Ya está en las librerias una fantástica (nunca mejor dicho) primera parte de esta antología en 2 volúmenes en la que he participado junto a un montón de colegas y amigos. Un trabajo muy importante el de todos que estimo de referencia.
Un blog de Juan Andrés Pedrero Santos donde hablar sobre cine y otras cosas.
martes, 6 de octubre de 2015
viernes, 28 de agosto de 2015
MISS MUERTE (1965, Jesús Franco).
Situada
justo en la mitad de la primera etapa profesional del ínclito Jesús Franco, la
cual podemos acotar entre 1959 y 1970, la coproducción hispano-francesa Miss
muerte (Dans les griffes du
maniaque, 1965), poseedora de un nivel de depuración formal no ajena al
mantenimiento y reafirmación del estilo del cineasta –valga indicar que estilo
a veces no es sinónimo de virtud–, tiene todo aquello que atesoran sus mejores
películas y, por fortuna, anda escasa de casi todo lo que convierte en
infumable buena parte de su filmografía; se trata de un cineasta sobrevalorado
por algunos sectores de aficionados, más propensos a poner el ojo en actitudes
y aptitudes ajenas al hecho propiamente cinematográfico. Algo que, por otro
lado, el mismo director se ha encargado de fomentar realizando bodrios
increíbles, no se sabe bien con qué interés –hay ciertas cosas que no disculpa
un presupuesto paupérrimo–, si bien debe entenderse como un estigma muy
vinculado a su particular carácter, a la intención última de su cine y a sus
prioridades vitales, cuando sobradamente ha demostrado que tiene talento y es
muy capaz de hacer películas interesantes y formalmente impecables. El número
de filmes dirigidos por Franco está en torno a los doscientos, unos cincuenta
más que John Ford; pero, me temo que Jesús Franco no es John Ford. Ante esto,
el conocimiento exhaustivo de su filmografía se convierte en una tarea ardua y
con toda seguridad penosa. Tal abundancia, por otro lado, supone que el puntual
conocimiento de sus cintas más renombradas, para bien o para mal, autoriza, con
un nivel de criterio entiendo que suficiente, para emitir un juicio
extrapolable al todo sin mucho margen de error, a la vez que orienta en
relación a la aprehensión de su evolución (o más bien involución) profesional y
a la asimilación de las claves de tan larguísima e inagotable carrera
cinematográfica.
Miss
muerte se sitúa,
pues, a medio camino entre la singular Gritos en la noche (L´horrible dr. Orloff, 1961) –que a ojos
de casi todos inaugura el género de terror en nuestro país, pese a su evidente
condición de thriller– y la elegante,
abstracta, todavía valiosa y a solo un paso del disparate Las vampiras (Vampiros lesbos, 1970), todo un
monumento a su musa Soledad Miranda. Sería poco después cuando Franco daba ese
paso temerario y definitivo que le faltaba aun para saltar hacia el abismo;
cosa que –según se intuye– tanto parecía desear, como parte del anhelo personal
de manifestar su libertad a toda costa y de su interés innato por la
provocación. Ese salto al vacío, y sin red, se materializa en la increíble y descacharrante
–hay que verla para creerla– Drácula contra Frankenstein (Dracula prisonnier de Frankenstein,
1971) –primera película que recuerdo con claridad, y no poco estupor, haber
visto en una sala de cine a mis tan solo cinco o seis años de edad–, para, seguidamente,
estrellarse con resultado fatal gracias a la abominable La maldición de Frankenstein
(Les expériences érotiques de
Frankenstein, 1971), cuyo título en francés, más arriesgado que el español,
hace ya temer lo peor de lo peor. A partir de ahí el despelote –nunca mejor
dicho– fue total.
La
relación autor-espectador entre Franco y un servidor detenta igualmente otro
hito en la historia de mi personal cinefilia, por supuesto no tan importante como
aquel bautismo previo, y, además, infrecuentemente repetido en mi caso. Es
entonces sobre uno de sus filmes donde recae el dudoso honor de ser el primero
que consiguió hacerme abandonar prematuramente una sala de cine –antes de
terminar la proyección, se entiende–, algo que únicamente he vuelto a experimentar
un par de veces más en mi ya relativamente larga existencia, si la memoria no
me falla. La película capaz de tamaña afrenta a mi incombustible y precoz
afición fue, creo, El tesoro de la diosa blanca (Les diamants du Kilimanjaro, 1983), evento que debo reconocer basa
su recuerdo en una mixtura, no del todo sostenible en cuanto a su certeza, entre
la remenbranza neblinosa de un hecho pasado y la intuición positiva respecto a
la realidad de tal acontecimiento. La autoría que ostenta su filmografía, algo
incuestionable, atesora en cualquier caso una frecuente y extraña poesía –no se
me ocurre otro modo de denominarla, muy a mi pesar–, para nada incompatible con
la cualidad de producto infecto de muchas de sus propuestas. No es el caso de Miss
muerte, entre lo mejor de su autor.
De
bastante parecido argumental –en sus líneas básicas– con Gritos en la noche, donde
el motivo de los crímenes del doctor Orloff (Howard Vernon) era abastecerse de
piel de jóvenes muchachas con el fin de practicar implantes en el desfigurado
rostro de su hija –lo que ya era una referencia directa a Los ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960, Georges
Franju)–, aquí, por el contrario, cambia el género del personaje protagonista.
Algo que ya de entrada la convierte en una película de mirada muy femenina. La
argentina Mabel Karr interpreta a Irma Zimmer, hija del doctor Zimmer –quien
evoca a otros mad doctors previos, como
Strangelove, Mabuse o el Dr. Frankenstein–, que tras ver fallecer a su padre, incapaz
de soportar éste la mofa y la humillación recibida de manos de sus colegas en
un congreso científico, promete a su progenitor continuar fielmente con sus
experimentos. Estos, entregados a localizar el lugar del cerebro que controla
el bien y el mal, una vez ya había sido obtenido cierto éxito con animales, acababan
de inaugurar las pruebas con humanos. Un sádico condenado a muerte que logra
escapar de un penal cercano al hogar del invalido científico –se mueve en una
silla de ruedas–, donde tiene la mala fortuna de recalar, será su primer
conejillo de indias. La trama, a partir de ahí, seguirá los crímenes perpetrados
por Irma con el fin de continuar la serie de experimentos, no sin que se crucen
por el camino tensiones sexuales tanto de signo heterosexual como lésbico y,
por supuesto, un sentimiento de venganza que le llevará a asesinar a las tres
eminencias científicas que comandaron la crítica hacia el trabajo de su padre.
