Mi penúltimo libro (el último sale en Septiembre de este 2012), "JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN" ha sido nominado en la categoría de ensayo de los premios IGNOTUS. Muchas gracias a quienes lo hayan votado. La verdad es que estoy muy orgulloso de este libro, para mi el mejor, con diferencia, de los cuatro que he escrito hasta la fecha.
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
jueves, 5 de julio de 2012
martes, 3 de julio de 2012
"SCIFIWORLD MAGAZINE" 52, Agosto 2012: ESPECIAL ALIEN
Aquí teneis la espectacular portada que tendrá el próximo número de la revista. En buena parte estará dedicada a la saga ALIEN, coincidiendo con el estreno español de "PROMETHEUS", el último y esperadísimo film de Ridley Scott, el próximo y tardío 3 de Agosto, cuando ya está estrenada hace tiempo en gran parte del mundo civilizado. Mi aportación en la sección La máquina del tiempo está dedicada a una película que se suele olvidar cuando se habla de posibles inspiraciones de los creadores de ALIEN: "QUEEN OF BLOOD" (1966, Curtis Harrington), también conocida en España a partir de un pase televisivo como "Planeta sangriento". El 16 de julio a la venta.
domingo, 10 de junio de 2012
"LA ISLA DEL DOCTOR MOREAU" (1996, John Frankenheimer)
Junto
a la británica Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), al estadounidense Edgar
Allan Poe (1809-1849), al francés Jules Verne (1828-1905) y a Bram Stoker
(1847-1912) –con su “Drácula”, que ha generado no pocas inspiraciones–, el
también británico Herbert George Wells (1866-1946) es seguramente uno de los
escritores del siglo XIX dedicados al género fantástico cuyas obras más
recurrentemente han sido adaptadas al cine. “La isla del doctor Moreau” ya
comenzó su andadura cinematográfica en 1932 con “La isla de las almas perdidas”
(Island of Lost Souls), dirigida por Erle C. Kenton y convertida ésta en una de
las películas indispensables para conocer la trascendencia del género en la década
de los treinta; película Paramount, por lo tanto fuera del ciclo terrorífico
con que Universal inauguró el género de terror como tal, si se disculpa el
entenderla a medio camino entre los géneros del terror y de la ciencia ficción.
A diferencia de Verne, que siempre fundamentó su obra en la aventura y en una
curiosa intuición para la anticipación científica, Wells optó por argumentos
con cierta capacidad crítica respecto a la sociedad y a la ciencia que en ella
tiene su seno, revelando las distintas opciones morales y las contradicciones
que de la relación entre ambas instituciones podían surgir, hecho que sus
historias siempre trataron de sacar a relucir. Sus novelas utilizan el símbolo
y la metáfora como formas de cuestionar el mundo en el que vive, casi siempre
dentro de un contexto tonal de ligero misterio, lo que para mi gusto hace su
literatura mucho más sugerente que la del más lúdico Verne.
Siendo sus novelas más célebres todas repetidamente adaptadas al cine –“La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898)–, es “La isla del doctor Moreau” una de las que más veces ha sido llevada a la pantalla, concretamente cinco, a través de la ya referida “La isla de las almas perdidas” (1932), las americano-filipinas “Terror is a Man” (1959) de Gerardo de Leon y “The Twilight People” (1973) de Eddie Romero, para terminar con las más modernas y conocidas “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau, 1977) de Don Taylor y la que nos ocupa, dirigida por John Frankenheimer en 1996.
“La
isla del Dr. Moreau” nos cuenta la historia de Douglas, un naufrago que arriba
a una inquietante isla tropical poblada por extrañas criaturas –mitad humanas
mitad animales–, fruto todas ellas de los experimentos del doctor Moreau, un
científico que juega a ser Dios ayudado por su asistente Montgomery. Moreau ha
convertido la isla en un feudo donde es amo y señor de todos sus hijos. El argumento refleja una serie de
asuntos que ya estaban presentes en el original literario. Así, se cuestionan
temas tales como el valor de la moral generalmente impuesta; la legitimación (o
no) de un individuo (un líder) para situarse por encima de sus súbditos; el
individualismo; así como los borrosos límites de la ciencia y hasta qué punto
los fines justifican los medios, por otro lado, ya de entrada, cuestionables en
sí mismos. Esta última adaptación a cargo de Frankenheimer, director no ajeno
al género –ya había aportado su granito de arena a la moda de criaturas desnaturalizadas
que vino tras la estela del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg con
“Profecía maldita” (Prophecy, 1979)–, aprovecha la coyuntura para ahondar en la
crítica social, latente ya en el original literario, acrecentando su impacto
mediante simbolismos muy evidentes e incluso irónicos y hasta cómicos; véase a
ese doctor Moreau paseándose en una especie de papamóvil, vestido
y comportándose de una manera harto evocadora de la figura del papa Juan Pablo
II, lo que incrementa la alusión virulenta a la religión que cualquiera puede
interpretar, sin mucho esfuerzo intelectivo, gracias a la particular puesta en
escena.
