viernes, 9 de marzo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 48, abril 2012


Nuevo diseño para la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 48 (ya queda poco para la media centena). El mismo tamaño pero una maquetación y estilo más moderno. En este número mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" es un artículo dedicado a la película de Joe Dante "AULLIDOS" (THE HOWLING, 1980).

sábado, 3 de marzo de 2012

"EL HOMBRE ELEFANTE" (1980, David Lynch)


Tod Browning ya convirtió en protagonistas a un grupo de fenómenos de feria, en su caso reales, en “La parada de los monstruos” (Freaks, 1932). Su mirada se regodeaba en las deformidades y en la anormalidad de sus casuales actores con la manipuladora intención de despertar estupor –acaso directamente repugnancia– entre los espectadores. Su objetivo, por otro lado, creo que era loable; se trataba de que quienes asistieran al espectáculo en que se convertía la película se descubrieran a sí mismos inmersos y arrebatados por unos sentimientos contradictorios, de índole moral, que removieran sus conciencias y les hicieran reflexionar acerca de tan turbadora experiencia vivida: ¿quién es realmente el monstruo?. En esa línea continúa David Lynch su filmografía tras la extraña, rompedora y abiertamente experimental “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977).

Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester (Inglaterra) en 1862. Desde su nacimiento comenzó a padecer una serie de deformidades en todo su cuerpo, especialmente concentradas en su cabeza y en uno de sus brazos, que con el paso de los años no hicieron más que acrecentarse; lo que le valió el apelativo de “El hombre elefante” cuando era exhibido en barracas de feria; en Londres primero y, al menos, en Bélgica después. Dado que tras su muerte en 1890 –con tan solo veintisiete años– se conservó parte de su cuerpo con el fin de servir para investigar las causas de su extraña enfermedad, parece que hoy se sabe que su tremendo aspecto procedía de una variación de lo que se ha dado en llamar el Síndrome de Proteus; una dolencia extremadamente rara, habiéndose diagnosticado no más de 200 casos en el mundo desde que se tuviera conocimiento de ella en 1979, según parece. El Síndrome de Proteus es una enfermedad congénita que causa un crecimiento excesivo de la piel y un desarrollo anormal de los huesos, músculos, tejido adiposo, vasos sanguíneos y linfáticos; normalmente acompañados de tumores en el cuerpo y cierto retraso mental. La corta vida de Merrick estuvo siempre expuesta al rechazo y al maltrato que muchos ejercían sobre él; su propio padre incluido, quien volvía a casarse una vez hubo muerto la madre de Merrick cuando éste aún era niño. Su madrastra y los varios hijos que ésta aportó al nuevo matrimonio –procedentes de un enlace anterior– no se dedicaron precisamente a hacerle más fácil la existencia al desdichado Merrick. Las peripecias que cuenta la película parece que se ajustan mucho a la historia real en los detalles más generales, cosa que la cinta confirma en sus créditos finales. El guión de la película se basa en el libro escrito por el doctor Frederick Treves (al que en la cinta da vida Anthony Hopkins) titulado “The Elephant Man and Other Reminiscences”, donde el propio autor llama John a Joseph sin que se conozca el motivo, cuando se sabe a ciencia cierta que el doctor Treves era perfectamente conocedor del verdadero nombre de pila del hombre elefante: Joseph, no John; por lo tanto, como John aparece en la película.

Clasificar “El hombre elefante” como una película adscrita al fantastique no deja de ser una convención de lo más arbitraria que aquí nos permitimos; pues en ningún caso incluye en su propuesta algo que se aproxime a lo que podamos calificar propiamente como un elemento fantástico en sentido estricto, con excepción del sugerente tono onírico del prólogo con el que Lynch inicia la película. Limitando aún más el género en el que podríamos situarla –puestos a jugar a las categorizaciones genéricas–, ni siquiera pudiera ser entendida como parte de ese cine de terror que por inercia todos entendemos como fantástico pero que no es tal, pues la ausencia de ese necesario elemento perturbador de la realidad (o de la estética) no existe desde un punto de vista ortodoxo, y que más debiera entenderse dentro de lo que podemos llamar un cine de suspense radical; por ejemplo, aunque no es el caso, me refiero a todas esas películas de asesinos realistas –más o menos en serie– como pudieran ser “Funny Games” (Funny Games U.S., 2007), de Michael Haneke, o la estimable “Secuestrados” (2010), de Miguel Ángel Vivas, por poner dos ejemplos bien recientes, donde el miedo es ciertamente un elemento distorsionador, pero no de la realidad (ni de su apariencia) sino de la cotidianidad. En cambio no es el terror aquí lo que prima, al menos desde la perspectiva del espectador, sino la lástima, la injusticia y la consternación que pudiera sentirse ante el conocimiento de la desgraciada vida del protagonista y del cruel trato que recibe de sus semejantes. En esencia se trata de lo que finalmente tenemos que calificar como un melodrama; extremo, sí, pero melodrama al fin y al cabo, cuyos elementos definitorios tienen un peso en el conjunto que sobresale por encima de los mecanismos del suspense o de cualquier otro departamento más o menos estanco. Es cierto que el personaje que protagoniza “El hombre elefante” es un monstruo desde el momento en que personifica una ausencia de normalidad, una irregularidad de lo natural, siempre hablando de lo que al aspecto físico concierne y desde una perspectiva negativa; en cambio, como el correr de los minutos demostrará una vez avanza la cinta, el personaje también pudiera ser considerado irregular en función de su capacidad intelectual, más en este caso por su superioridad patente respecto a otros individuos que en lo físico son tomados por normales, pero que dejan mucho que desear en cuanto a su capacidad intelectual, emocional y, sobre todo, moral, de los que está plagada la película. Su monstruosidad no tiene pues un origen fantástico, como lo pueda tener la criatura de Frankenstein, sino totalmente natural, por mucho que Lynch intente en los primeros instantes, muy de pasada, aplicarse en sugerir otra cosa.

