Y siguen los ecos recientes de EL PADRE DE FRANKENSTEIN, esta vez acompañado de mi buen amigo y colega José Manuel Serrano Cueto y su extraordinario estudio sobre TOD BROWNING publicado por Cátedra.
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/09/29/cultura/1317285536.html
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
jueves, 29 de septiembre de 2011
miércoles, 28 de septiembre de 2011
"EL PADRE DE FRANKENSTEIN" en la tele¡¡
En el minuto 7.22 del programa "Continuará" de la TV2 Catalana han emitido una bonita reseña sobre mi libro. Aquí os la dejo.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/continuara/continuara-27-09-11/1208660/
http://www.rtve.es/alacarta/videos/continuara/continuara-27-09-11/1208660/
jueves, 22 de septiembre de 2011
lunes, 12 de septiembre de 2011
"SCIFIWORLD MAGAZINE" 42, ESPECIAL SITGES
Este mes, por ser un número especial, no hay sección "La máquina del tiempo", pero mi contribución está en unas breves reseñas de alguna de las películas que ganaron premio en Sitges antaño: Rojo oscuro (Profondo Rosso, 1975), Kamikaze 1999 (Le dernier combat, 1983), En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), Re-Animator (Re-Animator, 1985) y Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986). Ademas...
Un número especial en el que se cuenta la historia del Festival de Sitges, anédotas, curiosidades, reseñas de las 43 películas ganadoras, entrevistas con Joan Lluis Goas, Roc Villas, Alex Gorina, Ángel Sala y Mike Hostench, y más de 200 fotografias del Festival de Festivales, desde sus inicios hasta hoy en día.
Además encontrarás otros contenidos como un Maestros del Fantástico dedicado a la figura de Richard Matheson; una entrevista con Matt Wood, el técnico de sonido de Star Wars; y secciones como el Menú Fantástico, El Tubo catódico de la Dra. Zora G, Cine Asiático, Hollodeck...
Sin duda un número que no puede faltar en tu colección. A partir del día 15 en los quioscos.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
"NOCHE DE MIEDO" (FRIGHT NIGHT, 1985)
Ya bien entrada la década de los ochenta, la evolución del cine de terror llegaba a un punto en que se daba un cierto desajuste entre el significado (su contenido semántico) y el significante (la literalidad de su forma) de una parte nada desdeñable del género. Lo que hasta ese momento había disfrutado de una coherencia entre lo que mostraba y el impacto buscado en el espectador, a partir de cierto punto, degeneró en un cambio –una incongruencia- respecto a cómo el (espectador) iniciado respondía ante algunos de los códigos genéricos superficiales que, sin embargo, no parecían haber cambiado respecto a décadas precedentes. De ahí, por ejemplo, que las correrías de los diversos psicokillers de aquellos últimos años fueran vistas por la mayoría de los espectadores especializados –aquellos que atesoraban ya un bagaje considerable- como inspiradoras de jolgorio y compadreo cuando se encontraban sumidos en las tinieblas de la sala oscura. Todo ello quizás debido a los abusos perpetrados –también disfrutados de lo lindo- por un tipo de cine que, al igual que había sucedido en los años cuarenta con el cine de la Universal como ejemplo más palpable, se veía empujado hacia una decadencia de sus propios símbolos sin otra posible salida aparente; paso previo a una potencial renovación, reinvención o vuelta a sus más atávicos orígenes, desde donde volver a empezar de alguna manera. Finalmente, siendo como es el cine de terror uno de los géneros más vivos e interdependientes de su particular público, se produce una especie de efecto espejo, donde la percepción distorsionada de los patios de butacas salta a la pantalla y se alcanza, de nuevo, esa convergencia que se había perdido con la connivencia de los creadores.
Ya lo había entendido así -y de forma precoz- Roman Polanski con “El baile de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers, 1967), donde anticipaba el desgaste y el fin de una época respecto a lo que había sido el cine de la Hammer hasta esa fecha. Desde el respeto, la asunción y el conocimiento detallado de todas sus claves -tanto externas como implícitas y valiéndose del uso de la desmitificación como acertado crisol- se trataba de hacer aflorar, a través del humor, las entrañas conceptuales y estéticas que el género había estado utilizando en los últimos tiempos.