Moreau
no es más que un trasunto del doctor Frankenstein que creó Mary Wollstonecraft
Shelley; sólo que en este caso el objetivo científico no es crear la vida
humana a partir de la muerte, sino el de aportar un hálito humano a las
bestias, forzando de forma antinatural la evolución de las especies. Para
cumplir su objetivo, Moreau –en tiempos, eminente y reconocido científico, luego
rechazado por sus colegas debido a sus atrevidas metas– no se priva de someter
a sus víctimas/hijos/pacientes al sufrimiento que estime necesario; “si la
naturaleza es despiadada, porque no voy a serlo yo”, decía Moreau en boca de
Burt Lancaster en la versión de 1977. El personaje del doctor Moreau siempre
fue carne de cañón para dar pie a la presencia de grandes figuras, y así es
como casi siempre ha sido aprovechado por el cine. Sin ir más lejos ya ha sido
interpretado nada menos que por Charles Laughton, Burt Lancaster y, en la
presente, por Marlon Brando; siempre hablando de las tres adaptaciones más
conocidas por el gran público. En nuestro caso, Brando interpreta al científico
con una pose muy propia del actor –mostrando ese pasotismo que venía manifestando
en sus últimos trabajos para la pantalla– y un tanto estrafalaria, tanto como
el desasosegante sirviente enano que siempre le acompaña, interpretado por
Nelson de la Rosa, individuo que en 1990 obtuvo el certificado del “Libro
Guiness de los records” que le acreditaba como el hombre más pequeño del mundo
gracias a sus setenta y dos centímetros de estatura.
El
personaje de Moreau adquiere en esta última adaptación un cariz más cercano al mad doctor clásico que a la
representación que, por ejemplo, hizo de él Burt Lancaster en la versión
dirigida por Don Taylor en 1977, donde el doctor era plasmado como un
científico comprometido con su ilusión, reconociendo –como ya lo hizo el doctor
Frankenstein– que la moral imperante no es más que un obstáculo, una barrera a
superar por el progreso científico. El guión original de Richard Stanley –que
comenzó a rodar la película también como director, hasta ser despedido cuatro
días después de iniciada la producción y sustituido por John Frankenheimer– fue
reescrito por Ron Hutchinson a instancias del propio Frankenheimer. Es a partir
de esta reescritura donde el Moreau encarnado por Brando ofrece un registro de
pocos matices conceptuales, sustentándose casi exclusivamente en una aptitud un
tanto lunática que tampoco termina de justificarse bien y que se entiende
únicamente como un intento del guionista de aportar novedad a lo ya visto hasta
el momento. Aun así, Marlon Brando llena la pantalla como pocos actores han
sido capaces de hacerlo con la única ayuda de su presencia ante la cámara (y no
lo digo por la estimable anchura de su fisonomía).
Menos
empaque demuestran sus otros dos compañeros de reparto masculino, especialmente
David Thewlis, que da vida al naufrago Douglas; personaje que debía ser el
enlace directo entre el espectador y la historia, con quien deberíamos
identificarnos, pero cuya escasa consistencia y profundidad no ayuda
precisamente a ello; cosa que sí consiguió Michael York en la versión de 1977,
más equilibrada y con las ideas más claras que la película de Frankenheimer. El
personaje de Montgomery, el indolente asistente de Moreau, lo interpreta un Val
Kilmer que en el clímax final sufre un ataque de locura, cuyo origen no sabemos
muy bien de donde procede; aunque el conocimiento previo de la historia nos
haga intuir que es consecuencia de la insensibilidad a la que le ha llevado ser
testigo de todas las horribles cosas vividas durante sus años junto al doctor.
Un Montgomery que termina emulando el papel de Martin Sheen en “Apocalipsis
Now” (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola, donde éste tomaba el
relevo del coronel Kurtz que –como a Moreau– interpretaba Brando. La ardiente
sensualidad que desbordaba Barbara Carrera en la versión dirigida en 1977 por
Don Taylor se abandona por la menos sugerente actriz Fairuza Balk, ésta con una
transformación final mucho más explícita y progresiva, por lo tanto carente de
la virtud de generar inquietud; recordemos que la transformación de Barbara
Carrera se intuía tan sólo en un único y fugaz plano.
El
recurrente escamoteo a nuestra vista de la imagen de las criaturas creadas por
Moreau –que tan buen elemento de intriga aportó en anteriores versiones–, aquí
es despreciado junto con parte de su potencial dramático. No pasan muchos
minutos hasta que se pone ante nuestros ojos a los siniestros y torturados
seres creados por Moreau. Es más, se aprovechan los adelantos técnicos
digitales para crear algunos planos que, por obvios, desmantelan totalmente el
efecto sense of wonder que los
maquillajes tradicionales (en los que aquí participó Stan Winston) siempre
consiguen mantener, pese a sus limitaciones.
Siempre
me resultó muy atractiva y sugerente dentro de la historia que cuenta “La isla
del doctor Moreau” –tanto en su original literario como en sus diversas adaptaciones
al cine– esa situación argumental que provoca que las instalaciones cercadas
donde Moreau tiene sus dominios se perciban como una isla de “relativa”
seguridad en comparación con los amenazadores terrenos exteriores. Y eso pese a
la férrea disciplina aplicada por el científico sobre sus súbditos, que les
obliga a rechazar cualquier mínimo comportamiento que suponga para las
humanizadas criaturas una regresión hasta su antiguo estado animal. Un estado
animal que implica la libertad del sujeto, el rechazo del aborregamiento normalizado por perversas leyes. Ese espacio fuera
de la empalizada supone un amenazador marco donde desarrollar la rebeldía, la
autoafirmación del individuo ajeno a determinismos culturales, la lucha contra
la frustración provocada por la castración de los instintos más naturales (y
primarios). Esa demarcación de fronteras físicas con componente simbólico –que,
con otro sentido, tan apropiadamente quedó reflejado en el “King Kong” (King
Kong, 1932) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper– tiene un papel que, de
nuevo en esta versión de Frankenheimer, se ve minusvalorado, perdiendo parte de
su carácter amenazador.