Algo
en lo que siempre destacó Franco, al menos antes de su dedicación casi
exclusiva al cine erótico y pornográfico –faceta sobre la que no puedo opinar
por mi total desconocimiento; qué le vamos a hacer, uno es así de estrecho–,
fue en la elección de sus actrices, algunas de las cuales sobresalían por su
elegancia aparentemente natural, su sofisticada belleza y, como no, por su
capacidad de transmitir un morbo muy especial. En esa liga juegan la ya citada
Mabel Karr y Estella Blain; sobre todo la segunda, que por su papel como
artista de cabaret cuenta con más opciones para exhibir sus encantos; en esa
misma línea Franco trabajó con Diana Lorys y, especialmente, con la recordada
Soledad Miranda. Otro tipo de mujer, algo más excesiva, también fue siempre
requerida por el cineasta; en su caso más sexual que sensual, de rasgos más
duros y con otro tipo de atractivo, como fueron Rosanna Yanni, Kali Hansa,
Britt Nichols, Maria Röhm, Rosalba Neri o Janine Reynaud; a estas y a las
anteriores sentándoles muy bien los looks
de los años sesenta y setenta.
Miss
muerte cuenta con
ideas y momentos muy sugerentes que enriquecen una trama poco original, cuyo
interés reside, sobre todo, en el apartado plástico, dotado como está de bellos
y trabajados encuadres que reflejan un esforzado trabajo de planificación e
iluminación –Alejandro Ulloa es su director de fotografía–, sin olvidar la
segunda lectura del quehacer de algún personaje. Destaca, desde este último punto
de vista, la encubierta presencia del elemento lésbico focalizado en el
personaje de Irma –tan recurrente luego en el cine más desenfadado de Franco–.
Tras la muerte de su padre, Irma acompaña a su amigo Philippe (Fernando Montes)
a un cabaret donde distraer su pena. Allí contemplarán la sensual actuación de
Nadia (Estella Blain), quien vestida con una ajustada malla decorada con
motivos arácnidos, a juego con el escenario, practica un baile de seducción
hacia la figura de un maniquí, un hombre objeto en toda regla. Durante el
espectáculo, la mirada de Irma es sorprendida en su expresión con algo parecido
al deseo, y no hacia su compañero de mesa, sino hacia la bailarina a la que
luego tratará de dominar. Al término de la velada, Philippe acompañará a Irma
hasta su apartamento, a la puerta del cual él intentará un beso furtivo que Irma,
algo airada, sortea ladeando la cara ligeramente. Cuando aun Philippe no ha
abandonado el rellano, Irma entreabre la puerta de su domicilio para vislumbrar
entre las sombras la presencia de la solitaria silla de ruedas de su padre. Esa
visión le hace recular, volverse hacia Philippe e invitarle a pasar al
interior, donde suponemos pasa lo que tiene que pasar. Ese comportamiento,
aparte de expresar el lógico y doloroso recuerdo de su padre recientemente
fallecido, quizás simboliza igualmente ese sentimiento lésbico que Irma se
esfuerza en reprimir, y por lo tanto asimilable a una suerte de castración que
bien pudiera venir representada por la presencia de la silla de ruedas como
símbolo inequívoco. Más adelante, cuando recoge a una bella autoestopista,
parece mediar cierta atracción entre ambas, sobre todo cuando deciden bañarse
juntas en un lago que encuentran a su paso. El argumento lleva a Irma a asesinar
a la chica atropellándola, para luego introducir el cadáver en el coche,
prenderle fuego y tirar el vehículo al lago, todo con objeto de aparentar su
propia muerte, desapareciendo de ese modo de cara a terceros y disponiendo así de
mayor impunidad para continuar con los experimentos que inició su padre. La
lógica del incidente no impide que, yendo un poco más allá, podamos también interpretar
la escena como otra acción represora de su propia sexualidad, a la que castiga
eliminando a quien en ese momento es su objeto de deseo. Más insistencia se
debe hacer en afirmar esa presencia velada de la homosexualidad femenina cuando
presenciamos como Irma inmoviliza a las chicas que caen en sus redes con una
especie de robot (aunque consista en tan solo dos largos brazos metálicos y articulados,
cuyo acabado pulp canta a plástico
una barbaridad, aun más risible que aquellos que surtían al cine americano de
ciencia ficción de los años cincuenta), situando a sus víctimas de espaldas a
ella, dispuestas para una sodomización virtual que Irma ejecuta al introducirles
con parsimonia una especie de estilete en la nuca, a través del cual será
conducida la corriente eléctrica que las postrará a sus pies; toda una
penetración en clave metafórica. La relación entre Irma (Karr) y Nadia (Blain)
tiene otro momento no exento de chufla –adelanto también de otro de los talentos más característicos de Franco
en el conjunto de su filmografía– cuando la vengativa científica se vale de una
silla y de un palo para acorralar a una Nadia rugiente y de afiladas uñas, tal
cual la imagen canónica de domador y fiera respectivamente.
Aunque
no debiera dársele mayor importancia, no es oro todo lo que reluce. La ya
mentada excelencia formal conseguida por Franco en Miss muerte –rayana con
la sofisticación–, deja, sin embargo, huecos donde intuir que la querencia por
la chapuza, a la que luego dedicó parte de su carrera, no fue un cambio
sorpresivo de tendencia, sino la liberación de un vicio que ya existía, acaso
latente. Estoy hablando de la utilización de sonidos enlatados, repetidos de
forma impúdica unos (los truenos durante la escena de la fuga del penal) y
demostrando un desprecio por el detalle otros (se utiliza el aullido de un lobo
para ilustrar la imagen de un zorro y el chillido de un chimpancé para hacer lo
propio con un babuino en el laboratorio de Zimmer); detalles (o falta de ellos)
que para nada tienen que ver con la escasez de medios, sino con la falta de
interés por la verosimilitud y la complacencia con el destajismo que
practicaría luego el tío Jess sin
ambages y no tardando mucho.
Juan Andrés Pedrero Santos
(Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
martes, 28 de julio de 2015
EN SEPTIEMBRE: "CINE FANTÁSTICO Y DE TERROR ESPAÑOL"
A partir de septiembre verá la luz el primer volumen de un librito que hemos escrito entre unos cuantos amigos,
compañeros y apasionados por el cine fantástico. Del texto de la
contraportada: "El libro que el lector sostiene entre sus manos pretende
dar cuenta de las particularidades concretas de una amplia selección de
largometrajes pertenecientes al cine fantástico y de terror español con
el objeto de reflejar las tensiones y contradicciones presentes en el
seno de una producción de capital importancia para la industria fílmica
española y el legado cultural de nuestro país. Al mismo tiempo, se
aspira a dilucidar cuáles han sido las aportaciones de la cinematografía
española al imaginario y la poética fantástica universal. Para ello,
más de cuarenta autores examinan más de trescientos cincuenta títulos
representativos de nuestro cine fantástico y de terror de manera
individual, ubicando cada obra en su contexto histórico y pronunciándose
sobre su valor artístico. Este volumen inicial abarca desde 1912 a
1983, fecha de irrupción de la conocida como “Ley Miró”. El segundo
volumen comenzará a partir de 1984 y finalizará en 2015." Autores: José
Abad, Manuel Aguilar, Roberto Alcover Oti, Ramón Alfonso, Gerard Alonso i
Cassadó, Daniel Ausente, Carlos Benítez Serrano, Óscar Brox, Gerard
Casau, Juan Manuel Corral, Carlos A. Cuéllar Alejandro, Carlos Díaz
Maroto, José Ángel de Dios, Albert Galera, Roberto García-Ochoa Peces,
Sergi Grau, Pablo Herranz, Rubén Higueras Flores, Montserrat Hormigos
Vaquero, Diego L., Ramón Monedero, José Francisco Montero, Carlos
Morcillo Mira, Marco Antonio Núñez Cantos, Rubén Pajarón Pereira, David
G. Panadero, Israel Paredes Badía, Pilar Pedraza, Luis Pérez Ochando,
Juan Andrés Pedrero Santos, David Pizarro, Javier Pulido, Hilario J.
