domingo, 10 de junio de 2012

"LA ISLA DEL DOCTOR MOREAU" (1996, John Frankenheimer)


Junto a la británica Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), al estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), al francés Jules Verne (1828-1905) y a Bram Stoker (1847-1912) –con su “Drácula”, que ha generado no pocas inspiraciones–, el también británico Herbert George Wells (1866-1946) es seguramente uno de los escritores del siglo XIX dedicados al género fantástico cuyas obras más recurrentemente han sido adaptadas al cine. “La isla del doctor Moreau” ya comenzó su andadura cinematográfica en 1932 con “La isla de las almas perdidas” (Island of Lost Souls), dirigida por Erle C. Kenton y convertida ésta en una de las películas indispensables para conocer la trascendencia del género en la década de los treinta; película Paramount, por lo tanto fuera del ciclo terrorífico con que Universal inauguró el género de terror como tal, si se disculpa el entenderla a medio camino entre los géneros del terror y de la ciencia ficción. A diferencia de Verne, que siempre fundamentó su obra en la aventura y en una curiosa intuición para la anticipación científica, Wells optó por argumentos con cierta capacidad crítica respecto a la sociedad y a la ciencia que en ella tiene su seno, revelando las distintas opciones morales y las contradicciones que de la relación entre ambas instituciones podían surgir, hecho que sus historias siempre trataron de sacar a relucir. Sus novelas utilizan el símbolo y la metáfora como formas de cuestionar el mundo en el que vive, casi siempre dentro de un contexto tonal de ligero misterio, lo que para mi gusto hace su literatura mucho más sugerente que la del más lúdico Verne.


Siendo sus novelas más célebres todas repetidamente adaptadas al cine  –“La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898)–, es “La isla del doctor Moreau” una de las que más veces ha sido llevada a la pantalla, concretamente cinco, a través de la ya referida “La isla de las almas perdidas” (1932), las americano-filipinas “Terror is a Man” (1959) de Gerardo de Leon y “The Twilight People” (1973) de Eddie Romero, para terminar con las más modernas y conocidas “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau, 1977) de Don Taylor y la que nos ocupa, dirigida por John Frankenheimer en 1996.

“La isla del Dr. Moreau” nos cuenta la historia de Douglas, un naufrago que arriba a una inquietante isla tropical poblada por extrañas criaturas –mitad humanas mitad animales–, fruto todas ellas de los experimentos del doctor Moreau, un científico que juega a ser Dios ayudado por su asistente Montgomery. Moreau ha convertido la isla en un feudo donde es amo y señor de todos sus hijos. El argumento refleja una serie de asuntos que ya estaban presentes en el original literario. Así, se cuestionan temas tales como el valor de la moral generalmente impuesta; la legitimación (o no) de un individuo (un líder) para situarse por encima de sus súbditos; el individualismo; así como los borrosos límites de la ciencia y hasta qué punto los fines justifican los medios, por otro lado, ya de entrada, cuestionables en sí mismos. Esta última adaptación a cargo de Frankenheimer, director no ajeno al género –ya había aportado su granito de arena a la moda de criaturas desnaturalizadas que vino tras la estela del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg con “Profecía maldita” (Prophecy, 1979)–, aprovecha la coyuntura para ahondar en la crítica social, latente ya en el original literario, acrecentando su impacto mediante simbolismos muy evidentes e incluso irónicos y hasta cómicos; véase a ese doctor Moreau paseándose en una especie de papamóvil, vestido y comportándose de una manera harto evocadora de la figura del papa Juan Pablo II, lo que incrementa la alusión virulenta a la religión que cualquiera puede interpretar, sin mucho esfuerzo intelectivo, gracias a la particular puesta en escena.

Moreau no es más que un trasunto del doctor Frankenstein que creó Mary Wollstonecraft Shelley; sólo que en este caso el objetivo científico no es crear la vida humana a partir de la muerte, sino el de aportar un hálito humano a las bestias, forzando de forma antinatural la evolución de las especies. Para cumplir su objetivo, Moreau –en tiempos, eminente y reconocido científico, luego rechazado por sus colegas debido a sus atrevidas metas– no se priva de someter a sus víctimas/hijos/pacientes al sufrimiento que estime necesario; “si la naturaleza es despiadada, porque no voy a serlo yo”, decía Moreau en boca de Burt Lancaster en la versión de 1977. El personaje del doctor Moreau siempre fue carne de cañón para dar pie a la presencia de grandes figuras, y así es como casi siempre ha sido aprovechado por el cine. Sin ir más lejos ya ha sido interpretado nada menos que por Charles Laughton, Burt Lancaster y, en la presente, por Marlon Brando; siempre hablando de las tres adaptaciones más conocidas por el gran público. En nuestro caso, Brando interpreta al científico con una pose muy propia del actor –mostrando ese pasotismo que venía manifestando en sus últimos trabajos para la pantalla– y un tanto estrafalaria, tanto como el desasosegante sirviente enano que siempre le acompaña, interpretado por Nelson de la Rosa, individuo que en 1990 obtuvo el certificado del “Libro Guiness de los records” que le acreditaba como el hombre más pequeño del mundo gracias a sus setenta y dos centímetros de estatura.

El personaje de Moreau adquiere en esta última adaptación un cariz más cercano al mad doctor clásico que a la representación que, por ejemplo, hizo de él Burt Lancaster en la versión dirigida por Don Taylor en 1977, donde el doctor era plasmado como un científico comprometido con su ilusión, reconociendo –como ya lo hizo el doctor Frankenstein– que la moral imperante no es más que un obstáculo, una barrera a superar por el progreso científico. El guión original de Richard Stanley –que comenzó a rodar la película también como director, hasta ser despedido cuatro días después de iniciada la producción y sustituido por John Frankenheimer– fue reescrito por Ron Hutchinson a instancias del propio Frankenheimer. Es a partir de esta reescritura donde el Moreau encarnado por Brando ofrece un registro de pocos matices conceptuales, sustentándose casi exclusivamente en una aptitud un tanto lunática que tampoco termina de justificarse bien y que se entiende únicamente como un intento del guionista de aportar novedad a lo ya visto hasta el momento. Aun así, Marlon Brando llena la pantalla como pocos actores han sido capaces de hacerlo con la única ayuda de su presencia ante la cámara (y no lo digo por la estimable anchura de su fisonomía).

Menos empaque demuestran sus otros dos compañeros de reparto masculino, especialmente David Thewlis, que da vida al naufrago Douglas; personaje que debía ser el enlace directo entre el espectador y la historia, con quien deberíamos identificarnos, pero cuya escasa consistencia y profundidad no ayuda precisamente a ello; cosa que sí consiguió Michael York en la versión de 1977, más equilibrada y con las ideas más claras que la película de Frankenheimer. El personaje de Montgomery, el indolente asistente de Moreau, lo interpreta un Val Kilmer que en el clímax final sufre un ataque de locura, cuyo origen no sabemos muy bien de donde procede; aunque el conocimiento previo de la historia nos haga intuir que es consecuencia de la insensibilidad a la que le ha llevado ser testigo de todas las horribles cosas vividas durante sus años junto al doctor. Un Montgomery que termina emulando el papel de Martin Sheen en “Apocalipsis Now” (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola, donde éste tomaba el relevo del coronel Kurtz que –como a Moreau– interpretaba Brando. La ardiente sensualidad que desbordaba Barbara Carrera en la versión dirigida en 1977 por Don Taylor se abandona por la menos sugerente actriz Fairuza Balk, ésta con una transformación final mucho más explícita y progresiva, por lo tanto carente de la virtud de generar inquietud; recordemos que la transformación de Barbara Carrera se intuía tan sólo en un único y fugaz plano.

