lunes, 27 de junio de 2011

"JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN" en la radio

En el programa de radio conducido por Ximo Rovira (hablado en valenciano) BON MATI MAGAZINE de hoy 27/6/11 hablan de mi libro, y bastante bien además. A partir del minuto 50. Para los que no hableis valenciano, como es mi caso, se entiende perfectamente.

http://www.rtvv.es/va/bon_mati_magazine/Bon-Mati-Magazine_2_506969307.html

sábado, 25 de junio de 2011

GENE COLAN ha muerto...

...y yo, para hacerle mi homenaje particular, me he comprado esto:

miércoles, 22 de junio de 2011

CONAN EN EL CINE


A menudo, el recurso a la fantasía es la respuesta de quien necesita huir de una vida real anodina (impuesta o imputable a la propia culpa). Por esto no sorprende que un contexto rural del sur de los Estados Unidos, inmerso en los deprimidos años treinta del siglo pasado, haya sido el caldo de cultivo donde el tejano Robert Ervin Howard trajera al mundo toda su obra literaria. Al igual que hiciera su colega y amigo Howard Phillips Lovecraft, decidió hacer girar su vida alrededor de las fantasías que él mismo creaba; en su caso, pobladas de musculosos guerreros y de bellas y sensuales mujeres, cuyas aventuras sucedían en escenarios desbordados por lo mágico y lo asombroso. Unos personajes rodeados por cientos de peligros y enemigos, todos ellos surgidos en un mundo cercano a lo que pudiera ser una fantasiosa y bárbara pre-prehistoria de la vieja Europa. Así es como Robert Ervin Howard imaginó a sus más famosos personajes de ficción: Conan, Kull, Solomon Kane o Bran Mak Morn, entre otros. De todos ellos, será Conan el más universalmente conocido ya desde sus aventuras literarias, iniciadas en 1932 dentro de las páginas de la mítica revista Weird Tales; conocimiento que luego se encargarían de potenciar las adaptaciones al comic que la editorial Marvel llevó a cabo desde el mes de octubre de 1970 a través de los guiones de Roy Thomas, dibujados en un principio por el británico Barry Windsor-Smith (por aquel entonces conocido simplemente como Barry Smith), a lo que siguieron los trabajos de Gil Kane y -sobre todo- de John Buscema, antes de muchos otros dibujantes. Todos ellos convirtieron al personaje en un icono que luego el cine no tardaría en popularizar más aun, si cabe. Si en mi juventud fui devoto admirador de los lápices de Buscema, habiendo conocido y disfrutado después el trabajo del más sofisticado Windsor-Smith, no tengo más remedio que reconocer que aquellas primeras aventuras del dibujante inglés son lo mejor que se ha hecho sobre el personaje; la fama de historietas como “Clavos rojos” -adaptación del relato de R. E. Howard titulado “Red Nails”- y “La canción de Red Sonja” dan buena cuenta de ello.

Este interés por el género de “Espada y Brujería” que ya atrajo al comic, sería seguido por todo un subgénero que el cine comenzó a extender gracias a la primera incursión del personaje de Conan en el celuloide, “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 1982) de John Milius, que desde otro punto de vista también podría entenderse como la avanzadilla de lo que luego fueron las ahora habituales megaproducciones dedicadas a los (súper)héroes Marvel. No obstante, por aquel entonces únicamente se convirtió en inspiración de toda una serie de subproductos exploit de dudoso pelaje e indudable falta de calidad (pese a quien pese), cuya única razón de existir fue aprovechar el tirón de la portentosa película de Milius, por muy mitificadas que estén algunas de aquellas casposas producciones -italianas, como no, en su mayoría- por cierto sector de la afición. Es el caso de la a ratos delirante e imaginativa “El señor de las bestias” (The Beastmaster, 1982) de Don Coscarelli, cuyo encumbramiento sólo puede atribuirse a melancólicos recuerdos adolescentes, e incluso infantiles, de algunos; no obstante, muy superior a cualquiera de las secuelas de “Conan el bárbaro”, cosa por otro lado bastante fácil.

El proyecto cinematográfico de “Conan el bárbaro” surge cuando el productor Edward R. Pressman contempla a Arnold Schwarzenegger en uno de sus primeros papeles en el cine y piensa en él como un héroe de acción a explotar. Al comentarlo a uno de sus colaboradores, éste le dice que quedaría muy bien como Conan. Así es como en 1977, cinco años antes de producirse finalmente la película, Edward R. Pressman entra en contacto con el ex culturista y aspirante a estrella, y ya desde ese momento comienza a gestarse el proyecto. Aunque Roy Thomas parece que hizo algún borrador del guión (él mismo sólo se reconoce como asesor en esa primera película), finalmente, para empezar a trabajar, se escogió el guión elaborado por el también director Oliver Stone, entendiendo que se trataba de un libreto mucho más potente que el de Thomas. Parece que el trabajo de Stone estaba demasiado cargado de elementos fantásticos, de seres mutantes y de una excesiva violencia para el estándar de lo que un gran estudio podía ser capaz de asumir. Esto motivó que la escritura se depurara posteriormente por quien terminó siendo su director, John Milius; aunque para esa tarea también se llegara a contactar con otros candidatos, como Ridley Scott o el propio Oliver Stone. La épica que consigue plasmar Milius en cada plano se atribuye muchas veces a su supuesta ideología ultraconservadora (adjetivo cuyo significado me gustaría saber de dónde sale), tachada incluso de fascista. No seré yo quien diga algo a favor o en contra de ello, pero su siguiente película “Amanecer rojo” (Red Dawn, 1984) -cuyo guión también escribe- no deja de ser un buen argumento para sustentar dicha idea.

Ni Schwarzenegger, ni Stone, ni Milius conocían la obra de R. E. Howard ni los comics que Marvel había dedicado al personaje. Lo que sí conocían tanto el actor como Milius era el trabajo del ilustrador y dibujante neoyorkino Frank Frazetta, maestro indiscutible en lo que a cubiertas de libros, revistas y comics dedicados a la fantasía se refiere. La influencia de la obra de Frazetta en muchos de los planos de “Conan el bárbaro” es incuestionable, capaz de unir lo épico con lo sensual y con la más absoluta y violenta barbarie en sus famosísimas y admiradas ilustraciones.