Se dice que John/Joseph Merrick atribuía el origen de su aspecto a un percance que sufrió su madre cuando ya estaba embarazada de él. Alguien la empujó mientras formaba parte de una multitud que veía pasar un desfile de animales en Londres, cayendo la mujer al suelo entre las patas de un elefante. El susto de quien estaba en estado de buena esperanza, según Merrick, provocó las consecuencias que se reflejaron después en todo el cuerpo de su hijo. Tan infantil explicación es utilizada por David Lynch como coartada para el prólogo de “El hombre elefante”. Sin embargo, la forma en que Lynch lo representa mediante un tono onírico lleva esa supuesta explicación un poco más allá, entrañando una intención clara de querer sugerir algo mucho más morboso e increíble de lo que el propio Merrick contaba –aunque sin insistir demasiado en ese punto–, difuminando tanto las imágenes de las que se vale para ello como la idea que en realidad quiere transmitir, y, por otra parte, incorporando así un hálito fantástico, liviano pero decidido. Este pasaje introductorio deja todo ese origen tan solo como una etérea pincelada, capaz de hacer volar nuestra imaginación y dirigirla hacia una escabrosa y rocambolesca intuición, que bien pudiera llevarnos a pensar que la mujer hubiera sido violada por un paquidermo.   
           
Con “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977), su primer largometraje, Lynch ya anunciaba por qué senderos iba a desarrollarse toda su filmografía posterior, definiendo su especial fijación por lo morboso y lo diferente, por lo insondablemente extraño; más desde un punto de vista decididamente surrealista, inquietante o agitador que como una loa al derecho a la marginalidad; característica que estará presente tanto en sus proyectos más radicales –es el caso de la citada “Cabeza borradora”– como en sus apuestas más abiertamente comerciales –la exitosa serie de televisión “Twin Peaks” (1990-1991), por ejemplo–, lo que determinará su obra en términos de autor.

Producida por “Brooksfilms”, la productora de Mel Brooks, eso ya supone la primera sorpresa, pues descoloca que alguien tan interesado por la comedia –muchas de las veces de la peor calaña– demuestre interés comercial por una historia de índole tan diferente al de sus habituales payasadas, y a un infinito espacio de distancia en cuanto a calidad se refirere. Desde la perspectiva de lo expuesto en el párrafo anterior, “El hombre elefante” tiene ciertos elementos que hacen que la película se pueda entender como una novedad, una variación aislada respecto a lo que las motivaciones del cineasta nacido en Montana han dejado ver a lo largo de su obra. Lynch se aleja aquí de la abstracción y de la perturbadora singularidad de algunos de los habituales personajes que pueblan su mundo fílmico. Se trata de una película, digamos, más convencional. En este caso apuesta por el realismo que exige el material que trata, apelando al sentimiento de pena, consternación y solidaridad al que se ve abocado el espectador, que de forma imperativa pasa por identificarse con el pobre y desdichado deforme. Se aleja también Lynch de su habitual representación de lo grotesco en tanto que elemento plástico díscolo respecto al contexto general, definiéndolo aquí, por el contrario, como un atributo impuesto por el infortunio, por el sino desgraciado de una persona a la que su imagen le condena a la separación de sus semejantes, al maltrato, a lidiar con los límites de lo desesperadamente insoportable. Como le sucedía a la criatura de Frankenstein, el hombre elefante no pidió nacer así; su vida es una amarga pesadilla de la que no puede escapar, y a la que, pese a todo, hace frente con la poca dignidad y exigencia de respeto de la que es capaz su maltrecha individualidad, de una manera incluso que raya lo heroico.

A diferencia de lo que sucede en “La parada de los monstruos” de Browning, esa exposición de lo antinatural no se siente como una maniobra manipuladora, sino honesta y directa. El sentimiento contradictorio, y en cierto modo hipócrita, que Merrick suscita entre los miembros de las clases acomodadas que acuden a visitarlo, los cuales sienten ese acto como algo a medio camino entre el exclusivismo social –el seguimiento de una moda– y la auténtica solidaridad, se personifica, cristaliza, en la figura del doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins). En determinado momento del relato Treves se debate angustiado, en presencia de su mujer, entre la aceptación de sus propios sentimientos y el arrepentimiento que le provoca reconocer que en realidad él no es más que otro eslabón de la cadena que supone la hipocresía de una sociedad de la que forma parte. Como representante privilegiado de esa sociedad en virtud del importante cargo que ocupa (es un insigne médico) se siente responsable de la desgraciada vida que hasta ese momento ha llevado John Merrick, el hombre elefante. Su pesar le empuja a dudar si no es un afán de prestigio y notoriedad lo que le lleva a ayudar a Merrick, en lugar de una auténtica bondad, noble y pura, y así lo refleja su rostro en la conversación que mantiene con su esposa. La interpretación de Hopkins delata a un individuo atenazado por las formas, siempre envarado, poco natural e incluso distante, al que sólo el conflicto interno que su relación con Merrick le genera es capaz de hacer que se hunda y saque a relucir sus emociones, sintiéndose sobrepasado por tan potentes sentimientos: los mismos que Lynch consigue hacer aflorar en el respetable.