El recurrente escamoteo a nuestra vista de la imagen de las criaturas creadas por Moreau –que tan buen elemento de intriga aportó en anteriores versiones–, aquí es despreciado junto con parte de su potencial dramático. No pasan muchos minutos hasta que se pone ante nuestros ojos a los siniestros y torturados seres creados por Moreau. Es más, se aprovechan los adelantos técnicos digitales para crear algunos planos que, por obvios, desmantelan totalmente el efecto sense of wonder que los maquillajes tradicionales (en los que aquí participó Stan Winston) siempre consiguen mantener, pese a sus limitaciones.

Siempre me resultó muy atractiva y sugerente dentro de la historia que cuenta “La isla del doctor Moreau” –tanto en su original literario como en sus diversas adaptaciones al cine– esa situación argumental que provoca que las instalaciones cercadas donde Moreau tiene sus dominios se perciban como una isla de “relativa” seguridad en comparación con los amenazadores terrenos exteriores. Y eso pese a la férrea disciplina aplicada por el científico sobre sus súbditos, que les obliga a rechazar cualquier mínimo comportamiento que suponga para las humanizadas criaturas una regresión hasta su antiguo estado animal. Un estado animal que implica la libertad del sujeto, el rechazo del aborregamiento normalizado por perversas leyes. Ese espacio fuera de la empalizada supone un amenazador marco donde desarrollar la rebeldía, la autoafirmación del individuo ajeno a determinismos culturales, la lucha contra la frustración provocada por la castración de los instintos más naturales (y primarios). Esa demarcación de fronteras físicas con componente simbólico –que, con otro sentido, tan apropiadamente quedó reflejado en el “King Kong” (King Kong, 1932) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper– tiene un papel que, de nuevo en esta versión de Frankenheimer, se ve minusvalorado, perdiendo parte de su carácter amenazador.         

En definitiva, Frankenheimer, a través del guión final de Hutchinson, quiso dar un tono crítico más acentuado e irreverente a la película, patente en ciertos detalles, algunos ya comentados; novedad que da atractivo a esta quinta adaptación por su originalidad, pero que rebaja la eficacia de la película como estandarte del cuestionamiento de algunos temas de interés universal que la novela de Wells pone en el punto de mira. En el inicio de la cinta, la lucha brutal que los tres supervivientes del naufragio mantienen en la balsa para hacerse con las últimas gotas de agua –que la voz en off de Douglas se encarga de subrayar– da buenas vibraciones respecto a la novedad de la propuesta. Sin embargo, esta se desinfla a través de unos actores que no dibujan bien sus personajes, que por conocidos (sus roles) todos sabemos lo que debemos esperar de ellos. Val Kilmer –que al igual que Ron Perlman, éste en el papel de recitador de la ley, aceptó participar en la película por el placer de trabajar al lado de un mito viviente como Brando– moderniza el Montgomery visto hasta la fecha, introduciendo un look hippie al que sólo le falta exhibir algún porro de dimensiones astronómicas. Dicho esto, se intuye en el conjunto una interesante promesa de renovar la base de la novela; desgraciadamente, todo queda en un intento fallido que nos hará esperar la próxima adaptación cinematográfica que, sin lugar a dudas, algún día llegará. 

(Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE") 

Juan Andrés Pedrero Santos

jueves, 24 de mayo de 2012

"CONTRA EL TIEMPO" (2012, José Manuel Serrano Cueto)



José Manuel Serrano Cueto ha dirigido un documental titulado “Contra el tiempo”, pero que también podía haberse llamado “Contra viento y marea”. Y es que el empeño y el esfuerzo de todo el equipo técnico, con José Manuel y el productor Carlos Taillefer (Utopía Films, S.L.) a la cabeza, es el único responsable de que finalmente el documental exista, por lejos que esté de lo que debiera haber sido si se hubiera acercado más a lo que prometía el proyecto original. La falta de una financiación adecuada –la crisis y lo que no es la crisis– lastró parcialmente las ilusiones de todos los que han contribuido a su creación, que finalmente han tenido que optimizar los recursos y los esfuerzos para adecuarse a las limitaciones que se encontraron por el camino. Por desgracia el cine es un arte que cuesta mucho dinero, y solo con talento y buenas ideas no se rellenan los fotogramas; más aun si, como buscaban sus creadores, lo que se pretendía era realizar un producto de calidad, tanto interna como formal. Así, aunque se esperaban unas más variadas y lejanas localizaciones –incluso se pensó en entrevistar a Clint Eastwood para que hablara de sus tiempos en Almería, Colmenar Viejo y Hoyo de Manzanares, entre otros lugares de la geografía hispánica que sirvieron de falso oeste americano durante parte de los años sesenta y setenta–, todo tuvo que reducirse a un número de entrevistas que se cuentan con poco más que los dedos de una mano.

El objeto del documental es acercar la mirada al recuerdo y a la experiencia de algunos de aquellos actores españoles que disfrutaron del pequeño y fugaz paraíso que supuso aquel tiempo de las coproducciones de género (western, terror, thriller) que tanto lustre dieron a la ¿industria? del cine nacional, donde se consiguió que técnicos y actores patrios se codearan con eminentes estrellas internacionales y con algunos directores que luego iban a convertirse en mítos (con Sergio Leone a la cabeza). La gran mayoría de los actores a los que Serrano Cueto dedica algún fragmento (que son Ricardo Palacios, Antonio Mayans, Fernando García Rimada, Lone Fleming, Mabel Escaño, Carlos Bravo y Aldo Sambrell) son absolutamente desconocidos para el gran público. Pero Serrano Cueto no busca el que sean reconocidos ni recordados. No es ese el objetivo. Lo que se busca es casi una representación abstracta de lo que significa la memoria, el recuerdo, de unos tiempos más felices que no volverán. Es más un retrato humano que cinematográfico; en realidad no importan quienes sean esos rostros que hablan del pasado, sino que lo que debe trascender es la materialización en imágenes de un sentir y de unas vivencias ya difuminadas, sino olvidadas, por el paso del tiempo, amplificadas o reducidas –según el caso, la modestia y la suerte posterior del entrevistado–.

Como sucedía en esa obra maestra del documental que es “El desencanto” (1976), de Jaime Chávarri, donde se evoca con agudeza y crudeza la figura de los miembros de la familia del poeta Leopoldo Panero –Serrano Cueto en menor medida, dada la modestia obligada de su trabajo–, es el tiempo el verdadero protagonista. Es también la implacabilidad de su paso, de lo que significa de evolución (o involución) en la vida de una persona, es ese recorrer las arrugas producidas por el cansancio, por la vejez o la tristeza de todos aquellos que un día vivieron un sueño, y que pasados los días, las semanas, los meses y los años -en el mejor de los casos- cambiaron ese sueño por otro; si no lo tornaron en pesadilla. Son todos los que están, pero no están todos los que son; muchos de ellos aun más olvidados. En honor a ellos también debe considerarse un tributo.       

Emotivo, sereno y clarificador documental (muy bien acompañado de una pertinente música de Dolores Serrano Cueto) que mereció más apoyos y mejor suerte; aunque -aludiendo también al tiempo- tiene toda una vida por delante. Ahí está, véanlo allí donde puedan. No lo lamentarán.