No sería hasta que el productor italiano Dino De Laurentiis comprara el guión de Oliver Stone, luego reescrito por Milius, cuando la película se pondría realmente en marcha. De Laurentiis presionó para rebajar el nivel de violencia del argumento con varios retoques, haciendo así la película menos restrictiva a determinadas edades; el mercado manda. Se eligió España como un buen lugar para rodar debido a su diversidad de climas y paisajes, así como por las buenas condiciones de producción –económicas, entendemos- que ofrecía. Así, lugares como Almería (tan utilizada en el pasado por el spaghetti western), los pinares de Valsaín en Segovia o el mágico paisaje de La Ciudad Encantada de Cuenca serían escenarios privilegiados donde Hollywood volvería a pisar nuestro país; además de testigos y pruebas vivas de cómo la magia del cine es capaz de transformar entornos naturales, tan conocidos por muchos de nosotros, en sugestivos lugares donde anida la ficción.

El resultado, “Conan el bárbaro”, sería la primera entrega de lo que luego se convirtió en trilogía (aunque en “El guerrero rojo” el personaje interpretado por Schwarzenegger cambiara su nombre). La película está dotada de un empaque espectacular, con un extraordinario diseño de producción, donde cada plano se intuye cuidado en cada uno de sus detalles, con un tono épico (también posiblemente resultado del guión previo de Oliver Stone, cuya tendencia es a tratar cualquier tema de esa manera) que subraya la magistral y emocionante partitura de Basil Poledouris, sin eludir los momentos románticos que Conan vive con Valeria (Sandahl Bergman). El Conan de Schwarzenegger, a diferencia de cómo recreó R. E. Howard al personaje y lo interpretó luego Roy Thomas en los comics, se describe como un bruto de escaso cerebro, dotado de un físico de inflada musculatura, más cercano al retrato que hizo de él John Buscema que al atlético héroe de Windsor-Smith. El argumento está sembrado de un batiburrillo de inspiraciones en diversos pasajes dispersos en los relatos originales de Howard, e incluso en alguno de Lyon Sprague de Camp y Lin Carter (autores que retomaron el personaje muchos años después del suicidio de R. E. Howard en 1936); pasajes que también fueron adaptados al comic por Roy Thomas en sus versiones de esos relatos. La base argumental reside en cómo el Conan niño (interpretado por Jorge Sanz) pierde a su padre (al que da vida William Smith, el Falconetti de “Hombre rico, hombre pobre”) y a su madre (interpretada por Nadiuska, una de las musas del destape ibérico) a manos de las huestes de Thulsa Doom (James Earl Jones). El infante es utilizado primero como esclavo y más tarde –ya crecidito- como una especie de gladiador, para luego ser puesto en libertad, ya con la única idea en mente de vengar el asesinato de sus padres. En definitiva, una muy buena película que como suele suceder no tuvo suerte con sus secuelas.

Dos años después y a raíz del éxito de “Conan el bárbaro” se encarga una secuela, “Conan el destructor” (Conan the Destroyer, 1984). El artesano Richard Fleischer será quien la dirija, un viejo conocido para los aficionados al fantastique y aledaños por obras como “20.000 leguas de viaje submarino” (20.000 Leagues Under the Sea, 1954), “Los vikingos” (The Vikings, 1958), “Viaje alucinante” (Fantastic Voyage, 1966) o “Cuando el destino nos alcance” (Soylent Green, 1973). El guión que perpetra el principal adaptador de Conan al comic, Roy Thomas, acompañado de Gerry Conway, que luego pule (por decir algo) Stanley Mann, se convierte en lo que suponemos un trabajo alimenticio para Fleischer (aunque se le debió cortar la digestión). Rodada sin garra y con desinterés, Fleischer es incapaz de dar dinamismo o intriga a este tebeucho de baja estofa, que hace perder al personaje todo lo que había ganado en la película de Milius. Todo ese cuidado que Milius supo poner en cada plano queda aquí relegado al olvido, siendo el único intento de crear alguna atmosfera el hecho de poner a la cámara un filtro anaranjado (o un recurso de postproducción de similar resultado) para tratar de potenciar alguna de las imágenes. Se insiste, de forma torpe e irreflexiva, en un supuesto toque cómico con el que sustituir la épica que tan bien sentó a su predecesora, no logrando más que hacer aun más cansino un ritmo inexistente. Hasta lo que se intuye más fácil, que era volver a utilizar la partitura de Poledouris tal cual se creó para “Conan el bárbaro” –vista su eficacia-, se desaprovecha. El mismo compositor crea una nueva banda sonora, por supuesto sobre la base de la original, pero que no consigue evocar en ningún momento aquel extraordinario sentimiento heroico del que era capaz su anterior partitura. Arnold Schwarzenegger -por desgracia más locuaz aquí que en la primera entrega, donde aguantaba el tipo de manera razonable- parece tener en este caso un cierto despiste, no sabiendo muy bien qué hacer con su personaje (bochornosa es la escena en que Conan, borracho, habla de su amada Valeria con la princesa que interpreta Olivia d´Abo). Olvidada Sandahl Bergman por haber fallecido en “Conan el bárbaro”, aporta el elemento sensual (o lo intenta) la andrógina y exótica Grace Jones.

Rodada esta vez en paisajes mejicanos, en “Conan el destructor” se incrementa el elemento fantástico, convirtiendo la trama en algo muchísimo más cercano en su contenido a los comics de Marvel; no en vano el guión toma como base el trabajo de Roy Thomas. Sin embargo, todo queda en una sucesión de aventurillas deshilachadas, con escasa cohesión dentro de una estructura que a duras penas existe, y que gracias al acompañamiento de la aburrida realización de Fleischer se traduce en un producto sin nada aprovechable; en un minuto de metraje de la película de Milius hay más cine que en toda la hora y media larga que tenemos que soportar en esta secuela. Hasta en la coreografía de las escenas de acción y el empleo del arte de la esgrima se percibe la desidia que todo lo invade y que tanto contrasta con el serio y detallado trabajo demostrado en la previa. Una pena.