Se trata de una sociedad con dos caras: una la que muestra frente al exterior, supuesta defensora de la virtud y de las buenas obras; y otra, más mezquina, que no obstante se personifica de dos maneras diferentes. Por un lado están esas clases altas que acuden a tomar el té con Merrick, y que de forma dificultosa tratan de disimular la repugnancia que sienten ante su presencia, escondiendo su desazón tras los finos modales, sin revelar explícitamente que no es más que la curiosidad y el morbo lo que mueve sus visitas. De otra parte está la destructiva sinceridad de las clases más populares –por no decir del lumpen más rastrero– igual de mezquina y censurable, que de forma clandestina y a cambio de un precio –pagado previamente al vigilante nocturno del hospital donde se hospeda Merrick– acuden a burlarse de él, humillándole de mil maneras mediante las que consiguen sentirse seres superiores y privilegiados a su costa.

Bytes, el personaje que interpreta Freddie Jones, es la persona que explotaba a Merrick antes de que el doctor Treves lo encontrara y protegiera, tratándola como un perro o un caballo de tiro, y que volverá a hacerlo en el continente tras poco menos que secuestrarlo del hospital londinense donde se le daba cobijo. Se trata de un individuo que representa el crisol de todo ese lumpen anteriormente citado y con quien subrepticiamente se trata de retratar lo peor de todo ese entorno. Bytes es consciente de su marginalidad, de pertenecer a esa chusma desarraigada, podrida y siniestra de los desposeídos, y utiliza a Merrick para descargar sobre él –a base de palos– el odio contra esa sociedad que le margina, hacia la que sólo le inspira un afán de venganza constantemente renovado. Huérfano de humanidad, Bytes utiliza a Merrick como atracción de feria, como aquello que acude a ver el populacho para sentirse un poco mejor dentro de la miseria económica y moral en la que se ve instalado, dando gracias a Dios al relativizar su propia situación y condición, que siempre pudiera  haber sido un poco peor, como refleja el monstruo que tienen delante. Pese a todo, parece que la historia real difiere aquí del guión cinematográfico, pues en todo momento el John Merrick real destacó lo bien que había sido tratado por las personas que le sirvieron como empresario en los lugares en los que se dedicó a exhibir su deformidad como forma de ganarse la vida.       

El argumento y el tono empleado por Lynch en ningún modo necesita del blanco y negro como formato imprescindible de su expresión; no obstante, el relato de época que trata, la tristeza que emana de su visión y la especial expresividad de que es capaz el contrastado blanco y negro, obra de Freddie Francis, hacen que sea una opción perfectamente razonable y, es más, hasta conveniente.

David Lynch juega de forma honesta –sin manipulaciones– con la baza de la sensibilidad. Al menos en dos momentos puntuales el espectador debe luchar para no dejarse vencer por el nudo en la garganta que le atenaza y la debilidad del lacrimal que le provocan las imágenes. Esa falta de artificiosidad en lo emotivo no lo es tanto en cuanto a lo narrativo, donde sí aprovecha Lynch para sacar de quicio al respetable y hacer que se retuerza en su asiento, desasosegado al asistir como testigo al injusto trato que recibe John Merrick. A través de la puesta en escena de determinados pasajes, cuyo futuro desarrollo el espectador conoce por los antecedentes que le constan –su falta del efecto sorpresa no elude su eficacia–, el director consigue alargar la tensión dramática incidiendo en su visibilidad y descartando el uso de la elipsis hasta extremos incómodos. Me estoy refiriendo, especialmente, a esas visitas nocturnas guiadas que recibe el pobre Merrick –a las que ya he hecho referencia–, auténticas violaciones de su dignidad; o a la presión insoportable de los viandantes con los que se cruza por la  calle a su vuelta a Londres –tras dejar atrás el triste episodio vivido en el continente–, donde su aspecto es causa suficiente para casi conseguir como premio un linchamiento callejero.

La mentada sensibilidad de la historia debe mucho al extraordinario trabajo del gran John Hurt, que, pese a mantener su rostro cubierto por el maquillaje en todo momento, consigue emocionarnos con su sutil actuación –un maquillaje cuyo proceso creativo, parece ser, duraba unas siete horas cada uno de los días de rodaje–. Esa interpretación le valió ser nominado como mejor actor en los Oscar de Hollywood de 1981, acompañando a las otras siete nominaciones que recibió la película ese año; aunque finalmente no venciera en ninguna de esas ocho categorías a las que optaba.   