Juan Andrés Pedrero Santos

martes, 15 de mayo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 50 (Record absoluto en las revistas españolas dedicadas al fantástico)


La revista SCIFIWORLD MAGAZINE llega, por fin, a su número 50. Se trata de todo un acontecimiento, pues se convierte así en la revista más longeva de todas las que han visto la luz en nuestro país. Gracias al esfuerzo de todos los que hemos colaborado a lo largo de estos años y al cariño que hemos vertido en sus páginas hemos logrado este hito. Por la parte que me toca me felicito (nunca hubiera pensado hace 5 años que habría tenido el placer de formar parte de esta maravilla que todos los meses podemos ver en el quiosco). Felicidades también a todos mis compañeros, pues gracias al empeño de todos lo hemos logrado. Ahora a esperar el número 100¡¡¡¡

Mi contribución de este mes es un artículo en la sección "La máquina del tiempo" dedicado a una película malísima: "EL HEREJE (EXORCISTA II)", de John Boorman.

miércoles, 2 de mayo de 2012

"HENRY, RETRATO DE UN ASESINO" (1986)


1986 fue un año que, en términos generales, no representó nada especial para el cine de terror moderno. Ya quedaban lejos los aportes revolucionarios que significaron “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby, 1968), de Roman Polanski, y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Livig Dead, 1968), de George A. Romero; Wes Craven ya había iniciado algo antes su saga dedicada a Freddy Krueger con “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on Elm Street, 1984), e incluso hacía mucho más tiempo que se habían sentado las bases de la época dorada del slasher con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham; esta última estrenando por aquel 1986 la que iba a ser, nada menos, que su sexta parte.

1.- La referencia anterior a la cinta que completaba la media docena de entregas de la saga dedicada al psychokiller Jason Voorhees –“Viernes 13 VI: Jason vive” (Jason Lives: Friday the 13th Part VI, 1986), de Tom McLoughlin– es más que suficiente como indicación precisa del camino –en exceso redundante– que llevaba en aquel momento el subgénero consagrado al asesino en serie. A esas alturas todos los incondicionales del género jaleábamos cada uno de los asesinatos del tarado serial killer de turno, convirtiendo los patios de butacas en toda una fiesta de desparrame y complicidad. Se trataba de presenciar hechos violentos (muy violentos) que ya eran tomados a broma por el respetable, pues el abuso y la invasión de similares propuestas que habían sufrido las salas de cine en esa década no podía inspirar cosa diferente en el público más asiduo a tales carnicerías; al menos desde un punto de vista saludable.

Visto así el contexto, “Henry, retrato de un asesino” es una película extemporánea –mucho más si sabemos que los problemas con la censura la relegaron a un estreno tardío en 1990–, pues lejos de encontrar acomodo entre sus coetáneas, está más cerca de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Shaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, de “La última casa a la izquierda” (The Last House on the Left, 1972), de Wes Craven,  de “La violencia del sexo” (Day of the Woman, 1978), de Meir Zarchi, o de muchas otras representantes de ese subgénero más específico denominado rape and revenge, donde la violencia es cruda, desagradable y de ninguna manera inspira precisamente jolgorio entre el público; al menos cuando es la víctima de turno quien la recibe, no tanto en sentido inverso, cuando son los delincuentes quienes la sufren después.

El concepto que representa “Henry, retrato de un asesino” e incluso su factura formal la hacen estar muy unida a todo ese cine trasgresor de los años setenta, debiendo reconocerse como inusual dentro del paisaje del cine de terror en el que surge –el cine más ochentero–, donde había existido una línea de evolución precisamente a partir de esa particular revolución de los setenta, ya en franca decadencia al haber dejado paso a propuestas menos agresivas y más amables, si se quiere expresar así.

2.- Atmosféricamente hablando, no se le puede negar a “Henry, retrato de un asesino” una vinculación con “Taxi Driver” (Taxi Driver, 1976), de Martin Scorsese; otro exponente preciso de la revolución que sufrió el cine americano en esa década, en este caso desde fuera del género de terror y con claras influencias del cine europeo –habitualmente más independiente y contemplativo que el cine de Hollywood–, aunque no por ello menos innovador. Tanto la película de McNaughton como la de Scorsese comparten cierta poética decadente de la nocturnidad, donde lo que es vida durante el día adquiere tintes de pesadilla en esas horas en que la vigilia se convierte en un atributo de seres desplazados y siniestros; cazadores y presas que vagabundean por las calles de los núcleos urbanos, esos ejes del mal, residencias de los desechos que una sociedad disfuncional vierte en sus propias calles, cual residuos en la cloaca. Como las cucarachas, la escoria sale cuando cae el sol para rebozarse entre la mierda, sintiéndose ajena a cualquier mirada de reproche, impune ante la deserción momentánea de la vida de la que disfrutan quienes utilizan la noche para dar un descanso supuestamente reparador a sus cuerpos y a sus almas.

Henry (Michael Rooker) y Travis Bickle (Robert de Niro) tienen las mismas motivaciones –aunque de raíz distinta–. Sólo el segundo tiene todavía un pie puesto en el orden social; aun es consciente de la estructura a la que pertenece y, aunque en el límite, trata todavía de buscar su sitio, sintiéndose una especie de justiciero. En cambio, el primero ha perdido todo vínculo con la civilización, responde únicamente a su instinto de matar de forma indiscriminada y gratuita, es un verdugo, una bestia salvaje, un depredador carente de cualquiera de las cualidades que hacen del hombre algo distinto a un animal, carente de todo aquello que lo diferencia de las alimañas más feroces. Henry vivió el horror ya durante la infancia, huérfano del cariño de unos padres que habían andado previamente el camino de corrupción moral en el que se encuentra él ahora. Ni siquiera Henry está en un período de evolución negativo, de regresión o degradación, sino que está plenamente instalado en una especie de mundo paralelo, donde él impone las reglas a quienes terminarán siendo sus víctimas; la primera de ellas su propia madre. Travis, por el contrario, perdió la fe en la humanidad asistiendo a la barbarie que fue la guerra de Vietnam.      

3.- Llegamos aquí al punto de hablar de concretas formas de representación de la violencia –las más extremas–, de su verdadero significado y de la justificación que podemos encontrar, como espectadores o como ciudadanos en general, a aquellos límites hasta donde los cineastas han sido hasta el momento capaz de llegar. Relativo a este particular, “Henry, retrato de un asesino” no es más que una semillita que tardaría en extender su ámbito de influencia, y cuyo alcance se verá en el futuro superado hasta límites insospechados. Ese límite hoy por hoy está marcado por “A Serbian Film” (Srpski film, 2010), de Srdjan Spasojevic, -esta vez sí difícilmente superable- película que precisamente llevó a la opinión pública el debate sobre la conveniencia o no de tolerar ese tipo de productos, llegándose incluso a cuestionar la legalidad o ilegalidad de su existencia y de su exhibición desde un punto de vista jurídico. Polémica que atrajo hasta límites estúpidos y grotescos la opinión que de ella tenían (y tienen) ciertas instituciones y personas –claramente sin haberla visto–, desembocando todo en la apertura de un proceso legal contra el director del Festival de Sitges –Ángel Sala– con la única excusa de hacerle responsable de su exhibición. Todo lo cual pone en entredicho la libertad de expresión de la que se supone que disfrutamos en el mundo occidental, además de hacernos cuestionar –lo que es peor aun– la inteligencia de muchas de las personas a las que, por su posición social o estatus dentro de determinadas instituciones, se les supone un nivel cultural y una capacidad de raciocinio de una cierta excelencia, habiendo demostrado no estar a la altura de las circunstancias con sus opiniones y comportamientos, incapaces según parece de diferenciar la ficción de la realidad, así como de interpretar las verdaderas intenciones implícitas en el discurso de una película.