Pero no hay dos sin tres, que se dice. Richard Fleischer volvería a repetir dirección en lo que se puede considerar la película que conforma una trilogía inconfesa de Conan en el cine. Esto es así, ya que en ningún momento el personaje de Conan aparece en “El guerrero rojo” (Red Sonja, 1985). En su lugar, Schwarzenegger interpreta a un trasunto del cimmerio que responde al nombre de Kalidor, pese a que excepto por el nombre todos reconozcamos al personaje de R. E. Howard (más aun si lo interpreta el actor austriaco). Aunque en los créditos se cita que está basada en los personajes de R. E. Howard y que -como ya se ha dicho- no aparece el personaje de Conan tal cual, Red Sonja es en realidad un personaje creado por Roy Thomas en sus guiones para el comic. Si bien es cierto que Thomas se inspiró en un personaje de Howard llamado “Red Sonya de Rogatine” -que aparece en el relato titulado “The Shadow of the Vulture”-, verdaderamente se trata de una invención atribuible a la pareja artística formada por Roy Thomas y Windsor-Smith a partir de la historieta titulada “La sombra del buitre”. En otras fuentes se dice que el resultado de las dos primeras películas sobre Conan fue comercialmente tan nefasto (¿?) que, dado que existía un contrato (o varios) pendiente de cumplir por Schwarzenegger para interpretar al personaje, se optó por no utilizar en ningún caso el nombre de Conan, intentando así evitar la relación directa con las anteriores películas (intento descabellado donde los haya).

Siendo “El guerrero rojo” casi tan aburrida como “Conan el destructor”, está rodada en Italia por un equipo técnico completamente italiano, y al menos se percibe en ella una cierta personalidad plástica, quizás precisamente por esa misma circunstancia; que tampoco es decir mucho, pero que la sitúa un peldaño (un peldaño minúsculo, eso sí) por encima de la anterior entrega. “Conan el bárbaro” eludía la calificación “para todos los públicos” por su violencia y ciertas escenas de sexo, “Conan el destructor” pasaba a ser una inocua aventurilla juvenil, y aquí se entra, directamente, en el terreno de lo infantil (con niño repelente incluido, además). Perdemos del todo la presencia de Basil Poledouris en la banda sonora a cambio de un trabajo de Ennio Morricone que sólo puede calificarse de mediocre e insípido. Se junta el peor y más inexpresivo Schwarzenegger de la trilogía con la incapacidad manifiesta de Brigitte Nielsen y de su peluquero, para la actuación una y para lo suyo el otro, aunque la ¿actriz? alemana maneja la espada mucho mejor incluso que su partenaire austriaco, quien parece haber olvidado todo lo que le enseñó el maestro de esgrima Kiyoshi Yamasaki tres años antes en “Conan el bárbaro”. La indigencia del atrezo (sobre todo las espadas) también clama al cielo, y hasta en eso se ven claras las kilométricas diferencias de presupuesto y cariño por el detalle entre la primera y la tercera (y última) película de esta minisaga. Vuelve la algo más solvente Sandahl Bergman (ahora morena), en este caso en el papel de una malvada reina que tiene como mascota a una graciosa araña peluda del tamaño de un perro y que pretende hacerse con el control de un talismán –al que sólo pueden tocar las mujeres sin miedo a desintegrarse- con el cual conseguirá dominar el mundo, ahí es nada. Por el lado de la dirección, Fleischer nos da más de lo mismo (parece que efectivamente no realizó bien la digestión y le acabó repitiendo), que es bien poco, consiguiendo un producto que no desmerece en nada entre toda la morralla (sobre todo italiana) que trajo tras de sí el sin par Conan de Milius.

El personaje también dio pie a un par de series de televisión. La primera de ellas fue la americana “Conan: the Adventurer” que se emitió durante las temporadas 1992 y 1993 compuestas por un total de 65 episodios de veinticinco minutos de duración. Otra serie más reciente, una coproducción entre Alemania y Estados Unidos que constó de 22 episodios durante 1997 y 1998, se tituló simplemente “Conan”. En esta da vida al personaje el actor alemán Ralf Moeller, que sobre todo será recordado por el lector como uno de los forzudos gladiadores que acompañaban a Russell Crowe en la arena del Coliseo en “Gladiator” (Gladiator, 2000), de Ridley Scott.

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

miércoles, 8 de junio de 2011

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 39, a la venta el 15 de junio

Este mes mi aportación es, como siempre en la sección "La máquina del tiempo": EL HOMBRE ELEFANTE, de David Lynch. Por lo demás, ojo a la estupenda portada; deliciosa.

jueves, 2 de junio de 2011

"THE DEVIL RIDES OUT" (1968, Terence Fisher)


En 1957 la productora británica Hammer hacía historia con el estreno de “La maldición de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein) e inauguraba así una nueva época dorada para el cine de terror, la cual venía a significar una reinterpretación de todos aquellos monstruos clásicos que habían sido puestos en valor por la Universal durante los años treinta. Algo más de una década después, Terence Fisher –director de aquel primer éxito– seguía en activo y dirigía una aventura de sectas satánicas, “The Devil Rides Out” (1968); e incluso aun le quedaba alguna que otra obra maestra que aportar a su filmografía, como fue el caso de “Frankenstein and the Monster From Hell” [vd/tv/dvd: Frankenstein y el monstruo del infierno, 1973], por desgracia su última película.

Visto en perspectiva, 1968 es considerado como un año decisivo en la evolución del género, pues muchos consideran “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead), de George A. Romero, –película producida ese año– como la obra seminal de lo que se ha dado en llamar el cine de terror moderno. Atrás quedaban los tiempos góticos, los vetustos caserones, las telarañas, las tormentas, el ulular del viento, las noches aciagas, los candelabros, los pasillos oscuros, las cortinas movidas por la brisa, las sombras, el chirriar de una puerta,..., conceptos superados (de momento) en buena medida, que son apartados por la irrupción de elementos más terrenales, apegados a la rutina y al paisaje de una sociedad distinta de aquella que antaño se quería representar, capaces ahora de hacernos encontrar el terror en la casa del vecino de al lado. Elementos, no obstante, que representarán una sublevación de las contradicciones y las miserias inherentes a esa nueva sociedad. Llega así el turno de la modernidad, donde lo terrorífico pide paso como una violenta y desafiante incisión en la más trivial realidad de esos nuevos tiempos; ahí está la indispensable “La matanza de Texas” (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, como buena acompañante de la ópera prima de Romero. Enfocando en la misma dirección, pero anunciando el fin de una época más que el comienzo de otra, un año antes, en 1967, Roman Polanski dirige la risueña y extraordinaria “El baile de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers), película Metro-Goldwyn-Mayer que, desde el respeto, el conocimiento y la desmitificación, sirve para declarar el punto y final –quizás algo prematuro– a todo ese renacimiento del género que Hammer había protagonizado en su etapa más brillante, adelantándose con su caricatura al declive que aun tardaría en llegar unos pocos años más.