Rodríguez, Javier G. Romero, Montse Rovira Centellas, Ángel Sala, Diego
Salgado, José Luis Salvador Estébenez, Adrián Sánchez, Jordi
Sánchez-Navarro, Rubén Sánchez-Trigos, José Manuel Serrano Cueto, Carlos
Tejeda, John Tones, Javier G. Trigales, Joaquín Vallet Rodrigo. (Texto de Rubén Higueras).
domingo, 28 de junio de 2015
ASALTO EN LA COMISARÍA DEL DISTRITO 13 (ASSAULT ON PRECINCT 13, 1976, JOHN CARPENTER)
El histórico
conflicto entre árabes e israelíes por el control de los llamados Territorios
Palestinos derivaba, en 1973, en una contundente respuesta de Siria y Egipto a esa
constante hostilidad mutua entre ambos contendientes. El ataque conjunto de las
dos naciones islámicas era lanzado el 6 de octubre de ese año, iniciándose la
que fue llamada Guerra del Yom Kippur (en alusión a la festividad hebrea que se
celebraba ese día). Tras varios intentos diplomáticos se resolvía la contienda.
Pero el fin de los enfrentamientos armados iba a dejar paso a la utilización de
la economía como arma de guerra. Algunos de los países árabes integrados en la
OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) –Arabia Saudita, Irán,
Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Catar– decidieron intervenir más de lo
que hasta entonces lo hacían en la industria petrolífera, revelándose contra el
control de la compañías norteamericanas y británicas que explotaban sus
yacimientos. En ese contexto los citados miembros de la OPEP redujeron la
producción, incrementaron los precios y limitaron la exportación hacia aquellos
países que apoyaron a Israel en su guerra contra los árabes durante aquel
octubre de 1973.
Con la generosa
ayuda de la nueva coyuntura creada por el abandono del patrón dólar-oro en 1971
y la devaluación de la moneda americana, el descalabro para los principales
países desarrollados fue descomunal, dándose por terminado un período de
relativa prosperidad que venía desde el final de la Segunda Guerra Mundial,
para volver a caer de nuevo en una depresión económica (inflación, desempleo,
reducción de la actividad general) que se extenderá más allá del final de la
década con motivo de esa recaída que supuso la llamada segunda crisis del
petróleo, iniciada en 1979 tras el advenimiento del ayatolá Jomeini y la
posterior Guerra Irán-Irak.
El cine se ha
ocupado con denodado interés de las consecuencias sociales más vistosas
derivadas de la depresión económica ocasionada por la primera crisis del
petróleo, especialmente de la degradación urbana –arquitectónica, social y de
servicios– sufrida en las grandes ciudades de los Estados Unidos (Nueva York,
Los Ángeles,...); y ahí están para demostrarlo cintas como El justiciero de la ciudad
(Death Wish, 1974, Michael Winner), Taxi
Driver (Taxi Driver, 1976,
Martin Scorsese) o las maravillosas Asalto en la comisaría del distrito 13
(Assault on Precinct 13, 1976, John
Carpenter) y Los amos de la noche (The
Warriors, 1978, Walter Hill).
Ese es el
contexto elegido por John Carpenter para dar sustento a éste su segundo
largometraje tras Dark Star [tv: Estrella
oscura; vd: Dark Star (Aluniza como puedas); dvd: Dark Star, 1974]; en este caso un thriller muy especial en virtud de la
inyección de fantasmagoría y el tributo a glorias pasadas (Howard Hawks para
más señas...) al que su director se entrega con entusiasmo y reverencia;
precisamente aquellos elementos de los que carecerá el insípido remake Asalto al distrito 13 (Assault on Precinct 13, 2005,
Jean-François Richet), cuyos responsables parece no entendieron nada, siendo
incapaces de aprehender la particular atmósfera que consigue Mr. Carpenter y la
carga mítica de sus personajes –tanto en su composición como en sus chispeantes
diálogos–, ambas cosas esenciales en su película y que trascienden la mera
anécdota argumental; único lugar común al que accede la cinta de Richet,
demostrando una absoluta miopía y una total falta de sensibilidad y mínima
perspicacia en relación con el verdadero motivo del éxito crítico de la extraordinaria
película que trataban de emular.
