El número correspondiente al mes de noviembre, que ya está en los kioskos, es nada menos que un especial dedicado al escritor Howard Phillips Lovecraft. Y una vez leído hay que decir que es un número estupendo, toda una referencia bibliográfica y filmográfica para acercarse a la literatura de conocidísimo autor y a todo el cine al que su obra ha dado lugar. Mi contribución, como siempre en la sección "La máquina del tiempo", es un artículo sobre la arriesgada película de John Carpenter "EN LA BOCA DEL MIEDO".
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
jueves, 20 de octubre de 2011
domingo, 16 de octubre de 2011
"NOSFERATU, VAMPIRO DE LA NOCHE" (1979, WERNER HERZOG)
En 1922 Friedrich Wilhelm Murnau dirigía “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens), joya del cine desde entonces y uno de los máximos representantes del cine expresionista alemán de los años veinte. Si obviamos una versión rusa realizada en 1920 y otra rumana o húngara (según las fuentes) de 1921 –ambas con su existencia en entredicho–, la película de Murnau debe considerarse la primera adaptación cinematográfica de la novela de Bram Stoker, “Drácula”. Es bien conocido el hecho de que sus responsables, intentando evitar pagar derechos de propiedad intelectual a Florence Stoker, la viuda del escritor irlandés, enfocaron el argumento como una disimulada copia, cambiando el nombre de todos los personajes y reinventando el aspecto del protagonista principal, el vampiro. Pese a todo, los paralelismos entre película y novela eran de tal calibre que no pudieron evitar una demanda por plagio, que por supuesto llegó a buen término. Así, en abril de 1922 (sólo un mes después del estreno), Florence inició las gestiones encaminadas a reclamar sus derechos, hasta que consiguió que la justicia alemana persiguiera y destruyera el negativo y todas las copias alemanas. Incansable, la viuda de Stoker incluso se ensañó con las copias exportadas a otros países, evitando en muchos casos su exhibición o logrando su destrucción. Pero varias copias lograron salvarse, algunas encontradas incluso en Francia y en España, y de la combinación de las diversas versiones –ciertas copias tenían planos, escenas o tintados de las que otras carecían– procede el montaje que todos podemos disfrutar actualmente, convenientemente restaurado y editado en dvd tras el arduo trabajo y puntilloso estudio de nuestro compatriota Luciano Berriatúa, toda una eminencia mundial en lo referente a la obra de Murnau.
Como añadidura a la importancia histórica que atesora por ser el origen fílmico del cine de vampiros, la cinta de Murnau es toda una obra maestra del cine, indiscutible como pocas, cargada de una extraña magia en gran parte de sus imágenes, entre las que destacan todas las apariciones siniestras del conde vampiro, icono irreemplazable del siglo veinte, como sucedería posteriormente con la imagen de Boris Karloff metido en la piel del monstruo de Frankenstein o, igualmente, con la visión de King Kong encaramado a lo alto del mítico Empire State Building de Nueva York.
Hoy por hoy comienzan a ser habituales ya no los remakes, que también, sino las copias literales –casi plano a plano– de películas que alcanzaron el éxito en tiempos pretéritos. Un tiempo que cada vez está siendo más corto, pasando de décadas a convertirse tan solo en meses. Véase los casos de “La profecía” (The Omen, 1976), de Richard Donner, “[REC]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, o “Déjame entrar” (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson, como ejemplos últimamente más sonados y avanzadilla de los que están por llegar, que tuvieron sus correspondencias respectivas en “La profecía” (The Omen, 2006), de John Moore, “Quarantine” (idem, 2008), de John Erick Dowdle, y “Déjame entrar” (Let Me In, 2010), de Matt Reeves; en unos casos con la excusa de devolver a la vida comercial películas de una cierta antigüedad (estrategia ininteligible para algunos, pero que, según demuestran los hechos, tiene su público), y en otros como una forma de hacer más visibles mundialmente películas cuyo origen está en cinematografías minoritarias en cuanto a su influencia real en los mercados de todo el planeta.
Desde el punto de vista expuesto en el párrafo anterior, no cabe duda que el realizador alemán Werner Herzog fue todo un pionero, pues –con excepción de puntuales elementos conceptuales y argumentales que veremos a continuación– esa es la base creativa que conforma la realización de “Nosferatu, vampiro de la noche”,… al menos aparentemente.