En
definitiva, Frankenheimer, a través del guión final de Hutchinson, quiso dar un
tono crítico más acentuado e irreverente a la película, patente en ciertos
detalles, algunos ya comentados; novedad que da atractivo a esta quinta
adaptación por su originalidad, pero que rebaja la eficacia de la película como
estandarte del cuestionamiento de algunos temas de interés universal que la
novela de Wells pone en el punto de mira. En el inicio de la cinta, la lucha
brutal que los tres supervivientes del naufragio mantienen en la balsa para
hacerse con las últimas gotas de agua –que la voz en off de Douglas se encarga de subrayar–
da buenas vibraciones respecto a la novedad de la propuesta. Sin embargo, esta
se desinfla a través de unos actores que no dibujan bien sus personajes, que
por conocidos (sus roles) todos sabemos lo que debemos esperar de ellos. Val
Kilmer –que al igual que Ron Perlman, éste en el papel de recitador de la ley, aceptó participar en la película por el placer
de trabajar al lado de un mito viviente como Brando– moderniza el Montgomery
visto hasta la fecha, introduciendo un look hippie al que sólo le falta exhibir
algún porro de dimensiones astronómicas. Dicho esto, se intuye en el conjunto
una interesante promesa de renovar la base de la novela; desgraciadamente, todo
queda en un intento fallido que nos hará esperar la próxima adaptación cinematográfica
que, sin lugar a dudas, algún día llegará.
(Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE")
Juan Andrés Pedrero Santos
jueves, 24 de mayo de 2012
"CONTRA EL TIEMPO" (2012, José Manuel Serrano Cueto)
José Manuel Serrano Cueto ha dirigido un documental titulado “Contra el tiempo”, pero que también podía haberse llamado “Contra viento y marea”. Y es que el empeño y el esfuerzo de todo el equipo técnico, con José Manuel y el productor Carlos Taillefer (Utopía Films, S.L.) a la cabeza, es el único responsable de que finalmente el documental exista, por lejos que esté de lo que debiera haber sido si se hubiera acercado más a lo que prometía el proyecto original. La falta de una financiación adecuada –la crisis y lo que no es la crisis– lastró parcialmente las ilusiones de todos los que han contribuido a su creación, que finalmente han tenido que optimizar los recursos y los esfuerzos para adecuarse a las limitaciones que se encontraron por el camino. Por desgracia el cine es un arte que cuesta mucho dinero, y solo con talento y buenas ideas no se rellenan los fotogramas; más aun si, como buscaban sus creadores, lo que se pretendía era realizar un producto de calidad, tanto interna como formal. Así, aunque se esperaban unas más variadas y lejanas localizaciones –incluso se pensó en entrevistar a Clint Eastwood para que hablara de sus tiempos en Almería, Colmenar Viejo y Hoyo de Manzanares, entre otros lugares de la geografía hispánica que sirvieron de falso oeste americano durante parte de los años sesenta y setenta–, todo tuvo que reducirse a un número de entrevistas que se cuentan con poco más que los dedos de una mano.
El objeto del documental es acercar la mirada al recuerdo y a la experiencia de algunos de aquellos actores españoles que disfrutaron del pequeño y fugaz paraíso que supuso aquel tiempo de las coproducciones de género (western, terror, thriller) que tanto lustre dieron a la ¿industria? del cine nacional, donde se consiguió que técnicos y actores patrios se codearan con eminentes estrellas internacionales y con algunos directores que luego iban a convertirse en mítos (con Sergio Leone a la cabeza). La gran mayoría de los actores a los que Serrano Cueto dedica algún fragmento (que son Ricardo Palacios, Antonio Mayans, Fernando García Rimada, Lone Fleming, Mabel Escaño, Carlos Bravo y Aldo Sambrell) son absolutamente desconocidos para el gran público. Pero Serrano Cueto no busca el que sean reconocidos ni recordados. No es ese el objetivo. Lo que se busca es casi una representación abstracta de lo que significa la memoria, el recuerdo, de unos tiempos más felices que no volverán. Es más un retrato humano que cinematográfico; en realidad no importan quienes sean esos rostros que hablan del pasado, sino que lo que debe trascender es la materialización en imágenes de un sentir y de unas vivencias ya difuminadas, sino olvidadas, por el paso del tiempo, amplificadas o reducidas –según el caso, la modestia y la suerte posterior del entrevistado–.
Como sucedía en esa obra maestra del documental que es “El desencanto” (1976), de Jaime Chávarri, donde se evoca con agudeza y crudeza la figura de los miembros de la familia del poeta Leopoldo Panero –Serrano Cueto en menor medida, dada la modestia obligada de su trabajo–, es el tiempo el verdadero protagonista. Es también la implacabilidad de su paso, de lo que significa de evolución (o involución) en la vida de una persona, es ese recorrer las arrugas producidas por el cansancio, por la vejez o la tristeza de todos aquellos que un día vivieron un sueño, y que pasados los días, las semanas, los meses y los años -en el mejor de los casos- cambiaron ese sueño por otro; si no lo tornaron en pesadilla. Son todos los que están, pero no están todos los que son; muchos de ellos aun más olvidados. En honor a ellos también debe considerarse un tributo.
Emotivo, sereno y clarificador documental (muy bien acompañado de una pertinente música de Dolores Serrano Cueto) que mereció más apoyos y mejor suerte; aunque -aludiendo también al tiempo- tiene toda una vida por delante. Ahí está, véanlo allí donde puedan. No lo lamentarán.
