martes, 24 de julio de 2012

"LA SERPIENTE VOLADORA" ("Q. The Winged Serpent", 1982, Larry Cohen)


Que el cineasta neoyorquino Larry Cohen (nacido en 1941) no cuente siquiera con una foto de su semblante en la entrada que le dedica la web IMDB (Internet Movie Data Base), habiendo sido el guionista de ochenta títulos si tenemos en cuenta largometrajes, series de televisión y telefilmes que llevan su firma, además de habiendo dirigido dieciocho películas, casi todas ellas también producidas por él mismo, siendo de entrada injusto, es mucho más significativo de lo que pudiera parecer. No se trata ni mucho menos de un absoluto desconocido, pero sí hay que tener un cierto grado de erudición para que a uno le suene su nombre; aunque por otro lado sea fácil conocer al menos una de sus cintas más reivindicadas, merecedora incluso de la etiqueta “de culto”, como sucede con “Estoy vivo” (It´s Alive, 1974). Dentro de esa misma categoría, quizás con menos unanimidad, están “Demon” (God Told Me To, 1976) y “La serpiente voladora” (Q, 1982). Aunque hace tiempo que no dirige, aun continúa aportando como guionista ideas que se transforman en películas muy modestas pero enormemente estimulantes, con ejemplos recientes como “Última llamada” (Phone Booth, 2002), de Joel Schumacher, o Cellular (Cellular, 2004), de David R. Ellis, que son paradigmas absolutos de su talento como escritor popular.

1.- Acostumbrado a lidiar como guionista con los estándares narrativos de las series de televisión americanas de los años sesenta y setenta, donde trabajó para cabeceras tan reconocidas como “Los defensores” (The Defenders, 1961-1965), “El fugitivo” (The Fugitive, 1963-1967) o “Colombo” (Columbo, 1971-2003) –entre otras–, pero sobre todo para “Los invasores” (The Invaders, 1967-1968), de la que fue creador, esa experiencia y forma de hacer las cosas dejó una perceptible secuela en todo su cine como director. Sus armas más visibles son siempre la muy perceptible originalidad del argumento, la introducción de eso que se llama una o varias “ideas brillantes” en el interior de una trama y un cierto sentido crítico respecto a la sociedad y a la cultura norteamericana, donde el individuo común tiene la posibilidad de adquirir más relevancia de la que nunca pudo esperar, siempre forzado por circunstancias que más que derivadas del azar parecen proceder de los tejemanejes de un demiurgo que se empeña en jugar con el desdichado. Así, el héroe (o antihéroe si uno quiere ser más exacto) podría ser cualquiera de nosotros, de ahí la cercanía de sus personajes protagonistas respecto al espectador.

Por muy modesto económicamente y aparentemente intrascendente que pudiera parecer su cine (tanto el que únicamente ha escrito como el que también ha dirigido), no es ese suficiente motivo para que no se le deba reconocer a Larry Cohen una cierta autoría. Pero, en su caso, también el concepto de artesano –que siempre se cita como calificativo contrapuesto al de autor– es plenamente atribuible. Esto es así por la forma en que Cohen aborda cada nuevo proyecto, apresurando los plazos y los planos –casi de forma atropellada– para ajustarse a la escasez de medios y, por qué no decirlo, a su personal idiosincrasia. Pero no lo hace con pesadumbre, sino que casi lo convierte en un estilo. Las imágenes de apariencia telefílmica, los planos “robados” en plena calle, sin figuración –poniendo directamente en el tiro de la cámara a población real que no tiene pudor en no disimular frente a la misma su curiosidad ante el rodaje–, el montaje relativamente chapucero que caracteriza sus películas, el nulo sentido de la elegancia con la cámara,…, todo ello revela los principales estigmas técnicos de Cohen, a los que suple con la contundencia de ideas interesantes, su naturalidad y la vigorosa sencillez que también forman parte de su particular estilística. Desde un punto de vista técnico su modo de rodar (y luego de montar) se asemeja a lo que para la música sería una jam session. Los planos y los cortes son a menudo tan agrestes que parecen responder a impulsos sobre la marcha, nunca a una milimétrica premeditación. De esa misma forma de proceder, ya hablando de la fase previa de escritura, procede la frescura de sus argumentos.

Como le sucedía a Roger Corman, sus películas están pensadas para convertirse en un producto vendible, con un coste aceptable y siempre en un entretenimiento digno, con el que dar al público una satisfacción respetable y directa; algo que le circunscribe obligatoriamente a los terrenos de la Serie B mejor entendida y más añorada. La libertad creativa que proporciona al cineasta esa independencia –fuera del sistema controlado y favorecido por los grandes estudios– tiene la contrapartida negativa de su problemática y limitada distribución, que hace que la exhibición de sus películas no sea todo lo extensa y todo lo duradera que merece.

2.- Tres historias paralelas –dos ellas aparentemente relacionadas entre sí– transcurren en las calles de Nueva York. Por un lado tenemos a Jimmy Quinn (Michael Moriarty), un pianista ex presidiario que ya desde el principio nos demuestra la mala suerte que le acompaña en su vida cuando, tras un atraco, un tropezón le hace perder un maletín atiborrado de billetes sobre el que luego tendrá que responder ante sus compinches. Casualmente descubre el escondrijo de un extraño animal volador que anda comiéndose a la gente que frecuenta las azoteas por uno u otro motivo (limpiacristales, señoritas que toman el sol con despreocupación, obreros de la construcción o bañistas). En tercer y último lugar, tenemos una serie de misteriosos asesinatos (cadáveres despellejados o vaciados de su corazón) que traen por la calle de la amargura a la policía de la ciudad, haciéndonos ver de manera oblicua que tiene algún tipo de conexión con el extraño ser alado.