1) Herzog –según la parte de su filmografía que conozco– a menudo se ha caracterizado por tratar historias que sitúan al hombre en un entorno hostil, desde un punto de vista físico, emocional o ambas cosas a la vez, ya sea bien por la propia condición del contexto elegido en cada momento o por circunstancias ajenas a su protagonista, o bien por la elección consciente del personaje en cuestión, que se emplaza voluntariamente frente a esa situación comprometida. Así, éste se ve inmerso en situaciones límite, casi siempre con la naturaleza –entendida en un sentido amplio– como antagonista, y también principal protagonista en la sombra –como poder máximo que es, representada por Herzog con resonancias casi divinas–. Una naturaleza que posee también un alcance metafórico, situándola como una imagen del angustiado mundo interior del personaje o como el vasto espacio espiritual que le separa de sus semejantes, en ocasiones al borde de la locura o ya totalmente instalado en ella; recuérdese, por ejemplo, “Aguirre, la cólera de Dios” (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), “El enigma de Gaspar Hauser” (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974) –en este caso con la sociedad como el entorno en que se encuentra perdido el personaje–, “Fitzcarraldo” (idem, 1982), el documental “Grizzly Man” (idem, 2005), “Rescue Dawn” [dvd: Rescate al amanecer, 2006], e incluso, en cierto modo, aunque esta vez en un paisaje urbano, la reciente “Teniente corrupto” (The Bad Lieutenant: Port of Call - New Orleans, 2009), donde Nicolas Cage se descubre como un digno sucesor del recurrente Klaus Kinski. Un afán de trascendencia, o ilimitada ambición, la de muchos de los personajes principales que pueblan estas películas, que parece otro fiel reflejo de las elevadas pretensiones que Herzog siempre ha querido demostrar; la mayoría de las veces de forma fallida, no estando las metas que se marca tan al alcance de su capacidad narrativa como él cree, nunca tan fluida y certera como debiera. Una voluntad autoral que, por otro lado, hace de su cine una experiencia interesante y absolutamente coherente.
Esto mismo sucede en su “Nosferatu, vampiro de la noche”. La figura del conde Drácula se presenta aquí como una víctima de su condición de inmortal. Esa naturaleza hostil, infinita en su grandiosidad, se asimila aquí con la idea de la vida, entendida como la vacía sucesión del transcurrir de los años, que en el caso del vampiro parece no terminar nunca y le sentencia a una supervivencia en soledad, alejado de la dañina luz del sol y de la mirada horrorizada de los vivos. El vampiro es así un ser atrapado en una vida sin fin; circunstancia que finalmente lo convierte en un monstruo; una condición que no puede cambiar y que acepta sin remedio, así como todas las particularidades convertidas en imperativos que le acompañan en su existencia. Si bien ese poso ya existe en la película de Murnau, Herzog lo explicita más a través de las palabras del propio vampiro, así como de sus expresiones ante la falsa receptividad de Lucy (Isabelle Adjani). Herzog, a pesar de la literalidad de la forma por la que opta respecto a la cinta de Murnau, reinterpreta muy sutilmente el concepto del personaje, acercándolo y asimilándolo a los diversos componentes de la reiterativa plantilla de atribulados especímenes que describe en el resto de su filmografía. Sin embargo, este acto de llevar a su terreno al mismísimo Drácula, no parece ser más que una excusa caprichosa con la que justificar y forzar su condición de reconocido auteur una vez más; incapaz conscientemente de elaborar una película poseedora del único ánimo de entretener y carente de los estigmas que parece obligado a arrastrar en gran parte de su filmografía. No quedan muy lejos, hablando desde esta perspectiva, los últimos intentos llevados a cabo con las ya citadas “Rescate al amanecer” (2006) y “Teniente corrupto” (2009); dos películas de temática y empaque técnico y artístico más cercanas al cine puramente comercial de lo que Herzog nunca estuvo, pero donde no renuncia a cargar las tintas en beneficio de su insistente pretenciosidad y en detrimento de la consecución de un resultado razonablemente amplio en su repercusión ante el gran público. Con ello sólo consigue la indefinición del concepto que le guía y la consecuente dispersión en cuanto a sus líneas argumentales y tonales, así como en cuanto a la forma con la que intenta darles consistencia, sin conseguirlo. Algo que como siempre, también en este “Nosferatu”, se materializa en lo que parece un desprecio constante hacia la idea del ritmo como elemento fundamental y básico de una película; idea a la que el alemán siempre ha dado la espalda –cada vez menos–, y que parece ser una parte intrínseca de su forma de entender el cine; atalaya en la que para nada está solo, donde le acompañan algunos otros artistas, mucho más soporíferos aun pero que también obtienen un dudosamente merecido reconocimiento crítico; la mayoría de ellos de una cada vez más exótica procedencia.