Juan Andrés Pedrero Santos 

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.

jueves, 9 de febrero de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 47, MARZO 2012


Ya tenemos portada para el número de marzo de 2012. Mi contribución a la revista es para la sección "La máquina del tiempo", que dedico a HENRY, RETRATO DE UN ASESINO (1986), de John McNaughton

miércoles, 1 de febrero de 2012

"A. I. INTELIGENCIA ARTIFICIAL" (2001, Steven Spielberg)


Tras un periodo durante el cual Spielberg estuvo dando tumbos entre los diversos géneros, por supuesto con predominio del fantástico, ese que nunca le falló, y que abarca desde “Loca evasión” (Sugarland Express, 1974) –recordemos que la previa “El diablo sobre ruedas” (Duel, 1971) es un telefilm, aunque estrenado comercialmente en salas en nuestro país– hasta su culminación con “Salvar al soldado Ryan” (Saving Private Ryan, 1998), comienza una etapa creo que más personal y menos dispersa, donde el director da rienda suelta a sus pulsiones más íntimas y escabrosas; esas que siempre estuvieron presente en gran parte de su filmografía, pero que ahora el director toma como temas centrales en cada una de las obras que componen el quinteto formado por “A. I. Inteligencia artificial” (A. I. Artificial Intelligence, 2001), Minority Report (Minority Report, 2002), “Atrápame si puedes” (Catch Me If You Can, 2002), “La terminal” (The Terminal, 2004) y “La guerra de los mundos” (War of the Worlds, 2005). Cinco años, y cinco películas, marcados por el tenebrismo y una visión del mundo desesperanzadora, casi apocalíptica en lo espiritual, donde la soledad, el ansia de amor no correspondido o insatisfecho (de todo tipo, tanto de pareja, el que menos, como entre padres e hijos, el que más), la incomunicación y la falsa búsqueda de uno mismo a través del reconocimiento de los otros son los temas que protagonizan sus historias. Empero, en el caso de Spielberg se trata siempre de un falso pesimismo, en realidad todo es un trampolín para dar salida a su persistente fe en un optimismo casi utópico, auténtico rasgo maestro de su personalidad como cineasta. Spielberg es incapaz de terminar las tramas sin dejar aflorar su habitual rayo de esperanza; un final feliz (más o menos matizado, según los casos) al que parece jamás podrá renunciar, y que, no obstante, demuestra un optimismo que bien pudiera pretenderse manipulador o como una concesión criticable, pero que debe entenderse como un enfoque vital digno de compartir, casi una filosofía; más aun en estos tiempos aciagos que nos ha tocado vivir, a los que se anticipa (pues su condición cíclica hace que en realidad siempre hayan estado ahí, agazapados a la espera de su nueva oportunidad; que ya llegó) y donde la religión no a todos nos sirve como vía de escape.

1.- De alguna manera “A. I. Inteligencia artificial” retoma el testigo de esa eterna historia que es la del monstruo de Frankenstein, creada por Mary W. Shelley: la peligrosa ilusión del hombre ante la idea de jugar a ser Dios, lanzándose al vacio e intentando crear un ser a su imagen y semejanza. Todo ello sin valorar adecuadamente sus consecuencias, o, en cualquier caso, despreocupándose de las mismas y de eso que de un tiempo a esta parte todos entendemos como daños colaterales, y que casi siempre recaen en (sobre) la figura del creado. La escena inicial en que el personaje interpretado por William Hurt da una especie de clase magistral a sus alumnos en relación a la creación de seres artificiales –capaces de sentir amor, además–, deja abierta, sin solución, las cuestiones referentes a la responsabilidad existente frente a ese ser al que se le han implantado unos sentimientos, la posibilidad de que pueda desarrollarlos y de que estos no sean correspondidos; escena que, al menos de una forma superficial, evoca directamente a la novela de Shelley y a sus adaptaciones cinematográficas. No hay, sin embargo, en la película de Spielberg, una coartada moralista desde un punto de vista, digamos, reaccionario; no se cuestiona el asunto desde una perspectiva religiosa o retrógrada, sino plenamente humanista y antropológica, o así lo entiendo yo.

Se pone en solfa de esa manera algo que puede asemejarse a la responsabilidad que uno adquiere frente al otro cuando toma la decisión de comenzar una relación sentimental, sabiendo que, finalmente, existe la posibilidad de sufrir un daño o de producirlo: un riesgo necesario e inevitable, ligado a la aventura de vivir. En cambio, en el caso planteado por la película existe una diferencia fundamental: el otro (el ser artificial, el meca según la denominación que se le da en la película) no asume el mismo riesgo que nosotros, sino que es expuesto unilateralmente frente a la mayor de las incertidumbres y creado específicamente para satisfacer a su amo; cosificado, sin que dicha invención tenga la opción de tomar decisiones ni de manifestar su voluntad de ningún modo; posibilidad que el creador (o el usuario) sí tiene. En definitiva, no existe una relación de igualdad; algo demasiado frecuente en la vida real y en muchos contextos.

Más explícita es la referencia a “Las aventuras de Pinocho”, de Carlo Collodi, publicada en diarios italianos entre 1882 y 1883 y obra literaria popularísima –aunque no por sí misma, sino por sus adaptaciones a otros medios–, de la que Spielberg rescata la angustia en cuyo énfasis hicieron hincapié las diferentes versiones cinematográficas tanto de animación como en imagen real.