El título original de la película, “Q”, a la que también se la conoce como “The Winged Serpent” o “Q: the Winged Serpent”, hace alusión al dios prehispánico Quetzalcoatl, que se representa como una serpiente emplumada en las culturas mesoamericanas (olmecas, mayas y aztecas). Es curioso que el monstruo al que hace aparecer Cohen en su película es, sin embargo, una especie de dragón, un reptil con alas, pero carente totalmente de plumas. En la trama, de manera algo confusa, se quiere relacionar los sacrificios rituales (pues no debería llamársele asesinatos cuando las víctimas son las que se ofrecen voluntariamente) con un interés secreto por resucitar tal divinidad.

3.- La obligada comercialidad a la que se entrega la filmografía de Larry Cohen, en el caso de “La serpiente voladora”, pasa por convertirla –aunque de manera algo tardía– en una de aquellas seguidoras del cine de monstruos que vinieron al mundo tras el estreno de la obra maestra de Steven Spielberg que es “Tiburón” (Jaws, 1975), que se encargó de reflotar el subgénero de nuevo. Pero ser una más no quiere decir que sea una de tantas, muy al contrario, se trata de una monster movie bastante atípica. El monstruo deja de ser protagonista absoluto para pasar a ser un mero complemento de la función, una especie de aura que anuncia segundas lecturas con esos planos aéreos subjetivos que se utilizan como insertos; es un elemento necesario pero no suficiente, pues la clave está en quien es el verdadero hilo conductor de la historia: Jimmy Quinn, un desgraciado sobre cuyo relato sobrevuela –nunca mejor dicho– el de la serpiente voladora, que se encarga de matizarlo.

Jimmy Quinn es un canónico antihéroe; hasta cuando parece haber encontrado la oportunidad de su vida el destino termina por jugarle una mala pasada. Quinn utiliza su conocimiento fortuito del lugar en que se esconde el monstruo (y su nido, que contiene un enorme huevo que será ametrallado por los agentes de la ley) para intentar sacarle un millón de dólares al ayuntamiento de la ciudad, además de para convertirse en un héroe. Quinn justifica su falta de escrúpulos sobre el asunto como una forma de hacer que la sociedad le compense de su encarcelación en el pasado, que convirtió en un delincuente a quien en realidad en aquel momento era inocente de lo que se le acusaba.

El llamado “cine de catástrofes” siempre tuvo a gala tomar como excusa el desastre de turno (un accidente aéreo, un edificio en llamas, un terremoto,...) para servir de fondo a toda una demostración del comportamiento de diversos tipos humanos sometidos a una situación límite. En cambio, el “cine de monstruos” recurrió a menudo a convertirse directamente en una metáfora social o cultural, siendo el caso más evidente y famoso el que afecta al personaje de King Kong (al que “La serpiente voladora” evoca de forma obvia), analizado de mil y una maneras desde muy diferentes puntos de vista. Otro buen ejemplo, mucho más reciente, lo tenemos en la interesantísima “Monstruoso” (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves, que renueva ese sentido alegórico de los monstruos titánicos. En ambos casos se hacía corresponder subrepticiamente la figura del monstruo con una representación abstracta de un hecho cultural, político, económico o social –o varias de esas cosas a la vez– de enorme trascendencia (el crack del 29 en “King Kong”, el atentado del 11 de septiembre del 2001 y todo lo que el fatal acontecimiento representó para el ánimo de un país en el caso de “Monstruoso”).

En “La serpiente voladora” la abstracción no es tanta, o al menos es más pedestre –la escasa sutilidad de Cohen no lo permite–, pero aun así no deja de tener dos posibles interpretaciones. Por un lado está la figura de la serpiente voladora como un ente que representa la otra cara de Quinn, la materialización en esa divinidad de su afán de revancha, que encuentra en el monstruo un patrocinador adecuado y un vehículo inesperado pero oportuno para conseguir sus fines. Que la serpiente ataque a cualquiera que se atreve a asomar (literalmente) la cabeza por su nido, excepto a Quinn, delata una conexión entre hombre y animal que los emparenta de manera casi sobrenatural, por no decir divina. Pero, por otra parte, y ahí enlazan los sacrificios rituales con la presencia del ser alado, el advenimiento del monstruo se muestra también como una rebelión de lo espiritual frente al materialismo y la ausencia de fe del mundo moderno. Es en ese punto donde entra en juego el habitual sentido crítico de Larry Cohen en su faceta más filosófica.

Si King Kong fue amo y señor del Empire State Building, nuestra serpiente voladora –en un arranque bien poco original, eso sí– toma el no menos representativo edificio Chrysler como hogar de adopción. Un edificio que es otro homenaje al progreso y al poder de los Estados Unidos, un símbolo más que adecuado para acoger en su interior ese monstruo de tiempos remotos que es la serpiente voladora; cuya presencia en su interior le hace adquirir, de nuevo, el empaque de una alegoría.