Los planos que acompañan los créditos iniciales muestran una panorámica de las momias de Guanajuato (Méjico), cuyo misterio reside en su origen natural, determinado por unas especiales condiciones ambientales que han propiciado la no degradación de los cuerpos, sin haber pasado por ningún proceso de embalsamamiento o preparación previa para su posterior conservación. De ese origen natural debe proceder el variado muestrario de expresiones, ninguna de ellas agradable a la vista, que muestra Herzog en su panorámica. ¿Qué nos quiere decir Herzog con la introducción de esos planos iniciales, en apariencia fuera de lugar? La única justificación coherente está en que –en este caso de forma abrupta, nada sutil– dicho pasaje forme parte del entramado del director dirigido a dar una pátina más intelectual a su revisión del film mudo; innecesaria e ineficaz por otro lado, pues sólo de una forma forzada y meditada, para nada intuitiva, puede encontrarse un nexo entre este desconcertante injerto y todo lo que viene a continuación. Puestos en esa tesitura y en la obligación de encontrar un significado a ese inicio de la cinta, no es disparatado pensar que se trata de aportar –ya desde el principio, para que desde ese mismo punto sea tenido en consideración– un supuesto contenido alegórico que enlace la figura del vampiro con la idea de la muerte como una aparente vida, una puntualización a todas luces fruto de la pretenciosidad habitual de Herzog. Esto si no se quiere ir más allá desde un punto de vista crítico, y se conviene en asemejar esas momias con lo que puede ser en realidad este experimento de Herzog hecho film: un intento de mantener disecado un cine ya muerto hace décadas, al que se le da un nuevo hálito de vida tan solo para hacerlo aparentar de nuevo plenamente vigente en su forma; aunque, como veremos más adelante, finalmente para ultrajarlo. Vigencia, por otro lado, nunca perdida por la excelencia del film de Murnau.
2) Los nombres que los personajes adoptaron en el film de Murnau, en ese intento de enmascarar el verdadero origen literario de la trama, una vez superado ese objetivo con el paso de los años, adoptan aquí su verdadera identidad. Así, los Orlok, Hutter, Ellen o Knock son ahora Drácula, Jonathan Harker, Lucy y Renfield, tal y como Stoker los parió. Por lo demás se recrean los escenarios, el vestuario, la iluminación, los más conocidos pasajes, la espectacular apariencia de Orlok/Drácula (aquí Klaus Kinski en un papel para el que parece haber nacido), los paisajes y la trama de forma escrupulosa, con la excepción de algunas espurias aportaciones de Herzog sobre las que se llama la atención a lo largo de este texto. Llevando su intención recreadora al máximo, Herzog opta igualmente por mantener el estilo interpretativo teatral propio del cine mudo en sus actores, a los que maquilla de la misma exagerada y expresiva manera que en el film original. En estas dos últimas características (estilo interpretativo y maquillaje) se encuentra quizás la esencia de la valorable propuesta de Werner Herzog. El anacronismo de utilizar esos recursos propios de un medio extinto como es el cine silente, cuya condición le hacía atesorar una serie de atributos ajenos a las necesidades del Séptimo Arte cuando éste había entrado ya en su etapa hablada, categorizan “Nosferatu, vampiro de la noche” como un ejercicio de cinefilia, de experimentación con los elementos principales que conformaron la película de Murnau, tratando de atraerlos hacia un contexto técnico, artístico, social e interpretativo evolucionado, y por ello diferente a aquel en que se gestó el film protagonizado por Max Schreck. Se trata así de poner esos elementos fundamentales y decisivos en observación, y definir cuál es el comportamiento, la eficacia y la respuesta del espectador ante ellos en la actualidad. Un ejercicio, desde luego, interesante.
Sin embargo, aunque la forma es convenientemente mimética para el objetivo buscado –pese a la utilización a menudo de la cámara en mano que da ese aspecto documental que tanto gusta a su director–, el espíritu original no está aquí presente del mismo modo. La sensación que transmite Murnau en su película viene muy determinada por su procedencia de los tiempos más arcaicos del cine en los que se creó. Lo que en 1922 pudiera parecer natural (otra cosa no se conocía o no se había probado), en 1979 se muestra anacrónico, y, por la misma esencia del género al que se afilia la película, igualmente siniestro y espeluznante que entonces. Un sutil punto de humor, del que Herzog seguro que era plenamente consciente, latente en todo momento y derivado de ese sentimiento de anacronismo que todo lo invade, aparta ligeramente las sensaciones que nos arranca Herzog del espíritu mágico que desbordaba Murnau en su película.
Afortunadamente Herzog no pasa por imitar los recursos técnicos como la cámara rápida o los planos negativados que Murnau utilizó; eficaces por aquel entonces, pero que hoy hubieran conseguido el efecto contrario al buscado. Es curiosa una escena –sin la menor trascendencia en el argumento ni en el espíritu de ambas películas– en la que Herzog imita literalmente a Murnau, pero que, en cambio, muestra de forma obvia la torpeza de su recreación. Cuando Hutter/Harker llega a la posada y se dispone a cenar, llamando la atención del posadero con dos fuertes manotazos en la mesa de madera, se demuestra la diferencia tan brutal que podemos encontrar en el significado de una escena aunque su significante sea escrupulosamente idéntico en ambos casos. En el film de Murnau ese pasaje representa el júbilo, la alegría de Hutter al sentir el confortable calor del establecimiento, ya a resguardo tras un largo viaje hasta los Cárpatos; siendo su actitud una forma de demostrar ese sentimiento ante los presentes, algo puramente anecdótico pero plenamente coherente e inteligible. En cambio, el Harker interpretado por Bruno Ganz en la cinta de Herzog –pese a realizar el mismo acto físico una vez toma asiento en el salón de la posada– no transmite nada, es un gesto vacio y aséptico. Ni el entorno ni su expresión le acompañan en representar lo que Hutter sí expresaba en 1922. Sin duda esa diferencia no es buscada, no quiere decir nada distinto de forma premeditada y reflexiva; simplemente muestra torpeza en ese intento de emular los planos de su antecesora, donde en este caso se percibe la nula aportación de sentido o espíritu a una recreación formal similar aunque mecánica. Esto implica el llevarnos a pensar hasta qué punto Werner Herzog era plenamente consciente de lo que estaba haciendo con cada una de las escenas y planos en ese intento de copiar literalmente todo el trabajo previo de Murnau.
