños grandes que todavía quedan por el mundo; adultos que se niegan a asimilar el paso de los años y la consiguiente pérdida de la ilusión por la magia y la fantasía como mayor lastre. Así, la presencia de niños en las películas de Dante no es más que la necesaria permutación del representado por el representante: el adulto por el niño; alcanzando esa relación un plano eminentemente simbólico.

Dicho esto, quizá sea “Miedos” (The Hole, 2009) la película que mejor encarna lo que toda la filmografía de Dante ha tratado de dejar traslucir sobre su personalidad artística. A pesar de la presencia protagónica de niños y adolescentes, y el inevitable humor –siempre presente en su filmografía–, “Miedos” es una auténtica película de terror. Y es un terror muy apegado a la realidad aunque sin dejar de lado su procedencia fantástica. Lo más valorable de “Miedos” es la claridad de su objeto, su simplicidad, la asunción plenamente consciente de lo que pretende ser y de lo que consigue ser –conceptos que esta vez coinciden–, no aspirando a ser más que eso; al igual que el clasicismo formal con el que desarrolla su enfoque. El agujero que los hermanos Thompson encuentran en el sótano de su nueva casa –una nueva mudanza huyendo de un padre presidiario que los maltrató en el pasado– es la materialización del origen de todos esos temores que un niño desarrolla desde su nacimiento; irracional y fantástico si se trata de un miedo hacia los payasos como el del pequeño Lucas o, por desgracia, muy racional y real si se asemeja al que siente el adolescente Dane hacia las palizas de su padre. En uno u otro caso, se trata de miedos que derivan en pesadillas, en malos sueños; la forma más barata, primaria e incontrolable de recurrir a la fantasía, a la que de ninguna manera, por mucho que insistamos y así lo deseemos, podremos renunciar.

El agujero funciona así como un crisol, un lugar de intercambio de miedos ajenos, una puerta de entrada del mal hacia el mundo terrenal, la conexión entre el terror que habita en el subconsciente y la vida real; pura abstracción. El paralelismo entre el carácter físico de la siniestra cavidad sin fondo y los traumas emocionales de los protagonistas –por lo tanto etéreos e inaprensibles– funciona como bisagra entre la realidad y la fantasía, negándose esta última a abandonar la vida de los anfitriones que le sirven de guarida. En cierto modo, la voluntad de los hermanos Thompson, y de su vecina y amiga Julie, de enfrentarse a aquello que habita en el agujero significa el decidido paso iniciático de enfrentarse a los miedos de la niñez. Un enfrentamiento que, sin embargo, no supone hacer a esos miedos desaparecer, sino asumirlos y aprender a vivir con ellos, a controlarlos y a no dejar que ellos nos controlen a nosotros. No renuncia Dante a algo que ya se ha convertido en convención, pero que no por ello ha perdido toda su eficacia y representatividad (véase toda la escena que narra la vivencia de Dane tras caer al pozo para buscar a su hermano pequeño): la idealización de esa otra dimensión que supone el mundo de las pesadillas en un entorno expresionista; de muebles, paredes, ventanas y puertas deformados, plagado de perspectivas imposibles y agresivos ángulos; tan válido para servir de fondo a las aventuras de “Alicia en el país de las maravillas” como a los dominios en los que se mueve el siniestro doctor Caligari.

Dante nos traslada todo esto mediante una historia en apariencia esquemática, pero también muy universal; con una narrativa muy clásica, como corresponde a una idea –la que quiere transmitir– tan primitiva como el eterno miedo a la oscuridad, a aquello que se esconde en su fondo, y en el cual cada uno de nosotros tenemos escondidos nuestros monstruos particulares.

Necesario es subrayar lo apropiado, en este caso, del uso de las tres dimensiones; muy coherente con las imágenes oníricas que pueblan la cinta, a las que potencia, sin abusar de efectos de relleno que intenten justificar el recurso a esta cada vez más generalizada y gratuita (y no hablo del precio de la entrada) innovación técnica.

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su número 30 de septiembre de 2010)