4.- Graduado Cohen en el City College of New York durante el curso 1962-63, la reputación de dicha institución en cuanto a la formación de buenos documentalistas queda bien patente en “La serpiente voladora”. Sólo hay que ver esas imágenes de Quinn intentando escabullirse por las calles de un populoso barrio chino (con absoluta seguridad planos no preparados y sin figuración, sino con transeúntes reales) o esos planos de los viandantes sorprendidos cuando la sangre de una de las víctimas del reptil alado cae sobre sus cabezas desde el cielo, donde cambia la calidad del celuloide debido seguramente a una iluminación no preparada y la cámara en mano. La fuerza de secuencias tan neorrealistas, en parte forzadas por la necesidad en parte una decisión consciente, son una de las causas del dinamismo formal de “La serpiente voladora”. Ese realismo de algunas imágenes tiene su contrapunto en la falsedad que transmite la apariencia de la serpiente; animada con el viejo pero encantador método del stop-motion. Una falsedad nada reprochable, pues como más o menos decía Ray Harryhausen –maestro absoluto en esas lides– si algo parece demasiado real ya no parece fantástico, lo que le hace perder su magia y el infinito encanto de ese tipo de efectos frente a la perfección digital de nuestros días.

5.- Muy importante es el humor en “La serpiente voladora”. Quinn, pese a toda su mezquindad, es un personaje simpático. La fragilidad física que le aporta su personificación en Michael Moriarty y la condición de desgraciado del personaje en sí mismo nos acercan a él irremediablemente. No es un ser manipulador y prepotente, sino un paria que solo trata de utilizar las armas que el destino pone a su alcance para salir adelante lo mejor posible. Cuando su novia Joan (Candy Clark) –una buena chica– parece romper con él al conocer sus aviesas intenciones respecto a revelar el emplazamiento de la serpiente a cambio de un millón de dólares, Quinn dice que sólo volverá con ella cuando tenga dinero, cuando sea un hombre de provecho. El anhelado (luego también sabremos que fugaz) éxito económico no le aleja de ella, sino que la convierten en una motivación adicional para conseguir esos fines, que pese a todo ella reprueba. Esa simpatía permanente que transmite Quinn no está sola. El detective Shepard, al que interpreta un siempre irónico David Carradine, juega un papel bien importante en esa faceta. Cohen incluso se permite utilizarle para poner en su boca una broma que tiene como tentetieso a los serial killers de turno y a los nuevos códigos genéricos por ellos institucionalizados y puestos de moda pocos años antes de la producción de su película, con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham, como ejemplos primigenios del cine moderno; me refiero al momento en que el individuo que realiza los cruentos sacrificios atrapa a Quinn en su habitación y tiene que ser eliminado de varios disparos por Shepard, que acude en ayuda del raterillo: “¿a que creías que se iba a levantar otra vez?”, dice con sorna el policía tras el último de los disparos. Sin solución de continuidad, Cohen se explaya con un final abierto y en cierto modo retador –muy típico de su filmografía– que tiene más de significado concreto con algo de ironía que de anuncio de una posible secuela que nunca iba a llegar.

Juan Andrés Pedrero Santos


(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

jueves, 5 de julio de 2012

Mi "JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN" nominado para el premio Ignotus 2012

Mi penúltimo libro (el último sale en Septiembre de este 2012), "JAMES WHALE. EL PADRE DE FRANKENSTEIN" ha sido nominado en la categoría de ensayo de los premios IGNOTUS. Muchas gracias a quienes lo hayan votado. La verdad es que estoy muy orgulloso de este libro, para mi el mejor, con diferencia, de los cuatro que he escrito hasta la fecha. 

martes, 3 de julio de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" 52, Agosto 2012: ESPECIAL ALIEN


Aquí teneis la espectacular portada que tendrá el próximo número de la revista. En buena parte estará dedicada a la saga ALIEN, coincidiendo con el estreno español de "PROMETHEUS", el último y esperadísimo film de Ridley Scott, el próximo y tardío 3 de Agosto, cuando ya está estrenada hace tiempo en gran parte del mundo civilizado. Mi aportación en la sección La máquina del tiempo está dedicada a una película que se suele olvidar cuando se habla de posibles inspiraciones de los creadores de ALIEN: "QUEEN OF BLOOD" (1966, Curtis Harrington), también conocida en España a partir de un pase televisivo como "Planeta sangriento". El 16 de julio a la venta.

domingo, 10 de junio de 2012

"LA ISLA DEL DOCTOR MOREAU" (1996, John Frankenheimer)


Junto a la británica Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), al estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), al francés Jules Verne (1828-1905) y a Bram Stoker (1847-1912) –con su “Drácula”, que ha generado no pocas inspiraciones–, el también británico Herbert George Wells (1866-1946) es seguramente uno de los escritores del siglo XIX dedicados al género fantástico cuyas obras más recurrentemente han sido adaptadas al cine. “La isla del doctor Moreau” ya comenzó su andadura cinematográfica en 1932 con “La isla de las almas perdidas” (Island of Lost Souls), dirigida por Erle C. Kenton y convertida ésta en una de las películas indispensables para conocer la trascendencia del género en la década de los treinta; película Paramount, por lo tanto fuera del ciclo terrorífico con que Universal inauguró el género de terror como tal, si se disculpa el entenderla a medio camino entre los géneros del terror y de la ciencia ficción. A diferencia de Verne, que siempre fundamentó su obra en la aventura y en una curiosa intuición para la anticipación científica, Wells optó por argumentos con cierta capacidad crítica respecto a la sociedad y a la ciencia que en ella tiene su seno, revelando las distintas opciones morales y las contradicciones que de la relación entre ambas instituciones podían surgir, hecho que sus historias siempre trataron de sacar a relucir. Sus novelas utilizan el símbolo y la metáfora como formas de cuestionar el mundo en el que vive, casi siempre dentro de un contexto tonal de ligero misterio, lo que para mi gusto hace su literatura mucho más sugerente que la del más lúdico Verne.