3) Si Herzog no pierde la oportunidad de introducir sus habituales toques de pretenciosidad tampoco escatima en gestos tan contradictorios como los de sus particulares héroes. Desde el momento en que se supone que lo que está llevando a cabo es la copia cuasi literal de un gran clásico, y así lo demuestra sobre todo formalmente, es difícilmente comprensible aceptar como parte de la jugada la ruptura que viene a realizar respecto a ciertas convenciones establecidas en la mitología vampírica y a aportar un final tan distinto al de la fuente original; sobre todo si lo que está intentando es seguir fielmente un camino perfectamente trazado por la película que le sirve de norte. No estamos en el caso de “La sombra del vampiro” (Shadow of the Vampire, 2000), de E. Elias Merhige, donde se toma el rodaje de la película de Murnau para recrear una sugestiva ficción ajena a la auténtica realidad de la realización de aquella obra maestra, y donde por lo tanto es bien recibida y perfectamente lícita cualquier aportación novedosa, rupturista o poco ortodoxa que se desee introducir. Herzog, contradiciéndose a sí mismo, no sólo insiste en (re)matar al vampiro mediante la estaca una vez éste ya había sido fulminado por la luz del amanecer –procedimiento más utilizado por el cine de vampiros posterior a Murnau–, sino que retuerce el final original en donde Lucy se sacrificaba para acabar con el vampiro, lo que no dejaba de ser un final feliz, y le da continuidad haciendo que la muerte de Drácula no sirva para dar por terminada la oscura maldición del vampiro, sino que muestra como un Harker en proceso de repelente y rauda transformación se encuentra presto a tomar el relevo. Esto, si no es tomado como una broma, desarticula todo el entramado precedente y deja a Herzog sin autoridad moral para justificar la realidad conceptual que supuestamente venía soportando la película.
4) Punto y aparte merece la interpretación de Klaus Kinski, actor fetiche del director alemán. Sólo el haber conocido posteriormente la interpretación de Willem Dafoe en “La sombra del vampiro” nos distrae de pensar en la dificultad de encontrar un actor cuyo físico pueda ajustarse más a los requerimientos de este conde Drácula. Un Drácula cuya apariencia no tiene descendencia fílmica conocida, con la excepción del temible Barlow que interpretó Reggie Nalder en la estupenda miniserie de televisión “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979), de Tobe Hooper, remontada y estrenada en las salas españolas como “Phantasma II”, donde la apariencia del monstruo no dejaba lugar a dudas sobre su fuente de inspiración. Sí es cierto que Kinski se muestra menos siniestro que Schreck, tal y como le sucedía posteriormente a Willem Dafoe. Ambos dejan un regusto que bordea peligrosamente los límites de la parodia; aunque, creo yo, es una circunstancia que debemos achacar a la condición de émulo del original que poseen ambas interpretaciones y a la respuesta consciente ante tal hecho que genera en el espectador, sin ser algo que verdaderamente se deba a una carencia o error de estos dos sugestivos intérpretes.
Kinski volvió a interpretar al vampiro en “Nosferatu, príncipe de las tinieblas” (Nosferatu a Venezia, 1988), de Augusto Caminito, aunque también intervinieron en su dirección Mario Caiano, Maurizio Lucidi, Luigi Cozzi y el propio Kinski.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su nº 34, correspondiente a enero de 2011)
jueves, 29 de septiembre de 2011
"EL PADRE DE FRANKENSTEIN" en EL MUNDO
Y siguen los ecos recientes de EL PADRE DE FRANKENSTEIN, esta vez acompañado de mi buen amigo y colega José Manuel Serrano Cueto y su extraordinario estudio sobre TOD BROWNING publicado por Cátedra.