Dentro de aquellos viejos filmes de la Universal y compañía (no tanto en el caso de la Hammer) a nadie sorprendía, a nadie se le ocurría cuestionar, la existencia o la aparición de Drácula o del Hombre Lobo; pese a sus siempre inoportunas y nunca deseadas apariciones, eran personajes tomados como un componente más de los paisajes que componían la tradición, de las leyendas que formaban parte intrínseca de una cultura (más o menos real, más o menos ficticia) retratada en aquellas películas; figuras siempre reconocidas –ya digo, internamente en esas películas, por el resto de personajes, en la ficción– como algo que en todo momento estuvo y estará allí, de lo que había que huir y siempre evitar, pero nunca cuestionar como algo irreal. En cambio, en el nuevo cine de terror, sus protagonistas (o víctimas, mejor dicho, también en la ficción) no asumen la existencia de los nuevos monstruos que asolarán sus fotogramas, ante los que se muestran incrédulos y siempre extrañados. Persiste (o persistía) una posición de rechazo ante esa realidad fantástica que se precipita(ba) sobre ellos. Lo real se configura así como lo opuesto a lo fantástico, a diferencia de lo que ocurría en aquellos viejos tiempos, donde lo fantástico, sencillamente, era otra realidad.

“The Devil Rides Out” [tv/dvd: La novia del diablo, 1968] –como su contemporánea y compañera temática “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby, 1968), de Roman Polanski–, está a medio camino entre esa tradición sobrenatural anclada en el clasicismo terrorífico cinematográfico de ribetes góticos y esa nueva y aparentemente confortable modernidad, violentada por un elemento ajeno, asombroso, y, en su caso, incluso anacrónico. Basada en la novela de Dennis Wheatley (1897-1977) del mismo título, publicada originalmente en 1934 y traducida en España como “El talismán de Set” (Editorial Mondadori, 1991), su guión tiene un tratamiento muy típico al de toda la obra cinematográfica de Richard Matheson, autor del mismo, siempre aficionado a crear el horror a partir de la incursión brutal de lo inesperado en el más prosaico de los contextos.

Al igual que “La noche del demonio” (Night of the Demon, 1957), aunque tras un breve prólogo en el caso de esta obra maestra de Jacques Tourneur, “The Devil Rides Out” comienza con un avión en vuelo. Tal símbolo de modernidad, de la conquista y la domesticación de las leyes naturales por parte del hombre, sitúa al espectador en el lugar de los personajes que van a protagonizar ambas películas. El doctor John Holden (Dana Andrews), en la película de Tourneur, y el inquieto Rex Van Ryn (Leon Greene), en la de Fisher, son los pasajeros incrédulos que inician en ese punto una aventura por los caminos de la magia negra y la brujería. Una aventura cuyo devenir chocará con su inicial escepticismo, para ir poco a poco abriendo su mente ante lo que su razón se niega a creer, y que sólo el hecho de ser testigos directos de sucesos extraordinarios les hará superar.

Dos amigos, el duque de Richleau (Christopher Lee) y Rex (Leon Greene), dueños de una obvia posición social acomodada, se reúnen para visitar a Simon, hijo de uno de sus camaradas en la Primera Guerra Mundial, al que prometieron cuidar y proteger tras la muerte de su padre. Durante la visita, previamente fijada pero que Simon había olvidado, encuentran a éste celebrando la reunión de una supuesta sociedad astronómica de la que es miembro. La extrañeza que les inspira el comportamiento y las conversaciones de alguno de los asistentes –especialmente en el caso de un tal Mocata, interpretado por el siempre siniestro Charles Gray–, así como el interés de Simon en que los dos amigos de su padre abandonen la casa, casi a empujones, con el pretexto de no ser miembros de dicha sociedad, hace sospechar a Richleau –versado y con evidente experiencia en temas esotéricos– que Simon forma parte de una secta satánica. A partir de ahí su objetivo no será otro que el de salvar a su amigo del juego más peligroso que existe; y todo a un ritmo frenético, casi en tiempo real. Un argumento que recuerda a otra historia de sectas satánicas que produjo Hammer ya en su período de declive artístico, la menos interesante “La monja poseída” (To the Devil… a Daughter, 1976), dirigida por Peter Sykes y no por casualidad inspirada en otra novela de Wheatley publicada en 1953, donde Christopher Lee hace justamente el papel contrario al que interpreta en la película de Fisher.

1) Una vez presentada la base del relato, es curioso ver como una secuencia del mismo se asemeja, en su espíritu, a la historia que el propio Fisher contaba en “Drácula” (1958). Hablo de ese momento en que Simon, salvado en un principio de la influencia de la secta, es acostado en la cama para que descanse del ajetreo de una noche complicada, protegido por una cruz colgada al cuello que no debe serle retirada bajo ningún concepto. El ventanal de la habitación, premonitoria y amenazadoramente abierto, y la situación que lleva a que el mayordomo de Richleau retire la cruz de su cuello, recuerdan sobremanera una situación bien parecida en la adaptación que hizo Fisher de la novela de Stoker, donde Simon es intercambiado allí por la vampirizada Lucy y el crucifijo se transforma en ajos. No obstante, el concepto que se quiere representar es el mismo: la irreductible, poderosa y siempre emboscada amenaza del mal. Pese a la relativa modernidad que se le quiere dar al contexto en que transcurre el argumento (se supone que estamos en los años veinte del siglo pasado), Fisher no renuncia a utilizar una situación como esta, que tan inquietantes y eficaces resultados le había dado en una de sus mejores películas; se introduce así la sugerencia arraigada en la tradición gótica del cine y la literatura, por mucho que no sea ese el desarrollo posterior que tomarán los acontecimientos. La influencia de algunas de las mejores virtudes de “Drácula” no queda ahí. La climática y emocionante partitura que James Bernard compuso en aquel caso está presente en todo momento en este otro trabajo; al igual que la trepidante acción que viven los protagonistas en su lucha contra los adoradores de Satán, allí contra el conde vampiro. Por otro lado, el personaje de Mocata se comporta como el mismísimo Drácula cuando ejerce su influencia desde la distancia o a través de su hipnotizadora directa mirada. Un villano que tendrá como oponente (como si de un duelo Drácula versus Van Helsing se tratase) a Richleau; conocedor experto de todo aquello que trata de combatir, quizás a raíz de haber ocupado un puesto similar al de Mocata en el pasado; algo que Fisher parece querernos inspirar sin llegar a delatarse del todo. Christopher Lee, como ya he citado, interpretará un papel similar al de Mocata en el futuro, dando vida al sacerdote hereje de “La monja poseída” (1976). Siempre se ha destacado la capacidad y el ánimo de Fisher de criticar, aun de soslayo, la clasista e hipócrita sociedad victoriana británica. El personaje de Mocata es buen representante de esa forma de proceder. La elegancia en el vestir y los refinados modales de este maestro de ceremonias satánicas no esconden la maldad en estado puro y la persistente amenaza que supone su enigmática presencia.