Desde ese mismo punto de vista debe valorarse “Noche de miedo”; ópera prima de Tom Holland y una de las películas clave del cine de terror de la década de los ochenta, que no por su acentuado tono de comedia teen es menos digna de ser tenida en cuenta. Al igual que la citada obra de Polanski, la base argumental no puede ser más tópica dentro del subgénero vampírico; en este caso con la propia novela de Stoker (“Drácula”) como descarada influencia e hilo conductor. Por si alguien no lo tiene claro, vamos a verlo a continuación. Un centenario vampiro -aunque de galante aspecto- se muda a un destartalado caserón donde pretende iniciar una nueva existencia o buscar un cambio de aires. Le acompaña un asistente –en apariencia humano- que le protegerá de los intrusos durante sus sueños diurnos. Casualmente, el vampiro conoce a una mujer que parece ser la reencarnación de un antiguo amor, a la que tratará de ganar para su causa y hacerla su compañera. Entretanto, el legítimo pretendiente de la muchacha y un falso alter ego del profesor Van Helsing tratarán de impedírselo y de darle caza a la vez. Todo esto sobre un sofrito compuesto por todos los tópicos cinematográficos habidos y por haber alrededor del personaje del “no muerto”.
Visto esto, no es en la novedad precisamente donde reside la importancia de “Noche de miedo” sino en la conciencia postmoderna y generacional –ochentera, desde un punto de vista estético e incluso musical- de la que hace gala desde su mismo estreno y que aun hoy mantiene bien vigente, además de constituirse en un muy bien hilvanado y divertido entretenimiento, que no es moco de pavo. La jugada se completa con la ordenación de una serie de elementos que, en su conjunto, componen un extraordinario alarde de complicidad con el aficionado. Se introduce el personaje de Peter Vincent -interpretado por Roddy McDowall, una consolidada figura del fantástico-, nombre que de forma subliminal evoca a dos actores claves en la historia del género, Peter Cushing y Vincent Price, dos de los más grandes iconos del fantastique.
Peter Vincent es en la ficción una antigua figura del cine de terror venida a menos, tan en declive como el mismo género al que representa, y cuya única ocupación residual es haber quedado relegado a la presentación de un casposo programa televisivo dedicado al terror, del que finalmente es despedido por falta de audiencia. Según el propio personaje cita -más o menos literalmente- “parece que a la juventud de ahora sólo le gusta ver como un psicópata con pasamontañas se dedica a descuartizar jovencitas vírgenes”; una crítica velada a los derroteros por los que caminaba el género por aquel entonces; no olvidemos que la ya cercana década de los noventa no fue precisamente brillante –cuantitativa y cualitativamente hablando- en lo que al cine de terror respecta, salvo ciertos megahits como “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991) de Jonathan Demme o “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola; coyuntura similar a la sufrida de manera generalizada por el género durante los años cuarenta, que perdieron la inercia del período de gloria en que se había convertido la previa década de los treinta, aunque en su caso con excepciones tan agradables como el ciclo de terror producido por Val Lewton. Pero es esa realidad (en este caso también ficticia) que siempre supera a la ficción la que conseguirá dar nuevos bríos a una carrera como cazavampiros de guardarropía que parecía extinguida. El aficionado al género tiene además un personaje con el que sentirse plenamente identificado, el “experto” amigo del héroe -al que éste apoda “Evil” en la versión original-, de quien solicita un desesperado consejo sobre las más variadas formas con las que protegerse del vampiro, y cuya propia condición de “freak” –esa que todos los fans asumimos, unos con más desvergüenza que otros- es además invocada por el vampiro al que encarna Chris Sarandon para hacerle ceder ante una inminente vampirización: “yo sé lo que es sentirse diferente”, le dice; tras lo que “Evil”, con lágrimas en los ojos, toma su mano reconociendo el estigma y aceptando la salvación/condena que se le ofrece, por otro lado sin mucha más opción.
El canónico conde vampiro se transforma aquí en un irresistible, lozano, estiloso, atractivo y madurito ligón de discoteca. No obstante, la modernidad no olvida del todo la tradición y el vampiro se vincula férreamente a un decorado (magnífico) -el caserón herrumbroso y polvoriento- que le une a la más estricta ortodoxia de sus antecesores, ya sea la de “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens , 1922) de F.W. Murnau (del que también hereda sus largos dedos), del “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, o del aun más reciente y mucho más temible señor Barlow de “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979) de Tobe Hooper.