2.- Basada en el relato de Brian W. Aldiss “Los superjuguetes duran todo el verano”, publicado originalmente en 1969, y que en este caso se adapta mediante el guión del también novelista Ian Watson, con “A. I. Inteligencia artificial” Spielberg recoge el testigo dejado por Stanley Kubrick, quien durante años pretendió llevar al cine el relato de Aldiss. Ya sabemos cómo trataba Kubrick a sus proyectos, haciendo que su perfeccionismo y/u obsesión los llevara a dilatarse durante años de gestación; algunos finalmente jamás realizados, como su pantagruélica idea de realizar una película sobre Napoleón. Kubrick y Spielberg estuvieron años hablando sobre cuál de los dos debía ser productor y cuál debía asumir la dirección de este proyecto. Con todo, Kubrick –al que Spielberg dedica la película– hubiera hecho un film muy diferente con absoluta seguridad; tan distintas son las idiosincrasias de uno y de otro. Spielberg aprovecha la idea del cortísimo cuento de Aldiss y lo lleva un poco más allá gracias al guión que ya conocía Kubrick; creando nuevos personajes y una historia adicional: toda la parte en que David (el niño Haley Joel Osment) acompaña a Gigoló Joe (Jude Law), la cual fractura la película en tres partes rotundamente diferenciadas, y cambia radicalmente el tono y la atmósfera que esta traía.

Hasta la entrada en escena del meca que interpreta Jude Law, tal y como haría Spielberg posteriormente en “Minority Report”, la fotografía azulada y fría de esa primera parte de la película corresponde a un mundo oprimido, huérfano de auténtica felicidad y agobiado por las diversas formas en que se manifiesta un fascismo maquillado de deshumanizadora tecnología: en el caso de “A. I. Inteligencia artificial” el control de natalidad determina el (sub)desarrollo emocional de las personas; para llegar en “Minority Report” a que el gobierno prevenga los crímenes (y dicte sentencia sobre los culpables, aun sin llegar nunca estos a perpetrarse) antes de que ocurran, creyéndose infalibles y despreciando el azaroso y variable devenir natural de las cosas; con los, de nuevo, daños colaterales que esa forma de actuar puede llegar a producir.

Tras los traslúcidos cristales del que se pretende es el materialmente confortable hogar de los Swinton (la familia protagonista) –un lugar que en realidad está muy alejado de ser tan confortable– se adivina un mundo apagado, desgajado de la alegría de lo natural, invadido por la dictadura de lo material como único atributo disponible con el que disfrutar de una imitación a la vida. Esa luz difuminada y cegadora del mundo exterior aporta el elemento anómalo y fantasmagórico en el que se recrea la atmósfera diseñada por Spielberg. A diferencia de Ridley Scott, cuya utilización de la luz básicamente tiene como objetivo el de crear belleza, Spielberg aplica este recurso –en este caso y en muchos otros– a la creación de una atmósfera intranquilizadora, que subraya de matices siniestros las imágenes a las que acompaña. La visión del futurista y pulcro vehículo en que los Swinton se transportan a través de bellas carreteras secundarias rodeadas de vegetación parecen querer resaltar cierta artificialidad de ese entorno, quizás únicamente decorativo y obtenido a través de un display con diversas opciones de paisaje (como bien se apunta en el cuento de Aldiss). Una atmósfera hostil y desequilibrante, que se convierte en el caldo de cultivo apropiado para el egoísmo y el odio, principalmente hacia aquellos que son igualmente imitaciones de la auténtica humanidad, a los que se creó para favorecernos y de los que finalmente se reniega, tal y como le sucedía a la criatura de Frankenstein o a los replicantes de “Blade Runner” (Blade Runner, 1982), de Ridley Scott. Los Swinton son una familia cuya estructura se muestra tan aséptica e impostada como lo es el hijo de pega que se procuran ante el coma (supuestamente) irreversible en que se encuentra sumido su verdadero retoño. El pater familias, como única vía aparente para recuperar la salud mental de su esposa, caída en desgracia tras lo ocurrido a su verdadero hijo, se presta a adoptar un androide que sustituirá el hueco dejado por su descendencia biológica. Con ese acto no hace más que presentar a su hijo accidentado como un objeto sustituible, liberado de la personalísima e incondicional atadura que une a un hijo con una madre (o con un padre), y de lo que tiene de irreemplazable. Tanto es el egoísmo que demuestra la madre cuando acepta la oferta que se le propone y hace prevalecer su bienestar emocional sobre el recuerdo de su hijo en estado vegetativo y sobre las posibles consecuencias (sobre las que es puesta en aviso) que se ocasionarán si activa finalmente el protocolo que hará que el niño-meca la ame para siempre. Revelan así a su hijo como un eslabón más de su propia realización personal, ajeno aquel casi a la idea de haberse convertido en una vida a la que proteger y amar sin medida y sin remedio, semejante a un mueble más de entre los que decoran su azucarado hogar. El cuestionamiento de los mecanismos de la institución familiar, también tema recurrente en Spielberg (plenamente unido a su experiencia vital), está así presente para dejar a la vista sus carencias y disfunciones, no mayores ni menores que las de los seres humanos que la componen.