Es habitual que
los cineastas comiencen su carrera quemando todas las naves, poniendo el alma en
ese primer logro y definiendo en el mismo aquello que les gustaría les
caracterizará en el futuro; no es el caso de Carpenter con su Dark
Star, pues pese a su convergencia genérica –el fantástico– con lo que
sería la práctica totalidad de su filmografía, quizás fue la en cierto modo
autoría compartida con Dan O´Bannon la causante de diluir en demasía su
responsabilidad sobre la cinta. Infinitamente más representativa del cine de su
autor que su ópera prima, en cambio, Asalto
en la comisaría del distrito 13 tiene absolutamente todo aquello que define
a Carpenter como cineasta, significando por otro lado un salto evolutivo que le
lleva desde los márgenes del underground
hasta una compostura mucho más ortodoxa respecto a los cánones del cine
americano plenamente integrado en la industria –afán que siempre dirigió los
pasos de Carpenter durante su carrera y sincera directriz que no le ahorró, por
otro lado, algunos sobresaltos–. Con todo no sin que se respire cierta falta de
asentamiento en esos estándares anhelados, derivada de la lógica frescura
propia de la inexperiencia, de la falta de presupuesto y, por qué no, de cierta
torpeza –en el mejor y más cariñoso sentido de la expresión–, ésta arraigada en
el interés por la imitación de unas influencias a las que Carpenter nunca iba a
renunciar. Es más, influencias de las que se siente muy orgulloso –cosa que
todos sus incondicionales siempre le agradeceremos– y que se concretan de forma
muy particular en su pasión por el cine de Howard Hawks. «Así, los elementos que
se hicieron recurrentes en la filmografía hawksiana
(la existencia de un grupo humano heterogéneo, a menudo con una mujer fuerte y
decidida incluida, pero siempre con el liderazgo asumido por un individuo de
sólido carácter, hombre de acción, fuerte e inteligente, de alguna manera
superior al resto de sus compañeros por rango, experiencia o carisma; la
cohesión del colectivo frente a una aventura o amenaza externa; la
profesionalidad: el hacer lo que se debe, no lo que se quiere; la sustitución
del romanticismo por una especie de atracción ineludible y franca entre hombre
y mujer; la particular forma de jovial e irónico flirteo entre ambos sexos; la
existencia de un personaje más simpático que humorístico, desdramatizador; la
importancia de la amistad y la lealtad; la camaradería masculina; los diálogos
pretendidamente brillantes, frenéticos y cargados de ironía) son asimilados
como marca de la casa por parte de la obra de Carpenter»[1]; y todo ello, sin excepción alguna, está
incluido en Asalto en la comisaría del distrito 13, a lo que habría que
añadir una partitura de su propia autoría potente y atmosférica como pocas, al
igual que la recurrente fusión de géneros (en este caso el thriller y el habitual en su filmografía western encubierto, condimentada esa mixtura con un liviano pero
decidido toque fantástico que define la película y finalmente termina
identificándola en su singularidad) y el clasicismo formal tras el que
Carpenter, como siempre, esconde su nulo interés por el protagonismo
exhibicionista. El futuro que vendrá después de esta cinta sólo constatará que
en su seno están concentradas todas las constantes temáticas, la querencia por
un tono muy particular y las preocupaciones estilísticas y filosóficas que
componen su autoría. Definitivamente dos cintas icónicas como Río
Bravo (Rio Bravo, 1959,
Howard Hawks) y La noche de los muertos vivientes (Night of the Livind Dead, 1968, George A. Romero) son las
influencias temáticas y conceptuales más reconocibles en Asalto en la comisaría del
distrito 13, constituyendo su presencia, a estos efectos, toda una
declaración de intenciones respecto a lo que Carpenter significa como puente
entre los últimos estertores del clasicismo americano y la revolucionaria
reforma a partir de la cual debiera asumirse el inicio del cine fantástico moderno.
Una cabina de
teléfonos –aislada e iluminada en el centro de un oscuro campo abierto– atrae
el interés de todos los peligros que se encaminan hacia ella surgiendo de entre
las sombras; las calles desiertas y desangeladas, arquitecturas ariscas que no
se integran en un entorno sino que parecen sentirse oprimidas por el mismo; los
fríos colores de una comisaría exenta de ornamento alguno en sus sucias paredes,
cuya vejez parece esconder cientos de historias; la atmosférica y desvaída definición
de la imagen, premonitoria de la pronta llegada de un mal sueño; ese
aparcamiento casi mágico donde los vehículos utilizados como parapeto vuelven
misteriosamente a su lugar, donde los cuerpos de los caídos desaparecen como
por arte de magia; las sombras frenéticas e impersonales de los asaltantes
moviéndose entre los arbustos; traicioneras balas que llegan sin avisar,
disparadas desde armas con silenciador; la desesperación de unos patrulleros
que avisados de tiroteos en la zona no encuentran rastro del mismo durante su
ronda; la quietud de un pasillo en el sótano que, como El Álamo, servirá de
último refugio donde zafarse de un acoso implacable, el sosiego que se
transformará en un infierno; ventanas, puertas y trampillas de las que surgen incombustibles
los acechantes maleantes, dotados de una insistencia y ubicuidad propia de las
cucarachas o de las ratas: todos, paisajes desnudos y decorados minimalistas
que el director registra con su cámara para obligar al espectador a poner toda su
atención sobre los personajes, cuyo carisma diluye el fondo en que se mueven en
una suerte de abstracción fantasmagórica, fruto de una decisión estilística
meditada que determina el conjunto y lo eleva para siempre a los altares.
El fondo urbano
que vemos tras el teniente Bishop (Austin Stoker), mientras éste recorre en
coche el espacio que separa su casa de la comisaría en que prestará un servicio
muy especial –un establecimiento a punto de ser abandonado por traslado–, es el
de un suburbio típico de Los Ángeles –una ciudad con
enclaves estéticamente espantosos, por mucho glamour que inspire su mención–,
con sus sencillas casas blancas de una planta donde (sobre)vive gente humilde, con
porche y jardín trasero –en su caso, un lugar donde amontonar la chatarra más
que un foro de recreo–, separadas unas de otras por polvorientos descampados
invadidos por las malas hierbas, insertas en una hostil (falta de) planificación
urbanística donde basta cruzar la puerta del hogar en dirección a la calle para
encontrarse perdido en medio de la jungla más salvaje, a merced de las fieras.
¡Y qué
personajes! Darwin Joston es el presidiario Napoleon Wilson, precursor de los
Snake Plissken, R. J. MacReady, Jack Burton (los tres Kurt Russell), Jack Crow
(James Woods) o James “Desolation” Williams (Ice Cube) que llenarían poco a
poco de iconos toda la filmografía del director; cada uno de ellos con un matiz
que les personaliza, pero al fin y al cabo variaciones de una misma tipología/mitología.
Un Napoleon Wilson cuya historia pasada terminaremos por no conocer, pese a que
todos los personajes con los que se cruza le manifiestan su curiosidad por el
motivo de su apelativo, a quienes él siempre pide un cigarrillo como justa
contraprestación; un globo sonda que lanza para testear la respuesta de aquel
que tiene delante. Para Wilson, quien, como él mismo dice, ya había perdido
todo su tiempo en el momento de nacer, la aventura en la que participa esa
noche en el interior de la comisaría servirá como un viaje iniciático
espiritual, que no físico, donde su desengaño con el género humano se tornará
en sorpresa y esperanza, donde se sentirá admirado y valorado, incluso deseado;
como muy bien delata su expresión cuando descubre en Bishop la posibilidad de haber
encontrado un futuro y sincero amigo, así
como encuentra en Leigh (Laurie Zimmer) lo más cercano a una posible media
naranja de lo que nunca intuyó en nadie. Por el lado de “los malos”, como no,
destaca ese Frank Doubleday (luego el estremecedor Romero de 1997:
rescate en Nueva York (Escape
from New York, 1981), el glacial asesino de niñas protagonista de una
escena muda que tiene (sólo un) poco que envidiar al sensacional inicio,
también silente, de Río Bravo; personaje extremo y sobreactuado hasta lo grotesco al
que un padre desesperado acabará quitando de en medio, pasando luego el
destrozado progenitor a convertirse, como consecuencia de su justa venganza, en
el Macguffin que encenderá la mecha
de toda la trama. Una motivación –la reparación de la muerte de su hija– que el
espectador conoce bien, pero que nunca el resto de personajes llegará a descubrir.