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/09/29/cultura/1317285536.html
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/09/29/cultura/1317285536.html
miércoles, 28 de septiembre de 2011
"EL PADRE DE FRANKENSTEIN" en la tele¡¡
En el minuto 7.22 del programa "Continuará" de la TV2 Catalana han emitido una bonita reseña sobre mi libro. Aquí os la dejo.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/continuara/continuara-27-09-11/1208660/
http://www.rtve.es/alacarta/videos/continuara/continuara-27-09-11/1208660/
jueves, 22 de septiembre de 2011
lunes, 12 de septiembre de 2011
"SCIFIWORLD MAGAZINE" 42, ESPECIAL SITGES
Este mes, por ser un número especial, no hay sección "La máquina del tiempo", pero mi contribución está en unas breves reseñas de alguna de las películas que ganaron premio en Sitges antaño: Rojo oscuro (Profondo Rosso, 1975), Kamikaze 1999 (Le dernier combat, 1983), En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), Re-Animator (Re-Animator, 1985) y Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986). Ademas...
Un número especial en el que se cuenta la historia del Festival de Sitges, anédotas, curiosidades, reseñas de las 43 películas ganadoras, entrevistas con Joan Lluis Goas, Roc Villas, Alex Gorina, Ángel Sala y Mike Hostench, y más de 200 fotografias del Festival de Festivales, desde sus inicios hasta hoy en día.
Además encontrarás otros contenidos como un Maestros del Fantástico dedicado a la figura de Richard Matheson; una entrevista con Matt Wood, el técnico de sonido de Star Wars; y secciones como el Menú Fantástico, El Tubo catódico de la Dra. Zora G, Cine Asiático, Hollodeck...
Sin duda un número que no puede faltar en tu colección. A partir del día 15 en los quioscos.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
"NOCHE DE MIEDO" (FRIGHT NIGHT, 1985)
Ya bien entrada la década de los ochenta, la evolución del cine de terror llegaba a un punto en que se daba un cierto desajuste entre el significado (su contenido semántico) y el significante (la literalidad de su forma) de una parte nada desdeñable del género. Lo que hasta ese momento había disfrutado de una coherencia entre lo que mostraba y el impacto buscado en el espectador, a partir de cierto punto, degeneró en un cambio –una incongruencia- respecto a cómo el (espectador) iniciado respondía ante algunos de los códigos genéricos superficiales que, sin embargo, no parecían haber cambiado respecto a décadas precedentes. De ahí, por ejemplo, que las correrías de los diversos psicokillers de aquellos últimos años fueran vistas por la mayoría de los espectadores especializados –aquellos que atesoraban ya un bagaje considerable- como inspiradoras de jolgorio y compadreo cuando se encontraban sumidos en las tinieblas de la sala oscura. Todo ello quizás debido a los abusos perpetrados –también disfrutados de lo lindo- por un tipo de cine que, al igual que había sucedido en los años cuarenta con el cine de la Universal como ejemplo más palpable, se veía empujado hacia una decadencia de sus propios símbolos sin otra posible salida aparente; paso previo a una potencial renovación, reinvención o vuelta a sus más atávicos orígenes, desde donde volver a empezar de alguna manera. Finalmente, siendo como es el cine de terror uno de los géneros más vivos e interdependientes de su particular público, se produce una especie de efecto espejo, donde la percepción distorsionada de los patios de butacas salta a la pantalla y se alcanza, de nuevo, esa convergencia que se había perdido con la connivencia de los creadores.
Ya lo había entendido así -y de forma precoz- Roman Polanski con “El baile de los vampiros” (The Fearless Vampire Killers, 1967), donde anticipaba el desgaste y el fin de una época respecto a lo que había sido el cine de la Hammer hasta esa fecha. Desde el respeto, la asunción y el conocimiento detallado de todas sus claves -tanto externas como implícitas y valiéndose del uso de la desmitificación como acertado crisol- se trataba de hacer aflorar, a través del humor, las entrañas conceptuales y estéticas que el género había estado utilizando en los últimos tiempos.
Desde ese mismo punto de vista debe valorarse “Noche de miedo”; ópera prima de Tom Holland y una de las películas clave del cine de terror de la década de los ochenta, que no por su acentuado tono de comedia teen es menos digna de ser tenida en cuenta. Al igual que la citada obra de Polanski, la base argumental no puede ser más tópica dentro del subgénero vampírico; en este caso con la propia novela de Stoker (“Drácula”) como descarada influencia e hilo conductor. Por si alguien no lo tiene claro, vamos a verlo a continuación. Un centenario vampiro -aunque de galante aspecto- se muda a un destartalado caserón donde pretende iniciar una nueva existencia o buscar un cambio de aires. Le acompaña un asistente –en apariencia humano- que le protegerá de los intrusos durante sus sueños diurnos. Casualmente, el vampiro conoce a una mujer que parece ser la reencarnación de un antiguo amor, a la que tratará de ganar para su causa y hacerla su compañera. Entretanto, el legítimo pretendiente de la muchacha y un falso alter ego del profesor Van Helsing tratarán de impedírselo y de darle caza a la vez. Todo esto sobre un sofrito compuesto por todos los tópicos cinematográficos habidos y por haber alrededor del personaje del “no muerto”.