3.- Es el amor (por un lado su ausencia y por otro su existencia ad eternum) el tema principal que se esconde detrás de esta fábula de ciencia-ficción. Spielberg, ya liberado de su abochornante y melifluo sentimentalismo pretérito, nos saca las tripas y se orina encima (su capacidad de manipular al espectador aun no la ha olvidado y la maneja como nadie; cosa que es, como en el caso de Hitchcock, una de sus mejores virtudes), jugando con el dolor y el miedo que todos (sobre todo los que somos padres, o hijos dignos de tal apelativo) podemos (no sé si sabemos) sentir. Hitchcock empleaba esa habilidad en términos de suspense; Spielberg, en cambio, apela con ella a nuestros temores más personales, siempre relacionados con lo que más presente está en la vida de todos, y muy alejado de las fantasías propias del género: las emociones que proceden de nuestras relaciones con las personas más cercanas, con nuestros trapos más sucios, esos que incluso queremos esconder a nosotros mismos. Plasma así con maestría el dolor de un hijo mecánico que –pese a su artificialidad biológica– parece haber desarrollado una capacidad emotiva como la de cualquier otro ser humano, sino mayor, necesitado del cariño, al menos, de sus padres de ocasión; genialmente interpretado por el joven actor Haley Joel Osment. Con esos mimbres Spielberg elabora un cuento oscuro y muy triste, por más que el personaje de Gigoló Joe (esencia del objetivo con el que los humanos construyen a los androides) y la desinhibida actitud vital que el carácter de su ocupación le proporciona –la cual su propio nombre anticipa–, le haga presentarse como una suerte de bufón desdramatizador. Con la presencia de este personaje se inicia una segunda parte en la (simple) estructura de la cinta, de las tres que creo encontrar en ella. En dicha segunda fracción parece hacerse un hueco para algo de movimiento, de acción, y que debe entenderse como una concesión al tipo de cine al que el director ha entregado su carrera, comercial por los cuatro costados; no obstante con una calidad que raya siempre al más alto nivel; pues, aunque pertinente, poco aporta este segundo round y se siente como chocante (solo ligeramente) respecto a lo previo.

Se rompe así con el contexto intimista que se traía y se introduce algo de aventura visual; algo que parece irrenunciable en el contexto de su adscripción genérica a la ciencia-ficción, entendida siempre esta en su sentido más populista, pese a la seriedad que atesora en la forma de presentar el tema que trata, y que se extiende hasta referencias incluso a otros géneros, como el terror –“La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero–. Algo menos permisivos deberíamos ser si hablamos de la aparición del dibujo animado tridimensional llamado doctor Know –recurso que utilizó de manera similar en “Parque Jurásico” (Jurassic Park, 1993)– que me parece mucho más cuestionable pese a que claramente potencia la identificación de la película como fábula, distanciándose así del tono trágico y grave de la que hemos identificado como primera parte.

La primera aparición de Gigoló Joe, tratando de convencer a una clienta, inexperta, con signos de maltrato por su pareja habitual y asustada por el tamaño que podrá tener “eso que tiene ahí”, también le relaciona a éste con la idea del amor; pero en su caso sólo carnal. A partir de ahí, toda la huida de David, Gigoló Joe y Teddy (el robot-osito de peluche que acompaña a David) de la “Feria de la carne” –un espectáculo donde enfervorecidos humanos disfrutan destruyendo mecas, cual Coliseo romano– atrapa la apariencia de un relato de terror. Incluso Spielberg se permite una nueva referencia al monstruo de Frankenstein, en este caso en la versión de James Whale para la Universal del año 1931 –“El doctor Frankenstein” (Frankenstein)– cuando la silueta de Gigoló Joe se recorta en la noche sobre un promontorio, rodeado por troncos casi pelados, evocando así una imagen similar de la cinta protagonizada por Karloff. 

4.- El tercer y último tercio que completa la estructura de la película comienza cuando la pareja de mecas y el oso Teddy viajan hasta la inundada y desolada Nueva York. Una ciudad a la que siempre recurre el cine para convertirla en el mejor de los decorados apocalípticos; algo que la realidad se encargó de avalar ese mismo año 2001. Sirva indicar que la película se estrenó en los Estados Unidos en junio de ese año, y sólo diez días después de los atentados a las torres gemelas en nuestro país, lo cual claramente debió redondear el efecto para el espectador patrio. En este último tercio se recupera el tono tristísimo y emotivo de la primera parte. Y es en él cuando David encuentra a su hada azul; una figura de un parque de atracciones que alude a ese personaje de la obra de Collodi. Ante ella se entregará a la eterna solicitud de su único deseo: que le convierta en un niño real. Postrado a los pies de la figura es difícil no recordar a Pablito Calvo a los pies de Jesús en la magistral “Marcelino pan y vino” (1955), de Ladislao Vajda, que –por descabellado que parezca– Spielberg parece que hubiera visto.
 
Como otras obras de Spielberg, es esta una película de tesis; pero en mayor medida que en otras. Importa más la insistencia en todas esas obsesiones personales de su director que la existencia de una narración que evolucione dramáticamente; sin que esta apreciación deba tomarse, de ningún modo, como una crítica, sino como una definición. Finalmente, el niño androide demuestra ser más humano que los propios verdaderos humanos; capaz de valorar en lo que vale la felicidad que le aporta el amor por su madre de adopción, aunque la brevedad de ese último momento, tras miles de años de espera, sea tanta como la de un suspiro, pero suficiente como para persistir siempre. Spielberg es capaz, así, de captar la espiritualidad de ese sentimiento universal tan íntimo, a veces olvidado o relegado por el materialismo galopante que inunda el mundo contemporáneo, y al que mucho me temo todos estamos aprendiendo a valorar más en estos últimos años. De esa manera Spielberg nos dice que lo importante es la esencia de esos sentimientos, independientemente de su origen, real o manufacturado. ¿Qué es real y qué no lo es?, ¿se diferencia mucho la realidad de un sueño?, ¿es más válido lo soñado que lo vivido realmente? Aplicado al cinéfilo: ¿es menos real o importante la emoción que nos transmite una película que la que podamos sentir gracias a un hecho “real”?, ¿por ser “artificial” dicho sentimiento deja de ser verdadero?