Juan Andrés Pedrero Santos
martes, 15 de mayo de 2012
"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 50 (Record absoluto en las revistas españolas dedicadas al fantástico)
La revista SCIFIWORLD MAGAZINE llega, por fin, a su número 50. Se trata de todo un acontecimiento, pues se convierte así en la revista más longeva de todas las que han visto la luz en nuestro país. Gracias al esfuerzo de todos los que hemos colaborado a lo largo de estos años y al cariño que hemos vertido en sus páginas hemos logrado este hito. Por la parte que me toca me felicito (nunca hubiera pensado hace 5 años que habría tenido el placer de formar parte de esta maravilla que todos los meses podemos ver en el quiosco). Felicidades también a todos mis compañeros, pues gracias al empeño de todos lo hemos logrado. Ahora a esperar el número 100¡¡¡¡
Mi contribución de este mes es un artículo en la sección "La máquina del tiempo" dedicado a una película malísima: "EL HEREJE (EXORCISTA II)", de John Boorman.
miércoles, 2 de mayo de 2012
"HENRY, RETRATO DE UN ASESINO" (1986)
1986 fue un año que, en términos generales, no representó
nada especial para el cine de terror moderno. Ya quedaban lejos los aportes
revolucionarios que significaron “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby,
1968), de Roman Polanski, y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the
Livig Dead, 1968), de George A. Romero; Wes Craven ya había iniciado algo antes
su saga dedicada a Freddy Krueger con “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on
Elm Street, 1984), e incluso hacía mucho más tiempo que se habían sentado las
bases de la época dorada del slasher
con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S.
Cunningham; esta última estrenando por aquel 1986 la que iba a ser, nada menos,
que su sexta parte.
1.- La referencia
anterior a la cinta que completaba la media docena de entregas de la saga
dedicada al psychokiller Jason
Voorhees –“Viernes 13 VI: Jason vive” (Jason Lives: Friday the 13th Part VI,
1986), de Tom McLoughlin– es más que suficiente como indicación precisa del
camino –en exceso redundante– que llevaba en aquel momento el subgénero
consagrado al asesino en serie. A esas alturas todos los incondicionales del
género jaleábamos cada uno de los asesinatos del tarado serial killer de turno, convirtiendo los patios de butacas en toda
una fiesta de desparrame y complicidad. Se trataba de presenciar hechos
violentos (muy violentos) que ya eran tomados a broma por el respetable, pues
el abuso y la invasión de similares propuestas que habían sufrido las salas de
cine en esa década no podía inspirar cosa diferente en el público más asiduo a
tales carnicerías; al menos desde un punto de vista saludable.
Visto así el contexto, “Henry, retrato de un asesino” es una
película extemporánea –mucho más si sabemos que los problemas con la censura la
relegaron a un estreno tardío en 1990–, pues lejos de encontrar acomodo entre
sus coetáneas, está más cerca de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Shaw
Massacre, 1974), de Tobe Hooper, de “La última casa a la izquierda” (The Last
House on the Left, 1972), de Wes Craven, de “La violencia del sexo” (Day of the Woman,
1978), de Meir Zarchi, o de muchas otras representantes de ese subgénero más
específico denominado rape and revenge,
donde la violencia es cruda, desagradable y de ninguna manera inspira
precisamente jolgorio entre el público; al menos cuando es la víctima de turno
quien la recibe, no tanto en sentido inverso, cuando son los delincuentes
quienes la sufren después.
El concepto que representa “Henry, retrato de un asesino” e
incluso su factura formal la hacen estar muy unida a todo ese cine trasgresor
de los años setenta, debiendo reconocerse como inusual dentro del paisaje del
cine de terror en el que surge –el cine más ochentero–, donde había existido
una línea de evolución precisamente a partir de esa particular revolución de
los setenta, ya en franca decadencia al haber dejado paso a propuestas menos agresivas
y más amables, si se quiere expresar así.
2.- Atmosféricamente
hablando, no se le puede negar a “Henry, retrato de un asesino” una vinculación
con “Taxi Driver” (Taxi Driver, 1976), de Martin Scorsese; otro exponente
preciso de la revolución que sufrió el cine americano en esa década, en este
caso desde fuera del género de terror y con claras influencias del cine europeo
–habitualmente más independiente y contemplativo que el cine de Hollywood–,
aunque no por ello menos innovador. Tanto la película de McNaughton como la de
Scorsese comparten cierta poética decadente de la nocturnidad, donde lo que es
vida durante el día adquiere tintes de pesadilla en esas horas en que la
vigilia se convierte en un atributo de seres desplazados y siniestros; cazadores
y presas que vagabundean por las calles de los núcleos urbanos, esos ejes del
mal, residencias de los desechos que una sociedad disfuncional vierte en sus
propias calles, cual residuos en la cloaca. Como las cucarachas, la escoria
sale cuando cae el sol para rebozarse entre la mierda, sintiéndose ajena a
cualquier mirada de reproche, impune ante la deserción momentánea de la vida de
la que disfrutan quienes utilizan la noche para dar un descanso supuestamente reparador
a sus cuerpos y a sus almas.
Henry (Michael Rooker) y Travis Bickle (Robert de Niro)
tienen las mismas motivaciones –aunque de raíz distinta–. Sólo el segundo tiene
todavía un pie puesto en el orden social; aun es consciente de la estructura a
la que pertenece y, aunque en el límite, trata todavía de buscar su sitio, sintiéndose
una especie de justiciero. En cambio, el primero ha perdido todo vínculo con la
civilización, responde únicamente a su instinto de matar de forma
indiscriminada y gratuita, es un verdugo, una bestia salvaje, un depredador
carente de cualquiera de las cualidades que hacen del hombre algo distinto a un
animal, carente de todo aquello que lo diferencia de las alimañas más feroces.