Siendo sus novelas más célebres todas repetidamente adaptadas al cine  –“La máquina del tiempo” (1895), “La isla del doctor Moreau” (1896), “El hombre invisible” (1897) y “La guerra de los mundos” (1898)–, es “La isla del doctor Moreau” una de las que más veces ha sido llevada a la pantalla, concretamente cinco, a través de la ya referida “La isla de las almas perdidas” (1932), las americano-filipinas “Terror is a Man” (1959) de Gerardo de Leon y “The Twilight People” (1973) de Eddie Romero, para terminar con las más modernas y conocidas “La isla del Dr. Moreau” (The Island of Dr. Moreau, 1977) de Don Taylor y la que nos ocupa, dirigida por John Frankenheimer en 1996.

“La isla del Dr. Moreau” nos cuenta la historia de Douglas, un naufrago que arriba a una inquietante isla tropical poblada por extrañas criaturas –mitad humanas mitad animales–, fruto todas ellas de los experimentos del doctor Moreau, un científico que juega a ser Dios ayudado por su asistente Montgomery. Moreau ha convertido la isla en un feudo donde es amo y señor de todos sus hijos. El argumento refleja una serie de asuntos que ya estaban presentes en el original literario. Así, se cuestionan temas tales como el valor de la moral generalmente impuesta; la legitimación (o no) de un individuo (un líder) para situarse por encima de sus súbditos; el individualismo; así como los borrosos límites de la ciencia y hasta qué punto los fines justifican los medios, por otro lado, ya de entrada, cuestionables en sí mismos. Esta última adaptación a cargo de Frankenheimer, director no ajeno al género –ya había aportado su granito de arena a la moda de criaturas desnaturalizadas que vino tras la estela del “Tiburón” (Jaws, 1975) de Steven Spielberg con “Profecía maldita” (Prophecy, 1979)–, aprovecha la coyuntura para ahondar en la crítica social, latente ya en el original literario, acrecentando su impacto mediante simbolismos muy evidentes e incluso irónicos y hasta cómicos; véase a ese doctor Moreau paseándose en una especie de papamóvil, vestido y comportándose de una manera harto evocadora de la figura del papa Juan Pablo II, lo que incrementa la alusión virulenta a la religión que cualquiera puede interpretar, sin mucho esfuerzo intelectivo, gracias a la particular puesta en escena.

Moreau no es más que un trasunto del doctor Frankenstein que creó Mary Wollstonecraft Shelley; sólo que en este caso el objetivo científico no es crear la vida humana a partir de la muerte, sino el de aportar un hálito humano a las bestias, forzando de forma antinatural la evolución de las especies. Para cumplir su objetivo, Moreau –en tiempos, eminente y reconocido científico, luego rechazado por sus colegas debido a sus atrevidas metas– no se priva de someter a sus víctimas/hijos/pacientes al sufrimiento que estime necesario; “si la naturaleza es despiadada, porque no voy a serlo yo”, decía Moreau en boca de Burt Lancaster en la versión de 1977. El personaje del doctor Moreau siempre fue carne de cañón para dar pie a la presencia de grandes figuras, y así es como casi siempre ha sido aprovechado por el cine. Sin ir más lejos ya ha sido interpretado nada menos que por Charles Laughton, Burt Lancaster y, en la presente, por Marlon Brando; siempre hablando de las tres adaptaciones más conocidas por el gran público. En nuestro caso, Brando interpreta al científico con una pose muy propia del actor –mostrando ese pasotismo que venía manifestando en sus últimos trabajos para la pantalla– y un tanto estrafalaria, tanto como el desasosegante sirviente enano que siempre le acompaña, interpretado por Nelson de la Rosa, individuo que en 1990 obtuvo el certificado del “Libro Guiness de los records” que le acreditaba como el hombre más pequeño del mundo gracias a sus setenta y dos centímetros de estatura.

El personaje de Moreau adquiere en esta última adaptación un cariz más cercano al mad doctor clásico que a la representación que, por ejemplo, hizo de él Burt Lancaster en la versión dirigida por Don Taylor en 1977, donde el doctor era plasmado como un científico comprometido con su ilusión, reconociendo –como ya lo hizo el doctor Frankenstein– que la moral imperante no es más que un obstáculo, una barrera a superar por el progreso científico. El guión original de Richard Stanley –que comenzó a rodar la película también como director, hasta ser despedido cuatro días después de iniciada la producción y sustituido por John Frankenheimer– fue reescrito por Ron Hutchinson a instancias del propio Frankenheimer. Es a partir de esta reescritura donde el Moreau encarnado por Brando ofrece un registro de pocos matices conceptuales, sustentándose casi exclusivamente en una aptitud un tanto lunática que tampoco termina de justificarse bien y que se entiende únicamente como un intento del guionista de aportar novedad a lo ya visto hasta el momento. Aun así, Marlon Brando llena la pantalla como pocos actores han sido capaces de hacerlo con la única ayuda de su presencia ante la cámara (y no lo digo por la estimable anchura de su fisonomía).