Descubierto por unos visitantes alienígenas, cuyo aspecto nos hace recordar a aquellos de “Encuentros en la tercera fase“ (Close Encounters of the Third Kind, 1977), David, después de dos mil años congelado tras una nueva glaciación que asoló el planeta, es asumido por estos como la esencia misma de lo más bello del ser humano; su perfección. También en los momentos últimos del film descubrimos qué ha llevado en realidad a diseñar y a fabricar a David. En realidad David es una copia exacta del difunto hijo del profesor Hobby, quien lo ha construido para perpetuar la existencia de su objeto de amor: su hijo perdido. Se crea de ese modo un paralelismo entre lo que busca Hobby con su invención y lo que anhela David respecto a la madre que lo acogió y luego abandonó: mantener ese amor por el otro hasta el infinito de los (sus) tiempos. Con todo, Spielberg sigue demostrando ser uno de los mejores y más intuitivos directores vivos, consiguiendo una de las más importantes muestras de cine fantástico de lo que va de siglo, con la que es, seguramente, su película más emotiva y compleja.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.

lunes, 16 de enero de 2012

ENTREVISTA EN RADIO 3, SOBRE "EL PADRE DE FRANKENSTEIN"

Santiago Bustamante me hizo una estupenda entrevista emitida el 28/12/11 en el programa "En la nube", de Radio 3. Es a partir del minuto 11.52 aprox.

http://www.rtve.es/alacarta/audios/en-la-nube/nube-engendrados-inocentes-28-12-11/1283514/

martes, 10 de enero de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 46 (Febrero 2012) ESPECIAL BLADE RUNNER


En breve en todos los kioskos ya tendréis el nº 46 de la revista SCIFIWORLD MAGAZINE, correspondiente al mes de febrero de este aciago 2012 que se nos presenta. Sin duda el sórdido mundo que nos dibuja la película de Scott puede tener una clara correspondencia en el triste año que estamos comenzando. Esperemos equivocarnos...

Mi aportación está en la sección "La máquina del tiempo", dedicada en esta oportunidad a la película de Peter Bogdanovich "El héroe anda suelto" (Targets, 1968), con un avejentado pero entrañable Boris Karloff. Una película interesantísima.

martes, 3 de enero de 2012

"CADIZ OCULTO" presentación en Madrid



El libro se presentará en Madrid, el próximo 26 de enero, a las 19: 30 h., en Estudio en Escarlata Librería (Calle Guzmán el Bueno, 46) en una mesa que contará con la presencia del autor, del cineasta gaditano Julio Diamante y del también escritor y crítico de cine Juan Andrés Pedrero Santos.

NOTA DE PRENSA: Después de más de más de una docena de libros sobre cine, especialmente sobre cine fantástico y de terror, el escritor gaditano José Manuel Serrano Cueto publica Cádiz oculto. Historias gaditanas para no dormir, un trabajo que deambula entre lo literario y lo periodístico.

(1.12.2011).- Tras libros como De monstruos y hombres. Los reyes del terror de la Universal, Horrormanía, Vincent Price. El villano exquisito o Tod Browning, el escritor gaditano José Manuel Serrano Cueto, que se ha especializado en cine fantástico y de terror, se aparta ahora del cine, pero no del misterio, para publicar Cádiz oculto. Historias gaditanas para no dormir. El libro, publicado por Ediciones Mayi, supone el regreso del autor a su ciudad natal, Cádiz, a la que siempre ha tenido presente de una u otra forma tanto en sus libros como en sus reportajes o artículos periodísticos: “Una vez me dijo el gran Fernando Quiñones que él intentaba mencionar Cádiz en todos sus textos. Me quedé con esa idea y yo intento hacer lo mismo. He mencionado a Cádiz en textos de todo tipo. He buscado el momento, aunque a veces no venía mucho a cuento”, reconoce Serrano Cueto: “Llevo fuera de Cádiz quince años, pero no me olvido de ella. Soy gaditano y gadita”.

Para su regreso editorial a Cádiz, Serrano Cueto ha escrito un trabajo que indaga en los misterios de esta ciudad trimilenaria, asuntos que él mismo ha investigado para revistas como Más Allá o Año/Cero, si bien buscando siempre la objetividad y, a veces, con cierto sentido irónico e incluso escéptico. Para Más Allá, Serrano Cueto publicó tres reportajes de investigación sobre inmuebles supuestamente encantados: uno sobre la Casa Cuna y la Institución Provincial, otro sobre el Hospital de Mora y un último sobre el ayuntamiento. Estos reportajes, con añadidos, se han publicado en el libro junto a otros trabajos también publicados previamente y a relatos nuevos, algunos centrados en lugares muy conocidos de la ciudad, edificios públicos o privados populares, y unos pocos dedicados a historias personales, protagonizadas por personas anónimas en sus propias viviendas, que han llegado a oídos del autor a lo largo de los años. Aunque en libro se centra en buena parte en las casas encantadas de la ciudad, José Manuel también presta atención al fenómeno OVNI, al bestiario gaditano, a la milagrería y a otros asuntos curiosos. Más de 260 páginas ilustradas que hablan de fantasmas, extraterrestres, monstruos, demonios y un largo etcétera. Y, aunque el grueso del libro está dedicado a la capital, Serrano Cueto también habla de misterios de la provincia, desde San Fernando a Algeciras.