2) En términos generales, el grueso de las escenas sucede a plena luz del día en el caso de los exteriores, y en decorados fuertemente iluminados, salvo excepciones muy concretas, sin sombras, sin recurrir a la creación de volúmenes o espacios a partir de claroscuros, cuando se trata de interiores. Esto puede interpretarse de dos maneras, las cuales intuyo no son en ningún caso excluyentes. Por un lado, la ausencia de sombras y de contrastes lumínicos acentúa o define la ausencia de una cierta estilización en la película; algo sorprendente en el caso de Fisher, y que, a priori, rebaja el atractivo plástico de las imágenes y la capacidad de sugestión de la que pudieran ser capaces, aunque por otro lado tenga su sentido dramático en el conjunto. Ello hace que esa incursión de lo sorprendente y lo inesperado en el contexto que se dibuja adquiera una mayor potencia de choque por simple contraste. Se describe así una realidad que es, de partida, trivial y nada amenazadora. Es más, existe un cierto regodeo en la exposición de esa confortabilidad que manifiestan todos los decorados y paisajes, en el placentero y despreocupado modo de vida que sus protagonistas exhiben. Desde otro punto de vista, la relativa discreción de su fotografía, un elemento siempre muy cuidado en el cine de Fisher –entendido esto en comparación con todas sus grandes obras– pudiera percibirse como una señal de desidia artística o el signo revelador de un escaso presupuesto. Sin ir más lejos, parece que el propio estudio, una vez terminada la película, se planteó si los resultados obtenidos estaban a la altura de los estándares de calidad barajados por la productora como mínimos a cumplir por cada uno de sus productos; algo que hoy por hoy podemos calificar como una valoración equivocada y tremendamente exagerada. Existe un caso similar en otra cinta británica, concretamente “Night of the Eagle” (1961), de Sidney Hayers, también con guión de Richard Matheson (poco curiosa coincidencia), donde se cuenta como la brujería irrumpe en la vida de un profesor universitario de la manera más insospechada que pueda pensarse, en su propio hogar, y donde se percibe un esfuerzo por situar el relato en un plano absolutamente realista, que deberá servir como un tapiz al que rasgar con la introducción inesperada de lo fantástico. Deliberada o no, esta postura adoptada por Fisher toma sentido como un elemento dramático a considerar en su eficacia más que a ser entendido como una falta de virtud.

3) Las incursiones del elemento sobrenatural, mágico, vienen determinadas por la aparición de los distintos demonios, ya sea el diablo de color (negro) –con aspecto de arcano nativo africano– que surge en forma de humo en el observatorio astronómico de la casa de Simon, ya sea el demonio con aspecto de macho cabrío invocado en la ceremonia del bosque, ya sea el terrible jinete de caballo alado (el ángel de la muerte), que entra en escena de manera sorpresiva cuando el grupo protagonista intenta protegerse dentro de un círculo mágico –dibujado con tiza en el suelo–, o ya sea en forma de esa araña gigante que hace aparición en es ese mismo lugar, siendo imposible que esta no nos haga recordar “El increíble hombre menguante” (The Incredible Shrinking Man, 1957) de Jack Arnold, con guión del mismo Matheson adaptando su propia novela. Son esas apariciones de pesadilla, antinaturales y anacrónicas, las que desvirtúan y pervierten la confortable y despreocupada vida del grupo de señoritos protagonista; habitantes de un ambiente donde el aburrimiento que da la comodidad, la vida sin emociones ni riesgos, lleva a la práctica de juegos prohibidos con los que aliñar con algo de salsa una vida segura pero carente de interés, una vida que se sustenta en la norma de una férrea sociedad clasista, donde la desviación de cualquier tipo (sexual, religiosa,..., pero siempre de espaldas a la sociedad) es la única forma de liberación, además siempre en el filo de la navaja. Ese medio natural que es la vasta y verde campiña inglesa interrumpe su extensión con la existencia de aisladas y lujosas mansiones, conectadas entre sí a través de sinuosas y estrechas carreteras comarcales. Islas de humanidad en plena naturaleza, residencias de la civilización más atildada, que en su interior, tras su aparente confortabilidad, en alguna de sus múltiples habitaciones o anexos, encierran la morada del Mal: el observatorio astronómico en el ático del domicilio de Simon, el sótano de Mocata donde la secta realiza sus sacrificios, la biblioteca de Richleau donde el grupo protagonista resiste los diabólicos envites dentro del círculo de tiza, el dormitorio en el que Simon sufre la influencia de Mocata o el establo mugriento y lleno de telarañas donde Tanith trata de esconderse de la acción del mismo villano. Todos, sin excepción, lugares alejados de los salones o los jardines expuestos a la vista de cualquier invitado. Son los espacios más íntimos, las estancias menos accesibles de la casa, solo transitadas por sus propietarios y por aquellos a los que se les concede tal privilegio; allí donde se refugia (oculta) la verdadera personalidad, con la que cada cual se muestra tal y como es realmente, ajena a cualquier servilismo social no consentido.