4.- Lo que consigue “Henry, retrato de un asesino”, obviando los ejemplos precedentes o posteriores ya citados, es lo que Michael Haneke repetía de forma más cruda con su “Funny Games (juegos divertidos)” (Funny Games, 1997), luego rehecha dentro del cine americano diez años más tarde, cuando ya era una realidad la institucionalización del torture porn como subgénero cinematográfico. La ficción se desnuda del recurso de la dramatización hasta el límite de lo imprescindible, adoptando un punto de vista supuestamente neutro, de puro voyeurismo; lo que no deja de ser igualmente un recurso dramático, aunque invisible y mucho más sofisticado, y por ello tremendamente tramposo en el buen sentido del término, pero tan eficaz como perturbador. Desde el distanciamiento que ofrece esa forma de representarlas, las escenas más cruentas se ven aligeradas de su carga de ficción para acercar su visualización a una experiencia más real y desagradable. El espectador se siente incapaz de esconderse tras la apariencia de asistir a una historia contada, sintiéndola en cambio como una historia vivida en primera persona. En el caso de “Henry, retrato de un asesino”, esto es mucho más intenso en la escena grabada en video por los personajes protagonistas, que recuerda al modus operandi de la pareja de criminales rusos del thriller “15 minutos” (15 Minutes, 2001), de John Herzfeld; un recurso que se adelanta a esa forma de narrar que tras “El proyecto de la bruja de Blair” (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se pondría tardíamente de moda con ejemplos tan impactantes como “[Rec]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, “Paranormal Activity” (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli o “Monstruoso” (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves, por citar algunos, y de la que ya se viene abusando un tanto, pues en los peores casos –entre los que no se encuentra ninguno de los anteriores– ya ha pasado a convertirse en una pose gratuita e incluso molesta más que en un recurso estilístico.

La factura formal tosca y cromáticamente tan opresiva como sórdida que McNaughton proporciona a esta su primera película –antes había dirigido el documental “Dealers in Death” (1984), un repaso a la lista de delincuentes célebres de América en la década de los treinta– tiene su origen más en las limitaciones presupuestarias que en una intención consciente. Por el mismo motivo no hay grandes escenas con efectos especiales, ni siquiera modestos; toda la narración es muy sobria, y muchos de los asesinatos se muestran ya no en off sino directamente mediante una suerte de flashbacks a modo de insertos inertes, casi subliminales por la brevedad de su exposición, que van formando veladamente el siniestro currículo de Henry. Personaje al que interpreta un Michael Rooker en su también primer trabajo para el cine; con seguridad una de las mejores actuaciones de su carrera, donde saca todo el partido posible a su apostura ruda y a su rostro primario.

5.- Aunque en un entorno urbano, “Henry, retrato de un asesino” también se aprovecha de todos esos elementos que habitualmente se atribuyen a la América rural más profunda –como se suele decir–, donde siempre esperamos encontrar la brutalidad entre los miembros de una familia, el incesto, la violencia sexual, una falta de instrucción que raya la animalidad y la inexistencia de respeto por la vida ajena. Es una especie de retrato subliminal del hombre de las cavernas, ajeno a costumbres,  hábitos sociales  o normas de vida en comunidad; donde lo que prima es la satisfacción del instinto propio –de cualquier instinto–, por encima de toda otra consideración; además sin ningún tipo de excusa explicita  o posibilidad de remordimiento. Desde un punto de vista sociológico, tendría cabida interpretar al personaje como la regresión que es capaz de sufrir un ser humano para llevar a cabo todas esas barbaridades en las que es posible participar dentro de un contexto bélico, donde parece que se experimenta una especie de suspensión de la civilización que deja campo libre para cualquier comportamiento anómalo, amoral y censurable; un espacio donde –como si se tratara de un ambiente experimental, de laboratorio–, se sumergiera al individuo en una dimensión ajena a la sociedad, entendida ésta en su más amplio significado. Situación a causa de la cual, experimentada realmente por el interesado o asimilada como propia, tantos perturbados ha dado a la historia, sobre todo, de los Estados Unidos.

En 1996 Chuck Parello dirigía una secuela –direct to video en España– titulada “Henry, retrato de un asesino 2" (Henry: Portrait of a Serial Killer, Part 2).

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

domingo, 15 de abril de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 49, mayo 2012

Ya mismito está a la venta el nº 49 de SCIFIWORLD MAGAZINE, un número de lo más surtido. Mi contribución: un artículo dedicado a la película de Larry Cohen titulada LA SERPIENTE VOLADORA (Q, 1982), como siempre en la sección "La máquina del tiempo".

viernes, 9 de marzo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 48, abril 2012


Nuevo diseño para la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 48 (ya queda poco para la media centena). El mismo tamaño pero una maquetación y estilo más moderno. En este número mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" es un artículo dedicado a la película de Joe Dante "AULLIDOS" (THE HOWLING, 1980).

sábado, 3 de marzo de 2012

"EL HOMBRE ELEFANTE" (1980, David Lynch)


Tod Browning ya convirtió en protagonistas a un grupo de fenómenos de feria, en su caso reales, en “La parada de los monstruos” (Freaks, 1932). Su mirada se regodeaba en las deformidades y en la anormalidad de sus casuales actores con la manipuladora intención de despertar estupor –acaso directamente repugnancia– entre los espectadores. Su objetivo, por otro lado, creo que era loable; se trataba de que quienes asistieran al espectáculo en que se convertía la película se descubrieran a sí mismos inmersos y arrebatados por unos sentimientos contradictorios, de índole moral, que removieran sus conciencias y les hicieran reflexionar acerca de tan turbadora experiencia vivida: ¿quién es realmente el monstruo?. En esa línea continúa David Lynch su filmografía tras la extraña, rompedora y abiertamente experimental “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977).

Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester (Inglaterra) en 1862. Desde su nacimiento comenzó a padecer una serie de deformidades en todo su cuerpo, especialmente concentradas en su cabeza y en uno de sus brazos, que con el paso de los años no hicieron más que acrecentarse; lo que le valió el apelativo de “El hombre elefante” cuando era exhibido en barracas de feria; en Londres primero y, al menos, en Bélgica después. Dado que tras su muerte en 1890 –con tan solo veintisiete años– se conservó parte de su cuerpo con el fin de servir para investigar las causas de su extraña enfermedad, parece que hoy se sabe que su tremendo aspecto procedía de una variación de lo que se ha dado en llamar el Síndrome de Proteus; una dolencia extremadamente rara, habiéndose diagnosticado no más de 200 casos en el mundo desde que se tuviera conocimiento de ella en 1979, según parece. El Síndrome de Proteus es una enfermedad congénita que causa un crecimiento excesivo de la piel y un desarrollo anormal de los huesos, músculos, tejido adiposo, vasos sanguíneos y linfáticos; normalmente acompañados de tumores en el cuerpo y cierto retraso mental. La corta vida de Merrick estuvo siempre expuesta al rechazo y al maltrato que muchos ejercían sobre él; su propio padre incluido, quien volvía a casarse una vez hubo muerto la madre de Merrick cuando éste aún era niño. Su madrastra y los varios hijos que ésta aportó al nuevo matrimonio –procedentes de un enlace anterior– no se dedicaron precisamente a hacerle más fácil la existencia al desdichado Merrick. Las peripecias que cuenta la película parece que se ajustan mucho a la historia real en los detalles más generales, cosa que la cinta confirma en sus créditos finales. El guión de la película se basa en el libro escrito por el doctor Frederick Treves (al que en la cinta da vida Anthony Hopkins) titulado “The Elephant Man and Other Reminiscences”, donde el propio autor llama John a Joseph sin que se conozca el motivo, cuando se sabe a ciencia cierta que el doctor Treves era perfectamente conocedor del verdadero nombre de pila del hombre elefante: Joseph, no John; por lo tanto, como John aparece en la película.