Menos empaque demuestran sus otros dos compañeros de reparto masculino, especialmente David Thewlis, que da vida al naufrago Douglas; personaje que debía ser el enlace directo entre el espectador y la historia, con quien deberíamos identificarnos, pero cuya escasa consistencia y profundidad no ayuda precisamente a ello; cosa que sí consiguió Michael York en la versión de 1977, más equilibrada y con las ideas más claras que la película de Frankenheimer. El personaje de Montgomery, el indolente asistente de Moreau, lo interpreta un Val Kilmer que en el clímax final sufre un ataque de locura, cuyo origen no sabemos muy bien de donde procede; aunque el conocimiento previo de la historia nos haga intuir que es consecuencia de la insensibilidad a la que le ha llevado ser testigo de todas las horribles cosas vividas durante sus años junto al doctor. Un Montgomery que termina emulando el papel de Martin Sheen en “Apocalipsis Now” (Apocalypse Now, 1979) de Francis Ford Coppola, donde éste tomaba el relevo del coronel Kurtz que –como a Moreau– interpretaba Brando. La ardiente sensualidad que desbordaba Barbara Carrera en la versión dirigida en 1977 por Don Taylor se abandona por la menos sugerente actriz Fairuza Balk, ésta con una transformación final mucho más explícita y progresiva, por lo tanto carente de la virtud de generar inquietud; recordemos que la transformación de Barbara Carrera se intuía tan sólo en un único y fugaz plano.

El recurrente escamoteo a nuestra vista de la imagen de las criaturas creadas por Moreau –que tan buen elemento de intriga aportó en anteriores versiones–, aquí es despreciado junto con parte de su potencial dramático. No pasan muchos minutos hasta que se pone ante nuestros ojos a los siniestros y torturados seres creados por Moreau. Es más, se aprovechan los adelantos técnicos digitales para crear algunos planos que, por obvios, desmantelan totalmente el efecto sense of wonder que los maquillajes tradicionales (en los que aquí participó Stan Winston) siempre consiguen mantener, pese a sus limitaciones.

Siempre me resultó muy atractiva y sugerente dentro de la historia que cuenta “La isla del doctor Moreau” –tanto en su original literario como en sus diversas adaptaciones al cine– esa situación argumental que provoca que las instalaciones cercadas donde Moreau tiene sus dominios se perciban como una isla de “relativa” seguridad en comparación con los amenazadores terrenos exteriores. Y eso pese a la férrea disciplina aplicada por el científico sobre sus súbditos, que les obliga a rechazar cualquier mínimo comportamiento que suponga para las humanizadas criaturas una regresión hasta su antiguo estado animal. Un estado animal que implica la libertad del sujeto, el rechazo del aborregamiento normalizado por perversas leyes. Ese espacio fuera de la empalizada supone un amenazador marco donde desarrollar la rebeldía, la autoafirmación del individuo ajeno a determinismos culturales, la lucha contra la frustración provocada por la castración de los instintos más naturales (y primarios). Esa demarcación de fronteras físicas con componente simbólico –que, con otro sentido, tan apropiadamente quedó reflejado en el “King Kong” (King Kong, 1932) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper– tiene un papel que, de nuevo en esta versión de Frankenheimer, se ve minusvalorado, perdiendo parte de su carácter amenazador.         

En definitiva, Frankenheimer, a través del guión final de Hutchinson, quiso dar un tono crítico más acentuado e irreverente a la película, patente en ciertos detalles, algunos ya comentados; novedad que da atractivo a esta quinta adaptación por su originalidad, pero que rebaja la eficacia de la película como estandarte del cuestionamiento de algunos temas de interés universal que la novela de Wells pone en el punto de mira. En el inicio de la cinta, la lucha brutal que los tres supervivientes del naufragio mantienen en la balsa para hacerse con las últimas gotas de agua –que la voz en off de Douglas se encarga de subrayar– da buenas vibraciones respecto a la novedad de la propuesta. Sin embargo, esta se desinfla a través de unos actores que no dibujan bien sus personajes, que por conocidos (sus roles) todos sabemos lo que debemos esperar de ellos. Val Kilmer –que al igual que Ron Perlman, éste en el papel de recitador de la ley, aceptó participar en la película por el placer de trabajar al lado de un mito viviente como Brando– moderniza el Montgomery visto hasta la fecha, introduciendo un look hippie al que sólo le falta exhibir algún porro de dimensiones astronómicas. Dicho esto, se intuye en el conjunto una interesante promesa de renovar la base de la novela; desgraciadamente, todo queda en un intento fallido que nos hará esperar la próxima adaptación cinematográfica que, sin lugar a dudas, algún día llegará. 

(Publicado originalmente en la revista "SCIFIWORLD MAGAZINE") 

Juan Andrés Pedrero Santos

jueves, 24 de mayo de 2012

"CONTRA EL TIEMPO" (2012, José Manuel Serrano Cueto)



José Manuel Serrano Cueto ha dirigido un documental titulado “Contra el tiempo”, pero que también podía haberse llamado “Contra viento y marea”. Y es que el empeño y el esfuerzo de todo el equipo técnico, con José Manuel y el productor Carlos Taillefer (Utopía Films, S.L.) a la cabeza, es el único responsable de que finalmente el documental exista, por lejos que esté de lo que debiera haber sido si se hubiera acercado más a lo que prometía el proyecto original. La falta de una financiación adecuada –la crisis y lo que no es la crisis– lastró parcialmente las ilusiones de todos los que han contribuido a su creación, que finalmente han tenido que optimizar los recursos y los esfuerzos para adecuarse a las limitaciones que se encontraron por el camino. Por desgracia el cine es un arte que cuesta mucho dinero, y solo con talento y buenas ideas no se rellenan los fotogramas; más aun si, como buscaban sus creadores, lo que se pretendía era realizar un producto de calidad, tanto interna como formal. Así, aunque se esperaban unas más variadas y lejanas localizaciones –incluso se pensó en entrevistar a Clint Eastwood para que hablara de sus tiempos en Almería, Colmenar Viejo y Hoyo de Manzanares, entre otros lugares de la geografía hispánica que sirvieron de falso oeste americano durante parte de los años sesenta y setenta–, todo tuvo que reducirse a un número de entrevistas que se cuentan con poco más que los dedos de una mano.