Henry vivió el horror ya durante la infancia, huérfano del cariño de unos
padres que habían andado previamente el camino de corrupción moral en el que se
encuentra él ahora. Ni siquiera Henry está en un período de evolución negativo,
de regresión o degradación, sino que está plenamente instalado en una especie
de mundo paralelo, donde él impone las reglas a quienes terminarán siendo sus
víctimas; la primera de ellas su propia madre. Travis, por el contrario, perdió
la fe en la humanidad asistiendo a la barbarie que fue la guerra de Vietnam.
3.- Llegamos aquí
al punto de hablar de concretas formas de representación de la violencia –las
más extremas–, de su verdadero significado y de la justificación que podemos
encontrar, como espectadores o como ciudadanos en general, a aquellos límites hasta
donde los cineastas han sido hasta el momento capaz de llegar. Relativo a este
particular, “Henry, retrato de un asesino” no es más que una semillita que
tardaría en extender su ámbito de influencia, y cuyo alcance se verá en el
futuro superado hasta límites insospechados. Ese límite hoy por hoy está marcado
por “A Serbian Film” (Srpski film, 2010), de Srdjan Spasojevic, -esta vez sí
difícilmente superable- película que precisamente llevó a la opinión pública el
debate sobre la conveniencia o no de tolerar ese tipo de productos, llegándose incluso
a cuestionar la legalidad o ilegalidad de su existencia y de su exhibición
desde un punto de vista jurídico. Polémica que atrajo hasta límites estúpidos y
grotescos la opinión que de ella tenían (y tienen) ciertas instituciones y
personas –claramente sin haberla visto–, desembocando todo en la apertura de un
proceso legal contra el director del Festival de Sitges –Ángel Sala– con la
única excusa de hacerle responsable de su exhibición. Todo lo cual pone en
entredicho la libertad de expresión de la que se supone que disfrutamos en el
mundo occidental, además de hacernos cuestionar –lo que es peor aun– la
inteligencia de muchas de las personas a las que, por su posición social o estatus
dentro de determinadas instituciones, se les supone un nivel cultural y una capacidad
de raciocinio de una cierta excelencia, habiendo demostrado no estar a la
altura de las circunstancias con sus opiniones y comportamientos, incapaces
según parece de diferenciar la ficción de la realidad, así como de interpretar
las verdaderas intenciones implícitas en el discurso de una película.
4.- Lo que
consigue “Henry, retrato de un asesino”, obviando los ejemplos precedentes o
posteriores ya citados, es lo que Michael Haneke repetía de forma más cruda con
su “Funny Games (juegos divertidos)” (Funny Games, 1997), luego rehecha dentro
del cine americano diez años más tarde, cuando ya era una realidad la institucionalización
del torture porn como subgénero
cinematográfico. La ficción se desnuda del recurso de la dramatización hasta el
límite de lo imprescindible, adoptando un punto de vista supuestamente neutro,
de puro voyeurismo; lo que no deja de
ser igualmente un recurso dramático, aunque invisible y mucho más sofisticado, y
por ello tremendamente tramposo en el buen sentido del término, pero tan eficaz
como perturbador. Desde el distanciamiento que ofrece esa forma de
representarlas, las escenas más cruentas se ven aligeradas de su carga de
ficción para acercar su visualización a una experiencia más real y
desagradable. El espectador se siente incapaz de esconderse tras la apariencia
de asistir a una historia contada, sintiéndola en cambio como una historia
vivida en primera persona. En el caso de “Henry, retrato de un asesino”, esto
es mucho más intenso en la escena grabada en video por los personajes
protagonistas, que recuerda al modus
operandi de la pareja de criminales rusos del thriller “15 minutos” (15
Minutes, 2001), de John Herzfeld; un recurso que se adelanta a esa forma de
narrar que tras “El proyecto de la bruja de Blair” (The Blair Witch Project,
1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se pondría tardíamente de moda con
ejemplos tan impactantes como “[Rec]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, “Paranormal
Activity” (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli o “Monstruoso” (Cloverfield,
2008), de Matt Reeves, por citar algunos, y de la que ya se viene abusando un
tanto, pues en los peores casos –entre los que no se encuentra ninguno de los
anteriores– ya ha pasado a convertirse en una pose gratuita e incluso molesta
más que en un recurso estilístico.
La factura formal tosca y cromáticamente tan opresiva como
sórdida que McNaughton proporciona a esta su primera película –antes había
dirigido el documental “Dealers in Death” (1984), un repaso a la lista de delincuentes
célebres de América en la década de los treinta– tiene su origen más en las
limitaciones presupuestarias que en una intención consciente. Por el mismo
motivo no hay grandes escenas con efectos especiales, ni siquiera modestos;
toda la narración es muy sobria, y muchos de los asesinatos se muestran ya no en off sino directamente mediante una
suerte de flashbacks a modo de
insertos inertes, casi subliminales por la brevedad de su exposición, que van
formando veladamente el siniestro currículo de Henry. Personaje al que interpreta
un Michael Rooker en su también primer trabajo para el cine; con seguridad una
de las mejores actuaciones de su carrera, donde saca todo el partido posible a
su apostura ruda y a su rostro primario.