Pensando que el
motivo del asedio pudiera parecer desproporcionado o ininteligible para el
espectador, Carpenter rodó el prólogo de la película sólo para explicar de
forma más razonable el extremo comportamiento de las bandas callejeras que
asedian la comisaría del distrito nueve[2]
–que no del trece, como sorprendentemente reza el título–. En dicho prólogo los
miembros armados de un gang son
emboscados sin contemplaciones por la policía en lo que no parece sino una
ejecución donde se sustituye con el rostro de los agentes fuera de plano –la
cámara solo registra las manos de los policías efectuando los disparos– a la
clásica capucha del verdugo más canónico. Ese será el verdadero motivo que
despierte el Cholo decretado por los
delincuentes. Pero no todo es desesperación, también hay un espacio para la
aventura antes del episodio final; y ese porte aventurero lo define
perfectamente la secuencia que, una vez iniciado el ataque y ya con todos los
defensores bien armados, Carpenter edita de forma frenética –acreditado como John T. Chance, el mismo
nombre del personaje al que da vida John Wayne en Río Bravo–, uniendo los
planos de cada uno de los integrantes del grupo asediado, sonrientes y
excitados, cargando sus armas y disparando sin tregua. Hasta que la munición se
acaba, llegan las bajas –la selección natural hace aquí su presencia– y sólo
queda acudir a la única y última posible jugada con la que tratar de hacer
surgir el milagro. Y el milagro y la caballería llegan. El trance terminará
bien para los supervivientes: dos héroes y una heroína que, como espectros,
emergen desde la niebla tras una refriega final y definitiva, renovados,
reforzados y orgullosos del trabajo bien hecho; ¿o será el despertar desde el
fondo de una pesadilla?
(Originalmente publicado en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE)
[1] PEDRERO SANTOS, Juan
Andrés: John Carpenter. Un clásico
americano. T&B Editores (Madrid, 2013); págs. 32-33.
[2] Al comienzo de la película, mientras el teniente
Bishop conduce hasta la comisaría y habla con su capitán por radio, identifica
el lugar como la comisaría del “precinct nine, division thirteen”; o sea
distrito nueve, división trece.
martes, 16 de junio de 2015
"EL PERRO DE BASKERVILLES" (The Hound of the Baskervilles, 1959, Terence Fisher)
La
conocida novela de Arthur Conan Doyle “The Hound of the Baskervilles” –la
tercera de su producción literaria dedicada al de Baker Street, obviando los
relatos, publicada originalmente por entregas entre 1901 y 1902–, traducido su
título al castellano como “El perro de los Baskerville” o “El sabueso de los
Baskerville” –nótese la sutil diferencia con el título en castellano de la
adaptación de Terence Fisher, que parece referirse al aristocrático apellido
como si de una localidad se tratara–, ha contado a lo largo de los años con
numerosas versiones cinematográficas y televisivas ya desde los tiempos del
cine mudo, procedentes además de las más variopintas nacionalidades (Unión
Soviética, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Italia, Alemania, Australia,
Francia,...). De todas ellas, indubitadamente, la más conocida, por méritos
propios, es esta que Fisher dirigió en 1959 para Hammer Films, cuando aun
estaban recientes los éxitos de sus aportaciones a personajes como Drácula y el
monstruo de Frankenstein, y que llega a extremos donde ni siquiera se asomó otra
de las adaptaciones anteriores con mayor pedigrí, “El perro de los Baskerville”
(The Hound of the Baskervilles, 1939, Sidney Lanfield), donde Basil Rathbone
daba vida por primera vez al intrépido detective en lo que luego iba a
convertirse en un largo ciclo dedicado al personaje. Aun siendo, stricto sensu, una historia de cariz detectivesco –el protagonismo
de Sherlock Holmes obliga–, “El perro de Baskerville” versión Fisher puede y
debe ser integrada con todas las de la ley en el ciclo terrorífico que Hammer
Films ofreció desde finales de los años cincuenta, inaugurado con “La maldición
de Frankenstein” (The Curse of Frankenstein, 1957); ciclo con el que comparte momento
de producción, atmósfera, constantes formales e incluso actores principales,
por no decir, claro, que también equipo técnico.
Uno
de los dúos protagonistas más eficaces de la historia del cine, como es el
formado por Peter Cushing y Christopher Lee, quienes iban a quedar frente al
público universalmente ligados a sus colaboraciones en el seno de la Hammer a
partir de dar vida a iconos como Van Helsing y el doctor Frankenstein, el
primero, y a Drácula, la momia y el monstruo de Frankenstein, el segundo,
continuaban su emparejamiento en esta aventura holmesiana tan rica y sugerente por la gracia de Dios, o sea de
Fisher. La estructura del guión de “El perro de Baskerville” mantiene la fórmula
que las más afamadas muestras del ciclo de terror hammeriano habían compartido con éxito. Esto es, un prólogo
contextualizador y climático, alejado en el tiempo del momento en que luego se
desarrollará la trama principal, seguido de un impasse relajante tanto dramáticamente hablando como desde el punto
de vista de que sirve para retratar el equilibrado contexto social, cultural y
económico de unos personajes que no tardarán mucho en ver rota su confortable
existencia. Se inicia después una sucesión de peripecias que, tras dar
contenido a la mayor parte del metraje, dará paso a un clímax final,
normalmente trepidante y liberador. Así sucede tanto en “La maldición de
Frankenstein” como en “Drácula”, “La momia” o “La maldición del hombre lobo”,
si mi memoria no me falla, aunque en el caso de “La maldición de Frankenstein”
la historia comience por el final, siendo el prólogo una suerte de introducción
a un gran flashback. Los ejemplos
citados certifican con rotundidad la eficacia de esa estructura tan cercana a
la clásica disposición de “presentación, desarrollo y desenlace” que tan
ampliamente ha testado su conveniencia a lo largo de las décadas.
Pero
no es ese el único formulismo que encontramos tanto en “El perro de Baskerville”
como en el resto de sus compañeras de ciclo. Si podemos decir que Hammer Films
funcionó durante aquella su época dorada como una verdadera factoría de hacer
películas, en el sentido más industrial del término, es por que efectivamente,
en muchos de los casos, se seguía un modelo, que adaptado convenientemente a la
idiosincrasia de cada historia y a los personajes que la recorrían no dejaba
nunca de mantener unas constantes recurrentes, a cuya relativa repetición casi nunca
le dio la espalda el favor del público.