No se aleja demasiado de la ortodoxia genérica el comportamiento de aquella que es pretendida por el vampiro, Amy (Amanda Bearse), que se muestra pudorosa y apocada en la relación que mantiene con su novio Charley (William Ragsdale), mientras que -muy al contrario- se suelta la melena ante las obscenas insinuaciones de Jerry Dandrige -el vampiro- (Chris Sarandon) durante el acoso en la pista de baile, pasando más tarde de vestir andróginos atuendos deportivos a vaporosos y escotados camisones. Comportamiento de las féminas que dejó bien definido y estandarizado Terence Fisher desde el primer Drácula de la Hammer, allá por 1958 y que no es más que la materialización de la función transgresora de una moral retrograda por parte del vampiro. También se intuye latente cierta referencia a la homosexualidad (bisexualidad en este caso) entre el vampiro y su siervo humano, servida en bandeja por la muy estrecha relación que observamos entre ellos. No se ahorra tampoco la referencia explícita al tema en boca de la madre del héroe, que al enterarse de que tiene dos nuevos y apuestos vecinos exclama algo así como: “con la suerte que tengo seguro que serán maricas”. La decisión de casting se aparta aquí del tópico que el género siempre atribuyó a la figura del sirviente del vampiro, indefectiblemente representada por la imagen de un estirado y siniestro mayordomo o por la de un patético lunático (el Renfield de turno y todos sus sucedáneos), ahora en cambio personificada en la de un joven apuesto; eso sí, con cierta expresión de pirado. El carácter sexual del vampiro no es ninguna aportación novedosa, pero sí se hace aquí necesariamente más explícita –sin necesidad de recurrir a la recurrente sugerencia- dado el contexto actual y discotequero en el que se introduce al personaje, al que Chris Sarandon borda, por otro lado.
El clímax final se aferra igualmente a los tópicos que instauraron en el género las películas de la fenecida Hammer; una manera de continuar (u homenajear) conscientemente la tradición más que una falta de imaginación; así, el vampiro, una vez más, es destruido por los purificadores rayos del sol.
NOCHE DE MIEDO II
Tres años después llega la inevitable secuela, “Noche de miedo II”, a la que la primera parte dejaba la puerta abierta en su plano final, a pesar de que lo que se intuye en dicho plano no enlaza en modo alguno con esta continuación. Dirige ahora el televisivo (dicho esto en el más amplio sentido de la expresión) Tommy Lee Wallace, que demuestra menor imaginación en su realización que Tom Holland, quien no participa con ningún crédito en esta producción.
Un tosco prólogo monocromático refresca la memoria del espectador, tras el que directamente vemos como Charley Brewster es dado de alta del tratamiento psiquiátrico al que parece haberle llevado su anterior aventura. Convencido tras la terapia de que todo lo pasado fue fruto de su imaginación y de que los vampiros no existen, comienza una nueva etapa; con nueva novia además e igual de poco complaciente que la anterior. Las peripecias pasadas junto a Peter Vincent –que sigue presentando el programa de televisión “Fright Night”- han hecho que ambos vean estrechada su relación; aunque Charley le sigue la corriente a Peter en lo referente al tema de los vampiros, no revelándole su actual convencimiento sobre la inexistencia de los mismos. Los vampiros entran de nuevo en escena en forma de un variopinto y compacto grupo que se traslada a bordo de una limusina y que está formado por Regine -una seductora vampiresa de aspecto latino que resulta ser la hermana vengadora del finado Jerry Dandrige y que se encarga de subir la temperatura de la función-, un robusto chofer/mayordomo comedor de insectos –cual Renfield-, un torpón y enamoradizo hombre lobo –que parece vivir un eterno período iniciático- y un sexualmente ambiguo personaje de raza negra de apariencia hipermoderna que ataca a sus víctimas montado sobre unos patines.
La trama nos revela que el objetivo de tan singular grupo es vengar la muerte del hermano de Regine, que intentará vampirizar a Charley con el fin de poder torturarlo eternamente; tentador tormento que se intuye sería aceptado gustosamente por cualquiera. El guión es deslavazado –sin la consistencia del previo- y se dedica a relacionar una serie de anécdotas protagonizadas por los diversos personajes que no hacen más que aportar minutos a una trama sin intriga que, no obstante, no llega nunca a ser aburrida aunque carece del empaque, el encanto y la unidad que destilaba la película original. Sí es cierto que se consigue algún momento visualmente destacable, como el ataque -a cámara lenta y sobre patines- del citado vampiro sexualmente ambiguo en los neblinosos pasillos de la universidad.
El tono humorístico aumenta en esta secuela, optando por el chiste fácil en contraposición a la simpatía ligera que recorría todo el metraje de la película de Holland. En definitiva, y como era de esperar, una continuación que bien puede servir para hacer valorar en su justa medida las virtudes aparentemente intrascendentes –pero de peso- de su predecesora.