El objeto del documental es acercar la mirada al recuerdo y a la experiencia de algunos de aquellos actores españoles que disfrutaron del pequeño y fugaz paraíso que supuso aquel tiempo de las coproducciones de género (western, terror, thriller) que tanto lustre dieron a la ¿industria? del cine nacional, donde se consiguió que técnicos y actores patrios se codearan con eminentes estrellas internacionales y con algunos directores que luego iban a convertirse en mítos (con Sergio Leone a la cabeza). La gran mayoría de los actores a los que Serrano Cueto dedica algún fragmento (que son Ricardo Palacios, Antonio Mayans, Fernando García Rimada, Lone Fleming, Mabel Escaño, Carlos Bravo y Aldo Sambrell) son absolutamente desconocidos para el gran público. Pero Serrano Cueto no busca el que sean reconocidos ni recordados. No es ese el objetivo. Lo que se busca es casi una representación abstracta de lo que significa la memoria, el recuerdo, de unos tiempos más felices que no volverán. Es más un retrato humano que cinematográfico; en realidad no importan quienes sean esos rostros que hablan del pasado, sino que lo que debe trascender es la materialización en imágenes de un sentir y de unas vivencias ya difuminadas, sino olvidadas, por el paso del tiempo, amplificadas o reducidas –según el caso, la modestia y la suerte posterior del entrevistado–.

Como sucedía en esa obra maestra del documental que es “El desencanto” (1976), de Jaime Chávarri, donde se evoca con agudeza y crudeza la figura de los miembros de la familia del poeta Leopoldo Panero –Serrano Cueto en menor medida, dada la modestia obligada de su trabajo–, es el tiempo el verdadero protagonista. Es también la implacabilidad de su paso, de lo que significa de evolución (o involución) en la vida de una persona, es ese recorrer las arrugas producidas por el cansancio, por la vejez o la tristeza de todos aquellos que un día vivieron un sueño, y que pasados los días, las semanas, los meses y los años -en el mejor de los casos- cambiaron ese sueño por otro; si no lo tornaron en pesadilla. Son todos los que están, pero no están todos los que son; muchos de ellos aun más olvidados. En honor a ellos también debe considerarse un tributo.       

Emotivo, sereno y clarificador documental (muy bien acompañado de una pertinente música de Dolores Serrano Cueto) que mereció más apoyos y mejor suerte; aunque -aludiendo también al tiempo- tiene toda una vida por delante. Ahí está, véanlo allí donde puedan. No lo lamentarán.

Juan Andrés Pedrero Santos

martes, 15 de mayo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 50 (Record absoluto en las revistas españolas dedicadas al fantástico)


La revista SCIFIWORLD MAGAZINE llega, por fin, a su número 50. Se trata de todo un acontecimiento, pues se convierte así en la revista más longeva de todas las que han visto la luz en nuestro país. Gracias al esfuerzo de todos los que hemos colaborado a lo largo de estos años y al cariño que hemos vertido en sus páginas hemos logrado este hito. Por la parte que me toca me felicito (nunca hubiera pensado hace 5 años que habría tenido el placer de formar parte de esta maravilla que todos los meses podemos ver en el quiosco). Felicidades también a todos mis compañeros, pues gracias al empeño de todos lo hemos logrado. Ahora a esperar el número 100¡¡¡¡

Mi contribución de este mes es un artículo en la sección "La máquina del tiempo" dedicado a una película malísima: "EL HEREJE (EXORCISTA II)", de John Boorman.

miércoles, 2 de mayo de 2012

"HENRY, RETRATO DE UN ASESINO" (1986)


1986 fue un año que, en términos generales, no representó nada especial para el cine de terror moderno. Ya quedaban lejos los aportes revolucionarios que significaron “La semilla del diablo” (Rosemary´s Baby, 1968), de Roman Polanski, y “La noche de los muertos vivientes” (Night of the Livig Dead, 1968), de George A. Romero; Wes Craven ya había iniciado algo antes su saga dedicada a Freddy Krueger con “Pesadilla en Elm Street” (A Nightmare on Elm Street, 1984), e incluso hacía mucho más tiempo que se habían sentado las bases de la época dorada del slasher con “La noche de Halloween” (Halloween, 1978), de John Carpenter, y “Viernes 13” (Friday the 13th, 1980), de Sean S. Cunningham; esta última estrenando por aquel 1986 la que iba a ser, nada menos, que su sexta parte.

1.- La referencia anterior a la cinta que completaba la media docena de entregas de la saga dedicada al psychokiller Jason Voorhees –“Viernes 13 VI: Jason vive” (Jason Lives: Friday the 13th Part VI, 1986), de Tom McLoughlin– es más que suficiente como indicación precisa del camino –en exceso redundante– que llevaba en aquel momento el subgénero consagrado al asesino en serie. A esas alturas todos los incondicionales del género jaleábamos cada uno de los asesinatos del tarado serial killer de turno, convirtiendo los patios de butacas en toda una fiesta de desparrame y complicidad. Se trataba de presenciar hechos violentos (muy violentos) que ya eran tomados a broma por el respetable, pues el abuso y la invasión de similares propuestas que habían sufrido las salas de cine en esa década no podía inspirar cosa diferente en el público más asiduo a tales carnicerías; al menos desde un punto de vista saludable.