Clasificar “El hombre elefante” como una película adscrita al fantastique no deja de ser una convención de lo más arbitraria que aquí nos permitimos; pues en ningún caso incluye en su propuesta algo que se aproxime a lo que podamos calificar propiamente como un elemento fantástico en sentido estricto, con excepción del sugerente tono onírico del prólogo con el que Lynch inicia la película. Limitando aún más el género en el que podríamos situarla –puestos a jugar a las categorizaciones genéricas–, ni siquiera pudiera ser entendida como parte de ese cine de terror que por inercia todos entendemos como fantástico pero que no es tal, pues la ausencia de ese necesario elemento perturbador de la realidad (o de la estética) no existe desde un punto de vista ortodoxo, y que más debiera entenderse dentro de lo que podemos llamar un cine de suspense radical; por ejemplo, aunque no es el caso, me refiero a todas esas películas de asesinos realistas –más o menos en serie– como pudieran ser “Funny Games” (Funny Games U.S., 2007), de Michael Haneke, o la estimable “Secuestrados” (2010), de Miguel Ángel Vivas, por poner dos ejemplos bien recientes, donde el miedo es ciertamente un elemento distorsionador, pero no de la realidad (ni de su apariencia) sino de la cotidianidad. En cambio no es el terror aquí lo que prima, al menos desde la perspectiva del espectador, sino la lástima, la injusticia y la consternación que pudiera sentirse ante el conocimiento de la desgraciada vida del protagonista y del cruel trato que recibe de sus semejantes. En esencia se trata de lo que finalmente tenemos que calificar como un melodrama; extremo, sí, pero melodrama al fin y al cabo, cuyos elementos definitorios tienen un peso en el conjunto que sobresale por encima de los mecanismos del suspense o de cualquier otro departamento más o menos estanco. Es cierto que el personaje que protagoniza “El hombre elefante” es un monstruo desde el momento en que personifica una ausencia de normalidad, una irregularidad de lo natural, siempre hablando de lo que al aspecto físico concierne y desde una perspectiva negativa; en cambio, como el correr de los minutos demostrará una vez avanza la cinta, el personaje también pudiera ser considerado irregular en función de su capacidad intelectual, más en este caso por su superioridad patente respecto a otros individuos que en lo físico son tomados por normales, pero que dejan mucho que desear en cuanto a su capacidad intelectual, emocional y, sobre todo, moral, de los que está plagada la película. Su monstruosidad no tiene pues un origen fantástico, como lo pueda tener la criatura de Frankenstein, sino totalmente natural, por mucho que Lynch intente en los primeros instantes, muy de pasada, aplicarse en sugerir otra cosa.

Se dice que John/Joseph Merrick atribuía el origen de su aspecto a un percance que sufrió su madre cuando ya estaba embarazada de él. Alguien la empujó mientras formaba parte de una multitud que veía pasar un desfile de animales en Londres, cayendo la mujer al suelo entre las patas de un elefante. El susto de quien estaba en estado de buena esperanza, según Merrick, provocó las consecuencias que se reflejaron después en todo el cuerpo de su hijo. Tan infantil explicación es utilizada por David Lynch como coartada para el prólogo de “El hombre elefante”. Sin embargo, la forma en que Lynch lo representa mediante un tono onírico lleva esa supuesta explicación un poco más allá, entrañando una intención clara de querer sugerir algo mucho más morboso e increíble de lo que el propio Merrick contaba –aunque sin insistir demasiado en ese punto–, difuminando tanto las imágenes de las que se vale para ello como la idea que en realidad quiere transmitir, y, por otra parte, incorporando así un hálito fantástico, liviano pero decidido. Este pasaje introductorio deja todo ese origen tan solo como una etérea pincelada, capaz de hacer volar nuestra imaginación y dirigirla hacia una escabrosa y rocambolesca intuición, que bien pudiera llevarnos a pensar que la mujer hubiera sido violada por un paquidermo.   
           
Con “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977), su primer largometraje, Lynch ya anunciaba por qué senderos iba a desarrollarse toda su filmografía posterior, definiendo su especial fijación por lo morboso y lo diferente, por lo insondablemente extraño; más desde un punto de vista decididamente surrealista, inquietante o agitador que como una loa al derecho a la marginalidad; característica que estará presente tanto en sus proyectos más radicales –es el caso de la citada “Cabeza borradora”– como en sus apuestas más abiertamente comerciales –la exitosa serie de televisión “Twin Peaks” (1990-1991), por ejemplo–, lo que determinará su obra en términos de autor.

Producida por “Brooksfilms”, la productora de Mel Brooks, eso ya supone la primera sorpresa, pues descoloca que alguien tan interesado por la comedia –muchas de las veces de la peor calaña– demuestre interés comercial por una historia de índole tan diferente al de sus habituales payasadas, y a un infinito espacio de distancia en cuanto a calidad se refirere. Desde la perspectiva de lo expuesto en el párrafo anterior, “El hombre elefante” tiene ciertos elementos que hacen que la película se pueda entender como una novedad, una variación aislada respecto a lo que las motivaciones del cineasta nacido en Montana han dejado ver a lo largo de su obra. Lynch se aleja aquí de la abstracción y de la perturbadora singularidad de algunos de los habituales personajes que pueblan su mundo fílmico. Se trata de una película, digamos, más convencional. En este caso apuesta por el realismo que exige el material que trata, apelando al sentimiento de pena, consternación y solidaridad al que se ve abocado el espectador, que de forma imperativa pasa por identificarse con el pobre y desdichado deforme. Se aleja también Lynch de su habitual representación de lo grotesco en tanto que elemento plástico díscolo respecto al contexto general, definiéndolo aquí, por el contrario, como un atributo impuesto por el infortunio, por el sino desgraciado de una persona a la que su imagen le condena a la separación de sus semejantes, al maltrato, a lidiar con los límites de lo desesperadamente insoportable. Como le sucedía a la criatura de Frankenstein, el hombre elefante no pidió nacer así; su vida es una amarga pesadilla de la que no puede escapar, y a la que, pese a todo, hace frente con la poca dignidad y exigencia de respeto de la que es capaz su maltrecha individualidad, de una manera incluso que raya lo heroico.

A diferencia de lo que sucede en “La parada de los monstruos” de Browning, esa exposición de lo antinatural no se siente como una maniobra manipuladora, sino honesta y directa. El sentimiento contradictorio, y en cierto modo hipócrita, que Merrick suscita entre los miembros de las clases acomodadas que acuden a visitarlo, los cuales sienten ese acto como algo a medio camino entre el exclusivismo social –el seguimiento de una moda– y la auténtica solidaridad, se personifica, cristaliza, en la figura del doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins). En determinado momento del relato Treves se debate angustiado, en presencia de su mujer, entre la aceptación de sus propios sentimientos y el arrepentimiento que le provoca reconocer que en realidad él no es más que otro eslabón de la cadena que supone la hipocresía de una sociedad de la que forma parte. Como representante privilegiado de esa sociedad en virtud del importante cargo que ocupa (es un insigne médico) se siente responsable de la desgraciada vida que hasta ese momento ha llevado John Merrick, el hombre elefante. Su pesar le empuja a dudar si no es un afán de prestigio y notoriedad lo que le lleva a ayudar a Merrick, en lugar de una auténtica bondad, noble y pura, y así lo refleja su rostro en la conversación que mantiene con su esposa. La interpretación de Hopkins delata a un individuo atenazado por las formas, siempre envarado, poco natural e incluso distante, al que sólo el conflicto interno que su relación con Merrick le genera es capaz de hacer que se hunda y saque a relucir sus emociones, sintiéndose sobrepasado por tan potentes sentimientos: los mismos que Lynch consigue hacer aflorar en el respetable.