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
Juan Andrés Pedrero Santos
martes, 23 de agosto de 2011
Una delicatessen: el ARTIST´S EDITION del Thor de Walter Simonson
Hay ediciones que deben considerarse una auténtica delicatessen por el placer que proporcionan a los sentidos (por desgracia, también por su precio, en este caso 100 dólares más gastos de envio). Ese es el caso de la edición que IDW ha sacaso de algunas de las páginas que Walter Simonson dibujó para Thor. Se trata de un libro en tapa dura, de 176 páginas del tamaño original de aquellas en que están dibujadas realmente, escaneadas con alta calidad de los propios originales e impresas en un papel muy similar a aquel en que trabajan los dibujantes de Marvel. Os dejo unas fotos para que veais el tamaño y la pinta que tiene (adjunto en las fotos un comic book para que veais la diferencia de tamaño entre el formato en que se editó originalmente y el de esta edición. Podeis comprarlo en https://shop.idwpublishing.com/walter-simonson-s-thor-artist-s-edition.html
viernes, 19 de agosto de 2011
CONAN EL BÁRBARO (2011)
Publicado originalmente en SCIFIWORLD.ES (pinchar aquí para ver publicación original)
Nunca me acostumbraré a la decepción recurrente que se siente al ver todas las expectativas tiradas por tierra cuando Hollywood entra en la tarea de aportar una nueva versión de películas consagradas, ya clásicas, de esas que están por encima del bien y del mal gracias a su muy bien ganado y merecido encumbramiento, habiendo demostrado con el paso de los años por qué están ahí. Uno ya se temía lo peor –más por las decepciones precedentes que por otra cosa– cuando se anunció una revisión de la magistral película que John Milius dirigió en 1982. Flaco favor añadió a esto la elección de Marcus Nispel como responsable del proyecto; pues la fallida, a ratos desconcertante, “El guía del desfiladero” (Pathfinder, 2007) no era precisamente un aval a destacar, en mi opinión. Quedaba pendiente, además, la elección del actor que volviera a dar vida al cimmerio creado por Robert Ervin Howard; otro elemento que añadía a la propuesta mayor riesgo si cabe.
Finalmente, visto este nuevo “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 2011), pese a las buenas intenciones existentes en el diseño global de esta revisitación del personaje, que no remake (y no me refiero únicamente al aspecto visual, sino al conjunto de pretensiones que atesora la producción, todas ellas lícitas, serias y respetables, tanto desde ese punto de vista como del argumental y del resto de sus elementos creativos), y al pundonor y honestidad que Jason Momoa demuestra en su interpretación del bárbaro, no queda más que opinar que estamos ante un nuevo fiasco. Más lamentable cuando es patente que esta nueva versión no pretende simplemente hacer caja durante el primer fin de semana de su estreno mundial, aprovechándose así del éxito que el personaje obtuvo en el cine gracias a la película de Milius (que de ningún modo apoyaron la blandita secuela y la lamentable seudosecuela de Richard Fleischer), sino que su objetivo, obviando las igualmente lícitas expectativas comerciales, está en actualizar la saga y en poner de nuevo en el candelero cinematográfico a un icono que, en buenas manos, podría haber dado mucho más de sí; no es el caso. Me temo mucho que la potencial franquicia queda ya truncada; y creo que sus responsables, dado el estreno mundial en el mismo fin de semana (para evitar el efecto boca a boca) y demás artimañas comerciales para evitar que se hable de la película antes de su estreno, también lo creen así.
Podemos asumir que la sobreactuación de los efectos digitales y ciertas concesiones atribuibles a la influencia original del cine de Hong Kong son elementos hijos de nuestros tiempos; que a algunos, anclados en el pasado, aun nos cuesta digerir. Por otro lado, a su favor está la decidida aprehensión de los códigos del gore, elemento de estilo –casi más que subgénero– tan denostado hoy en día en cierto tipo de cine cuyas pretensiones comerciales sirven de barrera de contención en ese concreto punto. Su falta de concesión es ahí encomiable, más cuando no sigue la tradición de ligereza y pusilanimidad en la que terminó el personaje con las pobres secuelas de Fleischer –entonces decíamos que su tono era más juvenil que el de la película de Milius–. En cambio, no existe correspondencia de esa asunción de lo truculento cuando se trata de encarar el tratamiento de lo sexual o lo erótico, que de forma tan sugerente llegó a representar Milius, y que hoy por hoy, en unos tiempos supuestamente más permisivos (solo supuestamente) debieran haber dejado más libertad en ese aspecto.