Cosa nada habitual, dos son los clímax que recoge el argumento. El primero de ellos lo encontramos en la misa negra que los componentes de la secta satánica celebran en un claro del bosque, donde aspiran a bautizar ante Satán tanto a Simon como a otra candidata a entrar en la sociedad secreta, Tanith, quien luego se emparejará sentimentalmente con Rex; una relación cuya evolución no está muy bien urdida en el guión y que es el punto más flojo de la película; pareja, por cierto, interpretada por un actor y una actriz de insuficiente empaque para ser acompañantes que sepan estar a la altura de Lee o Gray. Una escena la que supone este primer clímax que he recordado al presenciar el sorprendente e imprevisto final de la muy interesante “The Last Exorcism” (2010), de Daniel Stamm. Los indómitos Richleau y Rex observan desde la lejanía el transcurrir de la ceremonia; hasta que deciden entrar en acción, creyendo que la luz de los faros del coche es la única solución para acabar con el ritual. Esa luz –que antes y después inunda toda la campiña y el interior de las aristocráticas mansiones– servirá como principal arma de lucha contra el Mal, tal cual la luz del sol actúa contra el vampiro. Tras esto, el argumento se complica, casi en tiempo real, hasta llegar a un nuevo intento de rescate que interrumpirá el inminente sacrificio de una niña, hija del matrimonio amigo de los protagonistas, quienes también se han visto metidos en el ajo desde el momento en que prestaron su ayuda ofreciéndoles refugio. Le sigue un segundo y definitivo clímax, que recuerda igualmente al también ofrecido en otra de las más interesantes películas de la Hammer, “Kiss of the Vampire” [El beso del vampiro, 1964], de Don Sharp. Así, la tradición genérica del principal ciclo de la productora británica –el del vampiro– termina por encontrarse intrínseco, de principio a fin, en lo que a priori quería ser una nueva derivada en su cine de terror, curiosamente sin que la presencia de Lee influya en ello. Este segundo clímax (y la propia película) finaliza con un guiño espiritual, delator de una determinada concepción del Bien y el Mal, algo simplista y adocenada, que desilusiona.

Algunos críticos califican “The Devil Rides Out” como una de las mejores películas de la Hammer, lo cual, personalmente, me parece sobrevalorarla un tanto, precisamente por alguno de sus defectos. Sin duda es una muy buena película, pero se encuentra lejos de lo conseguido con otras cintas de la casa, como las superlativas “Drácula” (Dracula, 1958), “The Revenge of Frankenstein” [tv: La venganza de Frankenstein, 1958], “Las novias de Drácula” (The Brides of Dracula, 1960) o “La maldición del hombre lobo” (The Curse of the Werewolf, 1961), todas ellas obras redondas también dirigidas por Fisher. Sí es verdad que Fisher consigue crear un poso de sugerencia, siempre latente, que aporta un clima muy especial a esta cinta; siempre más débil en su intensidad que en sus mejores obras, y por ello con riesgo de ser devorado ese clima por elementos más pedestres pero también más visibles y con un mayor peso objetivo en la trama.

Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)





martes, 24 de mayo de 2011

"CRONOS" (1993), de Guillermo del Toro


El vampirismo ha sido una temática capital para el cine ya desde los tiempos silentes. Ahí está “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, que daba comienzo a toda una historia de adaptaciones, revisiones, reinterpretaciones y ciclos que tienen su origen en la famosa novela de Bram Stoker “Drácula”, publicada por primera vez en 1897, y en otras obras literarias menos conocidas por el gran público, como “El vampiro” (1819), de John William Polidori, o “Carmilla”, de Joseph Sheridan LeFanu (1872), que incluso pudieron servir de inspiración directa para el autor irlandés. Desde entonces, el cine de vampiros creó dos grandes iconos, cuyos nacimientos corresponden a los dos momentos más trascendentales de la vida del personaje en el cine. Hablamos de la versión del conde a la que insufló vida Bela Lugosi en el “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, producida por Universal, y de su posterior reinterpretación y renacimiento a cargo de Christopher Lee en la adaptación de la novela que produjo Hammer Films y dirigió Terence Fisher, “Drácula” (Dracula, 1958), que, a raíz de sus más que evidentes connotaciones sexuales, ha quedado como la más canónica versión del mito, a la que siguió todo un ciclo dedicado al personaje dentro de la productora británica.

Esos dos hitos, con sus variaciones, marcaron lo que sería la caracterización general del vampiro como personaje cinematográfico durante toda la historia del cine. No obstante, algunos autores se han esforzado en modernizar o actualizar la esencia del personaje, ya no desde un punto de vista icónico, por lo tanto eminentemente visual, sino atacando el concepto en sí mismo y aligerándolo de elementos fantásticos, de manera que, aun manteniéndolos en cierta forma, lo hicieron desde una perspectiva más realista, más asumible en un contexto urbano, moderno y cosmopolita. Y no estoy hablando del triste revival vampírico de los últimos años, iniciado con la deleznable “Crepúsculo” (Twilight, 2008), de Catherine Hardwicke, que se ha empeñado en mostrar al personaje de un modo muy distinto a lo que es en realidad, pervirtiendo su significado y, quizás, obligando a perder (echando a perder, también se podría decir) el verdadero conocimiento del mito a varias generaciones de jóvenes espectadores que se enfrentaban a él por primera vez. Tres son los intentos más notables a la hora de traspasar la barrera de lo gótico, de los tópicos más conocidos y de esa caracterización del vampiro como un fatal y oscuro aristócrata de colmillos lujuriosos. Hablo de la esteticista “El ansia” (The Hunger, 1983), de Tony Scott, de este “Cronos” (Cronos, 1992) de Guillermo Del Toro y de la preciosa y ya célebre “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, que ya tuvo su posterior remake con “Déjame entrar” (Let Me In, 2010) de Matt Reeves. En su caso son tres modos muy distintos de traer al vampiro al mundo contemporáneo, alejándolo de su carácter mitológico y adaptándolo a territorios más pragmáticos, como lo es el actual universo en que vivimos, donde difícil es dar cabida a leyendas ancestrales y supersticiones populares.

1. “Cronos” es la primera película del mexicano Guillermo Del Toro, que tras varios cortos y trabajos para la televisión inició una andadura en el cine que, hasta el momento, siempre le ha llevado dentro de los márgenes de lo fantástico. Alternando el más puro cine de Hollywood, con la comercialidad bien entendida como premisa, aun sin que eso le haga perder su idiosincrasia como autor –“Mimic” (Mimic, 1997), “Blade II” (Blade II, 2002), “Hellboy” (Hellboy, 2004) o “Hellboy II. El ejército dorado” (Hellboy II. The Golden Army, 2008)–, con cintas más localistas, sugerentes, arriesgadas y personales –“Cronos” (1992), “El espinazo del diablo” (2001) o “El laberinto del Fauno” (2006)– se ha convertido en uno de los referentes incuestionables del cine fantástico actual, en uno de esos cineastas que siempre generan las mayores expectativas para el aficionado al género, dando el relevo a los ya caducos Carpenter, Romero o Craven; al menos hasta que estos demuestren lo contrario, si es que no debemos dar ya por terminada su vida útil.