El
éxito, sin embargo, no iba a repetirse en esta incursión que Hammer hacía en el
personaje creado por Conan Doyle, por lo que la continuidad que se pretendía
–los diversos relatos y novelas con Holmes y Watson como protagonistas daban
pie para ello– quedaba frustrada. Fisher, con independencia en este caso de la
productora británica, sí aportaba posteriormente a su filmografía una nueva
adaptación de la obra de Conan Doyle, “El collar de la muerte” (Sherlock Holmes
und das Halsband des Todes, 1962), una coproducción entre Alemania, Francia e
Italia donde precisamente iba a ser Christopher Lee quien diera vida al
deductivo detective. Valga decir que Hammer, sobre todo por el apoyo de Fisher
a dicha idea, también había valorado el que fuera Lee quien se hiciera con ese
papel en “El perro de Baskerville”, pues pareciera que su físico y personalidad
se adaptaba mejor al personaje que los de Cushing. El que la productora aun por
aquel entonces no valorara lo suficiente la capacidad interpretativa de Lee y
que Cushing luchara por llevarse el papel, como fiel seguidor de Holmes que era
desde su infancia, fueron las circunstancias que se conjugaron para que finalmente
nos regalara la magistral interpretación que conseguía. Un Sherlock Holmes el
de Peter Cushing heredero de su previo Van Helsing, a quien el actor interpretó
en “Drácula”, en la impetuosidad física, la determinación intelectual en la
consecución de sus objetivos y cierta soberbia (tanto Van Helsing como Holmes
pretenden que se sigan sus precisas e imperativas instrucciones al pie de la
letra), no tanto en la gravedad del carácter del cazavampiros, que aquí se
torna en aguda ironía.
“El
perro de Baskerville” comienza con un extrañamente tosco plano de acercamiento
a una de las ventanas de la mansión de Sir Hugo Baskerville –la cámara, que no
parece reposar de forma equilibrada sobre ningún trípode o estructura similar,
ni disponer del buen pulso del operador, titubea en su enfoque–. A partir de
ese punto conocemos la brutalidad y el sadismo con los que el aristócrata se
entretiene; (des)gracias que aplauden sus amigotes y para las que se vale de sus
súbditos, ya sean hombres o mujeres, como víctimas. La iluminación de esas
escenas subraya el talante del noble británico –asimilando su figura
directamente a la de un monstruo– sin necesidad de entrar en más detalles, e
incluso dejando los efectos de sus abusos fuera de plano, con lo que acrecienta
así la eficacia de lo narrado; tal cual luego seguirá haciendo Fisher, más
avanzado el metraje, en alguna otra ocasión. La persecución a caballo por los
páramos que hace Sir Hugo tras la joven huida, de la que pretendía abusar,
termina, primero, con el asesinato de esta a manos de su perseguidor,
acuchillada por una daga que tanto en su forma curvada como en el modo en que
Hugo clava el arma en el cuerpo de la desdichada alcanza a constituirse en la cristalina
metáfora de una violación en toda regla –la sexualidad en el cine de Fisher
adquiere protagonismo casi siempre desde la evocación más que desde su
exposición explícita–. Pero lo que parece ser un perro furioso –que intuimos
desde un plano subjetivo– termina después con la vida del cruel asesino,
iniciándose en ese instante la maldición que tendrán que sufrir los sucesores
en el título de Sir Hugo. Este prólogo magistral, trepidante en su ritmo y
expresivo en la caracterización de los hechos y sus protagonistas, ya fija los
parámetros sobre los que se moverá el relato, más en términos de horror que de
simple suspense, a lo que la fotografía en Technicolor de Jack Asher (operador
de buena parte de los grandes títulos de la Hammer) –similar a la de las
mejores películas del ciclo de terror de la productora–, la música de James
Bernard que tanto evoca a la compuesta para su previo “Drácula” (Dracula, 1958)
y la genuina atmósfera de pesadilla que envuelve las secuencias nocturnas dejarán
paso a la presentación de Sherlock Holmes (Cushing) y el doctor Watson (André
Morell) como aquellos que serán los principales protagonistas de la función.
Será
el gusto por las emociones y la aventura lo que hará abandonar a los famosos
detectives londinenses su confortable y aburguesada vida, para mezclarse en una
serie de excitantes y peligrosas –aunque voluntarias– tribulaciones. Aunque no
son nobles, Holmes y Watson representan a una burguesía británica –fruto de la
industrialización del siglo XIX y del potencial económico adquirido por ese
nuevo mundo económico– que sustituirá en parte o complementará en su
representatividad dentro del statu quo
a la auténtica aristocracia inglesa. Desde ese punto de vista, tanto unos como
otros, apresados en la aparente seguridad de su bienestar y en la protección en
la que se amparaba su posición social, demostrarían cierto gusto por el
hedonismo y el lujo –recordemos el famoso “Hellfire Club”, que institucionalizó
esa tendencia–; en definitiva, suspirarán por algo que traslade a sus vidas, de
forma ficticia incluso, la inquietud y la problemática que sí sufrían o
disfrutaban las clases menos pudientes. Ese poso que bien demostraba Sir Hugo
con su brutal comportamiento, aunque dulcificado, sería una herencia que contaminará
a la clasista sociedad británica según la retrata Fisher en la película.
Incluso el mismísimo Holmes trata con displicencia e irrespetuosa exigencia al
personal de servicio de Sir Henry Baskerville (Christopher Lee), sin siquiera
haber tenido un contacto previo con el mayordomo y la ama de llaves que diera
pie a tomarse esas confianzas. Sir Henry, por su parte, aunque aparentando
respeto por sus vecinos pobres (Cecile y su padre, los Stapleton), esconde un
interés sexual por la joven que delata en como se vale para conseguir su
objetivo más en la superioridad que le aporta su elevado linaje que en lo que
sería el sentimiento puesto en una futura posible relación entre iguales.
Así,
las estancias victorianas en las que pasan sus momentos de asueto la pareja de
detectives, bien protegidas del clima exterior, primorosamente decoradas e
iluminadas, así como ambientadas con el olor del tabaco de pipa, dejan paso a
los fríos y brumosos páramos, a las abadías en ruinas, reflejo decadente de
tiempos más luminosos, donde peligrosos presos fugados, arenas movedizas y
maldiciones ancestrales perturban el amparo y la comodidad de la posición de
ambos en la urbe. Un cambio que para ellos es tan solo una aventura, a la que
acceden con el fin de sacar de paseo, de tanto en cuanto, su adormecida adrenalina.
Sin embargo, los habitantes autóctonos son mostrados como portadores de
secretos (el ama de llaves esconde que el preso fugado es su hermano, Stapleton
que es un descendiente bastardo de Sir Hugo), siniestros ellos (la mano
palmeada de Stapleton le aporta cierto cariz diabólico), nada virtuosas ellas
(Cecile se muestra entre insolente y provocadora con Sir Henry); eso sin hablar
de las aviesas intenciones que padre e hija esconden y que serán finalmente reveladas.
La diferencia de clases, tan británica como la propia Hammer, permanece como
paisaje social en el fondo de todo el relato. Es más, la causa misma del drama
que se expone en el mismo no es otra cosa que una especie de venganza de clase,
ya sin un motivo real cuando es a los sucesores del tirano, inocentes por
tanto, contra quienes se pretende atentar. Contradictorio es, además, que esa
venganza de clase tenga como último objetivo el hacer valer, precisamente, la
sangre aristocrática que Stapleton lleva en sus venas como descendiente
ilegítimo del depravado Sir Hugo.