Visto esto, no es en la novedad precisamente donde reside la importancia de “Noche de miedo” sino en la conciencia postmoderna y generacional –ochentera, desde un punto de vista estético e incluso musical- de la que hace gala desde su mismo estreno y que aun hoy mantiene bien vigente, además de constituirse en un muy bien hilvanado y divertido entretenimiento, que no es moco de pavo. La jugada se completa con la ordenación de una serie de elementos que, en su conjunto, componen un extraordinario alarde de complicidad con el aficionado. Se introduce el personaje de Peter Vincent -interpretado por Roddy McDowall, una consolidada figura del fantástico-, nombre que de forma subliminal evoca a dos actores claves en la historia del género, Peter Cushing y Vincent Price, dos de los más grandes iconos del fantastique.
Peter Vincent es en la ficción una antigua figura del cine de terror venida a menos, tan en declive como el mismo género al que representa, y cuya única ocupación residual es haber quedado relegado a la presentación de un casposo programa televisivo dedicado al terror, del que finalmente es despedido por falta de audiencia. Según el propio personaje cita -más o menos literalmente- “parece que a la juventud de ahora sólo le gusta ver como un psicópata con pasamontañas se dedica a descuartizar jovencitas vírgenes”; una crítica velada a los derroteros por los que caminaba el género por aquel entonces; no olvidemos que la ya cercana década de los noventa no fue precisamente brillante –cuantitativa y cualitativamente hablando- en lo que al cine de terror respecta, salvo ciertos megahits como “El silencio de los corderos” (The Silence of the Lambs, 1991) de Jonathan Demme o “Drácula, de Bram Stoker” (Bram Stoker´s Dracula, 1992) de Francis Ford Coppola; coyuntura similar a la sufrida de manera generalizada por el género durante los años cuarenta, que perdieron la inercia del período de gloria en que se había convertido la previa década de los treinta, aunque en su caso con excepciones tan agradables como el ciclo de terror producido por Val Lewton. Pero es esa realidad (en este caso también ficticia) que siempre supera a la ficción la que conseguirá dar nuevos bríos a una carrera como cazavampiros de guardarropía que parecía extinguida. El aficionado al género tiene además un personaje con el que sentirse plenamente identificado, el “experto” amigo del héroe -al que éste apoda “Evil” en la versión original-, de quien solicita un desesperado consejo sobre las más variadas formas con las que protegerse del vampiro, y cuya propia condición de “freak” –esa que todos los fans asumimos, unos con más desvergüenza que otros- es además invocada por el vampiro al que encarna Chris Sarandon para hacerle ceder ante una inminente vampirización: “yo sé lo que es sentirse diferente”, le dice; tras lo que “Evil”, con lágrimas en los ojos, toma su mano reconociendo el estigma y aceptando la salvación/condena que se le ofrece, por otro lado sin mucha más opción.
El canónico conde vampiro se transforma aquí en un irresistible, lozano, estiloso, atractivo y madurito ligón de discoteca. No obstante, la modernidad no olvida del todo la tradición y el vampiro se vincula férreamente a un decorado (magnífico) -el caserón herrumbroso y polvoriento- que le une a la más estricta ortodoxia de sus antecesores, ya sea la de “Nosferatu, el vampiro” (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens , 1922) de F.W. Murnau (del que también hereda sus largos dedos), del “Drácula” (Dracula, 1931) de Tod Browning, o del aun más reciente y mucho más temible señor Barlow de “El misterio de Salem´s Lot” (Salem´s Lot, 1979) de Tobe Hooper.
No se aleja demasiado de la ortodoxia genérica el comportamiento de aquella que es pretendida por el vampiro, Amy (Amanda Bearse), que se muestra pudorosa y apocada en la relación que mantiene con su novio Charley (William Ragsdale), mientras que -muy al contrario- se suelta la melena ante las obscenas insinuaciones de Jerry Dandrige -el vampiro- (Chris Sarandon) durante el acoso en la pista de baile, pasando más tarde de vestir andróginos atuendos deportivos a vaporosos y escotados camisones. Comportamiento de las féminas que dejó bien definido y estandarizado Terence Fisher desde el primer Drácula de la Hammer, allá por 1958 y que no es más que la materialización de la función transgresora de una moral retrograda por parte del vampiro. También se intuye latente cierta referencia a la homosexualidad (bisexualidad en este caso) entre el vampiro y su siervo humano, servida en bandeja por la muy estrecha relación que observamos entre ellos. No se ahorra tampoco la referencia explícita al tema en boca de la madre del héroe, que al enterarse de que tiene dos nuevos y apuestos vecinos exclama algo así como: “con la suerte que tengo seguro que serán maricas”. La decisión de casting se aparta aquí del tópico que el género siempre atribuyó a la figura del sirviente del vampiro, indefectiblemente representada por la imagen de un estirado y siniestro mayordomo o por la de un patético lunático (el Renfield de turno y todos sus sucedáneos), ahora en cambio personificada en la de un joven apuesto; eso sí, con cierta expresión de pirado. El carácter sexual del vampiro no es ninguna aportación novedosa, pero sí se hace aquí necesariamente más explícita –sin necesidad de recurrir a la recurrente sugerencia- dado el contexto actual y discotequero en el que se introduce al personaje, al que Chris Sarandon borda, por otro lado.