Hay que valorar también, en contra de lo que pudiera parecer dada la abundancia de efectos digitales, una cierta moderación en el uso del exceso visual al que tan proclive se muestra el cine que cuenta con esa alternativa técnica. Prudencia, no obstante, de la que se deben exceptuar las luchas con los guerreros de arena y con el monstruo acuático, en las que se hubiera apreciado una mayor concisión. Un exceso que bien pudiera haberse abierto camino en lo conceptual a partir de la escena en que Conan-niño presenta el potencial bárbaro de su personaje, pero que se frena ahí y no tiene mayor desarrollo, quedando más como un guiño a las expectativas generadas que como otra cosa.
Los personajes –sobre el propio Conan y su intérprete ya hemos dicho algo– son tan extremos en sus caracterizaciones que se sitúan en un plano poco adulto, aunque no tan vacíos como sucedió en las secuelas dirigidas por Fleischer, puestos a comparar. Su extremismo está más que nada en lo estético, no existiendo profundidad en su retrato, al que sólo se aporta bidimensionalidad, no fondo; lo que deriva en el desinterés del espectador una vez queda clara la falta de matiz, de modulación y de resonancias en los personajes. No podemos decir que en la película de Milius existiera esa profundidad de la que aquí se carece, pero era bien suplida con el carácter épico que a todo se extendía, y que aquí tampoco existe. Las tribulaciones de Conan no son en este caso más que encontronazos con diversos villanos, sin afán alguno de trascendencia ni de imposturas míticas, sin representar la búsqueda bien hilada de nada concreto; tan solo un paseo entre sangre, heridas y huesos rotos. Comparando, comparando –por mucho que algunos estimen que, dada la pretendida actualización del personaje, se debiera dejar de lado, por obsoleto, ese recurso analítico–, ni siquiera la banda sonora, insípida, le hace sombra a las extraordinarias notas de Basil Poledouris. En fin, seguiremos disfrutando de John Milius, que, por cierto, tenía más sentido del humor.
Juan Andrés Pedrero Santos
lunes, 15 de agosto de 2011
"UNA PANDILLA ALUCINANTE" (THE MONSTER SQUAD, 1987)
Invadida por la nostalgia de tiempos pasados, a medio camino entre el homenaje y la revisitación, tres son los pilares sobre los que descansa el poso referencial de “Una pandilla alucinante” (The Monster Squad, 1987); la que fuera segunda y más valiosa película de Fred Dekker tras su simpática pero irregular ópera prima “El terror llama a su puerta” (Night of the Creeps, 1986), aquella mezcla entre el cine de zombis y las habituales cochinadas orgánicas de David Cronenberg, donde Dekker ya se mostraba como gran amante de los guiños y de las referencias explícitas (los apellidos de cinco de los personajes de “El terror llama a su puerta” eran –nada más y nada menos– Romero, Carpenter, Cronenberg, Landis y Raimi):
1) Por un lado, como sustrato general, tenemos toda la evolución que ofreció el cine de terror de la Universal desde que tomara forma como tal con “Drácula” (Dracula, 1931), de Tod Browning, hasta su posterior transformación y progresiva degradación; aquella que tuvo lugar con los delirantes pero complacientes cócteles de monstruos primero y con las aportaciones residuales del dúo cómico formado por Abbott y Costello después.