Quizás
lo más sugerente, el traicionero páramo funciona como territorio simbólico y virtual,
donde todo vale, como un lugar de encuentro donde se pierden las formas, donde
priman los instintos, donde los odios y las pasiones campan a sus anchas, donde
no ejerce su influencia la comodidad de la vida civilizada, donde todo y todos
se muestran tal y como son, ausentes del maquillaje de la educación, la
pertenencia a una clase social o la socialización ¿necesaria? para la ficticia
vida en comunidad. Del mismo modo, alejado de ser una simple presencia ineludible
en la intriga detectivesca propuesta por Conan Doyle en el original literario,
el monstruoso sabueso responde en manos de Terence Fisher –como sucedía con su
Drácula, con su doctor Frankenstein o con su hombre lobo– a una forma alegórica
con la que expresar todo lo negativo que una sociedad y sus ciudadanos llevan
en su interior, una especie de “MacGuffin” sobre el que hacer recaer el soporte
de unas ideas no tan superficiales ni anecdóticas, sino tan de peso como muchas
de aquellas que el mejor cine de Fisher –entre el que esta cinta se encuentra–
se empeñó en repetir una y otra vez.
Juan Andrés Pedrero Santos
Publicado originalmente en la revista SCIFIWORLD MAGAZINE
miércoles, 20 de mayo de 2015
viernes, 15 de mayo de 2015
"CALLES DE FUEGO" (STREETS OF FIRE, 1984, WALTER HILL)
Walter
Hill es un cineasta que será recordado por el primer tercio de su carrera, sin
duda ninguna el mejor con diferencia y el que recoge su íntegra personalidad
como autor, luego en parte perdida; Driver (The Driver, 1978), Los
amos de la noche (The Warriors, 1979), Límite: 48 horas (48
Hrs., 1982) y Calles de fuego (Streets of Fire, 1984) serán las películas que
harán que pase a la historia, no otras. Como en los buenos westerns, rebosantes están todas ellas de mitología; en su caso es una mitología en régimen
de adopción por la que navegan sus historias, inmersas en un mundo habitado por
personajes estoicos, outsiders, antihéroes
y villanos. Sus protagonistas son individuos con un pasado del que uno intuye
no deben sentirse muy orgullosos y con un futuro que tampoco se presenta
prometedor. Ante esto el presente es lo único que les queda, sometidos como
están a duras pruebas de desenlaces inciertos, a las que se enfrentan con las
armas que tienen, confiando en que lo que hacen y el modo en que lo hacen es el
único y pertinente rumbo a seguir. Aunque en cierta manera sus vidas y sus
quehaceres están más cerca de la marginalidad o de la ilegalidad que de lo que
se supone es la norma, las decisiones que toman respecto al problema que se les plantea tienen mucho que ver con una
idea moral de la justicia, y sobre esas premisas definen su forma de actuar. En
cierta medida sus tribulaciones también son viajes iniciáticos, pues sus
aventuras conllevan un viaje interior que les ratifica en lo que ya son a la
vez que les modela, tras el cual verán reconocidos unos méritos que hasta
entonces les eran negados. Son personajes que viven historias donde las relaciones
entre los distintos individuos se plantean como un enfrentamiento muy masculino
–visto desde el tópico– a partir del que lograrán que se acerquen posturas, que
se desvele la honorabilidad de cada cual y, por el camino, se resuelvan
intrigas e indefiniciones personales que hasta ese momento no estaban del todo
claras. Un viaje que, en definitiva, les hace crecer.
Aunque
Walter Hill ha dirigido tres westerns
reales, Forajidos de leyenda (The Long Riders, 1980), Gerónimo,
una leyenda (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (Wild Bill,
1995), se le han dado mucho mejor los westerns
falsos, aquellos en los que se asume la mitología genérica como norma de
funcionamiento, pese a que se sitúen en un tiempo y en un lugar diferentes a
los generalmente aceptados para el género. Hill, de ese modo, rechaza la
naturalidad y opta por la pose –ciñéndonos específicamente a esa parte de su
filmografía, la más interesante, anterior a su incomprensible incursión en la
comedia con El gran despilfarro (Brewster´s Millions, 1985)–, a cuyos
fueros volverá de una manera más descafeinada con sus últimas incursiones en el
thriller de acción. Se trata de la misma pose que siempre ha alimentado al western –ya sea el clásico o su deriva mediterránea–,
donde el tipo duro, como la mujer del césar, no sólo tiene que serlo sino
también parecerlo, y es esa una actitud que debe trascender tanto de su forma
de hablar como de su forma de moverse o de su indumentaria. Como en la vida
real, la pose es un código, una forma de adelantar al espectador quien es, como
es y a qué se dedica aquel a quien se está observando o que busca ser mirado;
además de hacernos intuir cual deberá ser su comportamiento ante cada situación.
El código es una forma de comunicación, puede que no exenta de cierta violencia
expresiva, por llamarlo de alguna manera, pues se obliga al receptor del
mensaje, aun sin que éste busque ese objetivo, a darse por enterado de aquello
que se le quiere transmitir. De algún modo esa exteriorización forzada de la
información que contiene la pose funciona como advertencia, pero también como
una forma de exhibicionismo. Cualquiera de los pandilleros de los diversos gangs de Los amos de la noche
utiliza su indumentaria para sentirse íntimamente integrado en un grupo, así
como para definirse externamente como miembro del mismo y, a su vez, para
diferenciarse de los componentes del resto de tribus urbanas. La misma dinámica
hace suya la banda de violentos rockers
llamada “Los bombarderos”, liderada por un icónico Raven Shaddock (Willem
Dafoe), quienes cumplen su función dentro de este western convertidos en el equivalente a una tribu de indios
renegados. La presentación precisamente de Raven y de sus compinches al
comienzo de Calles de fuego es un buen ejemplo de cómo también la narrativa
cinematográfica puede utilizar la afectación como un concepto que transmite información,
rotunda y precisa pero de una forma sintética. Mientras la cantante Ellen Aim
(Diane Lane) está dando un multitudinario concierto, la forma ceremonial en la
que llegan los motoristas, sus pantalones y cazadoras de cuero negro, su
entrada en el local, el contraste de sus siluetas petrificadas –a contraluz,
entre el humo y las sombras– respecto a los brazos en alto dando palmadas del
resto de enardecidos asistentes al espectáculo, transmiten con su puesta en
escena una riada de información y, además, componen una preciosa idea visual.
Calles
de fuego, que se
debe interpretar como un western
urbano –de esos que tanto gustaban a John Carpenter–, como se suele decir para
diferenciarlo del western de toda la
vida, no es tampoco un musical en sentido estricto, pues no abraza sus códigos
en ningún modo, pero sí aprovecha su argumento con estrella del rock de por
medio para que el público disfrute de unas muy buenas canciones y actuaciones
que enriquecen la estupenda y trepidante aventura que es la película. Un argumento que, como su forma de
expresarse, también tiene mucho de western.