5.- Aunque en un
entorno urbano, “Henry, retrato de un asesino” también se aprovecha de todos
esos elementos que habitualmente se atribuyen a la América rural más profunda –como se
suele decir–, donde siempre esperamos encontrar la brutalidad entre los
miembros de una familia, el incesto, la violencia sexual, una falta de
instrucción que raya la animalidad y la inexistencia de respeto por la vida
ajena. Es una especie de retrato subliminal del hombre de las cavernas, ajeno a
costumbres, hábitos sociales o normas de vida en comunidad; donde lo que
prima es la satisfacción del instinto propio –de cualquier instinto–, por
encima de toda otra consideración; además sin ningún tipo de excusa
explicita o posibilidad de
remordimiento. Desde un punto de vista sociológico, tendría cabida interpretar
al personaje como la regresión que es capaz de sufrir un ser humano para llevar
a cabo todas esas barbaridades en las que es posible participar dentro de un
contexto bélico, donde parece que se experimenta una especie de suspensión de
la civilización que deja campo libre para cualquier comportamiento anómalo,
amoral y censurable; un espacio donde –como si se tratara de un ambiente
experimental, de laboratorio–, se sumergiera al individuo en una dimensión
ajena a la sociedad, entendida ésta en su más amplio significado. Situación a
causa de la cual, experimentada realmente por el interesado o asimilada como
propia, tantos perturbados ha dado a la historia, sobre todo, de los Estados
Unidos.
En 1996 Chuck Parello dirigía una secuela –direct to video en España– titulada
“Henry, retrato de un asesino 2" (Henry: Portrait of a Serial Killer, Part
2).
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
domingo, 15 de abril de 2012
"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 49, mayo 2012
Ya mismito está a la venta el nº 49 de SCIFIWORLD MAGAZINE, un número de lo más surtido. Mi contribución: un artículo dedicado a la película de Larry Cohen titulada LA SERPIENTE VOLADORA (Q, 1982), como siempre en la sección "La máquina del tiempo".
viernes, 9 de marzo de 2012
"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 48, abril 2012
Nuevo diseño para la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 48 (ya queda poco para la media centena). El mismo tamaño pero una maquetación y estilo más moderno. En este número mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" es un artículo dedicado a la película de Joe Dante "AULLIDOS" (THE HOWLING, 1980).
sábado, 3 de marzo de 2012
"EL HOMBRE ELEFANTE" (1980, David Lynch)
Tod Browning ya convirtió en protagonistas a un grupo de fenómenos de feria, en su caso reales, en “La parada de los monstruos” (Freaks, 1932). Su mirada se regodeaba en las deformidades y en la anormalidad de sus casuales actores con la manipuladora intención de despertar estupor –acaso directamente repugnancia– entre los espectadores. Su objetivo, por otro lado, creo que era loable; se trataba de que quienes asistieran al espectáculo en que se convertía la película se descubrieran a sí mismos inmersos y arrebatados por unos sentimientos contradictorios, de índole moral, que removieran sus conciencias y les hicieran reflexionar acerca de tan turbadora experiencia vivida: ¿quién es realmente el monstruo?. En esa línea continúa David Lynch su filmografía tras la extraña, rompedora y abiertamente experimental “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977).
Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester (Inglaterra) en 1862. Desde su nacimiento comenzó a padecer una serie de deformidades en todo su cuerpo, especialmente concentradas en su cabeza y en uno de sus brazos, que con el paso de los años no hicieron más que acrecentarse; lo que le valió el apelativo de “El hombre elefante” cuando era exhibido en barracas de feria; en Londres primero y, al menos, en Bélgica después. Dado que tras su muerte en 1890 –con tan solo veintisiete años– se conservó parte de su cuerpo con el fin de servir para investigar las causas de su extraña enfermedad, parece que hoy se sabe que su tremendo aspecto procedía de una variación de lo que se ha dado en llamar el Síndrome de Proteus; una dolencia extremadamente rara, habiéndose diagnosticado no más de 200 casos en el mundo desde que se tuviera conocimiento de ella en 1979, según parece. El Síndrome de Proteus es una enfermedad congénita que causa un crecimiento excesivo de la piel y un desarrollo anormal de los huesos, músculos, tejido adiposo, vasos sanguíneos y linfáticos; normalmente acompañados de tumores en el cuerpo y cierto retraso mental. La corta vida de Merrick estuvo siempre expuesta al rechazo y al maltrato que muchos ejercían sobre él; su propio padre incluido, quien volvía a casarse una vez hubo muerto la madre de Merrick cuando éste aún era niño. Su madrastra y los varios hijos que ésta aportó al nuevo matrimonio –procedentes de un enlace anterior– no se dedicaron precisamente a hacerle más fácil la existencia al desdichado Merrick. Las peripecias que cuenta la película parece que se ajustan mucho a la historia real en los detalles más generales, cosa que la cinta confirma en sus créditos finales. El guión de la película se basa en el libro escrito por el doctor Frederick Treves (al que en la cinta da vida Anthony Hopkins) titulado “The Elephant Man and Other Reminiscences”, donde el propio autor llama John a Joseph sin que se conozca el motivo, cuando se sabe a ciencia cierta que el doctor Treves era perfectamente conocedor del verdadero nombre de pila del hombre elefante: Joseph, no John; por lo tanto, como John aparece en la película.