En su momento “Cronos” fue una de las películas más caras del cine mejicano; Del Toro incluso tuvo que hipotecar su casa para hacer frente al presupuesto necesario para realizar la película tal y como la quería, no llegando nunca a ganar ni un peso con ella y solo saldando su deuda con el banco cuando cuatro años después cobró su sueldo como director de “Mimic”. El presupuesto previsto de un millón de dólares –una vez hubo fallado el productor americano que debía hacerse cargo de una cantidad en torno a la mitad de ese presupuesto– creció hasta que el montante final (gastos financieros incluidos) llegó aproximadamente al millón y medio de dólares. La película no despertó muchas pasiones entre los críticos y la administración mejicana, que podía haberla apoyado. Pero todo cambió cuando durante su periplo por los festivales de medio mundo –especialmente en su paso por Europa– comenzó a reconocérsele la estima que sin duda merecía. Tal éxito crítico no produjo, no obstante, un positivo reflejo en la taquilla, pero significó para Del Toro una magnífica carta de presentación y la llave de la puerta de entrada a un Hollywood al que desde entonces se encuentra ligado de forma exitosa.

En “Cronos” ya son visibles algunas de las constantes del cine del director mejicano, como la inclusión de niños entre los actores principales, el tratamiento romántico de alguno de los personajes protagonistas, no sin la presencia de una cierta ambigüedad –nada maniquea– en la composición de los mismos, y la irremediable presencia de un villano, en su caso sí más de una pieza. Dice Guillermo Del Toro que si existe un pasaje que define perfectamente lo que significa para él el cine fantástico éste se materializa en la secuencia de “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) –de James Whale– en la que el monstruo arroja a la pequeña María al lago, una vez ambos han terminado con la reserva de margaritas que lanzaban al agua para verlas flotar. Un lago, por cierto –como anécdota, viene bien saberlo– que se encuentra a tan solo cinco minutos de donde Del Toro tiene su hogar californiano: el lago Malibu. La inocencia del monstruo de Frankenstein –entendida como una pureza sin adulterar, de cuya ambigüedad emana cierta perversidad inconsciente y no reprimida, lugar donde se enfrenta la ternura a una villanía involuntaria– está muy presente en este primer largo, cargado de referencias obvias, pero tan sutilmente equilibradas que trascienden la mera literalidad.

2. “Cronos” nos cuenta la historia del anticuario Jesús Gris (Federico Luppi) –que vive con su mujer Mercedes y su nieta Aurora–, a cuyas manos, por azares del destino (o no), llega un extraño artilugio, obra de un alquimista del siglo XVI (presentado sinópticamente en el prólogo), que dota de inmortalidad a quien se somete gustoso a su dependencia. Escondido en la base de la escultura de un ángel, la salida de varias cucarachas por el ojo roto de la figura da buena cuenta de la putrefacción del alma que el artilugio representa; una imagen que recuerda otra similar –en su caso la efigie de un niño sonriente de cuya boca brotan igualmente cucarachas– en la estupenda “¡Suspense!” (The Innocents, 1961), de Jack Clayton; símbolos ambos de la ambigüedad entre el bien y el mal, entre la inocencia y la perversión, de la delgada línea que separa una cosa de la otra. Como sucede en los niños, la inocencia y el sadismo corren de la mano como algo natural, instintivo, desnudos como están de filtros sociales que hayan incidido en ellos. En el interior del artilugio su mecanismo incluye una especie de insecto vivo –con forma de larva– que al absorber la sangre de su poseedor realiza una especie de diálisis de la misma, provocando en él, además de una adicción, una suerte de vampirismo. Tan extraño objeto también está siendo buscado por el millonario y enfermo De la Guardia (Claudio Brook), a quien su sobrino Ángel (Ron Perlman) da labores de apoyo en la tarea de arrebatar a Jesús el anhelado artefacto.

El título “Cronos” no es casual y sí muy sugerente. En la película existe una constante y repetitiva atmósfera evocadora de elementos que mucho tienen que ver con el paso del tiempo; tanto desde un punto de vista pesimista o melancólico como desde su percepción de tranquilizadora placidez. Esa relación está presente en el mismo mecanismo del aparato, un ingenio vampirizador, de ínfulas casi divinas, que procede de siglos atrás y que se pone en funcionamiento como un juguete de cuerda. Su efecto en las personas que lo han utilizado, como es el caso del alquimista creador, es el de alargar artificialmente la vida, casi haciendo mutar el cuerpo en otra cosa, como si finalmente se tratara del envoltorio de una crisálida. El mismo oficio de Jesús Gris –es anticuario– lo configura como una especie de conservador, de protector de aquellos objetos a los que el paso de los años no han conseguido malograr en sus atributos; por lo tanto, digno guardián de un legado de dudosa bondad.

3. El clima familiar en el que se enmarca la relación entre la niña y sus abuelos parece ser sobrevolado por el alma del padre de Aurora, hijo a su vez de Jesús y Mercedes, cuya previa existencia casi podemos decir que solo se intuye, sin que el guión se digne siquiera insinuar sobre las causas y circunstancias de su desaparición, que se presume triste e inesperada, y que entronca con un insistente clima de ausencia, latente durante todo el metraje. Hasta la llegada del dispositivo en forma de huevo dorado, sus vidas parecían transcurrir con sosiego, acurrucadas en una confortable y monótona serenidad (quizás solo aparente). Un sosiego que es quebrado por la llegada del artilugio y de sus perseguidores: el industrial De la Guardia y su sobrino Ángel. Las referencias religiosas en los nombres de los protagonistas –obvio es– no son accidentales; no olvidemos que según las sagradas escrituras Jesucristo resucitó, alcanzando así la vida eterna. A esa constante presencia del tiempo, entendido como un concepto amplio, se une la idea de la decadencia física y moral a la que suele abocar el transcurrir de los años. Tal y como el general Sternwood recibía a Philip Marlowe (Humphrey Bogart) en “El sueño eterno” (The Big Sleep, 1946), de Howard Hawks, postrado en una silla de ruedas y rodeado del agobiante calor de un invernadero rebosante de orquídeas (“son repugnantes, sus pétalos se parecen demasiado a la carne humana, y su perfume tiene la fétida dulzura de la corrupción”), De la Guardia –un anciano enfermo y obsesionado con la idea de encontrar el ingenio que le proporcionará la vida eterna– recibe a Jesús Gris en una estancia protegida de la posible entrada de bacterias y decorada con las esculturas de los arcángeles que ha ido adquiriendo –con la esperanza siempre frustrada de encontrar dentro de alguno de ellos el ansiado instrumento–, colgadas de cadenas que penden del techo y envueltas en plásticos, como si de un ceremonial matadero de ganado se tratara. En el interior de unas vitrinas reposan los frascos que contienen todos los órganos que ya no forman parte del cuerpo de De la Guardia, momificados en formol en un intento de fantasear que aun siguen al pie del cañón; unos restos que funcionan como un recordatorio –un aviso, una advertencia– de la inevitable muerte que sufrirán el resto de las partes de su cuerpo que aun permanecen con vida; algo que con todos sus esfuerzos quiere evitar, aferrándose a una vida moralmente miserable. Ese entorno vital de De la Guardia se encuentra sumergido en un contexto físico de apariencia abandonada, ruinosa, una industria tomada por la herrumbre que pudiera simular la tópica guarida de cualquier psichokiller ochentero.