Visto así el contexto, “Henry, retrato de un asesino” es una película extemporánea –mucho más si sabemos que los problemas con la censura la relegaron a un estreno tardío en 1990–, pues lejos de encontrar acomodo entre sus coetáneas, está más cerca de “La matanza de Texas” (The Texas Chain Shaw Massacre, 1974), de Tobe Hooper, de “La última casa a la izquierda” (The Last House on the Left, 1972), de Wes Craven,  de “La violencia del sexo” (Day of the Woman, 1978), de Meir Zarchi, o de muchas otras representantes de ese subgénero más específico denominado rape and revenge, donde la violencia es cruda, desagradable y de ninguna manera inspira precisamente jolgorio entre el público; al menos cuando es la víctima de turno quien la recibe, no tanto en sentido inverso, cuando son los delincuentes quienes la sufren después.

El concepto que representa “Henry, retrato de un asesino” e incluso su factura formal la hacen estar muy unida a todo ese cine trasgresor de los años setenta, debiendo reconocerse como inusual dentro del paisaje del cine de terror en el que surge –el cine más ochentero–, donde había existido una línea de evolución precisamente a partir de esa particular revolución de los setenta, ya en franca decadencia al haber dejado paso a propuestas menos agresivas y más amables, si se quiere expresar así.

2.- Atmosféricamente hablando, no se le puede negar a “Henry, retrato de un asesino” una vinculación con “Taxi Driver” (Taxi Driver, 1976), de Martin Scorsese; otro exponente preciso de la revolución que sufrió el cine americano en esa década, en este caso desde fuera del género de terror y con claras influencias del cine europeo –habitualmente más independiente y contemplativo que el cine de Hollywood–, aunque no por ello menos innovador. Tanto la película de McNaughton como la de Scorsese comparten cierta poética decadente de la nocturnidad, donde lo que es vida durante el día adquiere tintes de pesadilla en esas horas en que la vigilia se convierte en un atributo de seres desplazados y siniestros; cazadores y presas que vagabundean por las calles de los núcleos urbanos, esos ejes del mal, residencias de los desechos que una sociedad disfuncional vierte en sus propias calles, cual residuos en la cloaca. Como las cucarachas, la escoria sale cuando cae el sol para rebozarse entre la mierda, sintiéndose ajena a cualquier mirada de reproche, impune ante la deserción momentánea de la vida de la que disfrutan quienes utilizan la noche para dar un descanso supuestamente reparador a sus cuerpos y a sus almas.

Henry (Michael Rooker) y Travis Bickle (Robert de Niro) tienen las mismas motivaciones –aunque de raíz distinta–. Sólo el segundo tiene todavía un pie puesto en el orden social; aun es consciente de la estructura a la que pertenece y, aunque en el límite, trata todavía de buscar su sitio, sintiéndose una especie de justiciero. En cambio, el primero ha perdido todo vínculo con la civilización, responde únicamente a su instinto de matar de forma indiscriminada y gratuita, es un verdugo, una bestia salvaje, un depredador carente de cualquiera de las cualidades que hacen del hombre algo distinto a un animal, carente de todo aquello que lo diferencia de las alimañas más feroces. Henry vivió el horror ya durante la infancia, huérfano del cariño de unos padres que habían andado previamente el camino de corrupción moral en el que se encuentra él ahora. Ni siquiera Henry está en un período de evolución negativo, de regresión o degradación, sino que está plenamente instalado en una especie de mundo paralelo, donde él impone las reglas a quienes terminarán siendo sus víctimas; la primera de ellas su propia madre. Travis, por el contrario, perdió la fe en la humanidad asistiendo a la barbarie que fue la guerra de Vietnam.      

3.- Llegamos aquí al punto de hablar de concretas formas de representación de la violencia –las más extremas–, de su verdadero significado y de la justificación que podemos encontrar, como espectadores o como ciudadanos en general, a aquellos límites hasta donde los cineastas han sido hasta el momento capaz de llegar. Relativo a este particular, “Henry, retrato de un asesino” no es más que una semillita que tardaría en extender su ámbito de influencia, y cuyo alcance se verá en el futuro superado hasta límites insospechados. Ese límite hoy por hoy está marcado por “A Serbian Film” (Srpski film, 2010), de Srdjan Spasojevic, -esta vez sí difícilmente superable- película que precisamente llevó a la opinión pública el debate sobre la conveniencia o no de tolerar ese tipo de productos, llegándose incluso a cuestionar la legalidad o ilegalidad de su existencia y de su exhibición desde un punto de vista jurídico. Polémica que atrajo hasta límites estúpidos y grotescos la opinión que de ella tenían (y tienen) ciertas instituciones y personas –claramente sin haberla visto–, desembocando todo en la apertura de un proceso legal contra el director del Festival de Sitges –Ángel Sala– con la única excusa de hacerle responsable de su exhibición. Todo lo cual pone en entredicho la libertad de expresión de la que se supone que disfrutamos en el mundo occidental, además de hacernos cuestionar –lo que es peor aun– la inteligencia de muchas de las personas a las que, por su posición social o estatus dentro de determinadas instituciones, se les supone un nivel cultural y una capacidad de raciocinio de una cierta excelencia, habiendo demostrado no estar a la altura de las circunstancias con sus opiniones y comportamientos, incapaces según parece de diferenciar la ficción de la realidad, así como de interpretar las verdaderas intenciones implícitas en el discurso de una película.