Clasificar “El hombre elefante” como una película adscrita al fantastique no deja de ser una convención de lo más arbitraria que aquí nos permitimos; pues en ningún caso incluye en su propuesta algo que se aproxime a lo que podamos calificar propiamente como un elemento fantástico en sentido estricto, con excepción del sugerente tono onírico del prólogo con el que Lynch inicia la película. Limitando aún más el género en el que podríamos situarla –puestos a jugar a las categorizaciones genéricas–, ni siquiera pudiera ser entendida como parte de ese cine de terror que por inercia todos entendemos como fantástico pero que no es tal, pues la ausencia de ese necesario elemento perturbador de la realidad (o de la estética) no existe desde un punto de vista ortodoxo, y que más debiera entenderse dentro de lo que podemos llamar un cine de suspense radical; por ejemplo, aunque no es el caso, me refiero a todas esas películas de asesinos realistas –más o menos en serie– como pudieran ser “Funny Games” (Funny Games U.S., 2007), de Michael Haneke, o la estimable “Secuestrados” (2010), de Miguel Ángel Vivas, por poner dos ejemplos bien recientes, donde el miedo es ciertamente un elemento distorsionador, pero no de la realidad (ni de su apariencia) sino de la cotidianidad. En cambio no es el terror aquí lo que prima, al menos desde la perspectiva del espectador, sino la lástima, la injusticia y la consternación que pudiera sentirse ante el conocimiento de la desgraciada vida del protagonista y del cruel trato que recibe de sus semejantes. En esencia se trata de lo que finalmente tenemos que calificar como un melodrama; extremo, sí, pero melodrama al fin y al cabo, cuyos elementos definitorios tienen un peso en el conjunto que sobresale por encima de los mecanismos del suspense o de cualquier otro departamento más o menos estanco. Es cierto que el personaje que protagoniza “El hombre elefante” es un monstruo desde el momento en que personifica una ausencia de normalidad, una irregularidad de lo natural, siempre hablando de lo que al aspecto físico concierne y desde una perspectiva negativa; en cambio, como el correr de los minutos demostrará una vez avanza la cinta, el personaje también pudiera ser considerado irregular en función de su capacidad intelectual, más en este caso por su superioridad patente respecto a otros individuos que en lo físico son tomados por normales, pero que dejan mucho que desear en cuanto a su capacidad intelectual, emocional y, sobre todo, moral, de los que está plagada la película. Su monstruosidad no tiene pues un origen fantástico, como lo pueda tener la criatura de Frankenstein, sino totalmente natural, por mucho que Lynch intente en los primeros instantes, muy de pasada, aplicarse en sugerir otra cosa.
Se dice que John/Joseph Merrick atribuía el origen de su aspecto a un percance que sufrió su madre cuando ya estaba embarazada de él. Alguien la empujó mientras formaba parte de una multitud que veía pasar un desfile de animales en Londres, cayendo la mujer al suelo entre las patas de un elefante. El susto de quien estaba en estado de buena esperanza, según Merrick, provocó las consecuencias que se reflejaron después en todo el cuerpo de su hijo. Tan infantil explicación es utilizada por David Lynch como coartada para el prólogo de “El hombre elefante”. Sin embargo, la forma en que Lynch lo representa mediante un tono onírico lleva esa supuesta explicación un poco más allá, entrañando una intención clara de querer sugerir algo mucho más morboso e increíble de lo que el propio Merrick contaba –aunque sin insistir demasiado en ese punto–, difuminando tanto las imágenes de las que se vale para ello como la idea que en realidad quiere transmitir, y, por otra parte, incorporando así un hálito fantástico, liviano pero decidido. Este pasaje introductorio deja todo ese origen tan solo como una etérea pincelada, capaz de hacer volar nuestra imaginación y dirigirla hacia una escabrosa y rocambolesca intuición, que bien pudiera llevarnos a pensar que la mujer hubiera sido violada por un paquidermo.
Con “Cabeza borradora” (Eraserhead, 1977), su primer largometraje, Lynch ya anunciaba por qué senderos iba a desarrollarse toda su filmografía posterior, definiendo su especial fijación por lo morboso y lo diferente, por lo insondablemente extraño; más desde un punto de vista decididamente surrealista, inquietante o agitador que como una loa al derecho a la marginalidad; característica que estará presente tanto en sus proyectos más radicales –es el caso de la citada “Cabeza borradora”– como en sus apuestas más abiertamente comerciales –la exitosa serie de televisión “Twin Peaks” (1990-1991), por ejemplo–, lo que determinará su obra en términos de autor.
Producida por “Brooksfilms”, la productora de Mel Brooks, eso ya supone la primera sorpresa, pues descoloca que alguien tan interesado por la comedia –muchas de las veces de la peor calaña– demuestre interés comercial por una historia de índole tan diferente al de sus habituales payasadas, y a un infinito espacio de distancia en cuanto a calidad se refirere. Desde la perspectiva de lo expuesto en el párrafo anterior, “El hombre elefante” tiene ciertos elementos que hacen que la película se pueda entender como una novedad, una variación aislada respecto a lo que las motivaciones del cineasta nacido en Montana han dejado ver a lo largo de su obra. Lynch se aleja aquí de la abstracción y de la perturbadora singularidad de algunos de los habituales personajes que pueblan su mundo fílmico. Se trata de una película, digamos, más convencional. En este caso apuesta por el realismo que exige el material que trata, apelando al sentimiento de pena, consternación y solidaridad al que se ve abocado el espectador, que de forma imperativa pasa por identificarse con el pobre y desdichado deforme. Se aleja también Lynch de su habitual representación de lo grotesco en tanto que elemento plástico díscolo respecto al contexto general, definiéndolo aquí, por el contrario, como un atributo impuesto por el infortunio, por el sino desgraciado de una persona a la que su imagen le condena a la separación de sus semejantes, al maltrato, a lidiar con los límites de lo desesperadamente insoportable. Como le sucedía a la criatura de Frankenstein, el hombre elefante no pidió nacer así; su vida es una amarga pesadilla de la que no puede escapar, y a la que, pese a todo, hace frente con la poca dignidad y exigencia de respeto de la que es capaz su maltrecha individualidad, de una manera incluso que raya lo heroico.