El clímax final se aferra igualmente a los tópicos que instauraron en el género las películas de la fenecida Hammer; una manera de continuar (u homenajear) conscientemente la tradición más que una falta de imaginación; así, el vampiro, una vez más, es destruido por los purificadores rayos del sol.
NOCHE DE MIEDO II
Tres años después llega la inevitable secuela, “Noche de miedo II”, a la que la primera parte dejaba la puerta abierta en su plano final, a pesar de que lo que se intuye en dicho plano no enlaza en modo alguno con esta continuación. Dirige ahora el televisivo (dicho esto en el más amplio sentido de la expresión) Tommy Lee Wallace, que demuestra menor imaginación en su realización que Tom Holland, quien no participa con ningún crédito en esta producción.
Un tosco prólogo monocromático refresca la memoria del espectador, tras el que directamente vemos como Charley Brewster es dado de alta del tratamiento psiquiátrico al que parece haberle llevado su anterior aventura. Convencido tras la terapia de que todo lo pasado fue fruto de su imaginación y de que los vampiros no existen, comienza una nueva etapa; con nueva novia además e igual de poco complaciente que la anterior. Las peripecias pasadas junto a Peter Vincent –que sigue presentando el programa de televisión “Fright Night”- han hecho que ambos vean estrechada su relación; aunque Charley le sigue la corriente a Peter en lo referente al tema de los vampiros, no revelándole su actual convencimiento sobre la inexistencia de los mismos. Los vampiros entran de nuevo en escena en forma de un variopinto y compacto grupo que se traslada a bordo de una limusina y que está formado por Regine -una seductora vampiresa de aspecto latino que resulta ser la hermana vengadora del finado Jerry Dandrige y que se encarga de subir la temperatura de la función-, un robusto chofer/mayordomo comedor de insectos –cual Renfield-, un torpón y enamoradizo hombre lobo –que parece vivir un eterno período iniciático- y un sexualmente ambiguo personaje de raza negra de apariencia hipermoderna que ataca a sus víctimas montado sobre unos patines.
La trama nos revela que el objetivo de tan singular grupo es vengar la muerte del hermano de Regine, que intentará vampirizar a Charley con el fin de poder torturarlo eternamente; tentador tormento que se intuye sería aceptado gustosamente por cualquiera. El guión es deslavazado –sin la consistencia del previo- y se dedica a relacionar una serie de anécdotas protagonizadas por los diversos personajes que no hacen más que aportar minutos a una trama sin intriga que, no obstante, no llega nunca a ser aburrida aunque carece del empaque, el encanto y la unidad que destilaba la película original. Sí es cierto que se consigue algún momento visualmente destacable, como el ataque -a cámara lenta y sobre patines- del citado vampiro sexualmente ambiguo en los neblinosos pasillos de la universidad.
El tono humorístico aumenta en esta secuela, optando por el chiste fácil en contraposición a la simpatía ligera que recorría todo el metraje de la película de Holland. En definitiva, y como era de esperar, una continuación que bien puede servir para hacer valorar en su justa medida las virtudes aparentemente intrascendentes –pero de peso- de su predecesora.
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
Juan Andrés Pedrero Santos
martes, 23 de agosto de 2011
Una delicatessen: el ARTIST´S EDITION del Thor de Walter Simonson
Hay ediciones que deben considerarse una auténtica delicatessen por el placer que proporcionan a los sentidos (por desgracia, también por su precio, en este caso 100 dólares más gastos de envio). Ese es el caso de la edición que IDW ha sacaso de algunas de las páginas que Walter Simonson dibujó para Thor. Se trata de un libro en tapa dura, de 176 páginas del tamaño original de aquellas en que están dibujadas realmente, escaneadas con alta calidad de los propios originales e impresas en un papel muy similar a aquel en que trabajan los dibujantes de Marvel. Os dejo unas fotos para que veais el tamaño y la pinta que tiene (adjunto en las fotos un comic book para que veais la diferencia de tamaño entre el formato en que se editó originalmente y el de esta edición. Podeis comprarlo en https://shop.idwpublishing.com/walter-simonson-s-thor-artist-s-edition.html
viernes, 19 de agosto de 2011
CONAN EL BÁRBARO (2011)
Publicado originalmente en SCIFIWORLD.ES (pinchar aquí para ver publicación original)
Nunca me acostumbraré a la decepción recurrente que se siente al ver todas las expectativas tiradas por tierra cuando Hollywood entra en la tarea de aportar una nueva versión de películas consagradas, ya clásicas, de esas que están por encima del bien y del mal gracias a su muy bien ganado y merecido encumbramiento, habiendo demostrado con el paso de los años por qué están ahí. Uno ya se temía lo peor –más por las decepciones precedentes que por otra cosa– cuando se anunció una revisión de la magistral película que John Milius dirigió en 1982. Flaco favor añadió a esto la elección de Marcus Nispel como responsable del proyecto; pues la fallida, a ratos desconcertante, “El guía del desfiladero” (Pathfinder, 2007) no era precisamente un aval a destacar, en mi opinión. Quedaba pendiente, además, la elección del actor que volviera a dar vida al cimmerio creado por Robert Ervin Howard; otro elemento que añadía a la propuesta mayor riesgo si cabe.