Ya he citado que la recurrente existencia de niños entre los personajes habituales del cine de Guillermo Del Toro se inaugura en ésta su primera película (si la memoria no me falla, sólo en “Blade II” está ausente tan recurrente elemento). Aparte de ser otro estigma que arrastra el director debido a su pasión por la famosa escena del lago de “El doctor Frankenstein” –enorgullecedora pasión que comparto con Del Toro–, la presencia infantil siempre aporta un punto de ternura, de humanización. Cualquier trama, por dura que sea, por violenta que sea, por fantasiosa o tediosa que sea, se humaniza y se hace más cercana con la presencia infantil. En el caso de “Cronos” esta presencia se materializa en el personaje de Aurora, la nieta de Jesús Gris. A diferencia de otros films de Del Toro y a semejanza de “El espinazo del diablo” o de “El laberinto del fauno”, la inclusión del infante en “Cronos” es fundamental en su concepción, y determinista para todo el planteamiento y el sentido de la película; en este caso nada anecdótica por tanto. Aurora mantiene una relación muy estrecha con Jesús Gris, tanto que más parece una relación padre-hija que abuelo-nieta. Su interpretación, con excepción del final, es completamente muda y por ello extraña. Casi parece un fantasma, y mucho sugiere un sustituto de su padre ausente, sino un nexo entre Jesús y su hijo, el padre de la niña. Aurora, a su vez, parece actuar de ángel de la guardia de Jesús, protegiéndole de la aparentemente nociva dependencia que éste ha desarrollado respecto al artilugio vampirizador. Aunque la relación de Jesús con su mujer, Mercedes, parece satisfactoria, en cambio a ésta no se le asigna en el guión un papel tan fundamental en la trama como sí lo tiene Aurora, a quien le pertenece un mayor protagonismo. Sólo en el momento final –del que hablaremos más adelante–, cuando la vampirización progresiva de Jesús parece estar a punto de convertirse en algo peligroso para Aurora, ésta habla. Tan solo dice una palabra: “abuelo”; y eso basta para que Jesús recapacite en décimas de segundo y decida no continuar por el camino al que parecía condenado. Como sucede en la mitología generalmente aceptada a la hora de hablar de otro clásico personaje –el hombre lobo–, solo el amor sirve para hacer frente a la maldición, para purgar los pecados y apaciguar el alma.

4. El vampiro, desde que adquiriera nuevos bríos gracias al cine de la Hammer, asimiló como propio el atributo de lo sexual, para ya desde entonces convertirse en un elemento indisociable del mito. Esta variación que propone Del Toro también mantiene esa connotación, pero desde un punto de vista bien diferente. Aquí el vampiro no trata de seducir y poseer al prójimo, sino que opta por el onanismo. Se trata más de la delectación propia que de una perversión ajena. Sugerente es ver como Jesús (F. Luppi) se encierra en el baño para disfrutar del placer que le proporciona el artilugio, poniendo excusas a las apremiantes llamadas a la puerta de su mujer, que le presiona para salir y acudir con ella a una cita; como si de un adolescente que se masturba a escondidas de su madre se tratara. Como cualquier yonqui, Jesús, al igual que De la Guardia –conocedor teórico de la experiencia aun sin haberla practicado– ansía entregarse a esa relación con un objeto tan peculiar y que tanto le subyuga. Únicamente, hacia el final de la trama, cuando Jesús se siente ceder ante la llamada de la sangre y se descubre a punto de atacar, de alguna manera, a su nieta Aurora, toma conciencia de su verdadera nueva condición. Así, de forma similar a como le sucedía al padre Karras de “El Exorcista” (The Exorcist, 1973), de William Friedkin –cuando al sentirse como un nuevo hogar para Satanás decide saltar por la ventana y librarse de la posesión–, Jesús se arranca del pecho el artefacto y lo destruye a golpes de piedra; siendo ese el principio de su verdadero y purificador final.

5. Pese a su incursión literal en el cine de vampiros, el espíritu de “Cronos” está mucho más cercano a ese otro personaje que es el monstruo de Frankenstein, versión Universal. No solo la cinta está plagada de una ternura muy especial, como la que concierne a la relación entre Jesús (vampirizado o no) y su nieta Aurora –que como ya he apuntado evoca la particular relación de la criatura con María, la ya citada niña del lago en “El doctor Frankenstein”, a la que daba continuidad el encuentro del personaje interpretado por Boris Karloff con la pastorcilla que éste trata de salvar en la poza de un río, esta vez en la prodigiosa obra maestra de James Whale que es “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935)–, sino que el aspecto del mismo Jesús Gris, una vez ha muerto por primera vez al ser arrojado dentro de un coche por un desfiladero, con quemaduras en la cara y grapas que le cierran las heridas de la frente, recuerda formalmente a ese icono que se instituyó como rostro oficial de la criatura gracias al maquillaje obra de Jack Pierce.

Pero la ternura no está reñida con lo bizarro –como diría el vocabulario charro de Guillermo–. Hay dos escenas que no tienen desperdicio, como la de Jesús, vestido de esmoquin, tumbado boca abajo en el frio suelo de un urinario público y lamiendo con fruición un charquito de espesa y roja sangre –producto de la hemorragia nasal de un tercero–; o los simpáticos tejemanejes que se trae con el supuesto cadáver el descamisado empleado de la funeraria (interpretado por el actor Daniel Giménez Cacho), cual carnicero sobre el mostrador de su establecimiento.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 36 correspondiente al mes de abril de 2011.