2) Muy presente –aunque descafeinada– está también la influencia de una muy concreta serie de cómics, publicada por la editorial Marvel, que significó un hito trascendental en la historia del cómic de terror. Hablamos de la introducción del conde Drácula como un personaje más del particular universo superheroico y supervillanesco de tan distinguido sello. El personaje creado por Bram Stoker era así convenientemente marvelizado, definiéndosele como un terrible, violento y sanguinario supervillano. Drácula nacía para Marvel y sus lectores en 1972, en el número uno del comic-book “The Tomb of Dracula” y, aunque con un descanso de años, estuvo protagonizando diversas aventuras tanto en ese mismo “The Tomb of Dracula” (donde también apareció por primera vez el luego cinematográfico personaje llamado Blade) como en el magazine en blanco y negro “Dracula Lives!” –formato ya libre del históricamente funesto “Comics Code”–, hasta concluir con la miniserie en color “The Curse of Dracula”, aunque ésta fuera publicada originalmente por la editorial Dark Horse en 1998 y con un Drácula que nada tenía que ver con el que residía en “The Tomb of Dracula”, cambiando la capa por una cazadora de cuero negro, y además mucho más violentamente moderno que lo que era el personaje en las páginas de Marvel. Si bien hubo algunos otros dibujantes y guionistas que pusieron su granito de arena en el desarrollo del personaje, quienes verdaderamente lo hicieron mítico y a los que se les debe toda la calidad artística que destilan las andanzas marvelianas del conde vampiro fueron el dibujante Gene Colan y el guionista Marv Wolfman (ambos también juntos en “The Curse of Dracula” de Dark Horse), a los que se unía el entintador Tom Palmer para embellecer los sinuosos lápices de Colan. Gracias a ellos, la serie se convirtió en todo un referente para el género de terror en el mundo de la historieta, en el que ya existían los no menos ilustres precedentes publicados por EC Comics (años cuarenta y cincuenta: “Tales from the Crypt”, “The Vault of Horror”, “The Haunt of Fear”) y Warren Publishing (desde 1964: “Creepy”, “Eerie”, “Vampirella”).
3) Por último, el exitoso concepto que supuso “Los goonies” (The Goonies, 1985), de Richard Donner, es una evidente inspiración para “Una pandilla alucinante”, donde los protagonistas, como en el caso que nos ocupa, eran una encantadora y heterogénea cuadrilla de chavales dispuestos a correr mil y una aventuras. Esta influencia –intenciones oportunistas aparte– concede a la película el marcado tono fresco, inocente y juvenil que se apropia de todo el metraje.
Con estos mimbres, mucho cariño y más admiración, Fred Dekker, poniendo en imágenes todo aquello que como cinéfilo y adicto a los cómics podía sólo soñar años antes, construye una pequeña y simpática pero muy estimulante película; uno de esos casos en que el torrente de ternura y nostalgia que desborda por los cuatro costados consigue hacer que el espectador se embarque de polizón en la propuesta que se le plantea, desarmado de cualquier otra intención que no sea la de disfrutar con el sincero y, en este caso, blanco espectáculo que se le ofrece. Con los años, ya convertida en eso que todos llamamos una película de culto.
El argumento plantea una especie de distopía que, mezclando fantasía y realidad, desarrolla (solo sutilmente) qué hubiera sucedido si los intentos de Abraham Van Helsing para destruir al conde vampiro y a sus acólitos hubieran fracasado. Situación a la que precede la introducción de unos antetítulos que ya presentan la situación de modo apocalíptico: “…pero fracasaron” (“They Blew It” en original, algo así como un más coloquial “la pifiaron” o “la cagaron”). Los títulos de crédito, impresos en rojo sangre, hacen compañía a un travelling lateral que avanza sobre un gótico cementerio. Un fundido encadenado le sucede y la cámara continúa moviéndose, pausada, mostrando ahora el típico castillo montado sobre escarpados riscos, con el que tantas películas de la Hammer comenzaron su andadura. En una estupenda y vibrante escena de apertura, una turba pueblerina liderada por un Van Helsing armado con ballesta –que bien pudiera haber salido de cualquier capítulo de “The Tomb of Dracula”– toma el castillo al asalto antorchas en mano. Su objetivo no es otro que abrir una puerta a otra dimensión, hacia la que deberán arrojarse los monstruos que habitan la fortaleza. La puerta podrá ser abierta sólo mediante la ceremonial lectura en alemán de un pergamino, cuyas frases en él escritas deberán ser pronunciadas por una mujer virgen. Aunque esta escena recuerda al final de “En busca del arca perdida” (Raiders of the Lost Ark, 1981), de Steven Spielberg, y el emerger de los cadáveres de la tierra evoca igualmente el clímax de la escena de la piscina en “Poltergeist: fenómenos extraños” (Postergeist, 1982), de Tobe Hooper, las referencias a las películas de monstruos de la Universal son, desde ese primer momento, mucho más obvias y detalladas: el cementerio de “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931), de James Whale; los exóticos y anacrónicos armadillos y zarigüeyas que pueblan el castillo de Drácula, como en el “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning; el bastón cuya empuñadura emula la cabeza de un lobo que aparecía en manos de Claude Rains en “El hombre lobo” (The Wolf Man, 1941), de George Waggner; y más. No obstante, la altivez, ferocidad y particular apariencia vampírica del conde y sus novias recuerdan al más reciente e infravalorado “Drácula” (Dracula, 1979) de John Badham, e igualmente a la vestimenta del personaje en los citados cómics de Marvel; todo pese a que la elección del actor que lo interpreta (Duncan Regehr) se presente como el error de bulto más evidente, demasiado joven y relamido para interpretar al rey de los vampiros; aunque, como curiosidad que bien valdría una investigación para conocer si el actor está buscado o no intencionadamente, tiene un tremendo parecido con Colin Clive, aquel que interpretara al doctor Frankenstein en las dos películas que James Whale dedicó a ese personaje, la ya mentada “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) y la singular “La novia de Frankenstein” (Bride of Frankenstein, 1935). Para más inri, tan peculiar vampiro se pasea a bordo de un haiga funerario, digno vehículo de “La familia Monster” (The Munsters, 1964), con lo que se referencia así lo que no era más que otra referencia, esto es, la referencia al cuadrado.