4.- Lo que consigue “Henry, retrato de un asesino”, obviando los ejemplos precedentes o posteriores ya citados, es lo que Michael Haneke repetía de forma más cruda con su “Funny Games (juegos divertidos)” (Funny Games, 1997), luego rehecha dentro del cine americano diez años más tarde, cuando ya era una realidad la institucionalización del torture porn como subgénero cinematográfico. La ficción se desnuda del recurso de la dramatización hasta el límite de lo imprescindible, adoptando un punto de vista supuestamente neutro, de puro voyeurismo; lo que no deja de ser igualmente un recurso dramático, aunque invisible y mucho más sofisticado, y por ello tremendamente tramposo en el buen sentido del término, pero tan eficaz como perturbador. Desde el distanciamiento que ofrece esa forma de representarlas, las escenas más cruentas se ven aligeradas de su carga de ficción para acercar su visualización a una experiencia más real y desagradable. El espectador se siente incapaz de esconderse tras la apariencia de asistir a una historia contada, sintiéndola en cambio como una historia vivida en primera persona. En el caso de “Henry, retrato de un asesino”, esto es mucho más intenso en la escena grabada en video por los personajes protagonistas, que recuerda al modus operandi de la pareja de criminales rusos del thriller “15 minutos” (15 Minutes, 2001), de John Herzfeld; un recurso que se adelanta a esa forma de narrar que tras “El proyecto de la bruja de Blair” (The Blair Witch Project, 1999), de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se pondría tardíamente de moda con ejemplos tan impactantes como “[Rec]” (2007), de Paco Plaza y Jaume Balagueró, “Paranormal Activity” (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli o “Monstruoso” (Cloverfield, 2008), de Matt Reeves, por citar algunos, y de la que ya se viene abusando un tanto, pues en los peores casos –entre los que no se encuentra ninguno de los anteriores– ya ha pasado a convertirse en una pose gratuita e incluso molesta más que en un recurso estilístico.

La factura formal tosca y cromáticamente tan opresiva como sórdida que McNaughton proporciona a esta su primera película –antes había dirigido el documental “Dealers in Death” (1984), un repaso a la lista de delincuentes célebres de América en la década de los treinta– tiene su origen más en las limitaciones presupuestarias que en una intención consciente. Por el mismo motivo no hay grandes escenas con efectos especiales, ni siquiera modestos; toda la narración es muy sobria, y muchos de los asesinatos se muestran ya no en off sino directamente mediante una suerte de flashbacks a modo de insertos inertes, casi subliminales por la brevedad de su exposición, que van formando veladamente el siniestro currículo de Henry. Personaje al que interpreta un Michael Rooker en su también primer trabajo para el cine; con seguridad una de las mejores actuaciones de su carrera, donde saca todo el partido posible a su apostura ruda y a su rostro primario.

5.- Aunque en un entorno urbano, “Henry, retrato de un asesino” también se aprovecha de todos esos elementos que habitualmente se atribuyen a la América rural más profunda –como se suele decir–, donde siempre esperamos encontrar la brutalidad entre los miembros de una familia, el incesto, la violencia sexual, una falta de instrucción que raya la animalidad y la inexistencia de respeto por la vida ajena. Es una especie de retrato subliminal del hombre de las cavernas, ajeno a costumbres,  hábitos sociales  o normas de vida en comunidad; donde lo que prima es la satisfacción del instinto propio –de cualquier instinto–, por encima de toda otra consideración; además sin ningún tipo de excusa explicita  o posibilidad de remordimiento. Desde un punto de vista sociológico, tendría cabida interpretar al personaje como la regresión que es capaz de sufrir un ser humano para llevar a cabo todas esas barbaridades en las que es posible participar dentro de un contexto bélico, donde parece que se experimenta una especie de suspensión de la civilización que deja campo libre para cualquier comportamiento anómalo, amoral y censurable; un espacio donde –como si se tratara de un ambiente experimental, de laboratorio–, se sumergiera al individuo en una dimensión ajena a la sociedad, entendida ésta en su más amplio significado. Situación a causa de la cual, experimentada realmente por el interesado o asimilada como propia, tantos perturbados ha dado a la historia, sobre todo, de los Estados Unidos.

En 1996 Chuck Parello dirigía una secuela –direct to video en España– titulada “Henry, retrato de un asesino 2" (Henry: Portrait of a Serial Killer, Part 2).

Juan Andrés Pedrero Santos

(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)

domingo, 15 de abril de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 49, mayo 2012

Ya mismito está a la venta el nº 49 de SCIFIWORLD MAGAZINE, un número de lo más surtido. Mi contribución: un artículo dedicado a la película de Larry Cohen titulada LA SERPIENTE VOLADORA (Q, 1982), como siempre en la sección "La máquina del tiempo".

viernes, 9 de marzo de 2012

"SCIFIWORLD MAGAZINE" Nº 48, abril 2012


Nuevo diseño para la revista SCIFIWORLD MAGAZINE en su número 48 (ya queda poco para la media centena). El mismo tamaño pero una maquetación y estilo más moderno. En este número mi contribución en la sección "La máquina del tiempo" es un artículo dedicado a la película de Joe Dante "AULLIDOS" (THE HOWLING, 1980).