Se trata de una sociedad con dos caras: una la que muestra frente al exterior, supuesta defensora de la virtud y de las buenas obras; y otra, más mezquina, que no obstante se personifica de dos maneras diferentes. Por un lado están esas clases altas que acuden a tomar el té con Merrick, y que de forma dificultosa tratan de disimular la repugnancia que sienten ante su presencia, escondiendo su desazón tras los finos modales, sin revelar explícitamente que no es más que la curiosidad y el morbo lo que mueve sus visitas. De otra parte está la destructiva sinceridad de las clases más populares –por no decir del lumpen más rastrero– igual de mezquina y censurable, que de forma clandestina y a cambio de un precio –pagado previamente al vigilante nocturno del hospital donde se hospeda Merrick– acuden a burlarse de él, humillándole de mil maneras mediante las que consiguen sentirse seres superiores y privilegiados a su costa.

Bytes, el personaje que interpreta Freddie Jones, es la persona que explotaba a Merrick antes de que el doctor Treves lo encontrara y protegiera, tratándola como un perro o un caballo de tiro, y que volverá a hacerlo en el continente tras poco menos que secuestrarlo del hospital londinense donde se le daba cobijo. Se trata de un individuo que representa el crisol de todo ese lumpen anteriormente citado y con quien subrepticiamente se trata de retratar lo peor de todo ese entorno. Bytes es consciente de su marginalidad, de pertenecer a esa chusma desarraigada, podrida y siniestra de los desposeídos, y utiliza a Merrick para descargar sobre él –a base de palos– el odio contra esa sociedad que le margina, hacia la que sólo le inspira un afán de venganza constantemente renovado. Huérfano de humanidad, Bytes utiliza a Merrick como atracción de feria, como aquello que acude a ver el populacho para sentirse un poco mejor dentro de la miseria económica y moral en la que se ve instalado, dando gracias a Dios al relativizar su propia situación y condición, que siempre pudiera  haber sido un poco peor, como refleja el monstruo que tienen delante. Pese a todo, parece que la historia real difiere aquí del guión cinematográfico, pues en todo momento el John Merrick real destacó lo bien que había sido tratado por las personas que le sirvieron como empresario en los lugares en los que se dedicó a exhibir su deformidad como forma de ganarse la vida.       

El argumento y el tono empleado por Lynch en ningún modo necesita del blanco y negro como formato imprescindible de su expresión; no obstante, el relato de época que trata, la tristeza que emana de su visión y la especial expresividad de que es capaz el contrastado blanco y negro, obra de Freddie Francis, hacen que sea una opción perfectamente razonable y, es más, hasta conveniente.

David Lynch juega de forma honesta –sin manipulaciones– con la baza de la sensibilidad. Al menos en dos momentos puntuales el espectador debe luchar para no dejarse vencer por el nudo en la garganta que le atenaza y la debilidad del lacrimal que le provocan las imágenes. Esa falta de artificiosidad en lo emotivo no lo es tanto en cuanto a lo narrativo, donde sí aprovecha Lynch para sacar de quicio al respetable y hacer que se retuerza en su asiento, desasosegado al asistir como testigo al injusto trato que recibe John Merrick. A través de la puesta en escena de determinados pasajes, cuyo futuro desarrollo el espectador conoce por los antecedentes que le constan –su falta del efecto sorpresa no elude su eficacia–, el director consigue alargar la tensión dramática incidiendo en su visibilidad y descartando el uso de la elipsis hasta extremos incómodos. Me estoy refiriendo, especialmente, a esas visitas nocturnas guiadas que recibe el pobre Merrick –a las que ya he hecho referencia–, auténticas violaciones de su dignidad; o a la presión insoportable de los viandantes con los que se cruza por la  calle a su vuelta a Londres –tras dejar atrás el triste episodio vivido en el continente–, donde su aspecto es causa suficiente para casi conseguir como premio un linchamiento callejero.

La mentada sensibilidad de la historia debe mucho al extraordinario trabajo del gran John Hurt, que, pese a mantener su rostro cubierto por el maquillaje en todo momento, consigue emocionarnos con su sutil actuación –un maquillaje cuyo proceso creativo, parece ser, duraba unas siete horas cada uno de los días de rodaje–. Esa interpretación le valió ser nominado como mejor actor en los Oscar de Hollywood de 1981, acompañando a las otras siete nominaciones que recibió la película ese año; aunque finalmente no venciera en ninguna de esas ocho categorías a las que optaba.   

Juan Andrés Pedrero Santos 

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.

jueves, 9 de febrero de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 47, MARZO 2012


Ya tenemos portada para el número de marzo de 2012. Mi contribución a la revista es para la sección "La máquina del tiempo", que dedico a HENRY, RETRATO DE UN ASESINO (1986), de John McNaughton

miércoles, 1 de febrero de 2012

"A. I. INTELIGENCIA ARTIFICIAL" (2001, Steven Spielberg)


Tras un periodo durante el cual Spielberg estuvo dando tumbos entre los diversos géneros, por supuesto con predominio del fantástico, ese que nunca le falló, y que abarca desde “Loca evasión” (Sugarland Express, 1974) –recordemos que la previa “El diablo sobre ruedas” (Duel, 1971) es un telefilm, aunque estrenado comercialmente en salas en nuestro país– hasta su culminación con “Salvar al soldado Ryan” (Saving Private Ryan, 1998), comienza una etapa creo que más personal y menos dispersa, donde el director da rienda suelta a sus pulsiones más íntimas y escabrosas; esas que siempre estuvieron presente en gran parte de su filmografía, pero que ahora el director toma como temas centrales en cada una de las obras que componen el quinteto formado por “A. I. Inteligencia artificial” (A. I. Artificial Intelligence, 2001), Minority Report (Minority Report, 2002), “Atrápame si puedes” (Catch Me If You Can, 2002), “La terminal” (The Terminal, 2004) y “La guerra de los mundos” (War of the Worlds, 2005). Cinco años, y cinco películas, marcados por el tenebrismo y una visión del mundo desesperanzadora, casi apocalíptica en lo espiritual, donde la soledad, el ansia de amor no correspondido o insatisfecho (de todo tipo, tanto de pareja, el que menos, como entre padres e hijos, el que más), la incomunicación y la falsa búsqueda de uno mismo a través del reconocimiento de los otros son los temas que protagonizan sus historias. Empero, en el caso de Spielberg se trata siempre de un falso pesimismo, en realidad todo es un trampolín para dar salida a su persistente fe en un optimismo casi utópico, auténtico rasgo maestro de su personalidad como cineasta. Spielberg es incapaz de terminar las tramas sin dejar aflorar su habitual rayo de esperanza; un final feliz (más o menos matizado, según los casos) al que parece jamás podrá renunciar, y que, no obstante, demuestra un optimismo que bien pudiera pretenderse manipulador o como una concesión criticable, pero que debe entenderse como un enfoque vital digno de compartir, casi una filosofía; más aun en estos tiempos aciagos que nos ha tocado vivir, a los que se anticipa (pues su condición cíclica hace que en realidad siempre hayan estado ahí, agazapados a la espera de su nueva oportunidad; que ya llegó) y donde la religión no a todos nos sirve como vía de escape.