A diferencia de lo que sucede en “La parada de los monstruos” de Browning, esa exposición de lo antinatural no se siente como una maniobra manipuladora, sino honesta y directa. El sentimiento contradictorio, y en cierto modo hipócrita, que Merrick suscita entre los miembros de las clases acomodadas que acuden a visitarlo, los cuales sienten ese acto como algo a medio camino entre el exclusivismo social –el seguimiento de una moda– y la auténtica solidaridad, se personifica, cristaliza, en la figura del doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins). En determinado momento del relato Treves se debate angustiado, en presencia de su mujer, entre la aceptación de sus propios sentimientos y el arrepentimiento que le provoca reconocer que en realidad él no es más que otro eslabón de la cadena que supone la hipocresía de una sociedad de la que forma parte. Como representante privilegiado de esa sociedad en virtud del importante cargo que ocupa (es un insigne médico) se siente responsable de la desgraciada vida que hasta ese momento ha llevado John Merrick, el hombre elefante. Su pesar le empuja a dudar si no es un afán de prestigio y notoriedad lo que le lleva a ayudar a Merrick, en lugar de una auténtica bondad, noble y pura, y así lo refleja su rostro en la conversación que mantiene con su esposa. La interpretación de Hopkins delata a un individuo atenazado por las formas, siempre envarado, poco natural e incluso distante, al que sólo el conflicto interno que su relación con Merrick le genera es capaz de hacer que se hunda y saque a relucir sus emociones, sintiéndose sobrepasado por tan potentes sentimientos: los mismos que Lynch consigue hacer aflorar en el respetable.
Se trata de una sociedad con dos caras: una la que muestra frente al exterior, supuesta defensora de la virtud y de las buenas obras; y otra, más mezquina, que no obstante se personifica de dos maneras diferentes. Por un lado están esas clases altas que acuden a tomar el té con Merrick, y que de forma dificultosa tratan de disimular la repugnancia que sienten ante su presencia, escondiendo su desazón tras los finos modales, sin revelar explícitamente que no es más que la curiosidad y el morbo lo que mueve sus visitas. De otra parte está la destructiva sinceridad de las clases más populares –por no decir del lumpen más rastrero– igual de mezquina y censurable, que de forma clandestina y a cambio de un precio –pagado previamente al vigilante nocturno del hospital donde se hospeda Merrick– acuden a burlarse de él, humillándole de mil maneras mediante las que consiguen sentirse seres superiores y privilegiados a su costa.
Bytes, el personaje que interpreta Freddie Jones, es la persona que explotaba a Merrick antes de que el doctor Treves lo encontrara y protegiera, tratándola como un perro o un caballo de tiro, y que volverá a hacerlo en el continente tras poco menos que secuestrarlo del hospital londinense donde se le daba cobijo. Se trata de un individuo que representa el crisol de todo ese lumpen anteriormente citado y con quien subrepticiamente se trata de retratar lo peor de todo ese entorno. Bytes es consciente de su marginalidad, de pertenecer a esa chusma desarraigada, podrida y siniestra de los desposeídos, y utiliza a Merrick para descargar sobre él –a base de palos– el odio contra esa sociedad que le margina, hacia la que sólo le inspira un afán de venganza constantemente renovado. Huérfano de humanidad, Bytes utiliza a Merrick como atracción de feria, como aquello que acude a ver el populacho para sentirse un poco mejor dentro de la miseria económica y moral en la que se ve instalado, dando gracias a Dios al relativizar su propia situación y condición, que siempre pudiera haber sido un poco peor, como refleja el monstruo que tienen delante. Pese a todo, parece que la historia real difiere aquí del guión cinematográfico, pues en todo momento el John Merrick real destacó lo bien que había sido tratado por las personas que le sirvieron como empresario en los lugares en los que se dedicó a exhibir su deformidad como forma de ganarse la vida.
El argumento y el tono empleado por Lynch en ningún modo necesita del blanco y negro como formato imprescindible de su expresión; no obstante, el relato de época que trata, la tristeza que emana de su visión y la especial expresividad de que es capaz el contrastado blanco y negro, obra de Freddie Francis, hacen que sea una opción perfectamente razonable y, es más, hasta conveniente.
David Lynch juega de forma honesta –sin manipulaciones– con la baza de la sensibilidad. Al menos en dos momentos puntuales el espectador debe luchar para no dejarse vencer por el nudo en la garganta que le atenaza y la debilidad del lacrimal que le provocan las imágenes. Esa falta de artificiosidad en lo emotivo no lo es tanto en cuanto a lo narrativo, donde sí aprovecha Lynch para sacar de quicio al respetable y hacer que se retuerza en su asiento, desasosegado al asistir como testigo al injusto trato que recibe John Merrick. A través de la puesta en escena de determinados pasajes, cuyo futuro desarrollo el espectador conoce por los antecedentes que le constan –su falta del efecto sorpresa no elude su eficacia–, el director consigue alargar la tensión dramática incidiendo en su visibilidad y descartando el uso de la elipsis hasta extremos incómodos. Me estoy refiriendo, especialmente, a esas visitas nocturnas guiadas que recibe el pobre Merrick –a las que ya he hecho referencia–, auténticas violaciones de su dignidad; o a la presión insoportable de los viandantes con los que se cruza por la calle a su vuelta a Londres –tras dejar atrás el triste episodio vivido en el continente–, donde su aspecto es causa suficiente para casi conseguir como premio un linchamiento callejero.
La mentada sensibilidad de la historia debe mucho al extraordinario trabajo del gran John Hurt, que, pese a mantener su rostro cubierto por el maquillaje en todo momento, consigue emocionarnos con su sutil actuación –un maquillaje cuyo proceso creativo, parece ser, duraba unas siete horas cada uno de los días de rodaje–. Esa interpretación le valió ser nominado como mejor actor en los Oscar de Hollywood de 1981, acompañando a las otras siete nominaciones que recibió la película ese año; aunque finalmente no venciera en ninguna de esas ocho categorías a las que optaba.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE.
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