El gaditano no podía desvincularse del todo del cine, y Cádiz oculto. Historias gaditanas para no dormir cuenta con el prólogo de Paco Plaza, co-director de las dos primeras entregas de REC y director la tercera, REC Génesis, que se estrenará en 2012. Además, el libro está salpicado de referencias cinematográficas e incluso recoge un breve anexo con un listado de películas que tratan temas parecidos a los del libro.

 
TEXTO CONTRAPORTADA

La Gadir fenicia, Gades latina, Gadeira griega, isla estratégica para mercaderes marítimos y piratas de toda condición, encierra tantas historias curiosas, imposibles y asombrosas como años, más de 3000, tienen sus piedras. Cádiz, que ostenta el título de “ciudad más antigua de Occidente”, emana leyendas, misterios de toda clase, algunos tan ancestrales que se enclavan entre las gigantescas columnas de Hércules o se hunden en los cimientos mismos de la Atlántida. Aunque Cádiz oculto, que también pasea por la provincia aunque se detiene fundamentalmente en la capital, mira al pasado sin olvidar el presente. Cádiz oculto se adentra en las casas encantadas de la Tacita, se sumerge en el cráter del bahía, nada junto al hombre-pez o siente el temblor del maremoto. Fantasmas, alienígenas, gigantes, monstruos marinos, demonios, milagros de toda condición... El lado más tenebroso e inquietante de la ciudad de Cádiz.


TEXTO SOLAPA

“El ruido, el ruido que llegaba de los pisos superiores, de zonas en las que ya no había nadie, martilleaba sus cabezas. El protocolo había marcado que las camas se unieran en el centro de las habitaciones, a su vez cerradas con cadenas para evitar los posibles robos: “De repente se oía como si alguien arrastrara las camas de las habitaciones. Estábamos en la planta de abajo y sentíamos en el techo el sonido de unos pasos y de los muebles al ser arrastrados. Las habitaciones estaban selladas con cadenas y, cuando más tarde abrieron una, pudimos comprobar que las camas estaban juntas, cuando la realidad es que se habían dejado separadas”.

www.edicionesmayi.com



miércoles, 21 de diciembre de 2011

"SCIFIWORLD MAGAZINE Nº 45", Enero de 2012


Ya está en los kioskos el primer número de este funesto 2012 que pronto comienza. Un año, sin duda, donde necesitaremos todo el potencial posible para evadirnos de los problemas que vendrán; y, como siempre, SCIFIWORLD contribuirá a ello.

Mi aportación en este número 45 es un artículo dedicado a "El doctor Frankenstein" (Frankenstein, 1931, James Whale), con el que recuerdo que el 4/12/11 se cumplian 80 años de su estreno. Como siempre en "La máquina del tiempo".

lunes, 5 de diciembre de 2011

EN EL ATENEO...


Fuente Scifiworld: "El pasado fin de semana Scifiworld Magazine, el Museo de Cera de Madrid y el Ateneo de Madrid ha servido para rendir homenaje y conmemorar el 80 aniversario del estreno de "El doctor Frankenstein" (Frankenstein, 1931, James Whale). El viernes 2 de diciembre la cantante Alaska y su marido Mario Vaquerizo, con el habitual desparpajo de ambos, estuvieron en el Museo de Cera, en su sala del terror, para entregar una tarta de cumpleaños a nuestro querido Franki, tal y como aparece en la foto. El evento, muy animado e incluso con cobertura televisiva, tuvo el eco que merecía en toda la prensa. Hay que agradecer al responsable del museo, Gonzalo Presa Hidalgo, todas las facilidades que da a este tipo de eventos, siempre relacionados con el cine fantástico y aledaños.

Por otro lado, el sabado se pudo ver "La novia de Frankenstein" (Bride of Frankenstein, 1935, James Whale) en una de las salas del prestigioso Ateneo de Madrid, institución cargada de sabor y tradición, que también se unió a conmemorar el aniversario. El domingo 4 de diciembre, verdadero día del cumpleaños, el Ateneo mostró a los asistentes "El doctor Frankenstein", tras lo cual el respetable emigró a otra sala donde se habló largo y tendido, de forma animada y agradable además, sobre todo lo que representa el monstruo de Frankenstein en la literatura y el cine; con lo que fue inevitable que los ponentes de la mesa se extendieran hablando igualmente de James Whale y de Boris Karloff. El evento, con menos público del que se hubiera deseado, no obstante se transformó en una muy cálida charla entre amigos, además de un enfrentamiento intelectual entre auténticos especialistas con un público con criterio propio, muy interesados todos en el tema que allí nos ocupaba. En la mesa que dirigía el coloquio se encontraban Miguel Losada, escritor y miembro del Ateneo, haciendo gala de unas dotes como presentador y moderador que hicieron las delicias de los miembros de la mesa (ver foto). A Losada le acompañaron (según el orden en que se sentaron en la misma) Juan Andrés Pedrero Santos, escritor cinematográfico autor del único estudio sobre James Whale en castellano, Victor Matellano, escritor especialista en cine de terror, en los rodajes hollywodienses en suelo patrio y promotor del evento, y el también escritor Javier Cortijo, que entre otras obras tiene en su haber dos estupendas biografías de Bela Lugosi y Boris Karloff."