1.- De alguna manera “A. I. Inteligencia artificial” retoma el testigo de esa eterna historia que es la del monstruo de Frankenstein, creada por Mary W. Shelley: la peligrosa ilusión del hombre ante la idea de jugar a ser Dios, lanzándose al vacio e intentando crear un ser a su imagen y semejanza. Todo ello sin valorar adecuadamente sus consecuencias, o, en cualquier caso, despreocupándose de las mismas y de eso que de un tiempo a esta parte todos entendemos como daños colaterales, y que casi siempre recaen en (sobre) la figura del creado. La escena inicial en que el personaje interpretado por William Hurt da una especie de clase magistral a sus alumnos en relación a la creación de seres artificiales –capaces de sentir amor, además–, deja abierta, sin solución, las cuestiones referentes a la responsabilidad existente frente a ese ser al que se le han implantado unos sentimientos, la posibilidad de que pueda desarrollarlos y de que estos no sean correspondidos; escena que, al menos de una forma superficial, evoca directamente a la novela de Shelley y a sus adaptaciones cinematográficas. No hay, sin embargo, en la película de Spielberg, una coartada moralista desde un punto de vista, digamos, reaccionario; no se cuestiona el asunto desde una perspectiva religiosa o retrógrada, sino plenamente humanista y antropológica, o así lo entiendo yo.

Se pone en solfa de esa manera algo que puede asemejarse a la responsabilidad que uno adquiere frente al otro cuando toma la decisión de comenzar una relación sentimental, sabiendo que, finalmente, existe la posibilidad de sufrir un daño o de producirlo: un riesgo necesario e inevitable, ligado a la aventura de vivir. En cambio, en el caso planteado por la película existe una diferencia fundamental: el otro (el ser artificial, el meca según la denominación que se le da en la película) no asume el mismo riesgo que nosotros, sino que es expuesto unilateralmente frente a la mayor de las incertidumbres y creado específicamente para satisfacer a su amo; cosificado, sin que dicha invención tenga la opción de tomar decisiones ni de manifestar su voluntad de ningún modo; posibilidad que el creador (o el usuario) sí tiene. En definitiva, no existe una relación de igualdad; algo demasiado frecuente en la vida real y en muchos contextos.

Más explícita es la referencia a “Las aventuras de Pinocho”, de Carlo Collodi, publicada en diarios italianos entre 1882 y 1883 y obra literaria popularísima –aunque no por sí misma, sino por sus adaptaciones a otros medios–, de la que Spielberg rescata la angustia en cuyo énfasis hicieron hincapié las diferentes versiones cinematográficas tanto de animación como en imagen real.

2.- Basada en el relato de Brian W. Aldiss “Los superjuguetes duran todo el verano”, publicado originalmente en 1969, y que en este caso se adapta mediante el guión del también novelista Ian Watson, con “A. I. Inteligencia artificial” Spielberg recoge el testigo dejado por Stanley Kubrick, quien durante años pretendió llevar al cine el relato de Aldiss. Ya sabemos cómo trataba Kubrick a sus proyectos, haciendo que su perfeccionismo y/u obsesión los llevara a dilatarse durante años de gestación; algunos finalmente jamás realizados, como su pantagruélica idea de realizar una película sobre Napoleón. Kubrick y Spielberg estuvieron años hablando sobre cuál de los dos debía ser productor y cuál debía asumir la dirección de este proyecto. Con todo, Kubrick –al que Spielberg dedica la película– hubiera hecho un film muy diferente con absoluta seguridad; tan distintas son las idiosincrasias de uno y de otro. Spielberg aprovecha la idea del cortísimo cuento de Aldiss y lo lleva un poco más allá gracias al guión que ya conocía Kubrick; creando nuevos personajes y una historia adicional: toda la parte en que David (el niño Haley Joel Osment) acompaña a Gigoló Joe (Jude Law), la cual fractura la película en tres partes rotundamente diferenciadas, y cambia radicalmente el tono y la atmósfera que esta traía.

Hasta la entrada en escena del meca que interpreta Jude Law, tal y como haría Spielberg posteriormente en “Minority Report”, la fotografía azulada y fría de esa primera parte de la película corresponde a un mundo oprimido, huérfano de auténtica felicidad y agobiado por las diversas formas en que se manifiesta un fascismo maquillado de deshumanizadora tecnología: en el caso de “A. I. Inteligencia artificial” el control de natalidad determina el (sub)desarrollo emocional de las personas; para llegar en “Minority Report” a que el gobierno prevenga los crímenes (y dicte sentencia sobre los culpables, aun sin llegar nunca estos a perpetrarse) antes de que ocurran, creyéndose infalibles y despreciando el azaroso y variable devenir natural de las cosas; con los, de nuevo, daños colaterales que esa forma de actuar puede llegar a producir.

Tras los traslúcidos cristales del que se pretende es el materialmente confortable hogar de los Swinton (la familia protagonista) –un lugar que en realidad está muy alejado de ser tan confortable– se adivina un mundo apagado, desgajado de la alegría de lo natural, invadido por la dictadura de lo material como único atributo disponible con el que disfrutar de una imitación a la vida. Esa luz difuminada y cegadora del mundo exterior aporta el elemento anómalo y fantasmagórico en el que se recrea la atmósfera diseñada por Spielberg. A diferencia de Ridley Scott, cuya utilización de la luz básicamente tiene como objetivo el de crear belleza, Spielberg aplica este recurso –en este caso y en muchos otros– a la creación de una atmósfera intranquilizadora, que subraya de matices siniestros las imágenes a las que acompaña. La visión del futurista y pulcro vehículo en que los Swinton se transportan a través de bellas carreteras secundarias rodeadas de vegetación parecen querer resaltar cierta artificialidad de ese entorno, quizás únicamente decorativo y obtenido a través de un display con diversas opciones de paisaje (como bien se apunta en el cuento de Aldiss). Una atmósfera hostil y desequilibrante, que se convierte en el caldo de cultivo apropiado para el egoísmo y el odio, principalmente hacia aquellos que son igualmente imitaciones de la auténtica humanidad, a los que se creó para favorecernos y de los que finalmente se reniega, tal y como le sucedía a la criatura de Frankenstein o a los replicantes de “Blade Runner” (Blade Runner, 1982), de Ridley Scott. Los Swinton son una familia cuya estructura se muestra tan aséptica e impostada como lo es el hijo de pega que se procuran ante el coma (supuestamente) irreversible en que se encuentra sumido su verdadero retoño. El pater familias, como única vía aparente para recuperar la salud mental de su esposa, caída en desgracia tras lo ocurrido a su verdadero hijo, se presta a adoptar un androide que sustituirá el hueco dejado por su descendencia biológica. Con ese acto no hace más que presentar a su hijo accidentado como un objeto sustituible, liberado de la personalísima e incondicional atadura que une a un hijo con una madre (o con un padre), y de lo que tiene de irreemplazable. Tanto es el egoísmo que demuestra la madre cuando acepta la oferta que se le propone y hace prevalecer su bienestar emocional sobre el recuerdo de su hijo en estado vegetativo y sobre las posibles consecuencias (sobre las que es puesta en aviso) que se ocasionarán si activa finalmente el protocolo que hará que el niño-meca la ame para siempre. Revelan así a su hijo como un eslabón más de su propia realización personal, ajeno aquel casi a la idea de haberse convertido en una vida a la que proteger y amar sin medida y sin remedio, semejante a un mueble más de entre los que decoran su azucarado hogar. El cuestionamiento de los mecanismos de la institución familiar, también tema recurrente en Spielberg (plenamente unido a su experiencia vital), está así presente para dejar a la vista sus carencias y disfunciones, no mayores ni menores que las de los seres humanos que la componen.