Pero no terminará ahí el ejercicio de nostalgia crónica. La curiosa reunión de todos los monstruos clásicos –Drácula, la momia, un hombre lobo muy a lo Waldemar Daninsky, un encantador e inocente monstruo de Frankenstein y el definitivamente universaliano monstruo de la laguna negra–, venidos como desde otra dimensión, reaparecen en el mundo moderno para cumplir con una maldición cíclica gracias a la cual intentarán hacerse con el poder, como cualquier megalómano supervillano del cómic. Una premisa argumental que no queda muy bien explicada, tanto ni por las motivaciones de tan heterogéneo grupo comandado por Drácula, ni por el origen del renacimiento de alguno de sus componentes (léase el hombre lobo y el monstruo de la laguna negra), que literalmente salen de la nada; por lo que vamos a dar por sabido y asumido que eso es lo de menos; si admitíamos las disparatadas reuniones de monstruos en lo que fueron los últimos estertores de los ciclos que la Universal consagró a cada uno de los diversos personajes, no vamos a ponernos ahora exquisitos. En cambio –con algo más de coherencia–, la momia procede de un museo, y Drácula y el monstruo de Frankenstein son transportados en ataúdes por un avión de nombre “Browning”; leyenda escrita con grandes letras en el fuselaje. Mas pistas, referencias, y solicitud a gritos de complicidad con el espectador no se pueden pedir.
El tono amable, adolescente y el humor blanco predominante –sin que falte alguna inocente aportación picante (si se me permite la ambigüedad de unir tan aparentemente contrapuestos adjetivos), como sucede en el pasaje de la finalmente falsa virgen– procede directamente de un intento de emular o de seguir la estela del éxito de la ya citada “Los goonies”; intención que se consigue con nota; pudiéndose entender tanto “Una pandilla alucinante” como “Los goonies” partes integrantes de un muy específico (mini)subgénero: el de las aventuras fantásticas juveniles, de las que el cine de Joe Dante con sus “Gremlins” (Gremlins, 1984), “Exploradores” (Explorers, 1985), “Pequeños guerreros” (Small Soldiers, 1998) o “Miedos” (The Hole, 2009) es también un muy buen ejemplo. En el grupo protagonista no falta ningún arquetipo: el gordito tontorrón y zampabollos, el chulito guaperas, la hermanita pequeña metomentodo y un par de personajes neutros que sirven para compensar los extremos. Se trata de un grupo de críos enamorados de los monstruos del cine de terror, a los que toman mucho más en serio que su entorno adulto, preocupados éstos por otras cosas más de este mundo que de aquel. Y quien mejor que ellos –quizás los únicos verdaderamente preparados y dispuestos para hacerlo– que ser quienes se erijan en bastión irreductible desde el que derrotar a tan siniestros enemigos. Metidos en faena, de todos es sabido que la principal fuerza de los vampiros reside en que (casi) todo el mundo cree que no existen, lo que protege de algún modo su existencia manteniéndolos en la sombra; todo esto en la ficción. Esa premisa, extendida a cualquier otra monstruosidad fílmica, es la que tiene bien asumida “The monster Squad” (el nombre con el que se autobautiza la pandilla de adolescentes y también título original de la cinta), y de ahí su conciencia de ser los únicos que pueden hacer frente a tan terrorífica invasión. El chascarrillo de Dekker se amplía hasta incluso la aparición de los jeeps y tanques del ejército, que –a diferencia de su siempre oportuna aunque normalmente inútil llegada en el cine americano de ciencia ficción de los años cincuenta– en este caso se revela como extemporánea e ineficaz, ni siquiera sirviendo para aportar dramatismo a la trama –como lo hacía en aquellos casos–.