Si tenemos en cuenta el esquema que defiende María Dolores Clemente Fernández
en su estudio académico “El héroe del western. América vista por sí misma” –Editorial
Complutense (Madrid, 2009), pág. 87–, encontramos en muchas de las grandes
muestras del género una estructura dividida en cuatro partes muy bien
diferenciadas: «1) daño; 2) persecución de los agresores; 3) reparación; 4)
castigo de los malvados», que Hill repite aquí como lo hizo antes en Los
amos de la noche y en Límite: 48 horas –sus otros dos
mejores westerns encubiertos–, y que
en todos los casos funciona como un reloj y es la base del buen ritmo que las
caracteriza. Como otros western
posteriores a la etapa más clásica de ese particular género –definitivamente
debemos asumir que Calles de fuego pertenece al mismo– tiene mucho de crepuscular.
Todo en ella indica que retrata el fin de una época dentro de ese mundo
atemporal y anónimo que representa, donde ha habido cambios, donde ha habido
guerras de las que los soldados ya vuelven, empero sin saber muy bien hacia
donde ir –Tom Cody y McCoy (Amy Madigan) eran antes soldados, ahora cuerpos
errantes–, donde el aspecto de las calles delata una economía del bienestar que
conoció mejores momentos, como muy bien dibuja todo el diseño de producción.
Enmarcada
en un tiempo y en un lugar indeterminados, a medio camino entre un escenario de
ciencia ficción y el de la sociedad americana de los años cincuenta, a la que
ostensiblemente alude gran parte del vestuario, de los vehículos, del
mobiliario urbano y demás, el guión –también escrito por Walter Hill– nos
cuenta el rapto de Ellen Aim (Diane Lane), una estrella del Rock & Roll,
por parte de una banda de motoristas, cuyo único fin es que su cabecilla, Raven
(Willem Dafoe), se divierta con ella una o dos semanas. Una de las admiradoras
de la cantante llama a su hermano, Tom Cody (Michael Paré), un antiguo novio de
la secuestrada –el arquetipo de chico guapo, duro y rebelde que siempre anda
metiéndose en líos– para que intente rescatarla. Éste acepta la misión sin
saber muy bien si lo que le motiva de ello son los diez mil dólares que le pagará
el actual novio y manager de su ex (Rick Moranis) o por el amor hacia con quien
antaño mantuvo una relación tan pasional como tormentosa. La misión:
introducirse en el territorio de “Los Bombarderos”, entrar en su guarida a
tiros, liberar a Ellen y salir de allí lo antes y lo más entero posible; luego,
a esperar acontecimientos, seguro que nada agradables. Todo se complica cuando
los egos de machos de Tom y Raven se encuentran, chocan y convierten el asunto
en un tema personal entre los dos.
No
existen en Calles de fuego grandes
mensajes, más bien no hay ninguno, incluso es previsible en su devenir, pero sí
hay una recreación directa de la intensidad vital de sus personajes, de sus
vivencias más epidérmicas e íntimas, que son las verdaderamente importantes; y,
sobre todo, mucha simpatía. Como el “Snake” Plissken de Carpenter en 1997:
rescate en Nueva York o el “hombre sin nombre” de Leone, nuestro Tom
Cody (un nombre que evoca al cine del oeste por los cuatro costados) será muy
consciente de su marginalidad social, pero también lo será de una superioridad
moral que, más que hacerle libre –pues precisamente su comportamiento suele
llevarle entre rejas más que a ningún otro sitio– son un síntoma de su verdadera
libertad. Algunos hablarían de un tono “en clave de cómic” para definir la poca
profundidad dramática de Calles de fuego,
al igual que de su supuesto adocenamiento plástico, al corresponderse muchas de
sus imágenes con lo que podía verse en aquel boom del videoclip de los años ochenta –década a la que pertenece la cinta–;
yo quiero interpretarlo como una necesidad de ser una digna hija de su tiempo.
Y
no les falta razón, en parte, a aquellos si tomamos su idea para definir la
estética que la cinta hace suya: la de videoclip,
cosa que efectivamente son cada una de las actuaciones musicales a las que
asistimos durante el metraje, sin tener necesidad alguna de verse integradas en
el conjunto de la película para su perfecta comprensión. Tanto las elegantes
actuaciones de Ellen Aim como las más salvajes del garito sede de “Los
Bombarderos” no defraudan desde un punto de vista musical y escénico. Además
sirven para identificar dos mundos distintos. Por un lado están las populosas
veladas que ofrece la cantante protagonista de mano de su manager, en una sala
de conciertos donde el público venera a quien trata como a una diosa,
poniéndose a sus pies. Sin embargo, las actuaciones del menos engalanado “Torchy´s”
muestran una actitud muy distinta de la relación entre el público y sus
artistas. Por un lado vemos al sudoroso cantante de piezas mucho más hard que las que interpreta Aim, eso sí,
en un ambiente más primario y genuino que el que frecuenta aquella, mientras
una sexy bailarina encandila a una parroquia llena de tupés y cueros negros por
doquier, una audiencia cuya admiración por los seductores movimientos de la gogó
va por un camino muy diferente al que siguen los espectadores de la solista
interpretada por Diane Lane.
Aunque
hay evidentes ecos a Centauros del desierto (The
Searchers, 1956, John Ford) en lo argumental –la tribu del jefe Cicatriz, casi
en un tono de cine de terror, raptaba a una niña matando a sus padres y
convirtiendo el rescate de ésta en el hilo conductor del resto de la trama–, no
recoge de ella el dramatismo personal e intransferible de muchas obras de Ford.
Por el contrario, el dramatis personae sí
recoge el testigo de otro westerniano
de pro, como es Howard Hawks, con el que tiene en común la existencia de un
grupo heterogéneo, una misión común, la jovialidad –más que humor– siempre
presente, y un final en el que dos personajes muy diferentes y casi
incompatibles en cierto modo –Tom Cody, todo un rompecorazones, y una McCoy que
se presume lesbiana según muchas claves implícitas–, tras varias vicisitudes
compartidas, se ven unidos a la búsqueda de nuevas aventuras y de un futuro no
por incierto menos cargado de buenas vibraciones. Tal cual les sucedía a Rick (Humphrey Bogart) y al capitán Renault
(Claude Rains) en la secuencia final de Casablanca (Casablanca, 1942.
Michael Curtiz); una evocación que ya utilizó John Carpenter varias veces, como
en el caso de Vampiros de John Carpenter (John Carpenter´s Vampires, 1998) y Fantasmas
de Marte de John Carpenter (John Carpenter´s Ghosts of Mars, 2001).
Juan Andrés Pedrero Santos
(Texto originalmente publicado en SCIFIWORLD MAGAZINE)
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