Finalmente, visto este nuevo “Conan el bárbaro” (Conan the Barbarian, 2011), pese a las buenas intenciones existentes en el diseño global de esta revisitación del personaje, que no remake (y no me refiero únicamente al aspecto visual, sino al conjunto de pretensiones que atesora la producción, todas ellas lícitas, serias y respetables, tanto desde ese punto de vista como del argumental y del resto de sus elementos creativos), y al pundonor y honestidad que Jason Momoa demuestra en su interpretación del bárbaro, no queda más que opinar que estamos ante un nuevo fiasco. Más lamentable cuando es patente que esta nueva versión no pretende simplemente hacer caja durante el primer fin de semana de su estreno mundial, aprovechándose así del éxito que el personaje obtuvo en el cine gracias a la película de Milius (que de ningún modo apoyaron la blandita secuela y la lamentable seudosecuela de Richard Fleischer), sino que su objetivo, obviando las igualmente lícitas expectativas comerciales, está en actualizar la saga y en poner de nuevo en el candelero cinematográfico a un icono que, en buenas manos, podría haber dado mucho más de sí; no es el caso. Me temo mucho que la potencial franquicia queda ya truncada; y creo que sus responsables, dado el estreno mundial en el mismo fin de semana (para evitar el efecto boca a boca) y demás artimañas comerciales para evitar que se hable de la película antes de su estreno, también lo creen así.
Podemos asumir que la sobreactuación de los efectos digitales y ciertas concesiones atribuibles a la influencia original del cine de Hong Kong son elementos hijos de nuestros tiempos; que a algunos, anclados en el pasado, aun nos cuesta digerir. Por otro lado, a su favor está la decidida aprehensión de los códigos del gore, elemento de estilo –casi más que subgénero– tan denostado hoy en día en cierto tipo de cine cuyas pretensiones comerciales sirven de barrera de contención en ese concreto punto. Su falta de concesión es ahí encomiable, más cuando no sigue la tradición de ligereza y pusilanimidad en la que terminó el personaje con las pobres secuelas de Fleischer –entonces decíamos que su tono era más juvenil que el de la película de Milius–. En cambio, no existe correspondencia de esa asunción de lo truculento cuando se trata de encarar el tratamiento de lo sexual o lo erótico, que de forma tan sugerente llegó a representar Milius, y que hoy por hoy, en unos tiempos supuestamente más permisivos (solo supuestamente) debieran haber dejado más libertad en ese aspecto.
Hay que valorar también, en contra de lo que pudiera parecer dada la abundancia de efectos digitales, una cierta moderación en el uso del exceso visual al que tan proclive se muestra el cine que cuenta con esa alternativa técnica. Prudencia, no obstante, de la que se deben exceptuar las luchas con los guerreros de arena y con el monstruo acuático, en las que se hubiera apreciado una mayor concisión. Un exceso que bien pudiera haberse abierto camino en lo conceptual a partir de la escena en que Conan-niño presenta el potencial bárbaro de su personaje, pero que se frena ahí y no tiene mayor desarrollo, quedando más como un guiño a las expectativas generadas que como otra cosa.
Los personajes –sobre el propio Conan y su intérprete ya hemos dicho algo– son tan extremos en sus caracterizaciones que se sitúan en un plano poco adulto, aunque no tan vacíos como sucedió en las secuelas dirigidas por Fleischer, puestos a comparar. Su extremismo está más que nada en lo estético, no existiendo profundidad en su retrato, al que sólo se aporta bidimensionalidad, no fondo; lo que deriva en el desinterés del espectador una vez queda clara la falta de matiz, de modulación y de resonancias en los personajes. No podemos decir que en la película de Milius existiera esa profundidad de la que aquí se carece, pero era bien suplida con el carácter épico que a todo se extendía, y que aquí tampoco existe. Las tribulaciones de Conan no son en este caso más que encontronazos con diversos villanos, sin afán alguno de trascendencia ni de imposturas míticas, sin representar la búsqueda bien hilada de nada concreto; tan solo un paseo entre sangre, heridas y huesos rotos. Comparando, comparando –por mucho que algunos estimen que, dada la pretendida actualización del personaje, se debiera dejar de lado, por obsoleto, ese recurso analítico–, ni siquiera la banda sonora, insípida, le hace sombra a las extraordinarias notas de Basil Poledouris. En fin, seguiremos disfrutando de John Milius, que, por cierto, tenía más sentido del humor.
Juan Andrés Pedrero Santos
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