3.- Es el amor (por un lado su ausencia y por otro su existencia ad eternum) el tema principal que se esconde detrás de esta fábula de ciencia-ficción. Spielberg, ya liberado de su abochornante y melifluo sentimentalismo pretérito, nos saca las tripas y se orina encima (su capacidad de manipular al espectador aun no la ha olvidado y la maneja como nadie; cosa que es, como en el caso de Hitchcock, una de sus mejores virtudes), jugando con el dolor y el miedo que todos (sobre todo los que somos padres, o hijos dignos de tal apelativo) podemos (no sé si sabemos) sentir. Hitchcock empleaba esa habilidad en términos de suspense; Spielberg, en cambio, apela con ella a nuestros temores más personales, siempre relacionados con lo que más presente está en la vida de todos, y muy alejado de las fantasías propias del género: las emociones que proceden de nuestras relaciones con las personas más cercanas, con nuestros trapos más sucios, esos que incluso queremos esconder a nosotros mismos. Plasma así con maestría el dolor de un hijo mecánico que –pese a su artificialidad biológica– parece haber desarrollado una capacidad emotiva como la de cualquier otro ser humano, sino mayor, necesitado del cariño, al menos, de sus padres de ocasión; genialmente interpretado por el joven actor Haley Joel Osment. Con esos mimbres Spielberg elabora un cuento oscuro y muy triste, por más que el personaje de Gigoló Joe (esencia del objetivo con el que los humanos construyen a los androides) y la desinhibida actitud vital que el carácter de su ocupación le proporciona –la cual su propio nombre anticipa–, le haga presentarse como una suerte de bufón desdramatizador. Con la presencia de este personaje se inicia una segunda parte en la (simple) estructura de la cinta, de las tres que creo encontrar en ella. En dicha segunda fracción parece hacerse un hueco para algo de movimiento, de acción, y que debe entenderse como una concesión al tipo de cine al que el director ha entregado su carrera, comercial por los cuatro costados; no obstante con una calidad que raya siempre al más alto nivel; pues, aunque pertinente, poco aporta este segundo round y se siente como chocante (solo ligeramente) respecto a lo previo.

Se rompe así con el contexto intimista que se traía y se introduce algo de aventura visual; algo que parece irrenunciable en el contexto de su adscripción genérica a la ciencia-ficción, entendida siempre esta en su sentido más populista, pese a la seriedad que atesora en la forma de presentar el tema que trata, y que se extiende hasta referencias incluso a otros géneros, como el terror –“La noche de los muertos vivientes” (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero–. Algo menos permisivos deberíamos ser si hablamos de la aparición del dibujo animado tridimensional llamado doctor Know –recurso que utilizó de manera similar en “Parque Jurásico” (Jurassic Park, 1993)– que me parece mucho más cuestionable pese a que claramente potencia la identificación de la película como fábula, distanciándose así del tono trágico y grave de la que hemos identificado como primera parte.

La primera aparición de Gigoló Joe, tratando de convencer a una clienta, inexperta, con signos de maltrato por su pareja habitual y asustada por el tamaño que podrá tener “eso que tiene ahí”, también le relaciona a éste con la idea del amor; pero en su caso sólo carnal. A partir de ahí, toda la huida de David, Gigoló Joe y Teddy (el robot-osito de peluche que acompaña a David) de la “Feria de la carne” –un espectáculo donde enfervorecidos humanos disfrutan destruyendo mecas, cual Coliseo romano– atrapa la apariencia de un relato de terror. Incluso Spielberg se permite una nueva referencia al monstruo de Frankenstein, en este caso en la versión de James Whale para la Universal del año 1931 –“El doctor Frankenstein” (Frankenstein)– cuando la silueta de Gigoló Joe se recorta en la noche sobre un promontorio, rodeado por troncos casi pelados, evocando así una imagen similar de la cinta protagonizada por Karloff. 

4.- El tercer y último tercio que completa la estructura de la película comienza cuando la pareja de mecas y el oso Teddy viajan hasta la inundada y desolada Nueva York. Una ciudad a la que siempre recurre el cine para convertirla en el mejor de los decorados apocalípticos; algo que la realidad se encargó de avalar ese mismo año 2001. Sirva indicar que la película se estrenó en los Estados Unidos en junio de ese año, y sólo diez días después de los atentados a las torres gemelas en nuestro país, lo cual claramente debió redondear el efecto para el espectador patrio. En este último tercio se recupera el tono tristísimo y emotivo de la primera parte. Y es en él cuando David encuentra a su hada azul; una figura de un parque de atracciones que alude a ese personaje de la obra de Collodi. Ante ella se entregará a la eterna solicitud de su único deseo: que le convierta en un niño real. Postrado a los pies de la figura es difícil no recordar a Pablito Calvo a los pies de Jesús en la magistral “Marcelino pan y vino” (1955), de Ladislao Vajda, que –por descabellado que parezca– Spielberg parece que hubiera visto.
 
Como otras obras de Spielberg, es esta una película de tesis; pero en mayor medida que en otras. Importa más la insistencia en todas esas obsesiones personales de su director que la existencia de una narración que evolucione dramáticamente; sin que esta apreciación deba tomarse, de ningún modo, como una crítica, sino como una definición. Finalmente, el niño androide demuestra ser más humano que los propios verdaderos humanos; capaz de valorar en lo que vale la felicidad que le aporta el amor por su madre de adopción, aunque la brevedad de ese último momento, tras miles de años de espera, sea tanta como la de un suspiro, pero suficiente como para persistir siempre. Spielberg es capaz, así, de captar la espiritualidad de ese sentimiento universal tan íntimo, a veces olvidado o relegado por el materialismo galopante que inunda el mundo contemporáneo, y al que mucho me temo todos estamos aprendiendo a valorar más en estos últimos años. De esa manera Spielberg nos dice que lo importante es la esencia de esos sentimientos, independientemente de su origen, real o manufacturado. ¿Qué es real y qué no lo es?, ¿se diferencia mucho la realidad de un sueño?, ¿es más válido lo soñado que lo vivido realmente? Aplicado al cinéfilo: ¿es menos real o importante la emoción que nos transmite una película que la que podamos sentir gracias a un hecho “real”?, ¿por ser “artificial” dicho sentimiento deja de ser verdadero?

Descubierto por unos visitantes alienígenas, cuyo aspecto nos hace recordar a aquellos de “Encuentros en la tercera fase“ (Close Encounters of the Third Kind, 1977), David, después de dos mil años congelado tras una nueva glaciación que asoló el planeta, es asumido por estos como la esencia misma de lo más bello del ser humano; su perfección. También en los momentos últimos del film descubrimos qué ha llevado en realidad a diseñar y a fabricar a David. En realidad David es una copia exacta del difunto hijo del profesor Hobby, quien lo ha construido para perpetuar la existencia de su objeto de amor: su hijo perdido. Se crea de ese modo un paralelismo entre lo que busca Hobby con su invención y lo que anhela David respecto a la madre que lo acogió y luego abandonó: mantener ese amor por el otro hasta el infinito de los (sus) tiempos. Con todo, Spielberg sigue demostrando ser uno de los mejores y más intuitivos directores vivos, consiguiendo una de las más importantes muestras de cine fantástico de lo que va de siglo, con la que es, seguramente, su película más emotiva y compleja.

Juan Andrés Pedrero Santos

Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.