Hay aquí, también, una confrontación permanente entre el mundo de los adultos (profesores, padres) y el de los adolescentes que componen “The Monster Squad” (“La pandilla del monstruo” se hacen llamar en la versión doblada). Ambos grupos se presentan como un claro símil que reproduce el antagonismo entre realidad y fantasía, dos mundos aparentemente excluyentes entre sí. Los jóvenes veneran la fantasía, y son los personajes que pueblan sus aventuras los que irrumpen peligrosamente en la realidad de los adultos. Precisamente es un personaje marginado (un freak al que llaman el ogro alemán, origen aquí de connotaciones siniestras sobre las que no se evitan las alusiones al nazismo) el único adulto que entra a formar parte del grupo, el eslabón perdido. Es así como se rompe esa dualidad y ambos mundos se funden en uno solo. La necesidad de que sea una virgen (símbolo de pureza crepuscular, de inocencia infantil pendiente de desaparecer en cualquier momento) quien realice el ritual que desterrará a los monstruos es otra sugerente idea sobre la que reflexionar a la hora de interpretar parte de la película, la cual podemos entender como una puesta en escena del abandono de la infancia y el paso a la edad adulta, tiempo donde ya desaparecerán los monstruos, al menos los verdaderamente inofensivos, aquellos que pueblan la fantasía, y de donde quizás, al crecer el individuo, desaparecerán para siempre. Solo quizás...
Mientras que en las citadas reuniones de monstruos de la vieja Universal éstos se dedicaban a luchar entre sí o simplemente a aparecer por la misma pantalla, unos tras otros, sin relacionarse entre ellos demasiado, aquí, con el conde Drácula al mando, se unen en cuadrilla con un fin común. Así, la individualidad que cada cual mantenía en las películas, donde cada uno de ellos era dueño y señor de las tramas, se pierde aquí a favor de la idea de grupo. Ya no son criaturas sobrenaturales o desnaturalizadas que pululan por nuestro mundo, del que también, de alguna manera, proceden igualmente, sino que su unión casi en términos militares, como si de un reclutamiento de iguales se tratara, desembarca desde otra dimensión para hacer la guerra a los humanos.
No obstante, a pesar de la agradable confraternización a la que nos obliga la propuesta de Dekker, la caracterización (espiritual, que no física) de algunos de los monstruos, especialmente en el caso de la momia y del monstruo de la laguna negra (éstos insípidos totalmente), y al igual que le sucede al conde Drácula (lo que dada su importancia en la trama tiene mucho más delito), deja mucho que desear; presentándose como personajes planos a los que no se les da oportunidad alguna de demostrar algún matiz. No ocurre lo mismo en el caso del hombre lobo, algo más humanizado, ni en el del monstruo de Frankenstein, en relación al cual Fred Dekker incluso se permite la perversión argumental de dar una resolución diferente a la que dio James Whale en la escena de la niña de las flores y el monstruo al borde del lago. Recordemos que en “El doctor Frankenstein” (Frankenstein, 1931) la niña es lanzada al agua por la inocente criatura justo después de habérseles acabado las flores que se encontraban lanzando al lago, ahogándose trágicamente a consecuencia de ello. En la evocación que hace “Una pandilla alucinante” de esa clásica y famosísima escena de la película de Whale (censurada en los tiempos de su estreno en muchos países), Dekker da un giro a la acción y convierte en amigos a la niña y a la criatura, que, pese a recibir órdenes precisas de su amo (Drácula) de matar a los niños integrantes de la pandilla, hace algo tan diferente como es el relacionarse amistosamente con ellos y ayudarles en su tarea. En el film de Whale el monstruo –a esas alturas– era igualmente amigable, solo que su extrema inocencia daba luego pie a la tragedia.
De esta manera se pierde la oportunidad de profundizar de algún modo en unos personajes que los ciclos de la Universal, saldados y liquidados en la década de los cuarenta, habían convertido en monigotes; pudiéndose haber hecho el esfuerzo de reivindicar la mayor humanización de los mismos que aún tenían al inicio de la década de los treinta; aunque sólo fuera desde un punto de vista ligeramente cómico, que en el contexto de “Una pandilla alucinante” hubiera sido el más propicio.
Auténtica muestra del cine fantástico de los años ochenta, del que la industria del cine viene mamando mucho últimamente, ya a la espera (¡cómo no!) de un remake.
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, en su nº 31, correspondiente a octubre del 2010)
Juan Andrés Pedrero Santos
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